Capítulo 11

Casi una semana después, cuando Pável regresa del trabajo se encuentra una ambulancia estacionada delante de su edificio. Arremolinados en los anchos escalones de piedra, cuchichean unos seis vecinos. Reconoce a uno de los obreros que viven al fondo del descansillo.

—¿Qué ha ocurrido?

El joven se encoge de hombros. Tiene las espaldas anchas y poderosas y las facciones contundentes que se ven hoy por todas partes, en los anuncios de cigarrillos, en las carteleras de cine y en la propaganda antifascista: el obrero de la cadena de montaje convertido en soldado, cuyo rostro manifiesta la resolución de vencer a la máquina de guerra alemana, de momento plantada en la frontera de Polonia. A la luz confusa del atardecer sus manos abrasadas por los productos químicos se ven blancas como la leche.

—Alguien que ha muerto.

—¿Quién?

—Es la señora del tercero —informa uno de los inquilinos—. La de ese chucho feo que se caga en la acera.

—Marfa Borísova.

—Como se llame. Ha sufrido una especie de ataque. Natalia Arkádievna la encontró.

—Yo he oído que se ha cortado las venas —dice el joven en tono confidencial.

—¡Qué idiotez!

—Yo lo he oído.

Ninguno lleva razón. Marfa Borísova no está muerta. Silenciosa, parpadeando de aturdimiento, sale del edificio conducida por dos camilleros, con la bata rosa atada a la cintura pero abierta en uno de sus muslos blancos y flácidos. Se hace un silencio embarazoso.

—Verás como te curan, cariño —le está diciendo Natalia, que viene detrás de ellos. Cuando los camilleros hacen un breve alto para recuperar el aliento y colocan media camilla dentro de la ambulancia, Natalia tira de la bata para cubrir la pierna desnuda de Marfa.

—¿Qué ha pasado? —le pregunta Pável cuando arranca la ambulancia.

Natalia observa al faldero de la Borísova, que ha salido del edificio sin que nadie lo advierta.

—Creen que es una apoplejía.

El perro pasa junto a ellos en dirección al parque, haciendo ruido con las uñas en los escalones.

—Dicen que la encontraste tú.

Natalia asiente.

—¿Cómo fue?

—Me llamó por el teléfono. —La boca de Natalia se tuerce en una sonrisa breve y amarga—. Ya me pasó otra vez, con los Bronsteins, una pareja de ancianos que vivía en el 217. Una mañana me llamó la mujer: «¿Quiere usted venir, por favor? Necesito ayuda», y eso con toda la calma del mundo. Pensé que sería un grifo que perdía agua. Subo y me encuentro al marido en el dormitorio, con medio cuerpo colgando del colchón. Muerto.

—¿Y para qué te quería?

—No lo sé. Ella estaba muy aturdida. Subí al marido a la cama y lo cubrí con la sábana. —Natalia calla, como si el recuerdo le resultara demasiado desagradable—. Llamé a una ambulancia.

Los mirones comienzan a desfilar en dirección a sus respectivos pisos.

—Sería un trago difícil.

—Fue terrible verle así. Me dio vergüenza. —Exhala un suspiro tembloroso antes de continuar—. Al principio, cuando subí al piso de Marfa no le noté nada. Estaba sentada en la cocina, pero empezó a farfullar no sé qué y se desplomó. No pude hacer más que cogerle la mano. Cuando llegó la ambulancia ya era incapaz de hablar.

Se frota la frente y cierra los ojos apretándolos. Luego se tambalea un poco, como si sufriera un vértigo. Pável la sostiene por un brazo para impedir que se caiga. Está muy afectada.

—¿Por qué no subes a casa y tomas algo?

Natalia mira al chucho de Marfa, que, agazapado junto a un macizo de narcisos atrompetados, se rasca el pescuezo con aire satisfecho.

—Debería cogerlo.

—Te ayudo.

Cruzan la calle, pero el faldero mueve las orejas aplastadas y sale corriendo. Natalia lo llama, palmeándose los muslos. El perro los mira un momento. Parece tranquilo, pero de pronto emprende un trote veloz en dirección opuesta, enfila hacia la callejuela que hay detrás del edificio y desaparece.

—Chucho de mierda.

—Volverá —asegura él.

Arriba, en el piso de Pável, toman unas copas en el saloncito, donde Natalia se acurruca delante de la librería con el vaso apoyado en un muslo.

—Siempre se me olvida que fuiste profesor.

Pável nunca le ha contado el escándalo que rodeó su salida de la Academia Kírov, la denuncia contra Kudelin, la tormenta de acusaciones y contraacusaciones que estalló después, cuando se aclaró que había acusado por error a un hombre inocente. Cómo luego, cuando sus colegas descubrieron que a Pável le habían consultado los mismos estudiantes que, con su celosa ingenuidad, habían destruido la reputación de Kudelin, pidieron y obtuvieron su cabeza. Usted podría haber detenido esto a tiempo, Pável Vasílievich, y sin embargo no hizo nada. Peor aún, dejó que ese muchacho continuara adelante con una petición que usted mismo leyó. Sabía lo que iba a ocurrir. Desde el momento en que la petición se hizo pública, destruyó la reputación de Kudelin. Con Natalia, Pável ha tenido sumo cuidado en evitar ese capítulo de su vida. A pesar de sus relaciones amistosas, siempre han mantenido una cierta cautela, cosa que quizá los ha unido más.

—A veces me olvido yo mismo —bromea Pável.

Ella sonríe, pensativa.

—¿Te gustaba enseñar?

—Mucho.

—Seguro que eras un buen profesor.

—A veces. Tenía mis ambiciones, lo cual no es siempre una virtud, pero sí, espero haber sido un buen profesor.

Hasta ahora siempre han tomado la copa en casa de ella. Quizá Natalia piensa lo mismo y también siente que algo ha cambiado y que con esta invitación han cruzado la frontera de un nuevo país.

—Pobre Marfa. —Natalia ha vuelto los ojos hacia la ventana. Mira abajo, al parque, a los macizos de flores y los senderos de arena sumidos en la oscuridad. Luego rompe un largo silencio—. Siento lo de tu mujer, Pável. Me gustaría haberla conocido más.

—Sí —asiente él.

Natalia observa la hilera de fotos alineadas en el último anaquel de la librería. Yalta, hace unos años. Elena con un vestido largo de verano, sin sombrero, con el cabello rubio en los ojos por culpa del viento; y fuera del hotel, de pie junto al rompeolas. Elena durmiendo en una tumbona de la playa debajo de una sombrilla, con Anna Karénina abierto sobre el regazo. Y mucho antes, Elena junto a Pável, sonriendo con timidez tras un velito de flores de encaje, con la panorámica de la Plaza Roja a su espalda. La foto que sacó la madre de Pável el día de su boda. Casi sin darse cuenta, Natalia pasa los dedos por el rostro de Elena y quita la fina película de polvo que empaña el cristal.

—A veces me pregunto —dice Pável, sorprendido de sí mismo— si no sería mejor guardar las fotografías.

Natalia lo mira, y Pável lee la pregunta en sus ojos. ¿Qué quiere decirle? ¿Que es demasiado doloroso mirar las fotos de Elena día tras día, sabiendo que jamás volverá a verla en persona? Sería la respuesta previsible, la más sencilla. Entonces, ¿cómo conciliarlo con la sensación de malestar que ha crecido dentro de él desde la muerte de su mujer? Malestar porque Elena se ha desvanecido, poco a poco, eso sí, en una abstracción, se ha convertido en un puñado de fotos y de recuerdos. Peor aún, en los últimos momentos de su vida, que él no puede quitarse de la cabeza.

Pero esas preguntas nunca se formulan, lógicamente. En su lugar, Natalia comenta:

—Espero que Marfa esté bien. Me siento una inútil por no haber podido ayudarla.

—Le hiciste compañía.

—Vaya una cosa.

Pável se pregunta si Marfa Borísova habrá llegado al hospital. Si cuando la sacaron percibiría el chirrido de la camilla debajo de su cuerpo, el repentino frescor del aire de la tarde en el muslo desnudo. Un manchón rojo y amarillo azafrán en un ángulo de su visión, los brillantes macizos de flores de la calle, ¿los habrá reconocido? ¿Le llegaría la voz apaciguadora de Natalia? ¿O no le afectaba nada? ¿Estaría ya muerta en ese momento? Piensa, ¿y Elena? ¿Qué sentiría muriéndose en la oscuridad de aquel campo cerca de Tamoi? ¿Notaría la nieve debajo de su cuerpo, el frío que se iba apoderando de ella? ¿Oiría los gritos de los otros pasajeros y el crujido de sus pisadas cuando caminaban, tambaleándose entre la ventisca, cada vez más desesperados, llamando a sus maridos, a sus esposas, a sus hijos? En cierto modo, Elena yace aún en aquel campo desolado, esperando que Pável la encuentre.

—¿Sabes que una vez tuve dos hijas? —pregunta Natalia al cabo de un rato. De nuevo se ha vuelto hacia el parque. O tal vez mira más allá, hacia el Donskói o al otro lado del monasterio y de su camposanto frondoso y descuidado, asilvestrado con el verano, oculto tras el alto muro de color rosa. De la calle llega la súbita y frenética agitación de un batir de alas... un pichón que se lanza desde la cornisa de granito que hay debajo de la ventana.

—No, no lo sabía.

—A veces sueño con ellas y cuando me despierto es como si volviera a perderlas. Me duele. —Se toca la cicatriz de la mejilla y vuelve a recorrer con la mirada las fotografías del anaquel—. ¿Te ocurre lo mismo con Elena?

—De vez en cuando.

Natalia deja caer la mano.

—Antes deseaba dejar atrás los sueños para continuar con mi vida, pero ahora no, ahora agradezco esos sueños aunque me duelan. Duelen porque tienen que doler. —Apura el vaso y lo deposita en la repisa de la ventana—. Gracias por la copa.

—De nada.

Los ojos de Pável se fijan en la media luna oscura que el vaso ha dejado en la falda de lana marrón; le gustaría poner la mano ahí.

—Tengo que irme —dice Natalia.

La acompaña hasta la puerta y se queda oyendo sus pisadas en la escalera.