2. El nacimiento de la macroeconomía
La Gran Depresión redujo casi a la mitad la producción industrial de Estados Unidos, y un tercio los ingresos per cápita. Durante los años treinta el desempleo alcanzó una media del 25 por ciento. Intentando poner coto a su hemorragia económica, Estados Unidos aplicó aranceles punitivos a los productos de importación, con consecuencias terribles para los países que exportaban a los mercados estadounidenses. En Alemania, el paro masivo fue la semilla del ascenso de Adolf Hitler. Ningún lugar del mundo escapaba a las garras de la Gran Depresión.²
Aparte de cambiar el curso de la historia, y de cerrar las puertas de la universidad a un joven neozelandés con grandes posibilidades, la Gran Depresión revolucionó profundamente la economía, como no podía ser menos. Los economistas se preguntaron qué pasaba, por qué pasaba y si existía algún remedio. Efectuaron nuevas mediciones, formularon nuevas teorías y propusieron nuevas medidas que giraban siempre en torno a la cuestión central de los mecanismos económicos en su conjunto. La Gran Depresión hizo nacer la macroeconomía.
El macroeconomista mira el mundo con otras gafas que el microeconomista. La microeconomía, de la que traté en mis dos primeros libros, El economista camuflado y La lógica oculta de la vida, se ocupa de las decisiones que toman los individuos y las empresas. Hace poco, sin ir más lejos, visité (en un día tan gris y lluvioso como la ocasión) la oficina de empleo de mi barrio, descrita en términos tan poco alentadores como «sucursal de la agencia Jobcentre Plus». Había mucha gente haciendo cola en busca de trabajo: jóvenes, mayores, hombres, mujeres... Las empresas habían bautizado las vacantes con nombres muy sonoros, en anuncios plagados de faltas ortográficas que se podían consultar a través de una pantalla táctil. Otra cosa era el sueldo que ofrecían.
«Encargado de seguridad, Oxford, entre 7,88 y 7,88 libras por hora.»
«Gerente para fines de semana, Oxford, 7,50 libras por hora.»
«Supervisor de ventas, Oxford, por encima de convenio.»
¿Cómo vería un microeconomista esa desoladora red de puestos de trabajo y buscadores de empleo? Pensaría en incentivos, precios y productividad. ¿Qué valor tiene para una empresa esa joven madre con cara de agobio? ¿Qué valor tienen para la joven madre siete libras y media por hora si implican pagar a una canguro o quedarse sin derecho a determinados subsidios? ¿Cuánto invirtió ese adolescente flaco y con acné, el del chándal, en «capital humano» cuando iba al colegio? ¿Actúan racionalmente las personas que buscan trabajo? ¿Es posible «orientarlas» hacia una búsqueda más eficaz mediante los principios de la economía conductista? (Según una prueba aleatorizada en una oficina de empleo de Loughton, cerca de Londres, la respuesta es que sí.)³
El macroeconomista contempla el mismo panorama desde una perspectiva muy distinta. En vez de analizar los incentivos de empresas y parados concretos, se forma un esquema general: la existencia de una recesión, la caída del salario medio en todos los sectores económicos, el aumento de los desempleados... ¿Cómo explicar estos cambios a gran escala? ¿Por algún tipo de impacto general en el sistema que haya hecho decrecer la cantidad de productos y servicios que es capaz de generar, como el aumento del precio del petróleo, o que los bancos no puedan prestar tanto dinero como antes? ¿O bien por un descenso en la demanda, en la disposición de la gente a ir de tiendas? ¿Qué será lo que provoca estos cambios tectónicos en el paisaje de la economía? ¿Y qué puede remediarlos o evitarlos? Parecen preguntas abstractas, pero su importancia para las vidas de millones de personas está fuera de cualquier duda.
Entre las privaciones de la Gran Depresión los primeros macroeconomistas se esforzaron por desentrañar aquella crisis imparable tratando de entender la economía en su conjunto, como algo distinto a la suma de sus partes. Esa nueva hornada de economistas tenía en común la percepción de la economía como algo que podía romperse... y repararse. El más famoso es John Maynard Keynes, que saltó a la fama con una crítica feroz del Tratado de Versalles, Las consecuencias económicas de la paz, y censuró sistemáticamente la política económica de Reino Unido durante la depresión que vivió el país en los años veinte. Hubo otros, sin embargo, como Simon Kuznets, cerebro gris de la creación de una contabilidad nacional en Estados Unidos, o el mentor de Bill Phillips, James Meade, quien a finales de los años veinte, cuando iba a la universidad, pasó del estudio de las letras clásicas al de la economía por el horror al desempleo que veía en todas partes, y por el deseo de solucionarlo. Más tarde Meade ejerció una gran influencia en la gestión británica de la economía de guerra. Todos tenían en común cierta genialidad económica, pero también algo más: las ganas de actuar.
Son famosas las declaraciones de Keynes al principio de la Gran Depresión al respecto de que la economía sufría un «problema con la batería», esto es, un fallo técnico capaz de frenar toda la maquinaria, pero que con los instrumentos y conceptos adecuados también se podía arreglar fácilmente. En resumidas cuentas, los macroeconomistas abordaron los problemas económicos de la Depresión de modo bastante parecido a como se había enfrentado Bill Phillips a los catorce años a un viejo camión destartalado. Allá donde cualquier otra persona lo habría dado por perdido, el joven Bill se vio capaz de entenderlo y repararlo. Y lo hizo.