Capítulo 33

El lunes Pravda trae una breve alusión a la posibilidad de guerra. Hacia el final del periódico, Pável encuentra un solo artículo, bastante lacónico, sobre el movimiento de tropas soviéticas al norte de Leningrado, en la frontera con Finlandia. La misma frontera que Molótov ha exigido más de una vez que se retraiga «varias decenas de kilómetros». En respuesta a lo cual los finlandeses han movilizado también su ejército.

Un rastro de nieve sucia de barro se extiende hasta el interior de la estación de Kiev. El tren del transbordo, procedente de Birulevo, está al llegar y Pável se dirige a esperarlo al andén abarrotado. Cae una nieve incesante sobre las altas nervaduras de acero de la techumbre de la estación. Un maletero viejo se resbala con las botas de fieltro en el cemento helado y vuelca el carrito del equipaje. La multitud continúa pasando a su lado.

Cuando llega el tren de Birulevo, Pável ayuda a Víktor a meter las maletas en la estación, seguido de Olga y de su madre con los niños. En cuanto se organizan, Víktor y Olga se sitúan en la cola de la taquilla.

¿Qué le habrán dicho a su madre? ¿Que se van de vacaciones al campo igual que la última vez? Como si le leyera el pensamiento, la madre se vuelve hacia él y sonríe.

—¿Qué?

—Nada.

La luz de las lámparas que cuelgan del techo se refleja en las gafas de ella. Ha colocado entre los dos su maletita desgastada, sujeta con una correa.

—Te agradezco que hayas venido a despedirnos. Es un detalle por tu parte, Pasha, aunque no era necesario.

Junto a ellos, los hijos de Víktor colorean encima del banco uno de los cuadernos escolares de Andréi.

—Me apetecía. —Pável duda—. Bueno, ¿tú cómo estás?

—Como si tal.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que he decidido no hablar de si estoy bien o mal. —Aunque su madre habla sin resquemor, Pável reconoce el tono determinado, resuelto—. Estoy harta de pensar en cómo me encuentro constantemente, desde que me despierto por la mañana. Quiero disfrutar del día, Pasha. —Acaricia la cabeza de Misha y le arregla con los dedos los pelos finos y negros de la patilla—. ¿Qué estáis dibujando? —pregunta al crío, que acepta las caricias como una rutina—. ¿Es nuestro tren, cielo? ¿Somos nosotros en el tren?

—Sí —dice Misha con aire solemne.

No volverá a verla jamás. Pável lleva días desechando el pensamiento, que ahora le cae encima como un mazazo. En cuestión de horas, con Moscú a sus espaldas y una vida nueva y desconocida por delante, su madre habrá comenzado a convertirse en lo que Elena y Semión son ya para él. Recuerdos. Fantasmas. ¿Y yo —piensa—, en qué me convertiré yo para ella cuando los días se hagan semanas y los meses años? A medida que la mente de su madre se hunda en las tinieblas y los recuerdos se vayan apagando uno tras otro. Cuando la vida desate los vínculos con su reducida historia. Esa historia que ahora es él. Un buen día desenterrará una foto suya y preguntará.

—¿Quién es?

—Es Pável, querida —le dirá Olga—. Su Pasha.

El hijo perdido.

Víktor y Olga regresan con los billetes.

—Bueno, ¿por qué no dejamos que Pável Vasílievich y su madre pasen un ratito juntos? —dice Olga a Andréi y a Misha—. Vamos a ver cuál es nuestro tren, ¿os parece?

Cuando se van, la madre de Pável dice:

—Pareces distraído, Pasha. ¿Va todo bien?

—No.

Su madre está perpleja, pero mantiene la prudencia.

—Ahora escúchame con atención. —Pável coge entre las suyas una mano de su madre—. Mamá, ha ocurrido una cosa, el jefe de Víktor... —Pável baja la voz, a pesar de que hay pocas posibilidades de que le oigan—. Le detuvieron el viernes. Si Víktor se queda aquí, es probable que siga el mismo camino. Por eso tiene que sacar a su familia de Moscú.

—¡Dios mío!

—Tienes que ayudarlos, madre. Necesito que los ayudes. —Pável busca en su abrigo, de donde saca un sobre cerrado, que entrega a su madre—. Guárdalo en un sitio seguro.

—¿Qué es esto?

—Dinero.

La madre da vueltas al sobre en las manos.

—¿Cuándo volveré a verte, Pasha? —pregunta al fin.

—Cuando no entrañe ningún riesgo para mí haceros una visita. —La mentira le pone enfermo, pero le falta valor para la verdad—. Hasta entonces no puedes escribirme, ¿me comprendes? Ni cartas ni telegramas ni llamadas de teléfono. Nada que los ponga en vuestra pista.

Su madre le planta el sobre en la mano.

—No voy —dice con la voz quebrada—. Me quedo contigo.

—No puedes.

Su madre le mira fijamente.

—¿Por qué no puedo?

En el banco de enfrente se sienta una familia entera que deposita las maletas en el suelo. Padre, madre y un hijo adolescente; todos rollizos, robustos, con las mejillas arreboladas. Nada más sentarse, la mujer extiende a su lado un mantel de hilo bordado y saca del bolso unas salchichas, pan negro, agua mineral y finalmente dos plátanos, una rareza en Moscú desde hace muchos años. Están como envueltos en un aura de calidez y bienestar que los aísla de los gritos y del ruido de la bulliciosa estación.

—¿Por qué no puedo quedarme contigo, Pasha?

—Por favor, mamá, baja la voz.

—Entonces, contéstame.

No puedo contestarte. Es probable que su madre le lea el pensamiento, porque el enfado que expresa su rostro deja paso a una especie de comprensión circunspecta. Pável la atrae y la aprieta contra sí, con la boca junto a su oído.

—Es mejor así —le susurra.

Víktor y Olga vuelven con los niños. La familia de enfrente ya ha terminado la comida. El mantel bordeado de flores azules ha desaparecido, igual que las botellas y la piel de los plátanos. La burbuja luminosa de sencilla dicha familiar que los rodeaba hace sólo unos instantes se ha evaporado.

—¿Ya es la hora, papá? —pregunta Andréi.

—Casi.

Una tras otra, las llamadas de los trenes, salidas, llegadas, resuenan sobre su cabeza.

—¿Nos acompañas al tren, Pável Vasílievich? —pregunta Víktor, levantándose.

—¿Nos vamos ya? —dice Andréi.

—Ya, sí —le responde su padre.

Afuera, a ambos lados del largo andén gris, hay sendas franjas de nieve sin pisar. Los silbidos y las vibraciones de los trenes que esperan se mezclan con el ruido general de las voces. Siguiendo a su madre entre la multitud, Pável no puede apartar la mirada de los rostros de la gente que pasa en oleadas. ¡Tantas caras! ¡Tantos recuerdos! De pronto, su madre se detiene apretando a Misha contra su costado y se da la vuelta. Ahora es su rostro lo que Pável no puede dejar de mirar; el rostro de su madre, que, como el de Elena y el de Semión, quisiera conservar en la retina para siempre. Pasha, dice ella. Pável lee el nombre en sus labios, pero ya no la oye. A su alrededor continúa fluyendo la multitud.