7
Un matemático, un estadístico y un economista se presentan al mismo puesto de trabajo. El entrevistador pregunta al matemático: «¿Cuánto son dos más dos?». Y el matemático contesta: «Cuatro».
Después el entrevistador hace pasar al estadístico y le hace la misma pregunta. «Cuatro, de media —dice el estadístico—, con un diez por ciento de variación».
Luego el entrevistador hace pasar al economista y le pregunta: «¿Cuánto dan dos más dos?». El economista cierra la puerta con llave, se acerca al entrevistador y le susurra: «¿Usted cuánto quiere que den?».
TRADICIONAL
Me iba a explicar cómo se diferencia entre una recesión de campo de prisioneros y una de cooperativa de canguros.
Sí. Los economistas hablan de la «brecha de producción», lo que media entre la producción económica real y la potencial. La idea básica es que si estuviéramos en una recesión keynesiana, como la de la cooperativa de canguros, habría una capacidad sobrante a la que podríamos recurrir con los estímulos adecuados. Existiría una brecha de producción, un espacio de separación entre la producción real y lo que se podría producir potencialmente.
«Lo que se podría producir potencialmente» suena a otro concepto impreciso.
Siento decirle que lo es. ¿«Potencialmente» en qué circunstancias? ¿Si el banco central imprimiese más dinero? ¿Si las empresas tuvieran más confianza? ¿Si los trabajadores pudieran identificar las vacantes por telepatía y teletransportarse a ellas? ¿Si se ataran los perros con longanizas?
La incómoda verdad es que la «producción potencial» es un número teórico. Siempre nos moveremos entre suposiciones, y es inevitable que en muchos casos las ideas preconcebidas de la gente pesen mucho en ellas. Los economistas que encuentran convincentes los modelos keynesianos y esperan encontrarse con recesiones keynesianas tenderán a creer que ven laxa la economía. Los economistas de planteamientos más clásicos parten de que por definición la producción real es la misma que la potencial: las economías no fallan, así que, por definición, si van más lentas tiene que ser porque disminuye su potencial.
La cuestión, sin embargo, no se reduce a una suma de suposiciones e ideologías. Hay cuatro indicadores principales a los que podemos acudir para formarnos una idea de si la brecha de producción es pequeña, lo cual parecería indicar una recesión debida a la oferta, o bien es grande, señal de que el problema es una demanda deficiente y de que hay que aplicar algún tipo de estímulo.
Primer indicador: la tendencia. Las economías modernas suelen presentar índices de crecimiento típicos, que son producto de la demografía (los niños crecen y empiezan a encontrar trabajo) y de la aparición y adopción paulatina de nuevas tecnologías y prácticas de trabajo mejoradas. Si de repente el crecimiento cae por debajo de esa tendencia, lo más probable es que se esté abriendo una brecha de producción, brecha que no se cerrará hasta que un brote de crecimiento compense el tiempo perdido.
Pongamos, por ejemplo, que su economía acostumbre crecer un 3 por ciento anual. Una breve recesión contrae la economía durante unos meses, con el resultado de que el crecimiento anual es cero. A finales de año la primera evaluación de la brecha sería del 3 por ciento, que representa el crecimiento que debería haberse producido pero no lo ha hecho. Pongamos que el año siguiente la economía sigue estando un poco débil y crece un 2 por ciento, un punto porcentual por debajo de la tendencia. Ahora la brecha de producción es del 4 por ciento, reflejo de la incapacidad continuada de la producción real para seguir el ritmo del crecimiento de la población y de lo que sería razonable esperar de la evolución de las nuevas tecnologías. Pero no tema, que durante los siguientes dos años el crecimiento es del 5 por ciento anual. Se cierra la brecha de producción. La economía ha compensado el tiempo perdido, y ya está todo resuelto. Hay que poner freno a cualquier tipo de estímulo económico —bajadas de impuestos, estrategias para gastar, tipos de interés bajos—, porque de ahora en adelante, lejos de contribuir de modo sostenible a una recuperación, lo único que hará será provocar inflación.
Un momento. Si parte usted de que la producción sigue una tendencia homogénea, básicamente presupone que todas las recesiones son keynesianas, ¿no?
Muy perspicaz. El planteamiento de tendencias homogéneas adopta el supuesto de que el potencial de una economía sigue ese rumbo sereno e imperturbable, y de que cualquier divergencia respecto a él requiere un estímulo que vuelva a encarrilar las cosas. El meollo de la visión clásica de las recesiones es que la producción potencial es tan irregular como la producción real. Desde esta perspectiva, la tendencia no resulta muy práctica para orientarse.
La última crisis, sin embargo, ha dejado claro que la utilidad de esta visión clásica tiene sus límites. Las caídas respecto a la tendencia han sido espectaculares. En Reino Unido, por ejemplo, la tendencia de crecimiento estaba un poco por encima del 2,5 por ciento anual, pero a finales de 2008 la economía se contrajo bruscamente. A finales de 2012 estaba casi el 15 por ciento por debajo de la tendencia, y el hecho de que el crecimiento sea muy inferior al 2,5 por ciento anual parece indicar que la brecha de producción se seguirá ensanchando.
Un economista clásico de línea dura se limitaría a decir lo siguiente: mal asunto. Si la producción cayó hasta situarse casi un 15 por ciento por debajo de la tendencia es que la producción potencial se redujo en la misma proporción. La mayoría de la gente, sin embargo, concluiría al ver las cifras que no es verosímil que la producción potencial baje tanto en tan poco tiempo, es decir, que de un momento a otro haya tantas fábricas y oficinas que queden no solo desaprovechadas, sino inservibles. Una caída más moderada, concretamente un descenso más gradual respecto a la anterior tendencia, podría indicar un cambio en la tendencia misma, pero un 15 por ciento en pocos años se antoja una enormidad. Si la recesión es realmente grave, seguro que algo tendrá que ver con un problema de demanda, y algún tipo de estímulo podría contribuir a que se recuperase con rapidez la producción, al menos de manera parcial.
El siguiente aspecto en el que podríamos fijarnos para tratar de averiguar si existe una brecha real de producción es el desempleo. Si de repente hay muchos parados tiene que ser un buen indicador de la atonía del sistema económico, clara señal de que hacen falta estímulos.
¿Qué diría en este caso una visión resueltamente clásica del mundo? Que no nos precipitemos. Hay trabajadores sin empleo, sí, pero es que no se pueden emplear, al menos de momento. La economía ha sufrido un shock y ya no se valoran las mismas capacitaciones que antes. Los trabajadores necesitarán tiempo y tal vez ayuda para reciclarse, cambiar de actividad y afianzarse en un sector completamente nuevo. En el fondo no serviría de nada bajar los tipos de interés ni los impuestos. Es cuestión de paciencia, no de estímulos. Los trabajadores no pueden recolocarse de la noche a la mañana. Emplearlos directamente para enterrar y desenterrar monedas de chocolate sería insostenible: los apartaría por un tiempo de las estadísticas del paro, pero solo serviría para postergar ajustes dolorosos. Tarde o temprano se descubriría el error de todas estas tentativas de estímulo, que lo único que crearían sería inflación, como vimos en la década de los setenta, cuando coexistieron altas tasas de inflación con un crecimiento lento y muchísimas personas en busca de empleo.
De alguna manera se tiene que poder saber si es realmente imposible dar empleo a los desempleados.
La verdad es que se puede. Una señal reveladora de este desajuste estructural clásico sería el auge de algunos sectores, con ocupación total y el crecimiento salarial resultante de buscar a toda costa a trabajadores cualificados, y el estancamiento simultáneo de otros. En Estados Unidos, sin embargo, a partir del estallido de la crisis en 2007 la tasa de paro se disparó en la mayoría de los sectores económicos, y afectó a casi todas las clases de trabajadores. Paul Krugman, abanderado de los planteamientos keynesianos, alega que es una buena señal de que existe un problema general de demanda, no de que la economía haya sufrido el embate de un shock estructural.¹
En Reino Unido el panorama es más desconcertante. Por supuesto que ha crecido el paro, pero mucho menos de lo que hacía prever la gravedad de la recesión. Se deduce por lógica que ha descendido la productividad por trabajador. Los efectos han sido notables: si le dibujase un gráfico de la relación entre la producción económica y el crecimiento del empleo en los últimos cuarenta años quedaría usted sorprendido de lo pegadas que ambas líneas acostumbran estar, y de lo mucho que se han separado durante la recesión. Una de las explicaciones es que se ha extendido el trabajo a tiempo parcial. Otra es el «mantenimiento preventivo de personal»: las empresas tienen menos clientes, pero también buenos trabajadores que quieren conservar, para no tener que indemnizarlos e incurrir después en el gasto de contratar a otros trabajadores menos cualificados. Pero tiene que haber alguna otra explicación, porque las empresas se han puesto a contratar rápidamente en cuanto ha repuntado un poco el crecimiento. Si la respuesta fuera el mantenimiento preventivo, lo esperable sería que se estancase la contratación durante un tiempo, porque las empresas ya tendrían a muchos trabajadores infrautilizados.
Todo parece indicar que en Reino Unido los trabajadores producen menos que antes, lo cual revela problemas estructurales; es decir, que a diferencia de Estados Unidos la recesión presenta un componente muy clásico. Parece que lo que experimenta Reino Unido es el paso de unos sectores de alta productividad, que se están viendo obligados a encogerse, a otros de baja productividad, que están creciendo. Se trata de un cambio estructural en toda regla: metafóricamente hablando, llegan menos paquetes de comida. En realidad quizá no haya que sorprenderse tanto de que Reino Unido haya sufrido daños estructurales, ya que el país dependía mucho de los servicios financieros y desde la crisis bancaria estos últimos no han vuelto a ser los mismos.
Me ha prometido cuatro maneras de intentar averiguar si hay una brecha de producción. ¿Cuáles son las otras dos?
Podría usted mandar un cuestionario a las empresas, preguntándoles si tienen capacidad sobrante. En Reino Unido la respuesta era clara: pese a la gran brecha entre la producción real y la tendencia productiva, las empresas negaban estar sobradas de capacidad, lo cual parece indicativo de la existencia de problemas estructurales y de una recesión clásica, de campo de prisioneros. Hace pensar que no servirían de mucho los estímulos monetarios y fiscales, aunque nunca se sabe; quizá las empresas estén «a pleno rendimiento» en el sentido de que todos sus empleados trabajen a tope, pero si tuvieran más clientes, o acceso a préstamos bancarios con intereses razonables, pudieran contratar sin problemas a más personas y crecer bastante deprisa.
Un último indicio de si la recesión es keynesiana o clásica es la inflación: si se desploma durante mucho tiempo hay que pensar que la demanda es débil. Si a pesar de la lentitud del crecimiento la inflación se mantiene boyante, hay que suponer que la causa se encuentra del lado de la oferta. Ahora bien, tampoco en este caso existe ninguna garantía, ya que a la inflación también la afectan otros factores como el precio del petróleo.
Ninguno de los cuatro indicios parece muy concluyente.
¿Acaso esperaba usted que fuera fácil? Si la política económica fuera algo que entendiésemos tan bien como la construcción de un puente, por ejemplo, no generaría tantos debates.
La cuestión es que cuando intentamos saber si una recesión está provocada por la falta de demanda —recesión de cooperativa de canguros— o por la de oferta —como la del campo de prisioneros—, hay un problema básico que incordia: que en el fondo no se puede observar una de las de demanda o de las de oferta sin la otra. Uno de los grandes economistas clásicos, Alfred Marshall, dijo que intentar averiguar si lo determinante es la oferta o la demanda es como intentar averiguar cuál de las dos hojas de una tijera corta el papel.
En realidad es aún más complicado, porque las tijeras son tangibles pero los propios límites entre la oferta y la demanda son difusos. Si una economía se contrae a causa de un problema de demanda puede ser que los perjuicios acaben extendiéndose a la oferta. En el caso de la cooperativa de canguros, por ejemplo, es concebible que a algunas parejas les fastidiase tanto la dificultad de conseguir cuidados a domicilio que abandonasen la cooperativa y se instalasen un home cinema. A partir de ese momento ya no estarían disponibles para hacer de canguros: una recesión que al principio no tenía nada que ver con el potencial de oferta de la economía acabó por perjudicarlo.
En una economía más compleja puede haber mano de obra cualificada que emigra, cierres de empresas que provocan la pérdida de conocimientos institucionales difíciles de sustituir por nuevas compañías, maquinaria que queda obsoleta, fábricas y bloques de oficinas que se deterioran, trabajadores que cobran el paro durante tanto tiempo que pierden su ética laboral, o sus aptitudes, o simplemente la confianza de las empresas que deberían estar dispuestas a darles una oportunidad pero no lo están... Todas esas razones hacen que una recesión a corto plazo provocada por la demanda pueda convertirse en daños a largo plazo para la oferta.
La quiebra de un negocio, por ejemplo, siempre es un desbarajuste. Hay personas que se quedan sin trabajo, tiendas, fábricas o despachos que se vacían, capacidad ociosa en los proveedores de la empresa en quiebra, que se ven obligados a buscar nuevos clientes para no perder pedidos... En principio los trabajadores, los locales vacíos y la capacidad ociosa son potencial de oferta que puede ser reubicado de inmediato para nuevos fines, si bien en realidad tarda su tiempo, y es posible que también requiera una gran inversión de recursos: puede ser necesario que los trabajadores vuelvan a la universidad, derruir los locales y levantar otros... La falta de demanda a corto plazo ha provocado una escasez de oferta a medio y largo plazo.
Un momento. ¿De verdad que hay un dilema si la demanda contagia a la oferta? ¿Por qué a todas las recesiones no se les aplica una cura keynesiana a corto plazo pero sin dejar de tener en cuenta los problemas clásicos de oferta a largo plazo?
Existen muchos argumentos a favor de esa idea. A los expertos en economía les gusta resaltar sus desavenencias, pero en muchos casos no hay contradicción entre aplicar estímulos keynesianos —sean fiscales o monetarios— y plantearse una reforma estructural.
Si quiere conocer una versión muy polémica de este falso dilema le remito al columnista de New York Times David Brooks, que en mayo de 2012 escribió un artículo de opinión titulado «The Structural Revolution». Brooks dividía el mundo en «cíclicos» y «estructuralistas». Para él, los cíclicos son los keynesianos y los estructuralistas son los clásicos. Más o menos. Con la salvedad de que a continuación Brooks expresa su temor a que los cíclicos pasen por alto «los temas centrales», que «crean que el nivel de gasto público es el principal factor que determina la velocidad a la que crece una economía» y «empapelen» los problemas estructurales con más deuda.
Suena bastante parecido a lo que dice usted.
El artículo de Brooks es fascinante porque casi acierta, pero se equivoca. En toda recesión hay un interrogante sobre si es un problema de demanda agregada (sensible, por lo tanto, a los estímulos) o de oferta (imposible, pues, de resolver mediante estímulos), pero en la mayoría de los casos no se puede reducir a esta dicotomía, sino que es una cuestión de corto y largo plazo. A corto plazo la mayoría de las recesiones poseen un elemento keynesiano y debe responderse a ellas con estímulos. Estos, dicho sea de paso, acostumbran correr a cargo del banco central, y no comportan ningún aumento del gasto público. A largo plazo siempre vale la pena pensar en cuestiones estructurales para aumentar la capacidad de producción de la economía.
De hecho se podrían hacer ambas cosas con la misma política antirrecesión, invirtiendo en proyectos de obras públicas bien elegidos, como vías férreas, reparaciones de carreteras o banda ancha de mayor velocidad, por ejemplo. Así se da trabajo a personas que de lo contrario estarían en paro a corto plazo, y a largo plazo se mejora la capacidad estructural de la economía.
Reconozcamos que este doble objetivo comporta ciertos riesgos. Si lo que hace usted es pagar a la gente por enterrar y desenterrar monedas de chocolate no habrá aumentado la capacidad de producción de la economía. Por otra parte, ya hemos visto que en época de vacas gordas puede ser difícil reducir los estímulos fiscales, con el resultado de que poco a poco se acumula la deuda hasta alcanzar niveles desaconsejables. Muchos países, entre ellos Estados Unidos y Reino Unido, entraron bastante endeudados en la gran recesión, y con la inveterada costumbre de pedir créditos con el único fin de mantener el gobierno en rodaje durante las buenas épocas. No es la mejor situación imaginable, ni en honor a la justicia es lo que requiere el planteamiento keynesiano.
En cuanto a las reformas estructurales, podría parecer que nunca es mal momento para aumentar la capacidad subyacente de la economía, y tal vez sea cierto si a lo que nos referimos es a un proyecto de obras públicas bien elegido, pero pensemos en otra reforma estructural que se propone a menudo: cambiar la legislación para que a las empresas les resulte más fácil despedir a sus trabajadores. Hay motivos de peso para creer que así la economía también funcionaría mejor a largo plazo: a los empresarios no les amedrentaría tanto contratar, y la mano de obra joven y sin experiencia podría tener una oportunidad sin demasiados riesgos. Pero ¿qué pasa a corto plazo si se implanta esta medida en plena recesión? Que se les permite a las empresas despedir a un mayor número de empleados, provocando el efecto inmediato de que la demanda se deprima aún más y la recesión se prolongue. El lado positivo de la reforma (la creación más rápida de puestos de trabajo) no se notará hasta después de la recesión.
Tengo la sensación de que me está aconsejando gestionar mi economía como un cabronazo de derechas en tiempos de prosperidad y como un izquierdista blanducho cuando haya crisis.
No es tan mala idea. La prosperidad es un momento inmejorable para recortar el gasto público, pagar las deudas e intentar que funcionen mejor los mercados derogando leyes innecesarias. Todo eso es caballo de batalla de la derecha. En cambio las recesiones son momentos pésimos para esas cosas. Vale más seguir gastando, endeudándose y poniendo en marcha grandes obras públicas.
Por desgracia parece que suceda casi siempre lo contrario: en tiempos de pujanza nos da la sensación de que podemos permitirnos elegir a gobiernos de izquierdas para que mejoren la protección laboral y emprendan grandes proyectos en el sector público, lo cual implica con frecuencia un mayor endeudamiento; luego, cuando llegan los problemas, elegimos a un gobierno de derechas para que se cargue el déficit, deseche los proyectos de inversión y eche a la hoguera las regulaciones proteccionistas del empleo, todo lo cual no hace más que empeorar la recesión.
Como hemos visto en el primer capítulo, en última instancia la razón de que debamos preocuparnos por las recesiones es su coste humano. Creo que ha llegado la hora de centrarnos en comprender el desempleo, tema que es todo un enigma.