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Desigualdades

El desequilibrio entre ricos y pobres es la enfermedad más antigua y más grave de todas las repúblicas.

PLUTARCO

Aún no hemos hablado mucho sobre la pobreza y la desigualdad.

Estoy de acuerdo. La razón es que ninguna de ambas cosas desempeña un papel muy importante en los modelos macroeconómicos estándar. Aún tendemos a manejarnos con grandes montos económicos que confluyen entre sí como el contenido de las cubetas del MONIAC de Bill Phillips. Los temas que nos hemos estado planteando —oferta y demanda totales, producción, precios pegajosos— no nos dan una idea muy clara de quién recibe qué en la economía; pero a usted, como es obvio, le interesa saber si la suya se caracteriza por una amplia clase media que vive con relativo desahogo o bien por una élite de superricos que se blinda de la miseria generalizada que la rodea.

Si lo que pretendemos es comparar países o épocas, nos damos cuenta de que no es tan fácil medir la pobreza y la riqueza. Hasta lo que parece más sencillo —como saber quién ha sido la persona más rica de la historia— se resiste a ser analizado. Si comparamos, por ejemplo, a Bill Gates y Marco Craso, el plutócrata más famoso de la República romana, nos encontramos enseguida comparando aviones privados con bodegas llenas de vino y aceite de oliva.

Creo que me preocupa más resolver la pobreza que hacer un ranking histórico de superricos.

Por supuesto, pero es que la otra punta de la escala de ingresos presenta casi las mismas dificultades. ¿Cómo definimos la pobreza?

Hombre, pues me imagino que será no poder permitirse lo más básico: comida, ropa y techo.

Bueno, pues entonces me está hablando de una definición absoluta de la pobreza a partir de una medición objetiva del poder adquisitivo. Es un planteamiento de larga tradición, no cabe duda. Uno de sus pioneros fue el cuáquero Seebohm Rowntree, hijo del rico chocolatero Joseph Rowntree. A finales del siglo XIX Seebohm se propuso medir la pobreza que le rodeaba en su ciudad natal, Nueva York, y para ello definió un «umbral de pobreza» basado en el cálculo de cuánto costaba comprar determinados productos de primera necesidad, incluida una ración dominical de puré de guisantes con tocino. Quien no pudiera permitirse esos artículos básicos quedaba por debajo del umbral de pobreza de Seebohm.

Los umbrales absolutos de pobreza siguen siendo un concepto atractivo. El Banco Mundial trabaja con varios, como el famoso umbral de «un dólar al día» que define la pobreza extrema, y que debemos al genio de un tal Martin Ravallion, un economista que a finales de los años ochenta observó que varios países tenían umbrales de pobreza que rondaban los trescientos setenta dólares al año. La definición oficial de «un dólar» es mucho más complicada de lo que podría imaginarse. Para empezar se actualiza para tener en cuenta la inflación, o sea, que en realidad se trata de lo que hace veinticinco años se podría haber comprado con un dólar. También se ajusta al coste de la vida, ya que de lo contrario no tendría mucho sentido como umbral de pobreza global. El «dólar» de Delhi, en consecuencia, no es lo que recibiríamos si convirtiésemos un dólar al tipo de cambio internacional, sino mucho menos. La idea es que quien vive en India con un dólar al día solo pueda comprar lo que daría de sí un dólar en Estados Unidos, es decir, un poco de arroz y lentejas, y techo ni por asomo.¹

Me sorprende que sea tan poco. En Estados Unidos sería imposible sobrevivir con un dólar al día.

Pues en los países más pobres hay cientos de millones de personas que viven así. De todos modos, es verdad que con un dólar al día como referencia nos sería muy difícil mantener una conversación útil sobre lo que significa ser pobre en Estados Unidos, país que, mire usted por dónde, tiene sus propios umbrales absolutos de pobreza en función del tamaño del hogar de que se trate: en 2012, el umbral para una sola persona era de 30,52 dólares al día, muy por encima de lo que consideraría como pobre el Banco Mundial.

La definición estadounidense de pobreza es de hace cincuenta años: su umbral lo calculó en 1963 Mollie Orshansky, una investigadora de la Administración de la Seguridad Social que basó su estimación en un método muy similar al empleado sesenta y cuatro años antes por Seebohm Rowntree: tratar de averiguar cuánto costaba alimentar a una familia con una dieta razonable. (Los criterios nutricionales los había establecido la propia Mollie Orshansky a finales de la década de los cuarenta y en la de los cincuenta, cuando trabajaba en el Bureau of Human Nutrition and Home Economics. Cabe destacar su realismo al definir los requisitos de sus planes alimenticios de cara a las familias, y muy concretamente el de que «todas las comidas las preparará en su domicilio el ama de casa, compradora prudente, cocinera habilidosa y buena administradora».)² Habida cuenta de los recursos limitados de la época, la estimación de Orshansky no era ninguna tontería; el problema es que desde su adopción oficial por la Casa Blanca, en 1969, el umbral solo ha cambiado para reflejar la inflación.

Sensato lo parece, pero no es mucho dinero.

Claro que no es mucho dinero. Si lo fuera no sería un umbral de pobreza, ¿no? De todos modos no tengo muy claro que un umbral absoluto de pobreza sea el mejor planteamiento, como ha dado a entender usted. A fin de cuentas, si Seebohm Rowntree hubiera sido funcionario Estados Unidos quizá seguiría usando un umbral de pobreza basado en el precio del puré de guisantes.

Por cierto, se lo quería preguntar: ¿qué es eso del puré de guisantes con tocino?

Por eso lo digo. Usted no lo sabe, y yo, pese a haber leído la descripción en la Wikipedia, tengo que reconocer que tampoco me hago una idea muy concreta. Aun así, si tuviéramos umbrales absolutos de pobreza definidos en 1899 y ajustados a la inflación, ese manjar victoriano que es el pastel de guisantes seguiría en las estadísticas actuales de pobreza como eco de costumbres culinarias obsoletas. Huelga decir que a Seebohm Rowntree no se le pasó por la cabeza preguntar por el precio de la electricidad ni del agua corriente, que en su época, como lujos que eran, carecían de importancia a la hora de saber quién era pobre. En cuanto al precio de un televisor o de una conexión a internet, ni siquiera se habría imaginado calcularlo, como es lógico.

Ya, pero es que la gente no necesita televisor ni conexión a internet. Eso son lujos.

Un momento, un momento. Estoy de acuerdo en que la necesidad de televisor o de internet no es comparable a la de comida, ropa y techo, pero ¿está usted seguro de querer meterlos en el mismo saco que la alta costura, los bolsos de marca y el champán? Imagínese que su hijo vuelve del colegio, en un país rico, y cuenta que en su clase hay un niño cuya familia no tiene bastante dinero para comprarse un televisor. ¿De verdad que le contestará: «No digas tonterías, hijo, que esa familia no es pobre»?

¿Qué me está diciendo, que la pobreza no se tiene que medir en términos absolutos sino relativos?

Bueno, tampoco es tan fácil. Las definiciones en bruto de la pobreza relativa, como las que se usan en Europa, son bastante raras. Eurostat, por ejemplo, la agencia de estadística de la Unión Europea, define el umbral de pobreza como el 60 por ciento de la renta media de un país. (La renta media es lo que gana la persona que ocupa el centro de la distribución de ingresos, es decir, la que es más pobre que la mitad de la población y más rica que la otra mitad.)

Se deduce algo extraño: que la pobreza es permanente a menos que cambie la desigualdad. Si mañana en Europa se despertase todo el mundo dos veces más rico, los índices de pobreza europeos no se moverían de donde están. En cambio, durante la última recesión bajó el índice de pobreza en Reino Unido. Obviamente, la razón es que también lo hizo el umbral de pobreza. Una familia podía tener los mismos ingresos que antes pero «escapar de la pobreza» debido a la caída de la renta media.

No puede ser. El umbral de pobreza de Eurostat compara los hogares pobres con los de ingresos medios, ignorando la situación de los ricos. Yo creo que sería mejor llamar al pan, pan y al vino, vino y reconocer que lo que mide Eurostat no es otra cosa que la desigualdad en la mitad inferior del espectro de la renta.

Nunca está contento, ¿eh? Primero descarta la idea de un umbral absoluto de pobreza y ahora descarta la de un umbral relativo de pobreza.

El problema ya lo señaló Adam Smith en 1776, al escribir en La riqueza de las naciones: «Una camisa de lino, por ejemplo, no es —estrictamente hablando— necesaria para la vida. Los griegos y los romanos vivían, supongo, muy confortablemente aun cuando no tenían telas de lino. Pero en los tiempos actuales, en la mayor parte de Europa, un trabajador respetable tendría vergüenza de aparecer en público sin una camisa de lino».

Lo que quiere decir Smith no es que la pobreza sea relativa, sino que es un estado social. Diga lo que diga Eurostat, nadie se vuelve pobre solo porque se le suba el sueldo al ciudadano medio; sí se empobrece, en cambio, cuando algo que no puede permitirse —como un televisor— pasa a ser visto como socialmente imprescindible. A una persona puede faltarle el dinero necesario para participar en la sociedad, y eso es pobreza, en un sentido importante.

Para mí los umbrales de pobreza que tienen más sentido son los absolutos que se ajustan con el paso del tiempo para reflejar los cambios sociales. Una de las tentativas dentro de esta línea se debe a una fundación creada justamente por el padre de Seebohm Rowntree. La Joseph Rowntree Foundation recurre a grupos de discusión para determinar qué se percibe hoy en día como necesario para participar en la sociedad, lista que incluye unas vacaciones en apartamento, un móvil sin virguerías y bastante dinero para comprarse un traje barato cada dos o tres años. Son cosas subjetivas, por supuesto, pero es que la pobreza también es subjetiva. Dudo que lleguemos muy lejos si confiamos en que algún experto —incluso tan juicioso como Mollie Orshansky o Seebohm Rowntree— establezca de forma exacta y permanente qué significa ser «pobre».

Aunque aceptemos una idea bastante más simple como la de un umbral absoluto de pobreza basado en la nutrición, siempre surgirán complicaciones, empezando por una tan obvia como el coste de la vida, que es más bajo en Alabama que en Nueva York, por poner un ejemplo. En principio los umbrales absolutos de pobreza pueden y deben tomar en cuenta el coste de la vida, pero el de Estados Unidos no lo hace. Otro problema es el de cómo tratar la pérdida de ingresos a corto plazo. Una ejecutiva media que se queda sin trabajo y está tres meses en el paro antes de encontrar otro puesto bien remunerado puede quedar temporalmente por debajo del umbral de pobreza en cuanto a ingresos, pero con buenas perspectivas de futuro, tarjeta de crédito y ahorros en el banco no tendrá necesidad de vivir como si fuera pobre; tanto es así, que lo más probable es que mantenga sus hábitos de gasto pre-pobreza. Por eso algunos economistas prefieren no medir la pobreza por lo que ingresa un hogar en una semana, mes o año determinados, sino por lo que gasta.

Lo entiendo. Es complicado. Pero si me permite dejar al margen toda esa complejidad para procurarnos algo de perspectiva, ¿cuántos pobres hay?

Según la definición del gobierno de Estados Unidos, en 2011 era pobre el 15 por ciento de la población del país, el porcentaje más alto desde principios de los años noventa, frente al 12,3 por ciento en 2006, justo antes del inicio de la recesión. Aquí se aprecia uno de los atractivos de los umbrales absolutos de pobreza, a pesar de todos sus defectos: si la pobreza sube durante las recesiones, es probable que las mediciones que se estén haciendo sean razonables.³

La Unión Europea no usa un umbral de pobreza comparable, pero en 2000 un grupo de investigadores de la Universidad de York trató de averiguar cómo serían los índices de pobreza europeos calculados con criterios estadounidenses. El espectro resultante fue desde el 48 por ciento en Portugal hasta el 6 por ciento en Dinamarca, con un 12 por ciento para Francia, un 15 por ciento para Alemania y un 18 por ciento para Reino Unido. Huelga decir que los ingresos nacionales influyen mucho en la pobreza absoluta (es bastante más pobre Portugal que Dinamarca), pero también lo hace la distribución de los ingresos (puesto que Francia y Reino Unido presentan rentas medias bastante parecidas, si bien Francia es más igualitaria).4

A nivel global, como hemos visto, el Banco Mundial usa el «dólar al día» como baremo para la pobreza extrema. La cantidad de personas definidas como pobres por este exiguo umbral ha descendido a gran velocidad. Un célebre objetivo de desarrollo internacional era el de reducir a la mitad la parte de la población del mundo en situación de pobreza extrema entre 1990 y 2015. Pues bien, lo hemos conseguido, en gran medida gracias al crecimiento de China: en 1990 el 31 por ciento de la población de los países en desarrollo vivía con menos de un dólar al día, y en 2008 el porcentaje había bajado al 14 por ciento. Eso es progreso auténtico.

Estados Unidos no ofrece un panorama tan alentador. Durante la década de los sesenta cayeron en picado los índices de pobreza, desde el 22 por ciento de finales de la década anterior, aproximadamente, al 11,1 por ciento en 1973, porcentaje que sigue siendo el más bajo de toda la historia del país. Sorprende bastante, la verdad, que un país pueda gozar de varias décadas de crecimiento económico sin experimentar ningún progreso en el número de personas situadas por debajo del umbral absoluto de pobreza, sobre todo cuando la experiencia de los años sesenta demostró que era posible progresar con rapidez.

Entonces ¿cuál es la solución?

Existen tres planteamientos generales. El primero es inspirarse en un personaje de La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe: «aislar, aislar y aislar», o sea, tratar a los pobres como individuos a quienes hay que poner en cuarentena.

Vergonzoso.

Me alegro de que se lo parezca. Seguro que revisará usted en consonancia todas sus leyes sobre inmigración, porque parece que hay mucha gente que no ve del mismo modo la pobreza en sus conciudadanos que en los extranjeros...

Bueno, pasemos a las soluciones de verdad: entre los dos enfoques restantes, la cuestión es si desea usted canalizar sus recursos en forma de transferencias directas de dinero o de mejora de las oportunidades, como por ejemplo ocupándose de los colegios, luchando contra la delincuencia e intentando crear puestos de trabajo más óptimos. Por decirlo de otro modo, ¿qué es preferible, prestar ayuda a los pobres o facilitar que se ayuden a sí mismos?

Según una determinada escuela de pensamiento, las transferencias de dinero son contraproducentes porque fomentan actitudes irresponsables, como la dependencia o el consumo de drogas, cosa que no está en absoluto demostrada. Varias generaciones de políticos no han tenido reparos en hacer mal ambiente usando como términos intercambiables «pobre», «irresponsable» o «problemático». Hace poco, el gobierno británico calculó que en Reino Unido había ciento veinte mil familias «con problemas», y el primer ministro, David Cameron, denunció que estaban asoladas por «la drogadicción, el alcoholismo y la delincuencia». Un análisis más pormenorizado mostró que los criterios para ser una «familia con problemas» no tenían nada que ver con la delincuencia o las drogas, y mucho con la pobreza, las discapacidades y el paro.5

De todas formas, aunque no sea lo mismo dar dinero a los pobres que dárselo a unos marginados delincuentes, es posible que no resuelva los problemas de fondo. Teniendo en cuenta que las privaciones empiezan muy pronto en la vida, las entregas de dinero en mano no brindan necesariamente un trampolín a la autosuficiencia. ¿Y bien? Cada vez hay más pruebas sólidas basadas en pruebas aleatorias de que ofrecer a los niños instrucción en sus primeros años es de lo más sensato que se puede hacer.

La más famosa de estas pruebas es el Proyecto Preescolar Perry, que a mediados de los años sesenta impartió una magnífica educación preescolar a un grupo escogido aleatoriamente de niños afroamericanos desfavorecidos de entre tres y cuatro años.6 (En dinero de hoy en día el coste habría sido de entre once mil y doce mil dólares por cada crío.)

Al comparar a los niños del proyecto Perry con un grupo de control se observó que tenían en torno a un 45 por ciento más de posibilidades de acabar los estudios secundarios, y muchísimas menos de tener hijos fuera del matrimonio o quedar embarazadas en la adolescencia, en el caso de las chicas. A los cuarenta años los integrantes del grupo de control tenían más posibilidades de haber estado en la cárcel que de no haberla pisado, índice que en el caso de los preescolares del proyecto Perry era muy inferior (sin dejar de ser alto): 28 por ciento. En la madurez, por último, los niños del proyecto Perry ganaban un 40 por ciento más dinero.

Espectacular. ¿Y todo eso por recibir un poco de tiempo de calidad a los tres o cuatro años?

Sí. Ojo, que solo era un programa piloto con pocos participantes, y estamos hablando de un nivel determinado de educación preescolar para un grupo determinado de niños muy desfavorecidos y en un momento determinado de la historia, pero hay otros estudios fiables sobre la educación preescolar de calidad, y todo indica que es sumamente beneficiosa para los niños en situación de pobreza. Es más: desde una perspectiva a largo plazo, a su gobierno no solo no le cuesta nada, sino que en realidad gana dinero. Si tenemos en cuenta los impuestos suplementarios que acabaron pagando los niños del proyecto Perry, y el dinero ahorrado al no tener que mantenerlos en la cárcel, llegamos a la conclusión de que el programa se amortizó de sobra.

Mi consejo es que busque todos los estudios aleatorios que pueda —y encargue muchos más—, a ver qué averigua sobre la inversión en igualdad para los niños de familias pobres. El apoyo posnatal, la reforma escolar, el control de buenas prácticas y un trato justo de la delincuencia son candidatos muy plausibles a constituir intervenciones sociales eficaces. Además, seamos sinceros: no podrá hacer estudios aleatorios sobre la política monetaria o las políticas de estímulo, así que disfrute siempre que pueda de unas pruebas serias.

Otra cosa: se ha puesto de moda un nuevo plan que donde primero se ha implantado es en América Latina, y que recibe el nombre de «transferencia condicionada en efectivo». La idea es dar dinero a las familias pobres a condición de que hagan algo que quiera usted que hagan, como por ejemplo mandar a sus hijos al colegio o vacunarlos. Los atractivos de este plan son evidentes: se obtienen intervenciones sociales tan molonas como la educación preescolar, y al mismo tiempo se les da dinero a las familias pobres garantizando que se comportarán. También son evidentes las desventajas: puede que los que más ayuda necesiten sean los niños de familias extremadamente desestructuradas, y sin embargo quedan excluidos. Me pregunto si no valdría la pena poner en marcha unos cuantos programas piloto debidamente evaluados...

Tomo nota. Pero hemos empezado esta conversación hablando de la desigualdad, y sigo con ganas de entender qué pasa. ¿Verdad que está aumentando?

Depende de cómo se mida. Los países más ricos del mundo son cada vez más ricos, y si algo hacen los más pobres es empobrecerse aún más. Ahora bien, este parámetro simplista de la desigualdad presenta graves defectos. Para empezar pasa por alto lo que ocurre en los países que no son los más ricos ni los más pobres. China, por ejemplo, se ha estado desempobreciendo a una velocidad espectacular. Una medición de la desigualdad que otorga el mismo peso a un país hundido en la pobreza como Burundi (con una población de ocho millones de habitantes) que a un país como China (con mil trescientos millones), antes pobre y ahora en pleno auge, indicará que la desigualdad creció drásticamente entre 1950 y 2000, pero que desde entonces se ha aliviado un poco. En cambio una medición más sensata, que pondere a los países según su población, indicará un progreso incuestionable: entre 1950 y 1990 la desigualdad se redujo gradualmente, y a partir de 1990 cayó a gran velocidad.

Muy buena noticia... y un poco sorprendente. ¿Hay alguna trampa?

La hay, sí, y está relacionada con el otro error en que se incurre al comparar la desigualdad entre países: el de ignorar las condiciones de desigualdad dentro de los propios países. Las estimaciones que le he dado hasta ahora —calculadas por Branko Milanovic, del Banco Mundial— comparan la renta media de cada país.7 Imagine, sin embargo, que Estados Unidos se convirtiese en una utopía socialista y empezara a redistribuir el dinero de Bill Gates, Warren Buffett y todos los multimillonarios de los hedge funds hasta que cada habitante del país tuviera los mismos ingresos. Desde el punto de vista de una medición sencilla de la desigualdad mundial que se limitase a comparar las medias nacionales daría lo mismo, porque Estados Unidos seguiría siendo igual de rico que antes.

Cuando Milanovic hace el esfuerzo de ajustar sus cifras a la desigualdad interior de los países constata que hasta finales del siglo XX la desigualdad global fue en aumento. Parece que ahora disminuye —probablemente por primera vez desde la Revolución industrial—, pero es una reducción bastante modesta. Sabiendo como sabemos que la simple desigualdad entre países disminuye muy deprisa, la lógica nos dice que dentro de las fronteras de muchos países tiene que crecer, bastante deprisa también. Y es lo que ocurre, en efecto: si medimos las dos cosas al mismo tiempo casi se neutralizan.

Mmm... ¿Qué debería preocuparnos más, la desigualdad entre países o la interna de cada país?

Interesante pregunta. Se podría argumentar que es más preocupante la desigualdad entre países, porque es imposible que sea meritocrática. Nacer en un hogar medio de Zimbabue o Eritrea, por poner dos ejemplos, supone prácticamente una condena a la pobreza, por muy genial que se sea (salvo que se pueda emigrar). Si alguien nace pobre en Estados Unidos o en Reino Unido, pero es inteligente y con la personalidad adecuada, tiene posibilidades de superar la desventaja. Podría decirse, por lo tanto, que la desigualdad entre países es la más perniciosa. Por otro lado, cabría defender que la desigualdad interna de un país es más corrosiva socialmente, y tiene más fácil solución.

Pues centrémonos en la cuestión de la desigualdad dentro de los países, que por algo es la que va por mal camino. ¿A qué se debe?

Depende de dónde miremos, y de cómo midamos. Un enfoque interesante es fijarse en los tres grandes países en desarrollo, Brasil, China e India. Aunque a menudo se agrupan, no tienen nada que ver en muchos aspectos, y uno de ellos es la evolución de la desigualdad.

Empecemos por Brasil. Se trata, como es bien sabido, de una sociedad muy desigual. Según el World Factbook de la CIA, el coeficiente de Gini —una medición común de la desigualdad— era del 61 por ciento en 1998.8 Teniendo en cuenta que un Gini del 100 por ciento significa que una sola persona gana todo el dinero de un país, llegar al 60 es sangrante, la verdad. En comparación, el Gini de Francia era del 33 por ciento, el de Finlandia del 27 por ciento, el de Reino Unido del 34 por ciento y el de Estados Unidos del 45 por ciento.

La cuestión, sin embargo, es que el Gini de Brasil se ha reducido al 52 por ciento. Sigue siendo alto, pero ha bajado mucho: ha recorrido una cuarta parte del camino para convertirse dentro de solo quince años en la ultraigualitaria Finlandia, señal de que en las circunstancias adecuadas se puede luchar eficazmente contra la desigualdad. En el momento de su elección, Lula da Silva, presidente de Brasil entre 2003 y 2010, era considerado un activista revolucionario, pero se convirtió en un pragmático tan dispuesto a cortejar las inversiones de empresas extranjeras como deseoso de redistribuir una parte de lo que ganó el país durante el boom de las materias primas.

Distinto es el caso de India, cuyo índice de Gini rozaba el 40 por ciento tanto a finales de los años noventa como en los últimos tiempos. Pese a algunos empresarios de gran éxito —y a la célebre y denostada mansión del magnate Mukesh Ambani, que costó mil millones de dólares y domina Bombay desde una altura equivalente a cuarenta pisos—, la verdad pura y dura es que aún no hay bastante dinero para que India sea un país muy desigual, aunque si de algo sirve el ejemplo de China es posible que la situación se modifique.

China —que en principio sigue siendo un país comunista— es todo un modelo de contrastes de ingresos. El Factbook le atribuye un coeficiente de Gini del 48 por ciento, que ya es superior al de Estados Unidos; y teniendo en cuenta que China sigue siendo mucho más pobre que Estados Unidos, esta distribución desigual de los ingresos supone que las familias más pobres estén sometidas a terribles privaciones. Un estudio más reciente calculó un coeficiente de Gini de 61, que sería muy grave.9 No es de extrañar que a los dirigentes chinos les preocupen tanto las turbulencias sociales, aunque no puede negarse que el país sigue creciendo muy deprisa.

Es un país socialista. ¿Se puede saber por qué ha llegado a esos niveles de desigualdad?

Por dos razones. Una es la actitud encarnada por el primer gran reformista chino, Deng Xiaoping, que conquistó el poder en 1978, al final de la era maoísta, y entre cuyas máximas más reproducidas está «rang yi bu fen ren xian fu qi lai», o sea, «que se enriquezcan algunos primero». Tiene su lógica. El modelo de crecimiento de China ha sido muy experimental, con el levantamiento de las restricciones a diversos sectores en varias zonas del país, y sobre todo la creación de zonas industriales en la costa abiertas a la globalización. Casi era inevitable que estos experimentos, en caso de tener éxito, produjeran ganadores y perdedores. Es imposible que todas las regiones se desarrollen al mismo ritmo, y en este proceso de creación destructiva habrá muchas personas que desaprovechen la ocasión o salgan perdiendo. En honor a la verdad, los índices de crecimiento del interior también han sido altos, aunque no tanto como los de la costa, ni tan prolongados.

La segunda razón es algo más siniestra. Entre las diez mil personas más ricas del país casi una de cada diez forma parte de la Asamblea Popular Nacional, una cámara compuesta por casi tres mil legisladores cuyos ingresos netos, en promedio, cuatriplican los de los políticos más ricos del Congreso de Estados Unidos, a pesar de que este último país es considerablemente más rico que China. Son muchos los que temen que Estados Unidos esté demasiado influido por los plutócratas. Si tienen razón, la situación en China parece aún más grave.10

Ahora hemos tocado el tema de la desigualdad en los países ricos. ¿Cómo está la situación?

Después de bajar durante décadas, o mantenerse reducida y estable, la desigualdad en los países ricos, en los países de habla inglesa, lleva unos veinticinco años en aumento. El síntoma más drástico es el incremento no menos drástico de los ingresos de los más ricos, del 1 por ciento con más ingresos, por ejemplo, o incluso del 0,1 por ciento. Habrá quien piense que centrarse en estos pocos multimillonarios es una simple cortina de humo, pero la verdad es que parece significativo.

En Estados Unidos, por ejemplo, los ingresos medios crecieron el 13,1 por ciento entre 1993 y 2011. Lo cierto es que para tratarse de dos décadas no es un gran crecimiento, pero lo alarmante es que si nos fijamos en el crecimiento de los ingresos medios del 99 por ciento más pobre —desde los indigentes hasta las familias que ganan menos de trescientos setenta mil dólares, aproximadamente— el crecimiento ha sido solo del 5,8 por ciento en dieciocho años, un porcentaje bajísimo. Entre el 13,1 por ciento (crecimiento de los ingresos medios) y el 5,8 por ciento (crecimiento de los ingresos medios sin contar a los ricos) hay una diferencia enorme.¹¹ Hoy en día los sueldos de los mejor pagados son tan altos que ya no es simbólico afirmar que participan en la conformación de la economía.

Podría decirse algo parecido del aumento de ingresos del 0,1 por ciento más rico, fenómeno, por otro lado, no exclusivamente americano, aunque si nos guiamos por la proporción de los ingresos más altos la desigualdad es mayor y ha crecido más deprisa en Estados Unidos que en otras economías importantes. De todos modos, en este fenómeno hay algo curiosamente anglófono: la aportación a los ingresos nacionales del 1 por ciento de las personas con mayores ingresos también se ha disparado en Reino Unido y Canadá, y en menor medida en Nueva Zelanda y Australia. Si por el contrario nos fijamos en Francia, Alemania, Países Bajos, Suiza o Japón, nos costará mucho apreciar algún tipo de incremento. Hay que reconocer que parece una señal de que el aumento de la desigualdad en la cúspide de la distribución de los ingresos refleja algún tipo de fuerza cultural o política, o como mínimo de que la pura economía impersonal no es la única explicación.¹²

¿Y sabemos por qué aumenta la desigualdad en los países de habla inglesa?

Hace unos años el periodista Timothy Noah hizo un análisis exhaustivo de todas las ideas que circulan, como «la raza, el género o la disolución de la familia nuclear [...] la inmigración, el boom tecnológico, la política del gobierno central, el declive de los sindicatos, el comercio internacional, la posible culpa de los ultrarricos y el papel que ha desempeñado la decadencia de la educación primaria».¹³ Sirve para hacerse cargo de cuántas explicaciones se podrían dar, y de lo distintas que son. Y claro, si después observamos —por decir algo— que en los países de habla inglesa el ambiente político es menos proclive que antes a los sindicatos, y que las empresas están más dispuestas que antes a pagar sumas astronómicas a los altos ejecutivos y a los amos del universo de Wall Street, la necesidad de una explicación no hace más que subir de nivel: ¿por qué han afectado más a los países de habla inglesa estas tendencias?

Si de algo sirve mi opinión, yo creo que la pauta más importante de todas probablemente sea una combinación nefasta entre colegios mediocres y cambio tecnológico. Los economistas tienden a otorgar mucha importancia a algo que se llama skill-biased technological change (SBTC, o «cambio tecnológico sesgado en favor de los más cualificados»). Se trata, en resumidas cuentas, de la idea de que hace sesenta años había que saber usar la pala, hace treinta se tenía que poder controlar la pala mecánica y ahora hay que ser capaz de arreglar la pala robot cuando se estropea. El cambio tecnológico ha hecho que hoy en día un trabajador cualificado pueda hacer más cosas que nunca, y otro sin ninguna cualificación se esté convirtiendo poco menos que en un lastre. Por eso son importantes los colegios. Sin embargo, una ojeada al «informe PISA» de la OCDE, que evalúa el rendimiento escolar, permite ver que ni Estados Unidos ni Reino Unido figuran entre los quince primeros países en ciencias y lectura, ni entre los veinticinco primeros en matemáticas.

Este dato contrasta llamativamente con el dominio sistemático de los rankings de mejores instituciones de educación superior del mundo por universidades británicas y estadounidenses. No es difícil entender que esta dicotomía pueda dar origen a desigualdades: las dos economías ricas más desiguales del mundo brindan una educación escolar mediocre a las masas y una educación universitaria fenomenal a una élite.

Si es verdad lo que dice, lo lógico es que se intensifique la desigualdad a medida que se acelera el cambio tecnológico.

Es posible, aunque en teoría los cambios tecnológicos del futuro podrían volver a favorecer a los trabajadores con menos capacitación. Todo ello está relacionado con el enigma del que hablamos en el capítulo anterior al plantearnos si una economía de crecimiento cero y con cambio tecnológico desembocaría inevitablemente en un paro masivo.

Le diré que no conviene sobrestimar los peligros de la tecnología. Quizá haya destruido muchos puestos de trabajo (al mecanizar la agricultura, por ejemplo), pero también ha creado otros (como el diseño de páginas web), y es razonable prever que la tendencia continúe. Aun así es imaginable, como mínimo, que en el futuro mucha gente carezca casi por completo de valor económico: no sabrán hacer nada que no pueda hacer de forma más rápida, segura, barata y fiable un robot. Algunos seres humanos —tal vez la mayoría— no podrán competir cobrando algún tipo de salario que les permita ganarse la vida. Todos los beneficios económicos acabarían en manos de los dueños del capital.

No parece probable que la mayoría de nosotros queramos vivir en un mundo así. Seguro que llegaría el momento en que tuviéramos que renunciar a muchas de las instituciones económicas que nos han llevado a donde estamos. Quizá debamos organizar la sociedad de modo que toda persona al nacer reciba una cartera no enajenable de acciones de los fabricantes de robots.

A pesar de todo, parece muy lejano un futuro en el que todos descansemos mientras nos miman nuestros criados robots. Será mejor dedicar el final de este libro a pensar qué puede depararnos el futuro de la economía a corto plazo.