Capítulo 9
Por fin, el sábado, cuando Kutirev ya se ha marchado, llega la convocatoria. Aparece Sevarov.
—El camarada comandante quiere hablar con usted.
Al instante, Pável se queda como atontado.
—¿Tengo que llevar mis cosas?
—Como quiera.
Se decide sólo por la chaqueta. Algo en su interior le dice que puede necesitarla. Imagina que Bábel debió de pensar lo mismo cuando le detuvieron. Seguro que es un error. Una equivocación, enseguida volveré a casa. En la quinta planta, una vieja con un pañuelo a la cabeza pasa una aspiradora eléctrica de enormes dimensiones por la alfombra de color rojo oscuro. La frente y la pelusilla negra del labio superior le brillan de sudor. El largo pasillo está impregnado de una mezcla complicada de olores: aceite para la madera y ácido fénico, además de las emanaciones como a pelo quemado que despide la máquina de aspirar. Al pasar junto a ella, Pável nota que la vieja mueve la boca como rezando para sus adentros.
Sevarov lo deja sentado en la antesala y entra enseguida al despacho de Radlov. Cuando sale, Pável se levanta como un resorte, pero Sevarov le hace una seña para que vuelva a sentarse.
Por la ventana abierta entra el ruido atenuado pero constante del tráfico, como un oleaje que se estrella al pie de un acantilado. Sentado tras el macizo escritorio, Sevarov no hace nada por aliviar la tensión, ni siquiera se molesta en aparentar que trabaja. Es la imagen de la paciencia inmutable, elocuente como una piedra. Pável ha comprobado con sus propios ojos de lo que son capaces los hombres como él; ha visto presos golpeados hasta perder la noción y arrastrados a la celda entre sollozos. El único lenguaje que toleran Sevarov y los hombres de su calaña es el del cuerpo, el más elemental de todos. Tengo hambre, tengo miedo, sufro. Tal vez ha sobrevivido tanto tiempo aquí por eso.
Cuando transcurre lo que a Pável le parece una eternidad, suena el teléfono del escritorio de Sevarov. El funcionario lo descuelga, asiente y vuelve a colgar.
—Ahora puede entrar.
Un largo sofá de piel verde con un solo cojín anaranjado de borlas, aún aplastado por la cabeza que se ha apoyado no hace mucho, ocupa la pared del fondo del despacho de Radlov, junto a una librería baja y atestada de libros. Cerca hay una mesa redonda pequeña y varias sillas. Allí, sentado a esa mesa, es donde Pável encuentra al comandante Radlov, el flamante director de la Cuarta Sección llegado el pasado abril. Un hombre de Beria.
Sonriendo, le hace señas de que se acerque, al tiempo que empuja una silla con la bota. Aun sin levantarse, el oficial logra mantener un aire de autoridad imponente y al mismo tiempo plácida. Con su cabello rubio y ondulado parece un primer galán. Hasta los defectillos de su rostro —la nariz un poco torcida, las ojeras oscuras— le favorecen. En otra vida habría podido descubrirle un productor de Mosfilms y ofrecérselo a millones de espectadores, que adorarían esas imperfecciones.
—Pável Vasílievich, por favor —habla con una voz de inesperada calidez, como dirigiéndose a un amigo de toda la vida—. Llega a tiempo. Me coge a punto de picar algo. ¿Quiere acompañarme?
En la mesa están los periódicos abiertos, Pravda, Izvestia.
—Temo que me ha sorprendido descuidando mis tareas.
Radlov los retira para hacer sitio. Aunque lleva uniforme, tiene un aspecto informal y desenvuelto que a Pável le parece juvenil; podría pensarse que se trata de un cadete jugando al poder. Como si el escritorio que hay al fondo del despacho, con los expedientes desordenados, el tintero de bronce, las plumas y los teléfonos negros, no fuera el suyo.
—Siéntese.
Pável obedece.
—Estoy seguro de que comprenderá mi compulsión —dice Radlov—. También usted es lector.
—¿Compulsión?
—Por las palabras. —Radlov da un golpecito con los nudillos en el periódico que está encima de los otros—. La prensa no es literatura de calidad, ya lo sé. Pan negro y kashá3 el alimento básico. Llena el estómago, si no el alma, pero me evade.
Llaman a la puerta.
—Hablando de llenar el alma —murmura Radlov con teatralidad cuando entra Sevarov seguido de una hermosa morena que lleva una bandeja de plata—. ¡Ah! querida Marina —suspira el comandante—, ¿qué tal hoy?
—Bien, gracias, camarada comandante —susurra la joven. Por el cuello abierto de su blusa amarilla se entrevé la piel quemada por el sol a la altura de las clavículas. Una tarde dichosa en el río o a la orilla del lago con los amigos, con el novio, un alivio temporal... es lo que se viene a la cabeza. Pero no levanta los ojos, de un sorprendente verde turbio, para mirar de frente mientras deposita con cuidado los aperitivos, consistentes en patatas con aceite, aceitunas, naranjas, una cesta de pan, mantequilla, azúcar y una tetera de plata. Cuando se inclina, roza el hombro de Pável con la manga. Por un instante, se suspende en el aire un aroma tenue y agrio, como a bayas de ginkgo aplastadas con el pie, que enseguida desaparece. ¿La piel de la joven? ¿Su sudor? ¿Miedo?
—Déjalo aquí —indica Radlov.
—Sí, camarada comandante.
—No sea tímido —dice Radlov cuando la joven ha salido. Golpea la mesa con el mango de un tenedor de servir, como si estuviera poniendo orden en una asamblea—. Sería un pecado desperdiciar toda esta comida. ¿Qué pensaría Marina?
Alma, pecado. Palabras que, con su oropel de antigua religiosidad, como desechos salvados de la inmundicia acumulada durante el pasado, no tienen cabida aquí. Sin embargo, su voz no revela la menor nota de ironía o de sarcasmo. Se llena el plato al tiempo que come, como si pasara hambre.
—Dígame —ordena por fin, pinchando un trozo de patata—, ¿por qué está aquí?
¿Es que esto empieza así?, se pregunta Pável. Con té y naranjas, junto a una ventana que refleja la luz brillante de la tarde, con la plaza abarrotada de abajo, con calma y cordialidad, con una pregunta. Le desaparece el entumecimiento del pecho y empieza a sentir la rigidez y la sequedad de boca del pánico.
—El camarada Sevarov me dijo que usted quería verme.
—Buen tipo, Sevarov. —Mientras come destella en una esquina de lo más profundo de su boca un empaste de oro en forma de círculo, tan perfecto como un grano de mijo—. ¿Sabe que estuvo en Tannenberg? Mató sabe Dios cuántos alemanes, según he oído, y eso que no es de los que van jactándose. Claro que ellos ganaron. —Frunce el entrecejo—. ¿No tiene apetito?
Pável coge con recelo un gajo de naranja y lo muerde. El dulzor del jugo le llena la boca.
Radlov lo mira fijamente, sin pestañear. Luego sonríe otra vez.
—Tengo entendido que fue profesor.
—Sí.
—Bonita profesión. Mi padre también enseñaba. En Tomsk. En cuanto vi su ficha me apeteció conocerle.
En la antesala suena un teléfono. Por un momento se oye la voz de Sevarov a través de la pared.
—Estaba en la Kírov, ¿verdad? —le pregunta.
—Sí, camarada comandante.
—Toda una institución. De allí salió lo más granado del Partido. Un enorme potencial; una máquina de acuñar lingotes de oro. Debió de ser una experiencia para usted, y una responsabilidad también.
—Sí.
Radlov le dirige una mirada neutra.
—Entiendo que se despidió.
—Renuncié, camarada comandante.
—Porque le obligaron, hablemos con precisión.
Sin perder la sonrisa, con parsimonia, se unta de mantequilla una rebanada de pan. La voz no ha perdido calidez, pero hay algo decididamente lejano en su mirada.
—Me produce curiosidad, Pável Vasílievich. Según usted, ¿qué hubo detrás de su despido?
Me está echando el anzuelo, piensa Pável.
—Denuncié a un colega, a uno de los profesores. Se presentó una petición para que le expulsaran por ciertos comentarios que hizo en presencia de los estudiantes.
—¿Autorizó usted la petición?
—Se me consultó.
—Los estudiantes de un tal Kudelin.
—Mijaíl Kudelin, sí. —Pável se pregunta a qué viene sacar a Kudelin ahora. Se aclara la garganta, porque la voz ha empezado a quebrársele y tiene que reprimir la tendencia a susurrar—. Fueron sus estudiantes, que en parte eran también míos.
—Esos comentarios... —Radlov se monda los dientes con la punta redondeada del cuchillo—, ¿en qué consistían concretamente? Su ficha no es muy explícita.
—Durante una de sus clases hizo una observación fuera de lugar a propósito de la colectivización y de la escasez de pan. Mencionó la hambruna.
Radlov remeda un leve asombro.
—¿Y qué hambruna sería ésa, Pável Vasílievich? No sabía yo que padeciéramos hambrunas en el Estado Soviético. Algunos desajustes, cierto, ¿pero hambrunas? ¿No será una exageración?
Pável no sabe qué responder. El miedo le atenaza el corazón; se ha dejado arrastrar a una trampa. Ahora Radlov llamará a su asistente y comenzará el verdadero interrogatorio. Radlov vuelve a llenarse la taza de té y continúa comiendo.
—No quería decir eso.
Radlov asiente.
—Sí, bueno, todos nos equivocamos, pero, dígame, ese Kudelin, ¿de qué daba clase?
—De matemáticas.
—¿Lo conocía en persona? ¿Eran amigos?
—No.
—Supongo —continúa Radlov sin perder la flema— que en tal caso la calumnia resulta más fácil. ¿No fue ésa la acusación de sus colegas?
—Sí —contesta Pável.
Una visita del director, no completamente inesperada. Un momento, Pável. El recuerdo más nítido que conserva no es el del director —el solemne y acongojado Gueorgui Alexéivich en la puerta del aula aquella tarde de finales de diciembre—, sino el de los estudiantes, que, recuperada su vida de siempre, corrían por los senderos mientras el bedel rastrillaba las últimas hojas de la estación. En apariencia, una tarde como otra cualquiera, si no fuera porque cinco semanas antes, y también por la tarde, se había presentado después de clase uno de sus estudiantes, Piotr, hirviendo de indignación juvenil.
—¿Te das cuenta de lo que me pides? —había dicho Pável, con la intención de apaciguar en lo posible al chico—. Es colega mío, Piotr, una petición así... —Suspiró—. Estas cosas se te escapan de las manos, no querrás que ocurra.
—Entonces, ¿no quiere ayudarme?
—Lo estoy intentando. Por favor, déjalo correr.
La expresión de Piotr se ensombreció. Era un chico ambicioso y con frecuencia el primero en levantar la mano cuando Pável formulaba alguna pregunta en clase. Siempre estaba convencido de conocer la respuesta, aun cuando se equivocara.
—Ya sé por qué le protege —dijo Piotr de repente, y, para que no quedaran dudas sobre sus intenciones, añadió—: Porque está de acuerdo con él, ¿verdad?
—No es mi intención protegerle —respondió un Pável cauteloso.
—Pues no es eso lo que va a pensar la gente.
Lo que va a pensar la gente. En ese momento, Pável se encontró al borde de un precipicio, en cuyo fondo su destino se entrelazaba con el de Kudelin. Por eso, visto a la cruda luz de la razón, lo que Pável hizo luego adquiría sentido, aunque nunca haya sido capaz de perdonárselo.
—Y aquí está usted —dice Radlov—. Redimido y de nuevo frente a una importante responsabilidad.
—La reorganización.
—Es vital que todos los procesos de esta organización se lleven a cabo con fluidez, cosa que hasta ahora no se ha logrado, aunque se logrará. Confío en usted.
Radlov lo estudia unos momentos, luego, con un gesto brusco, echa su silla hacia atrás y arroja la servilleta a la mesa. De pie es más alto de lo que Pável esperaba y su apostura aún más impresionante, un monumento bello y austero.
—Quiero que haga una cosa, Pável Vasílievich —dice sin apartar la mirada de la plaza Dzerzhinski—. Esta tarde, cuando salga, quiero que contemple un buen rato la Lubianka. Mi despacho está en la quinta planta. Por encima de la mía está la sexta, toda una planta ante la que yo respondo. Desde usted, pasando por su superior y por mí, hasta el propio Beria, que responde sin intermediarios ante Stalin. Por encima de Stalin sólo está la Revolución, ante la que de un modo u otro respondemos todos, cada cual según sus dotes. —Radlov se vuelve hacia él—. ¿Lo comprende?
—Sí —responde Pável.
Afuera comienzan a brillar las primeras estrellas sobre Moscú.
—Todo fluye hacia lo alto —dice el comandante. Tira del borde de su casaca militar—. Siempre tenemos que responder ante alguien, siempre.
No se le olvide. —Acerca los nudillos de la mano izquierda al cristal y da un golpe suave, como si llamara a una puerta—. Ha sido bueno que por fin tuviéramos una charla.
Pável duda antes de levantarse de la silla. Comprende que la reunión se ha terminado.
—No olvide llevarse una naranja —le dice Radlov.