Capítulo 8
Kutirev trae los hombros oscurecidos por el agua del lago que le gotea del cabello. Ha ido a nadar.
—Ha tenido usted una visita —informa a Pável.
—¿Quién?
—Sevarov.
Pável se queda de piedra. Sobre la figura de Sevarov, asistente personal del recién nombrado director de la Cuarta Sección, circulan hace ya tiempo rumores espeluznantes; entre otros, que disparó con su propia mano la bala que se llevó de este mundo a Dmitri Maximov, el anterior director. De la vieja guardia del NKVD, los grises burócratas endurecidos en la guerra que en su día escalaron puestos, sólo Sevarov y algún otro recorren todavía los pasillos de la Lubianka. El resto, como los despiadados amos a los que servían fanáticamente —Yágoda, Yezhov—, han sido diezmados por las purgas internas, tan sangrientas como las que a la larga sacudieron a la ciudadanía entera. En cambio, quién sabe cómo, Sevarov se libró de todas. Aunque bastante tranquilo en apariencia, fofo sin ser grueso, con los ojos un poco saltones y un bigote negro pulcramente recortado, como un pariente maduro e inofensivo, Pável se siente acobardado en presencia de la fría vacuidad de su rostro, como si se asomara a un pozo oscuro.
—¿Qué quería?
Kutirev se encoge de hombros.
—Creí que usted lo sabía. —Lleva impregnado el olor a barro del lago, levemente metálico, como el agua de las flores marchitas—. Preguntó cuándo volvía usted. Le dije que hoy.
A partir de ese momento la mañana transcurre a paso de tortuga. El recuerdo del cuento de Bábel acude continuamente a su cabeza. Si lo descubren, si lo sospechan siquiera, está perdido. Será a él a quien arrastren por los pasillos de la Lubianka, sonajeando las llaves.
—Esa caja puede salir —anuncia Kutirev sin inmutarse.
Ha seleccionado otro archivo de la estantería. Kutikov, Lev Nikitich. Cuando ve que Pável no se mueve, añade:
—Ahora. Si no es mucha molestia.
Parece que hoy la cola de la incineradora es más larga. Mientras espera, Pável estudia a escondidas el rostro del suboficial que tiene al lado; una cara juvenil y agradable con rastros del afeitado matutino. De cuando en cuando el joven oficial se adelanta un poco de puntillas, como un corredor que espera ansioso la salida. Un día no muy lejano, dentro de una celda, este muchacho podría ordenarle que se volviera de cara a la pared para ponerle una pistola en la nuca. ¿Concederán tiempo para hablar? Y si lo conceden, ¿qué diría Pável? He vivido. Piensa en lo que habrá dicho Lev Nikitich Kutikov antes de que lo asesinaran y en lo que ha dejado tras de sí. Una única novela tan larga como irregular, casi tres mil páginas manuscritas, cuyos susurros Pável capta ahora, cuando ya les quedan sólo unos instantes.
Las seis y veinte. Kutirev deja caer la última caja de la jornada en la estantería que hay detrás de las mesas y se estira con un sonoro crujido de las vértebras del cuello. Abre el cajón de su escritorio y saca un cigarrillo que desmenuza sin prisa entre los dedos.
—Parece que Sevarov se ha olvidado de usted.
Eso espera Pável.
Por la noche saca el manuscrito de Bábel de debajo del colchón. En los sótanos del edificio, donde todos los pisos tienen asignado un espacio para almacenaje, se agacha por debajo de las tuberías al aire, con el oído atento a las ratas. El espacio que él tiene asignado está detrás de la enorme caldera, ahora fría por el verano. La fila de bombillas no basta para mantener a raya la oscuridad. Pável se agazapa junto a la pared y tantea buscando un ladrillo suelto, introduce en el agujero el cuento de Bábel y vuelve a colocar el ladrillo en su sitio. Cuando se está sacudiendo las manos en los pantalones, oye chirriar la puerta del sótano.
—¿Hay alguien aquí abajo? —pregunta Natalia.
—Soy yo.
Con el corazón en la boca, Pável sale de detrás de la caldera.
—Estaba buscando una caja con ropa —dice, forzando una sonrisa.
—¿La has encontrado?
—No.
Natalia echa un vistazo a espaldas de Pável.
—Quería agradecerte el té de la otra tarde —se apresura a decir con la esperanza de distraerla—. Fue muy amable por tu parte.
—¿Cómo está tu madre?
—Mejor. Por lo menos está en casa, tranquila. Le conviene descansar.
Natalia asiente.
—¿Te apetece una copa? —pregunta Pável. Está ansioso por alejarla del sótano y del cuento de Bábel—. El otro día me hice con una botella de whisky. Si quieres la bajo.
—Vale. —Le mira y levanta la mano para limpiarle la mejilla con los dedos—. Tenías polvo en la cara.
Más tarde, sentados en la cocina de Natalia, Pável sirve dos vasos mientras ella lía con mano experta un pitillo en el papel de una página de su última adquisición: una caja de libros de cocina con defectos de imprenta. Cuando acaba, sosteniendo el cigarrillo, se fija en una de las líneas de tinta negra como si fuera a leerla, luego se coloca el pitillo en la boca. La primera cerilla que rasca se apaga con un chisporroteo, la segunda también.
—Sabes lo que te digo, que si durante la invasión napoleónica hubiéramos tenido esta mierda de cerillas, Moscú no habría ardido. ¿Para qué sirve tanta fábrica de cojinetes de bolas si no se puede comprar una caja de cerillas decente?
—Supongo que no incendiarían Moscú con cerillas. Creo que en 1812 aún utilizaban mecheros de yesca y pedernal.
—¿Y eso quién lo dice?
—Tolstói.
—¡Cuántas cosas sabes! —murmura Natalia.
Tolstói. Entre los autores que Pável enseñaba en la Academia Kírov, sólo Gorki era igualmente seguro e intocable y sólo él gozaba de las bendiciones del régimen. Tratándose de Gorki, cuya obra Pável consideraba en su fuero interno inferior y sentimentaloide, no había miedo de equivocarse. Jamás se lo dijo a sus estudiantes, que tenían al escritor en un altar. La musa de Stalin. Al parecer, el Tolstói irascible en vida era mucho más tratable después de muerto, y sus ideas podían plegarse al antojo del Partido. Es probable que el viejo escritor fuera ya demasiado monumental para suprimirlo, mientras que otros de menor rango, vivos o muertos, podían eliminarse del canon sin dificultad. Hasta el tolerado Chéjov tenía sus detractores entre los colegas más vocingleros de Pável, siempre atentos al cambio de los vientos políticos, siempre dispuestos a sumar otro nombre a la lista de escritores indeseables. Demasiado apolítico, decían; demasiado tibio ideológicamente.
—¿Qué piensas hacer con todos esos libros de recetas?
—¿Por qué, te interesa el comercio? —preguntaNatalia con fingido disimulo—. Te cambio todo el lote por una botella de tu maravilloso whisky.
—Me parece mejor que te los quedes. Te serán útiles.
—¿Quieres decir que cocino mal?
Pável se ríe. Ahora está mucho más tranquilo, poco a poco se va aflojando la garra que ha sentido todo el día.
—La verdad es que me gustan tus comidas.
Natalia, apoyada en el respaldo de la silla, un poco ausente, se acaricia con el pulgar la cicatriz curva de su mejilla; un gesto que Pável encuentra curiosamente incitante. El humo de su apretado cigarrillo asciende en una columnilla serpenteante.
—Deberías salir más —dice ella, echándose a reír.
—Mira quién fue a hablar, si tú siempre estás aquí.
—Salgo lo suficiente —dice con dulzura—. Además, esto se vendría abajo en una semana si yo no estuviera. ¿Y adonde irías tú?
—¿Tú qué crees?
—Que te perderías, amigo mío. —Natalia levanta el vaso, como para brindar por él, y luego saborea un largo trago—. Te perderías.
Al día siguiente tampoco aparece Sevarov.
Así que esto es lo que se siente cuando te persiguen, piensa Pável. Nunca sabes dónde o cuándo vendrán por ti los Sevarovs de este mundo. Hay que cargar con el peso terrible de la espera. En eso la Lubianka no es más que un microcosmos del propio Moscú, donde noche tras noche los automóviles negros, los celulares sin matrícula —los cuervos negros, las Marías negras—, se deslizan por los callejones oscuros para ejercer su siniestro oficio.
—No dejo de preguntarme —comenta Kutirev— qué querrá de usted Sevarov. —Un paquete de cigarrillos sin empezar le abulta en el bolsillo del pecho—. No estará conspirando a mis espaldas, ¿verdad, camarada? ¿No pensará informar al director?
—¿De qué?
Kutirev se encoge de hombros.
—Del progreso de la reorganización, de mí.
—No.
Kutirev contempla la fila de cajas que hay detrás de su escritorio, que ahora ocupa todo el largo de la pared.
—Podría darme una vuelta y preguntar, ver qué averiguo. Aquí conviene tener amigos, ya lo sabe, y yo tengo algunos. A lo mejor me aclaran algo de su asunto con Sevarov.
—Haga lo que guste. —Pável habla lentamente para evitar que le tiemble la voz—, pero déjeme al margen.
Esa noche, cenando en el bar de Dashenko, Semión le dice que tiene un chiste nuevo.
—¿Quieres oírlo?
De la radio de la cocina llega un clarinete que toca con dulzura un vals jazz, Shostakóvich.
—La verdad es que no.
—El director de una fábrica llama a su despacho a uno de sus obreros para preguntarle por el motivo de su retraso.
En su puesto, cerca de la puerta, observando la calle vacía y sucia, Dashenko abre y cierra los puños, como si estuviera esperando el tren. Toda la noche ha mantenido las distancias.
—Así que tenemos al obrero delante del patrón con la cabeza gacha: «Lo siento, camarada director —se disculpa—, me dormí». «Eso no es excusa —grita el director—, haberse dormido aquí.»Semión se detiene para ver el efecto.
—¿No te hace gracia?
—Esta noche no estoy para bromas.
—Ya lo veo.
Semión alcanza el vino y llena los vasos. El vals continúa sonando.
—¿Puedo hacer algo, aparte de aburrirte con mis chistes? —pregunta.
—Me vale con esto.
—¿Con qué? ¿Con comer mal?
—Con esto —Señala con un gesto vago de la mano los platos, el vino, la vela trémula que va consumiéndose, Semión. En la cocina, la música de la radio se interrumpe de repente.
—¿Y qué quiere decir «esto»?
—Que no estoy solo —dice Pável.
Más tarde, cuando la nuera de Dashenko viene a recoger los platos, Semión le pregunta por el trabajo que hace en su mesa.
—Nada importante. Unos deberes. Tenemos que presentar un proyecto conmemorativo para el Palacio de los Soviets.
—¿Puedo verlo?
La muchacha regresa con un pliego de dibujo, donde sólo hay un plinto macizo que apunta al cielo como una lanza.
—Va en mármol —explica.
Semión aleja el pliego de los ojos y lo inclina hacia la vela para examinar el diseño con circunspección.
—Interesante —murmura no muy convencido—. Y en concreto, ¿qué es lo que conmemora?
—A los mártires de la Revolución.
Semión pasa el dibujo a Pável.
—¿Qué opinas?
—Es bastante bueno —dice Pável por cumplir. Pero es cierto, aunque el contenido le asquee—. Tiene usted talento.
—Sin embargo, debería dibujar un monumento más grande —aconseja Semión—. Al fin y al cabo, tenemos un gran número de mártires, ¿no le parece?
La nuera de Dashenko asiente dubitativa, como si sospechara que Semión le toma el pelo.
—Los mejores proyectos se presentarán ante el comité de planificación del Palacio de los Soviets.
El Palacio de los Soviets. Hace diez años que las obras del terreno donde antes se hallaba la demolida catedral de Cristo Salvador no prosperan, igual que el vecindario de Semión. Desde entonces se cuenta una historia de novela, aunque nadie sabe si es cierta, según la cual los monjes, que se negaban a abandonar la catedral a su suerte, se escondieron a rezar en sus oscuras catacumbas y fueron sepultados vivos bajo los escombros. Pável se da cuenta de que Semión ha dejado de mirar el dibujo para observarle a él.
—No tengo muchas esperanzas —admite la nuera de Dashenko—. Nunca he ganado nada, pero lo hago porque es mi deber.
—Entonces las tendré yo por usted —dice Semión.