Capítulo 5

Ese escalofrío de la despedida obsesiona a Pável muchos días y le quita el sueño. Tumbado en la cama, contempla los cables negros de la luz tendidos como cuerdas flojas al otro lado de su ventana del segundo piso. Se levanta, cruza la habitación y se asoma. Pasado el parque que separa el estrecho callejón al que da su piso de una calle más ancha que bordea el lado norte del Donskói, descuella el campanario, imponente y silencioso como el resto del monasterio amurallado. Cerca del ángulo occidental, más allá del muro alto y pintado de rosa, la chimenea achaparrada del crematorio del cementerio nuevo despide unos destellos tenues, como los de una vela que se funde y chisporrotea. Una vez a la semana, quizá dos en este momento, atraviesa la verja negra de hierro un camión herrumbroso. Pável recuerda los tiempos no muy lejanos —el año pasado, el anterior— en que los camiones llegaban de dos en dos y de tres en tres todas las noches, procedentes de la cárcel de Butirka, de Lefórtovo, de la Lubianka. Algunas mañanas encontraba la acera y los setos cubiertos de una capa de ceniza fina y blanca como la nieve.

Recuerda las noches en que Elena no lograba conciliar el sueño, cuando él notaba su ausencia incluso antes de abrir los ojos. De vez en cuando, su esposa se situaba junto a la ventana, con los brazos cruzados y la curva de la cintura transparentándose por el camisón a la débil luz anaranjada. Una noche del verano pasado, ya muy tarde, le había dicho:

—¿Sabes lo que me aterra? Acostumbrarme a esos camiones, que acabe por no notarlos.

—No te ha pasado.

—Pero me podría pasar. Está en la condición humana adaptarse, ¿no? Es lo que mejor se nos da. ¿Y si los camiones no dejaran de llegar nunca? ¿Y si un día dejara de importarme?

Ahora, Pável se viste en la oscuridad. Son poco más de las cuatro. Va a la cocina y calienta agua para el té, que se lleva a la salita. Una tarima suelta cruje como la nieve compacta. Coge un libro de la estantería —Chéjov— y lee:

Mientras sea joven y fuerte y se sienta seguro no se canse de hacer el bien. La felicidad no existe, ni tiene por qué existir; y si en la vida hay un sentido y unas metas, no están en nuestra felicidad, sino en algo más grande y más racional. ¡Haga el bien!

¡Haga el bien! Eran otros tiempos, más fáciles, piensa Pável. Ahora, pedir tanto a los lectores equivaldría a pedirles que lo arriesgaran todo. Se pregunta qué haría el buen doctor en la nueva era. Aún más, ¿cómo se recibiría a un Chéjov hoy, en la Rusia de Stalin? Ya hay material suficiente en este sencillo y profundo pasaje de su luminoso relato, «Las grosellas», para constituir un delito. ¡Que no existe la felicidad! ¿Quién eres tú para afirmarlo, ciudadano?¡Un pesimista! ¡Un derrotista!

Devuelve el libro a su sitio. De rodillas, rebusca entre una pila de revistas literarias antiguas, hasta que encuentra la que quiere.

Me quedé allí solo, apretando el reloj; de repente, con una lucidez que jamás había experimentado, vi las columnas de la Duma Municipal elevarse hacia lo alto, el follaje iluminado por las luces de gas del bulevar, la cabeza de bronce de Pushkin tocada por un difuso rayo de luna; por vez primera veía las cosas que me rodeaban tal como eran: inmóviles en el silencio y de una belleza imposible de explicar.

Pável recuerda la primera vez que leyó esas líneas de Bábel en un cuento titulado «Di Grasso». Desde ese momento todos los detalles que captaban sus ojos parecían, como en el cuento, más intensos, más nítidos. Aquella misma tarde, paseando con Elena bajo la fila de tilos de la Shabolovka, levantaba la mano para que las hojas le rozaran los dedos. Cuando se llevó a los labios la mano de Elena para besarla, olía a limpio, a jabón.

Si en vez de publicarse en una revista, «Di Grasso» hubiera pasado por sus manos como otros cuentos de Bábel, ¿lo habría quemado? ¿Habría tenido elección?

Se sienta a leer hasta la hora de irse. Al salir, se encuentra con dos vecinos en la escalera. Según sus cálculos, en el apartamento del otro lado del rellano se hacinan por lo menos seis hombres jóvenes, todos mecánicos; estos dos trabajan en el turno de noche. La agresividad de las sustancias químicas, el ruido atronador de los equipos que manejan, las largas horas sin luz solar, el esfuerzo, tienen la culpa de sus ojos hundidos y su palidez fantasmal.

Moscú por la mañana temprano, en la oscuridad, es una ciudad distinta, piensa Pável al salir. En el parquecito que hay enfrente de su edificio reina el silencio; ni siquiera están los pájaros que revolotean alrededor del campanario del Donskói. Él es el único en la parada; todavía quedan horas para que lleguen los vendedores de flores. Los amplios bulevares, que suelen hervir de gente, están vacíos, desolados. Luego, al pasar por el Parque Gorki en el autobús, Pável divisa la alta torre blanca de los paracaidistas, que destaca entre los árboles como un monumento. Desciende por la larga y empinada escalera del metro, donde pitan los trenes y el aire caliente que llega desde las elevadas troneras de la ventilación trae un fuerte olor a cenizas y a rescoldos; de nuevo arriba, sale a la plaza Dzerzhinski. Una mañana más. Los taxis dan vueltas, pasa un droshki vacío haciendo ruido de cascos, con el cochero medio dormido. Al otro lado de la plaza, todas las ventanas de la Lubianka irradian luz. Y allí, con el amanecer, casi tan alto como su fachada amarillo pálido de siete pisos, se yergue el propio Félix Dzerzhinski, la gorra plegada en la mano, una enorme estatua de bronce prácticamente negra por la acción del tiempo. Nuestra espada y nuestro escudo, piensa Pável, melancólico. «Félix de acero.» El gran maestro del secreto.

El martes telefonea a Semión.

—¿Qué tal tu comparecencia?

—Pudo ser peor. Como todas las comparecencias públicas. La universidad me ha reprendido oficialmente, pero no me han cesado. Todavía puedo dar mi clase, así que supongo que debo de estar agradecido —dice Semión—. Habrían podido atacarme con los ejemplares de una de las magníficas obras de la Boiarska. Hablando de barbaridades, ¿qué crees que había en el vodka que tomamos la otra noche, Pasha? Al día siguiente estaba hecho fosfatina. ¿Qué tal tú?

—No muy mal, sólo un leve dolor de cabeza.

—Eso es porque todavía eres joven. Huesos flexibles. Ya verás cuando llegues a mis años.

—¿Has tenido oportunidad de hablar con Boiarska?

—Dicho así parece hasta agradable, Pasha, como dos colegas que se sientan a mantener una charla cordial delante de una taza de té.

—Vale —dice Pável—, pero ¿le has pedido perdón?

—Estoy buscando el momento apropiado.

Pável suspira. Ese momento, piensa, ya ha pasado.

—¿Has podido exponer tus argumentos al menos? Espero que no hayas dicho nada... —Duda.

—¿Idiota?

—Imprudente.

—Concédeme un poco de crédito, Pasha. Al fin y al cabo llevo en el departamento —¿cuánto hace?— casi dieciséis años y hasta ahora me las he compuesto bien. Bueno, moderadamente bien. Algún apuro que otro. Entra en el sueldo. Da igual, mis estudiantes todavía me aguantan.

—Son jóvenes. Huesos flexibles.

Semión se ríe.

—Si necesitas algo —ofrece Pável—, dímelo.

—Puedes ponerme una vela.

—Si lo creyera útil, te la pondría. Mientras tanto, trata de no meter la pata con Boiarska.

Oye suspirar a Semión al otro lado del hilo. Se dice pronto.

—¿Tú crees que volverás a enseñar, Pasha?

Es una pregunta que Pável se hace con frecuencia. No porque existan posibilidades de regresar a la Academia Kírov, ya que su presencia constituiría una afrenta para sus antiguos colegas, pero una escuelita en otro lugar, quizá en el campo, lejos de Moscú, serviría para correr un velo sobre su pasado. No puede evitar que se le venga a la cabeza la imagen de un expediente que cae al suelo y se abre, aunque lo que sale de dentro no es papel, no son los manuscritos desechados de algún desgraciado, sino pájaros, cientos de pájaros que baten las alas con furia en un intento desesperado de eludir la incineradora, aunque al fin los devoran las llamas.

—Me gusta creerlo —responde Pável.

—Yo siempre lo he creído. Los buenos profesores escasean; es un derroche perder uno.

—Ese enfado con la Boiarska acabará diluyéndose, ya lo verás. Dentro de un año nadie se acuerda.

—Un año puede ser muy largo.

—Ya lo sé.

—Sí que lo sabes, sí —dice Semión.

* * *

Ese viernes Kutirev trae una orden de la Cuarta Sección: hay que organizar los archivos.

—Empezaremos por las estanterías que hay detrás de nuestras mesas —dice Kutirev a Pável. Señala con la mano la pared—. La A puede llegar hasta aquí.

Pável contempla los estantes metálicos que contienen cientos, quizá miles de expedientes, algunos de hace más de cinco años. Llevará meses seleccionarlos.

—Lo dirá en broma.

—Si se le ocurre algo mejor.

Trabajan toda la mañana, despejando los estantes de cajas y de montones de expedientes polvorientos, en cuyas cubiertas todavía se aprecian los oscuros lacres con que en su día fueron sellados. Al tocarlos y sentir su peso, una vez más Pável se pregunta qué habrá sido de los autores de estos manuscritos acarreados ahora de un lugar a otro como si fueran desperdicios, y que en otro tiempo lo fueron todo. Kliuev. Mirski. Incluso Mandelstam, que, según lo que sabe Pável, anda por aquí perdido entre los rimeros de papel, aunque él aún no ha encontrado su expediente. ¿Recordará Mandelstam en su exilio de la árida e infernal Kolima los poemas que escribió hace años? Es posible que sus palabras lo atormenten como atormentan a Pável en este momento.

No digas una palabra a nadie.

Olvida todo lo que has visto,

pájaro, anciana, jaula

y lo demás.

—Vergonzoso —exclama Kutirev cuando por fin se toman un descanso. Se ha quitado la camisa del uniforme y tiene la camiseta sucia y empapada de sudor. Levanta los brazos robustos para estirarse y la tela de araña que se le ha pegado al cabello negro se balancea, flácida.

—¿Qué?

—Este desbarajuste. Hay expedientes de 1934 que deberían llevar años destruidos. Claro que no podemos hacerlo hasta que los encontremos. Y ni siquiera tenemos garantías de que sean los buenos, porque la mitad no estarán bien etiquetados. Así que habrá que abrirlos, lo que supone... —Kutirev se encoge de hombros.

—Meses —termina Pável.

—No me extraña que no encontremos nada en este puñetero sitio. Es un caos total. ¿Sabe usted lo que se ha acumulado? Arriba tienen armarios llenos de casos cerrados, esperando despacharlos. Esperándonos a nosotros. Ya se lo digo, esto había que haberlo pensado antes.

Pável se saca el faldón de la camisa y se inclina un poco para sacudirse el polvo y el sudor de los ojos. Nota un pinchazo al final de la espalda, pero se le calma. No está de humor para oír las quejas de Kutirov.

—Este caos, camarada, es el que yo heredé. Y, según mis noticias, el que siempre hubo aquí abajo.

—Eso no es excusa.

De pronto, Pável siente un asco infinito por Kutirev, sus impertinencias y su ambición insensata, por estas sofocantes estanterías metálicas y por el polvo que se le pega a los pulmones. Pero sobre todo se da asco a sí mismo. ¿Qué orden esperaba encontrar aquí Kutirev? ¿Quién puede creer en el orden en estos tiempos?

—Necesito que venga mañana. A no ser que prefiera quedarse hasta la noche —dice Kutirev más tarde, ya cerca de las seis.

Pável advierte que está resentido. Es su modo de castigarlo por la réplica de antes.

—Me quedo.

—Como guste.

Cuando Kutirev se ha ido, mientras traslada otra caja de manuscritos hasta la pared del fondo, se le cruza un pensamiento paralizante. Si, como afirma Kutirev, arriba están esperando que se ordene el archivo, ¿qué pasará con el archivo cuando esté ordenado? Ahora comprende que ha sido una ingenuidad creer que la fortaleza literaria levantada por Deneguin no se desmoronaría ni con la labor de zapa del frustrado Kutirev.

De nuevo entre los estantes, Pável se pregunta cuánto llevará destruirlo todo: archivadores, expedientes, hasta el último cuento, hasta el último poema. Posa una mano en una de las cajas y nota que los manuscritos se mueven cuando aplasta el cartón, como si dentro hubiera algo vivo que estuviera durmiendo, soñando. Pasa a otra caja, y luego a otra, posando un momento la mano en cada una. Magnífica tumba del corazón humano.

Aquí está, el maestro en persona. Bábel. Una caja con veintisiete expedientes verdes. Pável deposita la pesada caja de cartón en el suelo de cemento. En el expediente de encima yace el hermoso cuento inacabado y sin firma de Bábel. De rodillas, debajo de la bombilla desnuda dentro de su jaula metálica, Pável lo lee de un tirón. Luego, cuando vuelve a su escritorio, casi se sorprende de conservar el cuento entre las manos. Lo que ocurre después es pasmosamente sencillo. El cuento de sólo once páginas, doblado y remetido por el cinturón, le roza la parte baja de la espalda. La chaqueta y el abrigo ocultan por completo la leve protuberancia. Arriba, el guardia de la entrada principal de la Lubianka apenas echa un vistazo a su tarjeta de identificación, pero es que los guardias se interesan más por los que entran que por los que salen del edificio. En todo el tiempo que Pável lleva aquí nunca se ha escapado un preso. En cuanto a él, jamás lo han cacheado. Y hoy no es distinto.

Esa noche desliza el manuscrito de Bábel debajo del colchón. Mañana buscará un sitio más apropiado.