Capítulo 10

Más tarde, descendiendo la larga escalera del metro en la estación Dzerzhinski, comienzan a temblarle las manos, las piernas, el cuerpo entero, sin que pueda evitarlo. Para no desplomarse, se agarra al pasamanos hasta que se le pasa la ofuscación. Una tumba, piensa desesperado al mirar abajo. Se da la vuelta y sube las escaleras.

De nuevo a la luz, respira hondo y deja que el aire le llene los pulmones. Ahora puede preguntarse a dónde va. Aborrece hasta el pensamiento de sentarse una o dos horas a tomar el té en un inocente café cercano a la Plaza Roja, rodeado de extraños. Ha perdido el gusto por la gente; no le apetece perderse en el ruido mareante del anonimato compartido; entre la felicidad de otros, la vida de otros. Pero tampoco quiere quedarse solo con su miedo. Al otro lado de la aglomeración de la plaza ya han encendido varios despachos de la Lubianka en preparación del turno de noche.

Pável detiene un taxi y se sube. Después de dar al conductor las señas de Semión, se apoya en el respaldo del asiento.

—Buen barrio —dice el taxista con sarcasmo cuanto se detienen frente a la casa de su amigo.

—Lo fue.

Aplica el oído a la puerta de Semión esperando el sonido del piano, pero no se oye nada. Vera responde con rapidez.

—Creí que era la policía —dice.

Pável se queda mirándola.

—Bueno. ¿Entras o no?

Al entrar, desde el baño pequeño que hay junto al recibidor oye la voz de un Semión bien humorado.

—No quiero robarles el tiempo, señores. La verdad es que no ha sido nada.

Sale al vestíbulo en camiseta, taponándose el cuello con una toalla.

—Pasha. ¿Qué haces tú aquí?

—¿Por qué esperáis a la policía?

—Pregúntaselo —dice Vera, irritada—. Un matón le raja la garganta y para él es un arañazo sin importancia y no hay que complicarse la vida llamando a la policía. —Se estira con rabia el fino jersey gris, con los puños raídos y deshilachados—. Como si fuera tanta la complicación.

La policía normal. Ahora lo comprende. Pável se siente aliviado. Multas de tráfico, riñas de borrachos, robos, asesinatos por dinero o por amor, los pequeños delitos que el NKVD no persigue y que, por tanto, ignora.

Semión suspira.

—Es sólo un arañazo, Vera, no dramatices.

—Deja que lo vea —dice Pável.

—Sí. —A Vera le brillan los ojos; Pável se da cuenta de que está a punto de llorar—. Enséñale a Pasha tu arañazo sin importancia.

Pável está tentado de cogerle una mano para consolarla, como hizo alguna vez; pero la relación con Vera, sea la que sea ahora, pasó ese punto hace mucho tiempo. Cuando ella se va, Pável y Semión se miran tranquilamente.

—¿Puedo verte el cuello?

Reticente, Semión se retira la toalla empapada de sangre y muestra un corte superficial, limpio como una incisión quirúrgica, debajo de la oreja izquierda. Al principio Pável se queda tan aturdido que no reacciona.

—¿Quién te lo ha hecho? ¿Qué pasó?

—Estaba dando una vuelta por el parque, cuando me pararon dos tíos para pedirme dinero.

Les dije que no llevaba encima un solo copec, pero volvieron a preguntar. Digamos que se pusieron pesados. —Semión se aprieta la toalla contra la garganta—. El más feo, el que me pinchó con la navaja, tenía tanto miedo que yo diría que se orinó. Y es lo que pienso contar a la policía si me piden una descripción. Eso si vienen. «Señores, sigan el rastro de olor a pis.» Aunque, para ser sincero, preferiría olvidar el asunto cuanto antes.

—No hablarás en serio. ¿Y dejarlos por ahí sueltos?

—Sueltos, sí. Eso mismo.

—Semión, esos tíos te han atacado con una navaja, y tú actúas como si fuera una especie de charlotada. —Pero se da cuenta de que sus palabras no hacen efecto—. ¿Y si te los volvieras a encontrar?

—Supongo que haría bien en llevar dinero encima.

Se vuelve al baño, seguido de Pável.

—¿Y si se los encuentra Vera? ¿No se te ha ocurrido?

Semión está delante del lavabo, inclinando la cabeza a un lado y a otro para examinar la herida. Por el escote de la camiseta le sobresale un mechón de pelo canoso.

—Dios los libre. —Esboza una sonrisa débil—. ¿Lo ves?, ya no sangra. —Tira la toalla al lavabo.

—¿Y qué pensabas para salir a pasear tú solo por el parque? Ya sabes que se ha vuelto peligroso.

—No pensaba nada, Pasha. Es lo bueno de pasear, ¿no?, que no hay que pensar. Además, no iba solo, llevaba el bastón. ¿Crees que debí atizar a esos gamberros y romper mi bastón en aras de la restauración del orden público?

Semión se pellizca con los dedos las ojeras oscuras e hinchadas.

—Dios mío, me he convertido en un viejo feo y tullido. ¿Cómo es posible?

Abre el agua fría y el grifo se empaña de vaho. De la toalla escurre un hilillo de sangre que ondea como un banderín de humo rosa en el agua clara y cristalina. Qué pronto cambian nuestros miedos, piensa Pável. Un segundo antes no podía pensar más que en sí mismo y ahora teme por Semión.

Poco después Semión habla en voz baja.

—Ese momento en el que alcé los ojos y los vi venir hacia mí.

Se queda mirando el agua que llena el lavabo.

—¿Qué?

—La sensación de pánico que me asaltó. De pronto fue como si los tres nos encontráramos en medio de la nada. Yo estaba aterrorizado. Lo creas o no, me faltó poco para echar a correr con mi pierna de madera y todo, pero luego pensé que me alcanzarían. En el instante en que lo intentara caerían sobre mí, porque soy débil. —Sus ojos atemorizados encuentran la mirada de Pável en el espejo—. Se aprovecharon de mi temor, lo olieron como los perros. No creo que al principio tuvieran intención de robarme.

Pável calla, recordando su propio terror durante la entrevista con Radlov.

—Hiciste bien en no correr, habría sido peor.

—No me comprendes, Pasha.

—Pues explícate.

—Si pensaron que era débil es porque yo también lo pensaba. Y nunca me había ocurrido. Ni siquiera en la guerra, después de perder la pierna, me sentí nunca tan vulnerable. Si me hubieran dejado ciego o me hubieran reventado mis partes, habría sido distinto, pero, ¿una pierna? Aunque no te lo creas, estaba agradecido y siempre lo he estado, Pasha. Porque yo vivía cuando tantos hombres decentes, como tu propio padre, estaban muertos. En el momento en que comprendes que estás vivo de milagro, es imposible no sentirte agradecido.

Semión alarga el brazo para coger la camisa limpia que cuelga del quicio de la puerta abierta. Un gesto sencillo que parece hecho para poner fin a la conversación. Sin embargo, continúa hablando.

—Pero más raro fue lo que me ocurrió ayer después de clase —lo cuenta casi con ligereza—. Me encontré con un antiguo conocido, un experto en economía agrícola que da un seminario en la facultad, razón por la cual es insufriblemente importante. Conoce a todo el mundo y está metido en todos los guisos de aquí a Kazajstán. —Se detiene para sacar la cabeza por la puerta abierta y aplicar el oído. Por Vera, piensa Pável—. Ciérrala, hazme el favor —le pide en voz baja.

Pável obedece.

—Me dijo que había oído que yo estaba arrestado. —En el espejo los ojos de Semión vuelven a encontrarse con los de su amigo.

—¿Por qué lo diría?

—Quién sabe. A lo mejor estaba un poco borracho como cuando yo le conocí. Además es un imbécil certificado. Para mí que las vacas le han dado demasiadas coces en la cabeza.

—Si tu conocido trata a tanta gente como dices, no es una broma. —De la otra habitación llega el sonido del piano, una ráfaga de notas, un fragmento de una canción tocado con mucha suavidad. De todos modos, Pável baja aún más la voz—. Escúchame, Semión. No sabes con quién ha podido hablar. ¿Y si se le hubiera escapado algo a una de sus conexiones?

—¿Y si es un simple rumor? Uno de las decenas de miles que circulan por las entrañas del ambiente académico de Moscú.

—¿Y si no lo es?

—Cada vez te pareces más a Vera. Caéis en la histeria por un arañazo.

—¿Vas a contárselo?

—No, por Dios. Ni tú tampoco. Ya se preocupa bastante. Esto queda entre nosotros, Pasha, promételo.

—No pienso decir nada.

—Gracias. Ahora sé un alma caritativa y échame una mano para abrocharme los botones.

Esperan a la policía en el salón, delante de una caja de galletas rancias y un té ligero. El sol arroja sus últimos destellos sobre el parque arbolado, sobre los senderos cubiertos de hierba y la larga tapia de ladrillo. La calle vacía está ya en sombras; un distrito entero aislado de la ciudad circundante. De vez en cuando pasa un coche o un camión y Vera corre a la ventana abierta y cruza los brazos cogiéndose los codos con las manos. Al mirarla, Pável no puede evitar el recuerdo de otras tardes más felices, hace años, en vida de Elena, cuando en aquel mismo piso Vera los entretenía con el piano. Schumann, Bach, Schubert. Si se sentía juguetona, intercalaba un número de ragtime americano, el Maple Leaf Ragdz Joplin o algo de Joseph Lamb. Una noche especial incluso cantó para ellos, aunque en este momento a Pável se le escapa el título de la canción, sólo recuerda que su voz poseía un encanto sencillo y sorprendente. El sol se pone detrás de los árboles y desaparece. Ladra un perro, y a varias manzanas de allí le responde otro. Los visillos se agitan con la brisa de la tarde.

—Tal vez se han perdido —dice Semión a Vera, encendiendo la lámpara de pie que hay junto a su butaca.

—No entiendo por qué. Para asegurarme le repetí dos veces la dirección al policía que me atendió por teléfono.

—Nunca se sabe. Se habrán olvidado de nosotros.

—No se han olvidado —replica Vera—, es que son unos incompetentes.

Durante unos minutos no habla nadie. Los estantes de cristal de la desordenada librería de Semión despiden un brillo cálido, como las ventanas de una casa de muñecas. Los libros proliferan por toda la habitación, en las mesas, en las sillas, en el escritorio, en el suelo y encima del sólido piano vertical de color negro. «¡Oh!, crepúsculo, que por merced del mundo caes de nuevo sobre mí», recitaSemión con su voz sonora y algo engolada de conferenciante. Acaricia con los dedos el esbelto cuello de la lámpara que tiene al lado, como si acunara distraídamente a un gato dormido.

—¿Balmont? —pregunta Pável.

—Casi. Briúsov. Nuestro sumiso Briúsov, destinado a ser bolchevique —dice Semión—. Recuerdo que cuando se estropeó la calefacción del departamento uno de mis colegas estuvo varios días recitando a Briúsov. Y Balmont, que viene a ser lo mismo. Todos simbolistas, porque decía que así entraba en calor. —Sonríe con pesar—. El pobre Glebnikov, ¡un hombre sin suerte! Era un verdadero excéntrico, que se echaba a llorar delante de los alumnos cuando leía un poema. Por eso le querían. Tan educado, tan vulnerable... al acabar la clase veías a los chicos sacudiéndole las pelusas del jersey y ayudándole a ponerse el abrigo, como si fuera un niño.

Era. Hablaba de su colega Glebnikov en pretérito imperfecto, como se habla de los muertos. Pável comprendió que era una de las puertas que no se deben abrir.

—¿Qué tal tus estudiantes? —pregunta Pável a Vera, cambiando de tema.

—Muy bien, los que me quedan, claro, los que aún no se han mudado.

—Qué absurdo —dice Semión a Pável—. Sus padres los traen desde la otra punta de Moscú para que no pierdan las clases. Es conmovedora su lealtad a Vera.

—No creo que a los chicos les guste pasar tanto tiempo metidos en un autobús —añade Vera—. En todo caso, me preocupan. Son demasiado pequeños para andar yendo y viniendo. Era mejor cuando venían caminando. —Contempla el piano—. Echo de menos verlos corretear por el barrio.

—Volverán —dice Semión—, ya lo verás, cariño. Cuando nuestros superiores acaben de devolver al barrio sus antiguas glorias, habrá niños hasta en la sopa.

Vera liquida el tema con un gesto de la mano.

—Tócanos algo —insta Semión.

Vera se aclara la garganta antes de levantarse del sofá para aproximarse al piano. Una vez sentada, pisa los pedales chirriantes como si se tratara de una máquina temperamental que hubiera que arrancar poco a poco. Satisfecha, comienza a tocar un nocturno de Chopin. A Pável siempre le ha parecido un milagro que las manos gruesas de Vera se desplacen por el teclado marfileño con tanta facilidad y tanta gracia. Hay algo tranquilizador en su modo de tocar y algo puro y hermoso en la figura sentada al piano. Su jersey desgastado, el dobladillo de la bata de algodón fino que tiembla con el subir y bajar de las chanclas en los pedales. Una escena que ha echado de menos más de lo que él mismo creía. Junto a la pianista, alineados detrás de los cristales, los lomos de los libros de Semión lucen como las piezas de un museo. Cada cual con su vida personal e irreemplazable.

Más tarde Pável se despierta con el ruido que hace Semión cerrando una a una las ventanas. Se ha adormecido en el sofá, con la cabeza caída a un lado. Ha refrescado y hace incluso frío. Con la excepción de un tenue foco de luz al fondo del pasillo, el piso está a oscuras.

—¿Semión? —Pável siente un temor repentino, inexplicable. Pero Semión está allí.

—Vamos —le dice—, aprovecha para tumbarte.

—¿Cuánto he dormido?

Semión le quita los zapatos con cariño y los deposita en el suelo. Luego, le echan una manta.

—No mucho —dice Semión—, sólo unos minutos.

Pone la mano en la cabeza de su amigo y la deja allí un momento, como bendiciéndolo. A Pável le invade una sensación cálida de paz. Parece que vuelve a ser niño y a sentir el peso reconfortante y protector de la mano de su padre.