Capítulo 20

—He pensado que podríamos dar un paseo —dice Semión aquel mismo día, unas horas más tarde. Se ponen los abrigos—. Esta noche estoy en vena de caminar. —Detrás de ellos, en el piso, se oye crujir una tarima del suelo. Vera espera a que salgan.

Afuera cae la tarde.

—¿Ves esa casa de ahí? —señala Semión, apuntando con el bastón a la fachada desnuda de una mansión condenada al derribo—. Uno de mis estudiantes compartía habitación con un viejo marinero que tenía un pingüino emperador junto a la cama. Me lo dijo el chico.

—¿Es otro chiste?

—No estaba vivo, Pasha, era un pingüino disecado que había matado a tiros el marinero.

Dan la vuelta por el callejón. En los establos el caballo viejo aprieta el morro contra la cerca y hace crujir las tablas. Notan su resuello cálido y húmedo en los dedos.

—Mi buen amigo —dice Semión—. Te gustaría que te liberara, ¿eh?

El caballo se les queda mirando con expresión plácida por un agujero del cercado. Cuando se retira, ellos siguen andando.

—¿Adonde vamos?

—He pensado que podríamos bajar hacia el río —propone Semión.

El callejón se estrecha. Desde la avenida que hay delante llega acompasado e inconfundible un ruido de cascos; un droshki con la capota plegada hacia atrás pasa lentamente al tiempo que ellos salen del callejón. Caballo y cochero cabecean al mismo ritmo. De pronto, se encuentran en medio de una muchedumbre.

Una pareja con una niña pequeña los adelanta de camino al río.

—Árbol... caballo... —va canturreando la niña en brazos del padre.

En el umbral de una tienda de música un empleado con chaleco y corbata tañe con languidez las cuerdas de una guitarra. Se detienen.

—Bonito, ¿eh? —pregunta el empleado, sosteniendo la guitarra por el mástil como se sostiene en el mercado un ganso para el horno.

Continúan su marcha. Traquetea un tranvía atestado, que va arrojando chispas con el trole. La punta del báculo de Semión golpea el suelo en el instante en que se iluminan todas las farolas de la avenida que conduce hasta el río.

Fuera de una casa de té salpica la acera un grupo de veladores de hierro. Un camarero con chaleco blanco se apoya en el quicio de la entrada.

—¿Te importa que paremos a tomar algo? —pregunta Semión.

—¿Quieres que cenemos?

—Francamente, esta noche no me veo con humor para aguantar a Dashenko.

El camarero acude cuando se sientan.

—Hoy tenemos un agradable plato de frutas —les dice.

—Sólo té, gracias —responde Pável.

—Recuerdo los tiempos en que habría matado a ese individuo por una pieza de fruta, incluso por media —dice Semión cuando desaparece el camarero. Con cuidado, se frota el puño del bastón en la pierna.

El aire se llena del tintineo que producen las cucharillas contra las tazas de té. El precio del progreso, piensa Pável: libertad a cambio de pan. ¿Cómo era el refrán? No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Siempre que el huevo roto sea otra persona y que la rotura se perpetre a escondidas.

—¿Has leído algún cuento de Isaac Bábel? —pregunta Pável.

—Claro. —Semión calla un momento—. En cierta ocasión, hará unos once años, asistí a una lectura suya en una recepción literaria. Habían aparecido en el mismo periódico una crítica mía y un cuento de Bábel. Su estrella estaba en ascenso y la mía también, académicamente hablando, aunque fuera una estrella mucho menos brillante.

Desde otra mesa llega un coro de carcajadas.

El camarero trae el té y vuelve al quicio de la puerta.

—¿Qué te parece? —pregunta Pável.

—¿El hombre o la obra?

—Sus cuentos.

—Absolutamente exquisitos. Coge unos relatos como «El despertar» o «Mi primera oca» o «Di Grasso». Línea a línea son lo más cercano a la perfección que he leído en mi vida, lo que significa que se cuentan entre los mejores de la literatura.

—¿Y de él? ¿Qué piensas de él?

—Era divertido, y mucho, lo cual me sorprendió porque imaginaba un hombre serio, incluso tan triste como sus cuentos, aunque gran parte del humor que desplegó aquella noche aparece de vez en cuando en sus relatos —añade Semión—. Siempre me pareció una pena que no publicara más; claro que tendría sus motivos. —Baja la voz—. Con las sandeces que pasan por literatura en estos tiempos —dice con amargura—. El realismo socialista; mucho socialismo y poca realidad. Cuentos de hadas para adultos que deberían tener más criterio. A veces me pregunto qué pensarán de nosotros las generaciones futuras: una panda de zánganos imbéciles que desfilaban gritando consignas sobre lo felices que eran.

—A lo mejor no piensan nada —dice Pável al cabo de un rato—. Es probable que no merezcamos ni un recuerdo.

—Qué tontería. Yo quiero que se me recuerde. ¿Si no para qué doy tanto la lata?

—Puede que sólo te recuerden a ti.

—Bueno. —Semión sonríe—. Ya es algo.

* * *

Más tarde continúan su paseo hasta el río. Allí, a la luz del atardecer, el embarcadero rebosa de gente que espera el próximo ferry.

—Me van a despedir —informa Semión.

—¿Estás seguro?

—Parece que dentro de tres semanas piensan convocarme ante el comité universitario del Partido para reconsiderar mi afiliación. Al lunes siguiente tengo el encuentro con la inestimable Boiarska. La cuenta está clara.

—Te expulsarán del Partido.

Semión encoge apenas los hombros y los deja caer.

—Supongo que sí.

—¿Sabes lo que significa?

—Significa —dice sin ninguna inflexión especial en la voz— que me van a dar la patada para deleite de madame Boiarska, sin la menor duda.

Primero la expulsión, luego el despido. Los dos conocen a la perfección lo que sigue. Por el río aparece el ferry blanco sobre las aguas negras, se desliza en silencio por debajo del puente.

—¿Tenéis algún sitio adonde ir Vera y tú? —pregunta Pável con prudencia—. Quizá os convendría alejaros de Moscú algún tiempo.

—¿Vacaciones en el campo?

En el rostro de Semión apunta una sonrisa. Está contemplando el agua y los nenúfares que flotan a lo largo de la orilla, debajo de los cuales nada perezosamente un solo pez.

—Llámalo como quieras.

Pero piensa: con tal de que estés lejos de Moscú y no te encuentren en casa cuando lleguen.

—¿Y qué te parece que puedo hacer cuando regresemos de nuestras breves vacaciones? ¿Comenzar donde lo dejé?

Pável no responde.

—Dime, Pasha, quiero saber qué hago luego —insiste Semión—. ¿Qué hago a la vuelta?

Cuando ya no sea peligroso el regreso. Cuando ya no se quemen manuscritos, ni se entierren secretos. Nunca, piensa Pável. Recuerda el verano siguiente a la guerra con Polonia, cuando Semión y su madre fueron amantes durante una temporada. Cada quince días más o menos, cuando no estaba ocupado con sus estudiantes, Semión alquilaba un coche y los llevaba a merendar al campo. Siempre iban al mismo lugar, un pequeño claro que daba a los campos de centeno, más allá de los cuales corría un arroyo ancho y frío. Acalorados por el viaje, se quedaban en ropa interior y se metían en el agua; Semión daba saltos con la pierna buena pasando un brazo por los hombros de Pável. Nubes de moscas diminutas flotaban sobre la superficie y las libélulas se posaban en los troncos arrastrados hasta las zonas poco profundas. Cuando llegaban a lo hondo, Semión se soltaba y hacía el muerto, dejándose llevar por la corriente lenta mientras Pável y su madre lo observaban. Luego volvía a nado, porque era un nadador experto y fuerte.

—Te daré todo el dinero que tengo —dice Pável— y enviaré más cuando pueda.

—No necesitaré dinero si no me voy.

—Semión, piensa lo que dices.

Semión mira río arriba.

—No hago otra cosa, Pasha, y ya estoy preparado.

Desde el agua llega el ruido vibrante del motor del ferry. Pável distingue a la niña que vieron antes, aún en brazos de su padre. Por un instante es tal el abatimiento, la desolación, que no puede articular palabra.

—¿Por qué? Dime sólo eso.

—Estoy cansado de huir. Llevo muchos años callando la boca, inclinando la cerviz como el resto del rebaño. Se llega a un punto en el que falta estómago para ir por la vida fingiendo que el mundo ha mejorado porque ya no existen hombres como Glebnikov. No quiero huir más.

—¿Y qué? ¿Te parece que le va a importar a la Boiarska?

—Claro que no. Pasha, ¿es que no lo entiendes? No me importa lo que suponga para ella, sino lo que supone para mí.

Los dos guardan silencio.

—¿Sabes?, no llevas razón —dice Semión al fin—. Todo merece recordarse, Pasha. Tú y yo también.