Capítulo 17
El perrillo de Marfa Borísova se está habituando a su nueva vida. Por las noches, cuando Pável ya lo ha bajado al parque después de cenar, le pone en el suelo una escudilla de galleta desmenuzada y le dice en voz baja: «Aquí tienes», o sencillamente: «Come», y acto seguido la cabeza del animal desaparece en el recipiente. Luego, ya saciado, recorre el salón y de un brinco se encarama al sofá. Pável ha descubierto que tiene la costumbre curiosa, casi maniática, de tirar al suelo los cojines con la pata para tumbarse encima. ¿Recuerda siquiera por asomo a Marfa Borísova?
—Debería darte vergüenza —le dice Pável, pero resulta imposible no aficionarse al perro—. Cuando pase todo y vuelvas a tu casa, estoy seguro de que también te olvidarás de mí.
Le rasca detrás de las orejas y el perro, con los ojos saltones arrugados de gusto, emite suaves gruñidos. Se duerme enseguida, y las patitas sacuden el brazo de Pável.
—Tendría que hacer otra visita a Marfa —le dice Natalia el martes por la mañana cuando Pável regresa de su paseo matinal con el perro. Ella también ha salido pronto, quizá para una visita relacionada con sus asuntos mercantiles—. ¿Quieres venir conmigo?
—¿Te parece apropiado? Es que no la conozco mucho.
—Conoces a su perro. Dadas las circunstancias, lo considero suficiente. —Natalia se quita el sombrero y lo cuelga en una percha, detrás de su mesa—. ¿Qué tal te llevas con la bestezuela?
—Bastante bien.
Pável observa al faldero, que, como si fuera consciente de que hablan de él, le sostiene la mirada.
—¡Mira que es feo!
—No creas —dice Pável a la defensiva—, y una vez que se acostumbra a ti, resulta bastante simpático.
Natalia sonríe.
—Parecéis muy encariñados.
Se cruzan las miradas. Pável no ha olvidado que aquella tarde, en su piso, sintió una llamarada de deseo al ver la media luna oscura de la falda sobre la que le habría gustado poner la mano. Otro mundo. Parece que Natalia tampoco lo ha olvidado.
—¿Pensarás lo de mañana?
—Sí, lo pensaré.
—¿Piensa ir al estadio del Dínamo? —pregunta Kutirev. Otra celebración colectiva de las muchas de este mes. El suboficial parece contagiado por la animada atmósfera festiva que impregna Moscú a pesar del reciente pacto con Alemania, una tregua que nadie podía imaginar. Lleva el uniforme recién planchado y las botas de cuero brillantes como dos espejos negros. El cabello, negro también, está peinado con pulcritud aunque no bien cortado. Pavel se pregunta si se lo habrá cortado su esposa en la cocina, con una sábana extendida debajo de la silla para recoger los pelos. Recuerda que a él Elena se lo cortó así al año de casarse, en la cocina de su antiguo piso, el vientre de ella rozándole el hombro y el susurrante ras ras de las tijeras.
—No sabía que fuera aficionado al fútbol —dice Pável.
—No sólo es el partido, también hay una gran exhibición y varios discursos. Debería verlo.
—¿Usted cree? —La voz de Pável tiene un filo de aburrimiento—. ¿Y por qué?
—Porque no viene mal recordar de vez en cuando para qué trabajamos, camarada.
—¿Para los desfiles?
—Para el pueblo —dice Kutirev mirándolo de frente.
¡Valiente idiotez!, piensa Pável, hastiado. ¿Serán pueblo los que desde hace dos años entran en la Lubianka noche tras noche como las ovejas al matadero? Preferiría ahogarse en ese lago que tanto quiere Kutirev a dejarse dar lecciones por un hombre cuyas máximas aspiraciones morales se reducen a una tarde de fútbol y de discursos propios de necios.
—¿O es que se cree usted mejor que los demás? —pregunta Kutirev con acritud, como si le adivinara el pensamiento—. Parece que está por encima de todo esto.
—¿Y qué es todo «esto»?
El suboficial señala los manuscritos alineados detrás de su escritorio.
—Nuestra labor. Mi labor, porque a usted le importa poco la reorganización.
—Yo hago mi trabajo, camarada; todo lo que usted me manda. ¿Qué más quiere?
—Un poco de entusiasmo no vendría mal.
Entusiasmo. Lo más que puede hacer Pável es contener su deseo de escupir a Kutirev en la cara.
Naturalmente, éste no dudaría en darle una soberana paliza. Pável nota —desde luego, no por primera vez— el perfil duro e insensible de las convicciones de Kutirev, afiladas como el tajo de un hacha. El auténtico creyente, el que no conoce la duda, el soldado de la Revolución. A Pável le recuerda la pasmosa descripción de Savitski, el comandante de división de Mi primera oca, uno de los cuentos de Bábel: Con la púrpura de sus polainas de montar, el carmesí de su gorra ladeada y las medallas que le decoraban el pecho partió en dos la isba como una bandera parte el cielo. ¿Qué podían estos manuscritos contra la fuerza de esa pasión reconcentrada?
—Si yo fuera usted, iría con cuidado —dice Kutirev.
A Pável se le seca la boca.
—¿Eso qué significa?
—Que aquí nada es eterno, ni siquiera usted.
—Ha hablado de mí con otra persona.
Kutirev se encoge de hombros con malicia.
—¿Con quién?
—¿No es tan listo? Adivínelo usted solo, profesor.
Cuando Kutirev sale hacia el estadio del Dínamo, Pável se queda sentado en su escritorio. ¿Habrá hablado Kutirev con alguna de sus conexiones o era una baladronada? Pável no puede evitar el recuerdo de las advertencias y las amenazas que en otros tiempos dedicaba a sus estudiantes más rebeldes, las admoniciones para que trabajaran más, para que prestaran atención, para que guardaran silencio. Ahora es el profesor el que tiene que aprender a estar en su puesto.
Pero la tarde no ha terminado, y cuando Pável vuelve de la incineradora se encuentra a Sevarov sentado en su escritorio.
—Ya veo que anda ocupado.
Pável, de pie con el carro, asiente lleno de perplejidad. Finalmente, Sevarov señala el carro y se pone de pie.
—Déjelo —ordena.
Mientras suben en el ascensor, Sevarov arruga la nariz.
—¿Es usted?
Los cables crujen encima de ellos y traquetean dentro de su pozo oscuro. El oficial se refiere al olor, porque la ropa de Pável apesta a petróleo.
—Es por la incineradora.
Se abre la puerta. Recorren el largo pasillo alfombrado sin cruzar palabra. Al pasar, oyen unos débiles sollozos procedentes de uno de los despachos, pero Pável no distingue si son de hombre o de mujer.
Radlov, que tiene sobre la mesa un libro abierto, demuestra una cierta sorpresa a la vista de Pável.
—Camarada —dice, cerrando el libro. En la mesa de centro hay varios platos de comida (salchichas, patatas fritas, gruesas rajas de tomate en vinagre) más una frasca de vodka y un recipiente de té humeante.
—¿Ya ha comido? —pregunta cuando sale Sevarov.
—Sí, camarada comandante.
—¿Sí? Bueno, no le importará que yo tome algo. De hecho, es mi desayuno, desayuno y comida todo en uno.
Han cambiado la mesa, que ahora está más cerca de la ventana, para que el comandante pueda ver desde su asiento la amplia plaza abarrotada de tráfico. Afuera hace un día tibio y luminoso, un tiempo perfecto para las vacaciones. Al otro lado de la plaza, la boca del metro vomita peatones. Así que no todo el mundo se ha tomado el día para asistir al fútbol, la exhibición y los discursos.
—Mi esposa, sabe usted —dice Radlov sin venir a cuento—, está siempre detrás de mí para que coma, hasta me introduce notitas en los bolsillos con la intención de recordármelo. Yo le digo que el problema no es acordarse o no, sino contar con tiempo. El día debería tener más horas. Pero supongo que su deber es preocuparse por mí y el mío preocuparla a ella. —Suspira—. Bueno, ¿y qué tal va esa reorganización?
—Vamos progresando, camarada comandante.
—Bien.
Radlov asiente. Se sirve en el plato una gruesa salchicha goteante, que corta con el cuchillo. Pável sigue sentado, oyendo comer al otro, que durante unos minutos no le hace caso.
—Con tantos expedientes —dice Radlov por fin—, a veces les abrumará el trabajo. Yo mismo casi no soy capaz de conservar el orden de la librería de casa, aunque tengo mi propio sistema.
Se da un golpecito en la sien y señala el libro que hay junto al plato. Un antiguo ejemplar de los cuentos completos de Gógol, con una cubierta de tela azul ajada por el uso y las letras doradas a medio borrar.
—Doy por sentado que ha leído a Gógol. Incluso habrá tenido que tratarlo en clase alguna vez.
—Sí, en alguna ocasión, camarada comandante.
—Entonces, en su condición de antiguo profesor de literatura usted poseerá, ¿cómo diría yo?, una cierta sensibilidad para el lenguaje. ¿No es verdad? Es usted capaz de ver lo que a otros se les escapa, de penetrar la superficie.
—¿De los libros?
—Libros, cuentos, poemas.
Pável duda.
—Me considero un lector asiduo, si eso significa algo, pero no puedo garantizarle mi sensibilidad, camarada comandante. Yo leo los libros como casi todo el mundo.
—Es usted modesto, Pável Vasílievich. Recuerde que he leído su historial. Fue un astro prometedor de la Academia Kírov, respetado por sus colegas, admirado por sus estudiantes. No es poco mérito.
Incómodo, Pável cambia de postura en la silla.
—He vuelto a leer «El abrigo» —continúa Radlov—. Un relato maravilloso, ¿no le parece? Tan divertido y tan triste al mismo tiempo. Impresionante, de verdad. Pobre Akaki Akakíevich. Claro que sólo leo cuando dispongo de tiempo. A veces avanzo unas cuantas líneas antes de que empiecen a sonar los teléfonos. Pero me esfuerzo, por lo menos soy persistente. —El oficial sonríe—. ¿Sabía que Gógol se suicidó?
—Dejó de comer —dice Pável.
La sonrisa de Radlov se hace más amplia. No se le escapa lo paradójico de la situación, piensa Pável, mirando la mesa llena de comida, el pequeño festín que tienen delante.
—¿Cree que por haber leído sus cuentos entendería usted a Gógol mejor que las personas que lo trataron, su familia o sus amigos más cercanos? En fin de cuentas, ¿qué sabían de él? ¿Que declamaba disparates religiosos? ¿Que era desdichado? Sin embargo, hace cien años que ha muerto y yo comprendo a la perfección lo que le llevó a matarse de hambre.
Radlov pasa por la cubierta del libro el pulgar, que luego se examina un instante. Se limpia la mancha de tinta dorada en el mantel.
¿Para eso lo ha convocado? ¿Para hablar de la vida interior de Gógol? De pronto, a Pável le asalta el pensamiento de que Radlov personifica todo lo que Kutirev desea ser. Radlov ha escalado la pirámide; desde luego, no ha pasado inadvertido. Pero ¿cuántas vidas ha tenido que barrer por el camino para que hoy, con una sola palabra, pueda convocar a Pável delante de un festín digno de un boyardo?
—¿No piensa responderme, camarada?
—¿Sobre Gógol?
—Sobre la posibilidad de entender a una persona únicamente a través de su obra. Doy por sentado que por eso se les trajo a usted y a su predecesor, aunque para ser sincero, Pável Vasílievich, nadie me ha dado aún un motivo de peso para su presencia aquí. —Radlov se contempla con curiosidad la mano que sostiene el tenedor, porque el largo tendón que atraviesa el dorso ha comenzado a contraerse—. ¿Qué piensa de la cuestión?
—No sé por qué el camarada... —Pável se frena. Hablar de muertos caídos en desgracia es arriesgarse a seguir su destino. Pone mucho cuidado en seleccionar las palabras—. Nunca supe cuáles fueron los motivos de su predecesor para traerme aquí, camarada comandante. Nunca hablamos de eso.
—Su hijo fue estudiante suyo, ¿verdad?
—Sí. Piotr Maximov.
—Parece evidente que ese Piotr Maximov contó a su padre que a usted se le había invitado a abandonar la Kírov. ¿Por qué?
—Supongo que Piotr se consideraba responsable de lo que me ocurrió, de mi dimisión a raíz de la petición de expulsar a Kudelin. Querría echarme una mano.
—Así que el comandante Maximov quería ayudarle. ¿Cree usted que se le trajo por caridad? —El oficial lanza una carcajada seca, cubriéndose la boca con la servilleta.
—Creo que me trajeron porque necesitaban cubrir un puesto.
No añade: un puesto al que negarse habría sido un acto suicida. Maximov lo había dejado meridianamente claro el día que le llamó a su despacho.
—El puesto de su predecesor.
—Sí —dice Pável.
—Lo que cierra el círculo. Dígame —dejando aparte al padre de momento—, ¿cómo era el hijo? Su joven salvador. ¿Era buen estudiante ese Piotr Maximov?
—Uno de los mejores. Muy inteligente y muy serio. —No añade: un idealista—. Y también tremendamente ambicioso.
—¿Para qué, para seguir los pasos de su padre? Usted sabe tan bien como yo a dónde le habrían conducido.
Radlov dibuja con el dedo una espiral descendente.
—Aspiraba a ser escritor.
El oficial abre mucho los ojos.
—Dios mío, eso es mejor todavía. —Una sonrisita sarcástica le arruga las comisuras—. Por favor, dígame que usted no le animaba.
Pável se ha preguntado muchas veces en estos dos años y medio qué habrá sido de Piotr Maximov, al que nunca culpó de nada, que ahora debería tener unos diecinueve años; cómo habrá encajado el terrible golpe que debió de suponer para él asistir a la caída de su padre, al despido sumario de la Cuarta Sección y al posterior arresto. Tanta seriedad y tanto idealismo hechos añicos.
—Era mi labor —responde Pável.
—Desde luego. —Por el rostro de Radlov cruza una sombra de disgusto—. Para vergüenza de usted.
Radlov coge el vaso y echa un trago. De pronto, su voz ha perdido todo asomo de buen humor.
—Supongo que él le admiraba.
—Sí.
—¿Por qué, porque era su profesor?
Como Pável no responde, Radlov reitera:
—Porque era su profesor.
La pregunta se ha convertido en una afirmación implacable, irrefutable.
—Porque necesitaba admirar a alguien, imagino —responde Pável.
Radlov se levanta y se dirige a la estantería para sacar un expediente. Pável oye hablar a Sevarov en el teléfono de la antesala. Por la plaza pasa retumbando un autobús que despide un plumero marrón de humo de diésel. Los pasajeros, prensados en su interior, miran por la ventanilla sin expresión. Toda esa gente con su vida..., piensa Pável de repente. ¿Qué verá cuando levante la vista hacia la Lubianka? ¿Se permitirá imaginar, aunque sólo sea un momento, los hombres y las mujeres que están aquí encerrados?
Radlov está leyendo en voz alta el expediente abierto.
—«Cada palabra, cada acto, cada gesto de Mijaíl Kudelin son prueba de su desprecio por los principios en los que se asienta la Academia Kírov y, por tanto, de su indiferencia hacia el Partido. Los abajo firmantes consideramos tan incorrecta conducta oprobiosa e intolerable al mismo tiempo, razón por la cual solicitamos la expulsión inmediata de Mijaíl Kudelin.» —Radlov hace una pausa—. «Incorrecta e intolerable.» «Cada palabra, cada acto, cada gesto»... Palabras gruesas. ¿Se le ocurrieron a usted o a ese chico, Piotr?
—A él.
—¿De verdad era tan terrible el tal Kudelin?
Aquella tarde de finales de noviembre, cuando vio por última vez a Mijaíl Kudelin, estaba nevando. Levantó la mirada del trabajo que estaba corrigiendo y le vio, ya solo, cruzar con cautela el patio vacío y hacía apenas una hora lleno de estudiantes que corrían a casa. Fue el último día de Kudelin. En la verja abierta, el instructor se volvió para mirar la Academia Kírov, y Pável pudo distinguir su rostro un momento. Los copos de nieves se posaban en su pelo crespo de color castaño y en los hombros del abrigo abrochado con un cinturón. En los seis años que Pável llevaba en la Kírov había encontrado pocas oportunidades de hablar con Kudelin, que tenía fama de estirado. Era un solterón maduro, torpe con las mujeres y a veces de un laconismo rayano en la grosería. Cuando hacía más calor, se montaba en su bicicleta azul brillante, colgaba la cartera del manillar y pedaleaba hasta el piso que compartía con sus padres ancianos. Por lo que Pável sabía, Kudelin no tenía más vida que la enseñanza y la Academia, las dos cosas que acababa de perder. Aquella tarde, sentado cómodamente al otro lado de la ventana, arropado por la luz y el calor de su aula, Pável se vio a sí mismo como debía de verle Kudelin, como un hombre feliz en todo y por todo. Su verdugo. Cuánto me habrá despreciado, piensa ahora. Y con cuánta razón.
—La petición fue todo un error. —Dice Pável, súbitamente irritado con Radlov y harto del juego del oficial—. Por lo que sé, Kudelin era un hombre decente.
—¿Por eso contribuyó a calumniarle?
—Usted tiene mi historial, camarada comandante. Yo lo admití delante del tribunal de la Kírov.
—Camarada, su historial lo explica todo salvo el porqué. ¿Por qué ayudó a uno de sus estudiantes a destruir la reputación de ese pobre hombre? ¿Qué le había hecho él a usted? Supongo que se sentirá responsable de lo que le ocurrió a Kudelin, porque de otro modo sus colegas no se habrían dado tanta prisa en pedirle a usted cuentas.
—Acepté la responsabilidad de mis actos, camarada comandante.
—¿Y la de los actos de Kudelin también?
—¿A qué se refiere?
—Me refiero, cantarada, al acto de atar una soga a una viga y ahorcarse. —Radlov le mira con frialdad—. ¿También de eso es responsable?
—Sí —dice Pável.
—¿Por qué?
Porque fui un cobarde, piensa Pável; porque no hablé.
—Debí evitar que Piotr Maximov distribuyera la petición. Era uno de mis estudiantes y confiaba en mí. Yo permití que lo hiciera.
Radlov no aparta la vista de él.
—Supongamos —dice por fin en un tono algo más suave— que yo estoy pensando qué hacer con usted. He leído lo que han escrito otros, Pável Vasílievich, y ahora le conozco en persona. Según usted, ¿de quién debería fiarme?
Sin esperar respuesta, Radlov devuelve el expediente de Pável a la estantería, se sienta, se sube la manga para consultar su reloj, coge el ejemplar de Gógol y lee:
El pobre muchacho se cubría la cara con las manos y más de una vez a lo largo de su vida se estremeció al comprobar cuánta inhumanidad hay en los hombres, cuánta dureza y cuánta brutalidad encubren los modales más cultos y refinados. Y, ¡Dios mío!, incluso entre las personas que el mundo juzga cabales y honradas...
Hecho esto, Radlov vuelve a depositar el libro junto a su plato, donde la grasa fría de la salchicha empieza a blanquear.
—Cabales y honrados —dice, pensativo, con la mirada distante—. Le he contado que mi padre era profesor, ¿verdad? —añade, esta vez mirando a Pável.
—Sí.
—Curioso. Su caso fue el contrario. Él era el hombre honrado a carta cabal. Los brutos, los auténticos salvajes fueron sus vecinos. ¿Sabe que cuando le detuvieron, entraron a su casa y la dejaron limpia; se llevaron hasta los rodapiés? Y eso al profesor de sus hijos, algunos habían sido ellos mismos alumnos suyos. Y le denuncian. Se permiten el lujo de sentirse superiores a él.
Pável nota que se le contrae el músculo de una pantorrilla y siente la necesidad de huir, de taparse los oídos. No quiere oír lo que el otro dice o intenta decir: el padre cabal y honrado arrojado a los dientes afilados de la máquina mientras el hijo, leal servidor de ésta, contempla el espectáculo. Porque eso y no otra cosa fue lo que sucedió. Si hubieran sospechado la menor grieta en la fría devoción de Radlov, ahora no estaría donde está, sentado delante de esta mesa desordenada de la plaza Dzerzhinski. Su premio.
La ventana del chiscón de Natalia está cerrada, la cortina roja corrida. Pável oye que arrastran cajas por el suelo del sótano. Un rayo de luz mortecina ilumina el pasillo por la puerta semiabierta.
—Llegas a tiempo —le dice Natalia, que está amontonando cajas de cartón viejas, más desechos recuperados de la fábrica de papel—, ¿puedes ayudarme?
—¿Qué son?
—Calendarios.
Pável extrae uno de una caja reventada. La cubierta es una acuarela de pacotilla: un bodegón con un jarrón blanco y un montón de flores rojas y anaranjadas esparcidas sobre un mantel azul. Cada mes tiene su acuarela correspondiente, todas realizadas con el mismo estilo solvente pero espantosamente falto de inspiración.
—Este calendario es de hace dos años —dice Pável.
—Por eso me han costado tan baratos. Estaban cogiendo polvo en un almacén. He pensado enmarcar las láminas. ¿Qué te parecen?
—¿Con sinceridad?
—¿Tan malas son? —Natalia se encoge de hombros—. Bueno, en el peor de los casos me servirán para liar los cigarrillos.
—¿Sigues pensando en visitar mañana a Marfa Borísova? —pregunta Pável cuando acaban.
—Sí.
—Me gustaría ir contigo.
Natalia le mira.
—Bien.
Si le extraña por qué ha cambiado Pável de opinión, se guarda la curiosidad para sus adentros.