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El culto al PNB

Parece que hemos renunciado demasiado, y durante demasiado tiempo, a la excelencia personal y los valores comunitarios en aras de la mera acumulación de cosas materiales. Nuestro Producto Nacional Bruto supera en este momento los ochocientos mil millones de dólares al año, pero ese Producto Nacional Bruto —si juzgamos por él a Estados Unidos—, ese Producto Nacional Bruto, digo, cuenta la contaminación del aire y los anuncios de cigarrillos, y las ambulancias que se llevan los despojos de las carreteras. Cuenta cerraduras especiales para nuestras puertas, y cárceles para quienes las fuerzan. Cuenta la destrucción de las secuoyas y la pérdida de nuestras maravillas naturales bajo una caótica expansión. Cuenta el napalm, y las cabezas nucleares, y los furgones blindados que usa la policía para sofocar tumultos en nuestras ciudades. Cuenta el rifle de Whitman y el cuchillo de Speck, y los programas de televisión que ensalzan la violencia para venderles juguetes a nuestros hijos. En cambio el Producto Nacional Bruto no toma en cuenta la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación ni la alegría de sus juegos. No incluye la belleza de nuestra poesía, ni la fortaleza de nuestros matrimonios, ni la inteligencia de nuestro debate público, ni la integridad de nuestros funcionarios. No mide nuestro ingenio ni nuestra valentía, como tampoco mide nuestra sabiduría e ilustración, ni nuestra compasión, ni nuestra entrega al país; en suma, que lo mide todo excepto lo que hace que la vida sea digna de vivirse. Y puede decírnoslo todo sobre América salvo por qué estamos orgullosos de ser americanos.

ROBERT F. KENNEDY

Qué cita más crítica de Robert Kennedy... Algo de razón tenía, ¿no?

No.

Muy combativo está usted.

Vale, vale, lo matizo: claro que Kennedy tenía razón en que las estadísticas económicas en las que se basan las cifras de crecimiento que aparecen en los titulares no incluyen muchas cosas importantes; lo que me molesta es que insinúe que a los economistas solo les importan esas cifras.

Eso lo hemos tocado en el capítulo 1.

Sí, es verdad, y di una breve respuesta: si nos importan cosas como la desigualdad, el medio ambiente y la felicidad, asegurar el crecimiento de la economía no es una mala manera de abordarlas. Pero ahora quiero responder más a fondo, porque hoy en día se oyen muchas críticas a la economía en esta misma línea, la que ejemplifica Bobby Kennedy. Oirá a menudo que la gente critica a la economía por su obsesión con el crecimiento. En realidad este argumento adopta dos modalidades, que a menudo se funden, pero que es útil desligar y tratar por separado.

El primer argumento viene a ser el siguiente: Es mala idea preocuparse por el crecimiento económico, porque el crecimiento se mide por el PIB, y el PIB es una vara de medir defectuosa. En vez de eso deberíamos medir algo más útil, como la felicidad, quizá.

El segundo argumento es el siguiente: Es mala idea preocuparse por el crecimiento económico porque tarde o temprano llegaremos al límite que marca hasta dónde puede crecer la economía. A partir de algún momento tendremos que vivir sin crecimiento, así que más vale que empecemos a aprender cómo se hace.

Permítame dedicar este capítulo y el siguiente al primer punto, y uno más al segundo.

Adelante, pero con una aclaración terminológica. ¿Por qué Robert Kennedy habla de PNB y no de PIB?

PIB son las siglas de «Producto Interior Bruto»; PNB significa «Producto Nacional Bruto», y aún hay otras siglas, INB, que se refieren prácticamente a lo mismo que PNB pero con una expresión más descriptiva: «Ingreso Nacional Bruto». Las tres están estrechamente relacionadas. Lo que intentan todas estas mediciones es sumar el valor de los ingresos, los gastos o la producción de un país en su conjunto. Digo «ingresos, gastos o producción» porque hay tres maneras diferentes de calcular el PIB, y en principio todas deberían arrojar el mismo número. Se pueden sumar los ingresos de todas las personas, es decir, los salarios más lo que ganan por ser dueñas de fincas, acciones o bonos de empresa. También se puede sumar todo el dinero que gasta la gente. O sumar el valor de mercado de lo que produce todo el mundo. Dado que el gasto de una persona es el ingreso de otra, y dado que el valor de mercado de la producción se juzga por lo que gasta la gente en comprarla, estos conceptos son dos caras de la misma moneda. Bueno, tres caras de la misma moneda, pero ya me entiende.

En lo que difieren los conceptos es en cómo se define «dentro de un país». Por ejemplo, si un canadiense tiene un piso en Londres y lo alquila por dinero, ¿dónde hay que computar ese valor económico, en Canadá o en Reino Unido? Algo parecido nos preguntaríamos si una empresa canadiense tuviera una fábrica en Reino Unido. La respuesta es que un bien de titularidad canadiense en Reino Unido se computa en el PIB de este último país, pero en el PNB o el INB de Canadá. «Producto Interior Bruto» es el valor de mercado producido dentro de las fronteras de un país, pero «Ingreso Nacional Bruto» (o «Producto Nacional Bruto») son los ingresos que acumulan los ciudadanos de un país. Si ningún ciudadano poseyera ningún bien fuera de su país de origen, el PIB y el INB intentarían medir lo mismo. La realidad es que en algunos países con economías muy abiertas —de los que Irlanda es buen ejemplo— el PIB difiere considerablemente del INB. El PIB irlandés es alto, porque muchas empresas de titularidad extranjera se han instalado en el país. En cambio el INB de Irlanda no es tan alto, porque los irlandeses no tienen tantos bienes en el extranjero. Y solemos usar más «INB» que «PNB» porque si de lo que se habla es de quién tiene qué bien, lo lógico es que se esté más interesado en cuántos ingresos genera que en lo productivo que es, aunque supuestamente sean dos conceptos intercambiables.

Otra diferencia entre el PIB y el INB surge al convertir ambos a una moneda común (casi siempre dólares) con el mismo objetivo de hacer comparaciones internacionales. El PIB se suele convertir usando los tipos vigentes de cambio de divisas, que reflejan el valor de mercado de las exportaciones de un país. El INB se tiende a convertir a lo que se llama «paridad de poder adquisitivo», que toma en cuenta el coste de la vida. Si comparamos, por ejemplo, el PIB per cápita de Suiza con el de Estados Unidos, vemos que los suizos son al menos un 60 por ciento más productivos: gracias al sector bancario de Zurich, y a una larga historia en la fabricación de objetos de precisión, Suiza tiene uno de los PIB más altos por persona en todo el mundo. Ahora bien, si en lo que nos fijamos es en el INB por persona convertido a paridad de poder adquisitivo, constatamos que Estados Unidos y Suiza están prácticamente al mismo nivel: es cierto que si tomamos como referencia los mercados extranjeros de intercambio la producción estadounidense por persona es menor, pero si la medimos a partir de lo que puede comprar la gente dentro del país con su dinero Estados Unidos resulta casi igual de próspero que Suiza, porque en Estados Unidos es más barato comprar gasolina, comida y casas.

Bueno, pero centrémonos en lo que dijo Robert Kennedy. ¿Y las omisiones? ¿Qué se deja fuera de las estadísticas del PIB?

La lista de lo que no mide el PIB sería infinita: la felicidad, por supuesto; el tiempo que pasan jugando los niños y la estabilidad de los matrimonios, tal como hemos oído; la salud y la esperanza de vida; la desigualdad; los derechos humanos; la corrupción; las emisiones de dióxido de carbono; el tiempo perdido en los atascos... Podría continuar, pero me parece más útil tratar de centrarnos en lo que conceptualmente se podría incluir en las mediciones del PIB y no se incluye.

Recuerde que el PIB da la medida del valor añadido en un año determinado, y que se calcula usando como vara de medir los precios de mercado. Dado este marco, tiene lógica preguntar qué valor se ha añadido o perdido sin que lo recojan las estadísticas del PIB.

Hay cosas que son sencillamente imponderables. Da la casualidad de que nuestras estadísticas del PIB sí miden el valor de la poesía: es el dinero gastado en comprar libros de poesía menos los gastos de impresión y distribución de esos mismos libros. Podría usted decirme que eso no es una muy buena medición del valor de la poesía. La única respuesta que puedo darle es que aprovechará mejor el tiempo leyendo y escribiendo poemas que buscando una «mejor» valoración.

Después están las transacciones que en principio podrían producirse en el mercado pero que no lo hacen, y que por lo tanto carecen de precio de mercado. Llegados a ese punto no tenemos más remedio que ignorarlas o adivinar cómo podrían haber sido. La mayor es el valor de que la gente viva en sus casas. Si yo me fuera de mi casa y me instalase en la de usted, pagándole diez mil dólares anuales de alquiler, y usted se instalase en mi casa por un alquiler de otros diez mil al año, una medición ingenua del PIB se incrementaría en veinte mil dólares. Sin embargo, el consumo real de vivienda no habría aumentado; simplemente lo habríamos convertido de transacción no de mercado en transacción de mercado. De hecho las estadísticas del PIB sí intentan corregir este problema incluyendo una estimación del valor que obtienen las personas por vivir en sus casas.

Las estadísticas del PIB también intentan estimar la producción de los gobiernos y las organizaciones benéficas, que tiende a valorarse a partir del coste. Dicho de otra manera: si el gobierno se gasta diez mil millones de libras en algo, se supone que... pues que son diez mil millones de valor. Si la gente tuviera que comprar realmente el producto del gobierno, tal vez estuviera dispuesta a pagar mucho más, o tal vez mucho menos. Las estadísticas del PIB desechan esta inoportuna posibilidad.

También se ignoran por completo otras formas de trabajo no incluido en el mercado. El ejemplo clásico (y sexista, por desgracia) de esta omisión es el viejo comentario de que «si un hombre se casa con su ama de llaves baja el PIB», en el sentido de que se esperaba que las esposas hicieran las labores domésticas sin percibir ningún salario, y por eso el trabajo de las esposas no forma parte de los cálculos del PIB.

Supongo que si un playboy millonario (interpretado por Richard Gere) se casa con una prostituta de corazón de oro (interpretada por Julia Roberts) también baja el PIB, ¿no?

Solo si estamos en un sitio donde la prostitución sea legal. De lo contrario será indiferente, porque las transacciones del mercado gris o negro tampoco se incluyen en el PIB, por la simple razón de que si se le esconden al gobierno los estadísticos de este último lo tienen difícil para computarlos. Por eso el PIB no incluye cosas como las drogas ilegales, los productos falsificados y los trabajos pagados sin factura.

Volviendo a las tareas del hogar, el término general para estos casos es «producción doméstica», que no acostumbra aparecer en las estadísticas del PIB. Por lo tanto, el hecho de que un niño reciba los cuidados de un familiar no aporta nada al PIB, pero si es una niñera a sueldo quien le cuida, sí computa. Lo mismo ocurre en el caso de los ancianos a quienes se cuida en casa y no en una residencia, de las verduras cultivadas en el propio huerto y no compradas en ninguna tienda, de las reparaciones que se hace uno mismo en vez de llamar a un técnico, etcétera.

Parece un poco tonto que una sociedad donde los padres trabajan para poder pagar la guardería tenga un PIB más alto que una sociedad donde los padres cuidan ellos mismos de sus hijos.

A simple vista sí, pero ¿por qué tiene importancia? Solo la tiene si cree usted que incluir en el PIB el cuidado de los hijos cambiaría las actitudes sociales o las políticas del gobierno. ¿Se proponen realmente los gobiernos incentivar los cuidados profesionales en detrimento de los de los padres para inflar las estadísticas del PIB? Personalmente lo dudo, pero si usted es de otro parecer no deje de dar las instrucciones pertinentes a los estadísticos de su gobierno.

Lo cierto es que la producción doméstica es desde hace tiempo una de las omisiones más polémicas del PIB. Simon Kuznets, quizá el más influyente de los creadores de la contabilidad moderna del PIB, ardía en deseos de incluir estimaciones de este tipo de producción. Le parecía que de ese modo el PIB mediría mejor el bienestar nacional. Salió perdedor del debate, al menos en lo que se refiere a las estadísticas oficiales, y desde entonces la pregunta ha ido asomando la cabeza a lo largo de los años: ¿el PIB debería intentar medir bien una sola cosa (la producción del mercado) o ser más exhaustivo, con el riesgo consiguiente de medir mal muchas cosas?¹ Yo creo que hay muchos argumentos en apoyo de medir lo que se puede medir bien.

Antes de decidirme tengo que saber qué otras cosas pasamos por alto si no intentamos ser más exhaustivos.

La última gran omisión es el valor de los bienes. Si King Kong derriba el Empire State, y su reconstrucción cuesta dinero, es posible que aumente el PIB. (No necesariamente: si la economía ya funciona a toda su capacidad, las obras no harán más que apartar recursos de otros proyectos sin hacer crecer la producción económica; la problemática vendría a ser la misma que la que hemos analizado en el capítulo sobre los estímulos fiscales.) Ahora bien, si usted tenía un rascacielos emblemático, lo ha perdido y se ha gastado diez mil millones de dólares en rehacerlo, parece un poco raro registrar ese gasto de diez mil millones como «PIB» sin mencionar la pérdida de un edificio que ya valía la misma cantidad.

Donde más flagrante es la cuestión es en los bienes medioambientales. Si Qatar produce más de cien mil millones de metros cúbicos de gas natural y los vende, el PIB registrará lo recaudado por la venta. El hecho de que el subsuelo de Qatar haya perdido más de cien millones de metros cúbicos de gas probablemente no merezca ni una nota al pie, pero no hace falta ser un ecologista militante para darse cuenta de que falta algo en el cálculo.

La omisión parece grave. ¿No podríamos incluir los bienes medioambientales en el PIB?

En principio sí. También podríamos valorar la disminución del ozono, la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera, la calidad del agua, las reservas pesqueras..., La lista es larga, por desgracia. Ha habido algunas tentativas de asignar valor a los «servicios del ecosistema». Una de ellas, publicada en 1997 por un nutrido grupo de investigadores, calculó que el ecosistema aportaba beneficios entre iguales y tres veces mayores que el PIB mundial, que por aquel entonces era de dieciocho billones de dólares.² Es un tipo de estimación que parece un poco tonto: es obvio que si no tuviéramos luz solar, oxígeno ni agua estaríamos todos muertos. Siendo así las cosas, ¿a partir de qué base tiene mucho sentido asignar un valor al ecosistema del mundo y sumarlo a nuestros cálculos del PIB?

En cambio, a una escala más local sí es muy defendible tratar de medir el valor de los servicios del ecosistema que podrían ser potenciados o destruidos por la actividad humana. No cabe duda de que es importante intentar valorar el ecosistema al calcular el nivel adecuado de una tasa sobre el dióxido de carbono, o decidir si se le da permiso a un constructor para secar un humedal y construir encima un aeropuerto. Estos beneficios medioambientales no pueden ser fáciles de valorar, pero hay que intentarlo, a menos que queramos basar las decisiones de este tipo en meros prejuicios ideológicos. En cuanto a incorporarlo al PIB... No es que me oponga especialmente, pero la pregunta clave es si esos esfuerzos estadísticos nos ayudarán a tomar mejores decisiones.

¿O sea, que según usted es imposible mejorar el PIB como herramienta de medición?

No. Con la ayuda de estadísticos de confianza es obvio que podrían hacerse arreglos técnicos, como incluir la depreciación, es decir, calcular el «producto interior neto» en vez del PIB. La depreciación, que es la merma de valor de los bienes con el paso del tiempo, no es fácil de medir, pero ahora que los ordenadores y otros equipos informáticos se quedan obsoletos tan deprisa empieza a ser difícil ignorarla. Otro punto es el valor de los servicios en contraposición al de los bienes manufacturados. Los servicios son difíciles de valorar, sobre todo si intentan ajustarse a la calidad: si el precio de cortarse el pelo o comer en un restaurante de mi barrio se duplica en pocos años, ¿se debe a la inflación o a que se está convirtiendo en una zona pija, y abren establecimientos a la última que ofrecen productos más sofisticados? Es un trabajo arduo el que se les presenta a los estadísticos, pero hoy en día los servicios representan una parte tan grande de la economía que también ellos reclaman una mayor atención estadística.

Otro tema de gran actualidad: valorar los servicios financieros. Andrew Haldane, del Banco de Inglaterra, señala que en Reino Unido los bancos hicieron la mayor aportación de su historia al crecimiento del PIB en el último trimestre de 2008, es decir, el que siguió inmediatamente a la caída de Lehman Brothers y a la implosión del sistema bancario en todo el mundo. Es un reflejo más que obvio de que no acertamos mucho al medir el valor de la banca. Hay razones de sobra para rebuscar en estos rincones oscuros de las estadísticas del PIB.

Me sigue extrañando mucho no poder recurrir a ningún número más útil que el PIB, y más exhaustivo.

¿Cuál, por ejemplo?

Estoy seguro de haber visto mencionar en la prensa índices de felicidad nacional, o algo por el estilo. Quizá pudiera intentar que mi país se situase en lo más alto de ellos.

Es posible que se refiera al Índice del Planeta Feliz, lanzado en 2006 por la New Economics Foundation, que descubrió que Vanuatu, un pequeño archipiélago del Pacífico, era el lugar más feliz del planeta. En la prensa se habló mucho de las preciosas playas de Vanuatu, de su sol, de su cultura polígama y de que no hubiera impuesto sobre la renta. Por desgracia pocos artículos informaron de qué medía realmente el Índice del Planeta Feliz. No era la felicidad.

Pues ¿entonces qué medía?

Pues medía... Bueno, aunque corra el riesgo de sonar antipático, tendría que decir que medía la agenda política de la New Economics Foundation.

El Índice del Planeta Feliz partía de una medición de la felicidad, la multiplicaba por una estimación de la esperanza de vida y después dividía el resultado por una medición de la huella ecológica del país en cuestión. Era más bien un intento de medir la eficiencia medioambiental: si consigues vidas largas y dichosas sin estropear el orden natural de las cosas, tendrás asegurado quedar en lo más alto del Índice del Planeta Feliz. En el caso de Vanuatu el cálculo fue el siguiente: se multiplicó una esperanza de vida de 68,6 años por una satisfacción vital de 7,4 en una escala de 1 a 10, y se dividió el resultado por una huella ecológica de 1,1. (Los detalles exactos de cómo se calculó la huella no importan demasiado. Ya habrá captado usted la idea.)

El resultado fue 461, medido, cabe suponer, en «años dichosos por huella».

La huella ecológica de Estados Unidos era de 9,5. Por lo tanto, para alcanzar los 462 años dichosos por huella y superar a los vanuatuenses, los estadounidenses tendrían que plantarse en 4.389 años dichosos cada uno. Por definición, la satisfacción vital no puede estar por encima de 10. Así pues, para superar a los vanuatuenses en el Índice del Planeta Feliz, en el supuesto de que todos los estadounidenses tuvieran vidas de dicha orgásmica en estado puro desde el nacimiento hasta la muerte, la esperanza de vida en Estados Unidos tendría que aumentar hasta los 439 años. Es mucho pedir.³

La otra manera de que Estados Unidos llegara a la cima del Índice del Planeta Feliz sería, por supuesto, reducir drásticamente su huella ecológica. Todo eso está muy bien, pero quizá habría sido preferible que la New Economics Foundation se limitara a pedirnos que consumiéramos menos recursos materiales. En vez de eso la NEF presentó el Índice del Planeta Feliz como una manera indirecta de que la idea recibiese cobertura en la prensa. Dado que muchos periódicos lo confundieron por desidia con una medición de la felicidad pura y dura, ni siquiera estoy seguro de que la idea funcionara como pretendía funcionar.

Y no hemos llegado a lo peor. La New Economics Foundation ni siquiera preguntó a los vanuatuenses lo felices que eran. No se lo preguntó nadie. Es un sitio demasiado pequeño, con una población que no llega ni a una décima parte de la de Brooklyn. El guarismo de felicidad que se incorporó en 2006 al Índice del Planeta Feliz era una estimación basada en lo felices que eran otros países aparentemente comparables. No puede decirse que sea un episodio muy bonito: se confecciona un ranking para publicitar las prioridades de un determinado think tank, los medios se lo tragan sin leer la letra pequeña (ni la mayoría de la grande, dicho sea de paso) y el país que copa los titulares ni siquiera debería haber sido incluido en el ranking porque los datos pertinentes no existían.

Vale, pues quizá sea preferible no encauzar mi política hacia la conquista del Índice del Planeta Feliz.

En honor a la verdad, la New Economics Foundation no es un caso único. Muchas otras organizaciones de variado pelaje han descubierto que si publicas algún tipo de ranking consigues atención mediática barata. El Heritage Institute, que es pro mercado, publica el Índice de Libertad Económica, encabezado por Hong Kong. El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) publica el Índice de Desarrollo Humano, que ensalza a Noruega, y Transparency Internacional publica el Índice de Percepciones de la Corrupción, con Dinamarca en el primer puesto y Somalia y Afganistán a la cola.

Resulta que la New Economics Foundation quiere promover un planeta feliz, que el Heritage Institute está a favor de la libertad económica, que el PNUD aspira al desarrollo humano y que Transparency Internacional lucha contra la corrupción. Ahora bien, que los departamentos de estadística de los gobiernos recopilen datos sobre el crecimiento del PIB no significa que a los gobiernos solo les importe el crecimiento del PIB.

Ya ha hecho usted su crítica del Índice del Planeta Feliz, pero no la del uso de rankings basados en el PIB.

Ni la he hecho ni querría hacerla. Si los gobiernos publicasen un ranking del PIB per cápita, como hacen estos think tanks para salir en las noticias, el país que encabezase la lista probablemente sería Qatar, Luxemburgo, Liechtenstein, Mónaco o las Bermudas, ninguno de los cuales tiene nada importante que enseñarnos sobre cómo gestionar la economía de un país. El Heritage Institute sostiene que Hong Kong es un modelo, y lo mismo dice el PNUD sobre Noruega, pero la verdad es que no veo qué enseñanza podríamos sacar de Qatar o las Bermudas. Es evidente que un ranking basado en el INB o el PIB per cápita lo puede hacer cualquier —en la Wikipedia hay varios—, pero dudo que tengan mucha influencia en las políticas públicas. Cosa que nos devuelve al meollo del problema de los ataques al PIB como el de Robert Kennedy: se basan en la idea, falsa pero muy extendida, de que el PIB es una especie de fetiche, de que gran parte de lo que tiene de malo la manera existente de organizar la economía es ineficaz porque recogemos estadísticas del PIB, y de que la solución de nuestros problemas económicos pasa por medir otra cosa. Yo creo que es un simple error. El discurso de Robert Kennedy es hermoso y contundente, pero también contiene un falso reclamo retórico. Kennedy empieza diciendo: «Parece que hemos renunciado demasiado, y durante demasiado tiempo, a la excelencia personal y los valores comunitarios en aras de la mera acumulación de cosas materiales», y quizá sea cierto. Poco después señala que el PIB no mide la alegría de los juegos infantiles, el valor de un matrimonio sólido ni la belleza de la poesía. No, claro.

Pero si reformulamos la retórica como argumento lógico empieza a parecer un poco sospechoso: «Hemos renunciado a la excelencia personal y a los valores comunitarios. Ya no leemos buena poesía, ni dejamos que jueguen nuestros hijos tanto como jugábamos nosotros, y está aumentando el índice de divorcios. ¿Por qué? Pues porque desde principios de los años treinta han proliferado como caídos del cielo los departamentos de estadística del gobierno que elaboran estimaciones del potencial productivo de la economía. Está claro que al elaborar y publicar sus estadísticas han socavado nuestra valoración del arte, nuestro compromiso con las ideas tradicionales del matrimonio y nuestras virtudes como padres». ¿Cómo dice? ¿Es eso realmente lo que ha pasado?

¡Pero si nos pasamos el día hablando del PIB! ¿Cómo puede insinuar que no es el objetivo de la política gubernamental?

Yo no estoy diciendo que carezca de importancia para la política gubernamental, claro que no; lo que ocurre es que no pienso que sea ni mucho menos el coco que parecen ver algunos de sus críticos.

Para empezar, no olvide que el crecimiento económico se produce tanto si intentamos medirlo como si no. A finales del siglo XIX Europa y Estados Unidos experimentaron una transformación económica sin precedentes en la historia de la humanidad. Esta alucinante explosión de crecimiento se basaba en muchas de las cosas que incomodan a los críticos del PIB: la industrialización de los cultivos, la explotación del más rico en carbono de todos los combustibles fósiles, el carbón, y un desplazamiento masivo de trabajadores desde el campo hasta las ciudades, y a sus peligrosas fábricas llenas de humo. Todo ello, sin embargo, ocurrió antes de que el PIB encandilara a los estadísticos. Los economistas de la época lo vieron —como todo el mundo—, pero no podían medirlo. El crecimiento económico no se produjo de repente el día en que los estadísticos del gobierno empezaron a medir el PIB.

Bueno, pero los políticos actuales saben que los índices de crecimiento del PIB influyen en su popularidad.

Como muchas otras cosas. ¿Cree usted sinceramente que los ministros del gobierno, al despertarse, piensan: «¿Qué puedo hacer para aumentar el PIB?»? Durante el mismo mes en el que escribo este párrafo se han debatido entre ministros o altos funcionarios del gobierno británico las siguientes medidas económicas: el posible abandono de la Unión Europea (decisión que no tenía nada que ver con el PIB), la puesta en marcha de un sistema revisado de pensiones (ideado para simplificar el sistema y establecer cierta redistribución; nada que ver tampoco con el PIB), la decisión de no arreglar un fallo en la manera de calcular la inflación (decisión con consecuencias redistributivas, pero irrelevante para el PIB) y varias reformas educativas (ideadas para mejorar los resultados educativos, sin referencia tampoco en este caso al PIB).

Los políticos se dan cuenta de que incluso en el estrecho ámbito de lo económico la gente tiene otras prioridades —la equidad, la preocupación por el aumento de los precios, la calidad de los servicios públicos, la libertad, el miedo al paro— que a lo sumo solo están correlacionadas con el PIB, y en muchos casos no tienen nada que ver con él. Son esos los problemas en los que se centran los buenos ministros, no en crear estadísticas artificiosas.

Pues ¿entonces de qué sirve recopilar estadísticas?

Las estadísticas son útiles cuando ayudan a tomar mejores decisiones políticas, cosa que por lo general no es aplicable al tipo de rankings que sacan los think tanks como churros para fomentar una idea concreta de cómo vivir bien. Estos ejercicios de relaciones públicas exponen muy pocas cosas que puedan convertirse en actos.

No olvide, además, que muchos de los datos más útiles que pueden recoger los estadísticos de su gobierno no están relacionados con la economía en su conjunto. Tal vez le preocupe la violencia doméstica, o la extinción de determinadas especies, o la alfabetización de la infancia. En tal caso, mida el problema lo mejor que pueda y encargue investigaciones de calidad, como pruebas aleatorias de políticas, para que le ayuden a elaborar la solución. Desde un punto de vista conceptual podría intentar asignar un valor monetario al «coste psíquico» de la violencia doméstica, claro, y restarlo del PIB, pero probablemente no sea la mejor manera de abordar el problema. Ah, y que no tenga en cuenta la violencia doméstica en las cifras del PIB no significa que no le quite el sueño.

De todos modos, ¿por qué hay que sentirse obligado a obtener un solo número que lo resuma todo? Los totales son siempre compromisos estadísticos: las estadísticas de la inflación miden el precio de una cesta «media» de productos, que no reflejará los hábitos de compra individuales ni de usted ni míos. Al hacer acopio de cifras sobre el empleo tendrá que encontrar alguna manera de no dejar fuera el trabajo a tiempo parcial. La suma es hasta cierto punto inevitable, pero no olvide que puede usted medir la inflación, la desigualdad, el paro y el PIB sin tener que presentar nada amorfo que resuma las cuatro cosas. Todas estas medidas, y otras, son útiles para dar forma a sus prioridades políticas, pero ninguna de ellas debería monopolizar su atención.

Ya, pero si me preocupa que la gente sea feliz, ¿no podría medir directamente su felicidad y tenerlo en cuenta al diseñar mi política?

Si quiere sí. Para verlo, cambiemos de capítulo.