Capítulo 13

Al día siguiente, en la Lubianka, Pável sustrae otro cuento de la carpeta de Bábel. Como en el caso del primer manuscrito, el acto en sí no constituye una proeza porque Kutirev se ha tomado la tarde para asistir a la impresionante fiesta del Día de la Aviación en el aeródromo de Tushino, y Pável dispone a sus anchas del archivo. Aun así, el corazón le da saltos en el pecho cuando se remete el cuento por el cinturón de los pantalones, debajo de la camisa, y se pone el abrigo. Está columpiándose sobre un abismo. Un error, un solo paso en falso le costaría la vida.

Sale a las seis y media, la hora de costumbre y la más bulliciosa; por tanto, la mejor. Aunque muchos han acudido a la celebración de Tushino, los ascensores no van hoy ni más vacíos ni más rápidos, ni tampoco chirrían menos. Por fin llega uno con espacio para él, aunque viene abarrotado de funcionarios de nivel medio que han acabado el turno de día, con los ojos turbios por culpa del papeleo, y de secretarias silenciosas después de una jornada de teléfonos y máquinas de escribir. Pável entra.

Arriba, el vestíbulo resuena de pasos enérgicos, voces y risotadas; la anticipadora y casi electrizante rutina del final de la jornada, que da la bienvenida a Pável en el instante en que se abren las puertas del ascensor. Una nube de humo azulado, alimentada por incontables cigarrillos, flota sin llegar a la altura del techo. El tránsito de la entrada, por lo general fluido, está paralizado. En vez de un joven oficial, han apostado dos guardias que dedican tiempo a inspeccionar las tarjetas de identificación y las examinan con cuidado. Pável está tentado de retroceder, pero entonces atrae la atención de uno de los guardias por encima del gentío que espera. Se esfuerza en devolverle la mirada, confiando en ser capaz de demostrar desinterés y aburrimiento. No obstante, siente un vértigo que sólo se mitiga cuando el guardia, a quien Pável ha reconocido, desvía la mirada. Es el joven larguirucho de ojos soñolientos que le escoltó hasta la reunión de julio. Intenta encauzarse hacia el otro guardia, pero no hay una cola concreta, sino una masa de cuerpos que se desplaza lentamente hacia delante.

—Aquí. —El joven guardia le hace una seña. Pável le entrega su certificación.

—¿Qué ocurre, camarada?

—Ordenes —replica el joven, lacónico. Está examinando la fotografía de Pável—. ¿Ha entrado en contacto recientemente con algún desconocido? —La voz es neutra.

—No.

Tiene la mirada hueca en unos ojos de color avellana moteados de verde. El cuento doblado presiona la espalda de Pável, que se siente incómodo dentro de su pellejo. De pronto tiene la certeza de que si van a detenerlo, será ahora y lo hará este muchacho.

—¿Alguna persona conocida o desconocida por usted ha intentando entablar una conversación relativa a su trabajo aquí? —De nuevo esos ojos, esa mirada vacía.

—No.

Espías, Pável comprende que están buscando espías, infiltrados nazis, agentes provocadores debajo de la cama. No pasa día sin que algún periódico dé la alarma por la infiltración de agentes alemanes en Danzig o en Varsovia... entre la policía o entre los judíos. Personas conocidas o desconocidas. El continente entero es un barril de pólvora descomunal, ya sólo se necesita la chispa.

El guardia vuelve a mirar la fotografía.

—¿Hoy no hay tetera? —pregunta, con un deje de desprecio en la voz. Devuelve la tarjeta a Pável.

—No, hoy no.

Afuera, los tilos de la acera se estremecen con las ráfagas de viento y enseñan el envés plateado de las hojas. El sudor le corre por las axilas y la espalda. Detrás de él se abre la pesada puerta de madera, una de las secretarias de mediana edad que bajaba a su lado en el ascensor sale y contempla satisfecha el cielo.

—Bonito día —comenta.

Pável comprende que a ella le ha bastado un instante para sacudirse de los hombros las fatigas de la larga jornada. De momento, es libre. El brillo de los árboles, el inmenso cielo azul que la caída de la tarde va dulcificando, la inusitada brisa fresca en la cara... todo anuncia el final del verano.