Capítulo 25
De repente, o eso parece, las noches se hacen frías. Los árboles que hay junto al edificio de Pável se encienden de tonos escarlatas y anaranjados. En las colinas de Lenin comienzan a perder las hojas, que se esparcen por el río en gruesas capas amarillas arrastradas por la corriente. Durante cuatro días seguidos sopla en la plaza Dzerzhinski un viento casi continuo, portador de una arenilla punzante que Pável se quita luego lavándose la cabeza. Los caballos de piedra encabritados que rematan el teatro Bolshoi parecen dispuestos a saltar al vacío, como fustigados de un modo salvaje por el viento que gime entre sus patas.
Ese viernes Pável encuentra la carta de Semión en su buzón. El sobre cerrado de su interior, que él no abre, está remitido a una dirección de Gorki, una ciudad situada a unos cuatrocientos kilómetros al este de Moscú. Amigos de amigos. Suficientemente lejos, espera. Esa noche esconde la carta en el sótano, con los cuentos de Bábel.
Lleva una semana luchando contra el impulso de telefonear a Semión. No deja de darle vueltas a su última conversación, ni se hace a la idea de una separación siquiera temporal. Una terrible corazonada le obsesiona.
Por fin, el domingo no puede más. Desde un teléfono de pago cercano a su piso espera que la telefonista le ponga con el número de Semión. Después de once llamadas, la telefonista recupera la línea.
—Esa persona no lo coge. ¿Quiere esperar?
—Sí, espero.
Pero no responden, ni ese día ni los dos siguientes, hasta que por fin, la noche del último miércoles, el mismo día en que Varsovia se rinde a los alemanes, descuelgan el teléfono.
—¿Semión?
—¿Quién llama, por favor? —pregunta una voz masculina y serena.
Pável devuelve el teléfono a su horquilla.
A raíz de ese episodio ya no se atreve a telefonear. No sabe qué teme más, que la llamada sirva para que sigan su rastro o descubrir que su amigo ha desaparecido de veras. A veces le tienta creer que Semión se ha puesto a salvo, pero su corazón no se engaña.
El último día de septiembre, Pável cruza la ciudad en tranvía. Le sorprende descubrir que la cochera cubierta que hay junto al edificio de Semión aún muestra los descoloridos carteles donde se hacía burla de Hitler. La historia, piensa, se ha olvidado de este barrio lejano y perdido.
Camina tres manzanas hasta el edificio de su amigo. En el patio, un hombre de tipo sanguíneo con una americana sucia esparce las migas de pan que saca de un cucurucho de papel, observado con desconfianza por una ardilla desde lo alto de la rama de un tilo.
En la puerta del piso de Semión hay un sello de cera roja, del que pende una plomada. Es evidente que la policía lo dejó en el momento de la detención tanto para sellar la puerta como para mantener a raya a los curiosos. Al tocar el sello de cera, Pável siente que el pánico que le atenaza desde hace semanas o quizá más tiempo da paso a una rabia profunda y negra como una fotografía consumida por el fuego.
Afuera, el hombre de la ardilla está arrojando las últimas migas de pan al suelo.
—¿Dónde puedo encontrar al encargado? —pregunta Pável.
Le conduce al otro lado del patio, donde descienden por unos húmedos escalones de piedra. Pável llama a la puerta con los nudillos y espera. El hombre de la ardilla despide un olor a alcohol tan fuerte que parece aguarrás.
Cuando se abre la puerta, un viejo con el cabello lacio peinado a lo ancho del cráneo parpadea, receloso, desde la penumbra de su piso.
—¿Sí? ¿Qué ocurre?
—¿Es usted el encargado de este edificio?
—Sí.
—Necesito que me abra el piso de Semión Borísovich Sorokin.
El viejo se le queda mirando.
—¿Con qué autoridad?
De repente, aflora la rabia contenida.
—¿De verdad quiere saberlo? —pregunta fríamente, dando un paso hacia el encargado, que retrocede—, porque si lo prefiere puedo llamar para que vengan a recogernos con un coche, y ya sabe de qué coches hablo. ¿Quiere que le demuestre con qué autoridad vengo aquí?
A su espalda, con un gemido medio estrangulado de terror, el hombre de la ardilla sube los peldaños resbaladizos dando traspiés.
El encargado del edificio descuelga un jersey del gancho que hay detrás de la puerta.
—Tengo que buscar las llaves —dice, temblando.
Bien, piensa Pável, dejemos que se cueza un poco en su salsa. Cuanto más tema el viejo, menos problemas dará.
—Deprisa.
Cruzan el patio desierto. Desde lo alto de su ramita flexible, la ardilla los obsequia con un gruñido de enfado. El viento del oeste sopla sobre los tejados y las nubes recorren el cielo a toda velocidad.
Ya en la puerta de Semión, el encargado duda al ver el sello de cera. Está tan pálido que tiene la piel del rostro y de las manos casi transparente. Cavernícolas, ¿no era eso lo que llamaba Semión a las futuras generaciones? En efecto, piensa Pável, ya vivimos en las cavernas.
Tira de la plomada y el sello cae al suelo.
—Abra.
Se oye el clic de la cerradura y la pesada puerta se abre de par en par. Evitando mirar a Pável, el encargado del edificio se hace a un lado para dejarle paso.
—Puede cerrar cuando acabe —dice Pável, despidiéndole.
—Claro.
En cuanto traspasa el umbral y cierra de un portazo a sus espaldas, la rabia desaparece.
Un vendaval, piensa, medio aturdido. Libros esparcidos por la alfombra, debajo de la estantería; algunos, desencuadernados. Diario de un cazador, Los hermanos Karamazov, Un héroe de nuestro tiempo. Han levantado la tapa negra del piano y el taburete muestra la huella de un zapato manchado de barro. Un rastro de fotografías pisoteadas y arrancadas de los marcos hechos añicos conduce hasta el pequeño dormitorio de Semión y Vera, donde la cómoda y el armario han quedado abiertos. El colchón, al que han arrancado las sábanas, está medio apoyado en la cama. Más libros, más fotos. En el suelo, un montón de camisas todavía en sus perchas, corbatas, zapatos. Por fin, en un cajón abierto de la cómoda, cartas personales, desechadas tras leerlas con precipitación. Toda una vida al desnudo. Pável se arrodilla a recogerlas.
2 de enero de 1925
Querida Vera:
Aunque deseaba con todo mi corazón pasar contigo el día de ayer, comprendo perfectamente que quieras pasar las vacaciones con tu familia, como sé que tú comprendes que tengo que trabajar. ¡Ahí, la vida de un profesor adjunto en periodo de prueba. Así pues, ¡feliz año nuevo, mi encantadora esposa recién estrenada! Esta tarde he ido ya dos veces al buzón esperando una carta tuya. Aquí hace un día claro y hermoso. En cuanto eche ésta, iré hasta la Chistie Prudi para ver a los patinadores en el lago helado e imaginaré que tú estás conmigo como yo estoy contigo.
Te abraza,
Semión
Si pudiera hablar con Semión sólo una vez más, Pável reconocería que llevaba razón. Hay que recordarlo todo. Una carta, un lago helado, las risas claras y gozosas de los patinadores resonando en el aire.