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La microeconomía trata de cosas en las que se equivocan de forma concreta los economistas, mientras que la macroeconomía trata de cosas en las que se equivocan los economistas de forma general.
P. J. O’ROURKE, Eat the Rich
¿Cómo? ¿Que ahora soy yo el que está a cargo de la economía?
Tranquilo. Ya sé que es una responsabilidad muy grande, un compromiso de por vida, no solo para contadas ocasiones, pero es usted una persona diligente y con ganas de aprender.
¿Ah, sí?
Seguro que sí. De lo contrario no habría comprado este libro. Lo hará muy bien.
Pero ¡si yo nunca he estudiado economía!
Bueno, no es el único. Entre los que mueven los hilos de la economía mundial no hay muchos que la hayan estudiado. Hay excepciones, como David Cameron, el primer ministro británico, o Ben Bernanke, el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, que no solo es economista sino que ha sido profesor de la materia en Princeton, pero la mayoría de los peces gordos del ámbito económico no parecen preocupados por su falta de titulación. El ministro británico de Economía, George Osborne, es licenciado en historia, como lo era el presidente George W. Bush. Los presidentes Obama, Hollande y Rajoy tienen todos estudios de derecho, y Angela Merkel, la canciller alemana, fue química.
No me extraña que la economía mundial esté patas arriba. Yo nunca le pediría a un economista que desarrollase un nuevo producto químico industrial, ni que me defendiera en un juicio. ¿Por qué va a estar la economía en manos de abogados o de químicos?
Es usted muy benévolo con los economistas. Pretendo convencerle, entre otras muchas cosas, de que las ciencias económicas pueden ser útiles, pero no bastan ni mucho menos para llevar las riendas de una economía. John Maynard Keynes dijo que «en economía, el maestro debe poseer una rara combinación de dotes [...] Debe ser, de algún modo, matemático, historiador, estadista, filósofo; manejar símbolos y expresarse con palabras; contemplar lo particular bajo el prisma de lo general, abordar lo abstracto y lo concreto desde el mismo punto de partida. Debe estudiar el presente a la luz del pasado y con la vista puesta en el futuro. Su mirada ha de abarcar todas las partes de la naturaleza y de las instituciones humanas».
No es tarea fácil, pero reconozca que no suena aburrida.
Ya. Bueno, ¿por dónde empiezo?
Acabo de sentarle al volante, así que empecemos por un vistazo al cuadro de instrumentos. ¿Cómo va de deprisa, o de despacio, su economía? ¿Acelera o frena?
Por suerte en su gobierno dispondrá de una cohorte de estadísticos que le facilitarán este tipo de datos. No siempre ha sido así. Si me permite una pincelada de contexto histórico, le diré que los gobiernos intentan recoger datos económicos desde hace muchos siglos, pero que hasta hace poco tiempo lo que los impulsaba era la codicia: querían saber lo rica que era la gente para calcular cuántos impuestos le harían pagar. De ahí surgieron ejercicios históricos de acopio de datos como el famoso censo de César Augusto (el «censo de Quirino»), que parece que fue el que hizo ir a Belén a María y José por motivos fiscales. Con el Domesday Book de 1086, Guillermo el Conquistador tuvo un catálogo de sus nuevos súbditos, junto con sus posesiones y valor impositivo. En la década de 1660 William Petty fue el primero en calcular la renta nacional de un país (en su caso Reino Unido) diferenciándola de su riqueza o sus reservas de oro y plata. Por lo general se considera que la cifra de Petty, cuarenta millones de libras anuales, surgió de la primera «contabilidad de los ingresos nacionales» propiamente dicha. Intelectualmente fue admirable; lo que ya no lo es tanto es que Petty aprendiera su oficio inspeccionando Irlanda para que Oliver Cromwell pudiera confiscar tierras del país y asignárselas a sus soldados.
Solo en los años treinta, con la Gran Depresión (y el riesgo bélico en el horizonte), los gobiernos se tomaron en serio medir la economía no con vistas a quedarse un trozo del pastel sino a solucionar los problemas de la maquinaria económica. (No insinúo que los políticos ya no quieran un trozo del pastel; lo único que digo es que la transparencia y la democracia han puesto coto a esos deseos tan poco loables.) La Depresión planteó nuevos problemas a los gobiernos, en parte por su gravedad y en parte porque los propios gobiernos tenían que rendir más cuentas democráticas que en el pasado. El presidente Franklin D. Roosevelt, por ejemplo, fue elegido con la expectativa de que hiciera algo para acabar con la crisis, pero ¿qué? No estaban claros los motivos de su gravedad, ni era fácil averiguar en detalle el funcionamiento de la economía. El gobierno, por ejemplo, podía tratar de aliviar el sufrimiento provocado por el desempleo mediante la implementación de prestaciones sociales, o atacar el problema de manera directa con grandes proyectos de obras públicas ideados para crear muchos puestos de trabajo, pero ¿qué dimensiones tenía el problema del paro? ¿Cuál era el número real de parados? Sencillamente, no se disponía de buenas estadísticas, así que la administración de Roosevelt empezó a recoger datos.
Entre los economistas que inauguraron la época moderna de la compilación de datos económicos destaca Simon Kuznets, futuro premio Nobel de Economía. Kuznets creó un sistema de «contabilidad de los ingresos nacionales», un marco dotado de coherencia racional en el que sumar todos los ingresos de la economía (o toda la producción, que de hecho arroja el mismo resultado). La contabilidad de los ingresos nacionales gira en torno a un número llamado Producto Interior Bruto, o PIB. Esta cantidad mide el valor total de todo lo que se produce dentro de una economía. El PIB del mundo, por ejemplo, ronda actualmente los setenta billones de dólares. Todos los smartphones, tablets, barriles de petróleo, kilovatios-hora de energía eólica, cortes de pelo, depilaciones brasileñas, sacos de arroz, raciones de alas de pollo frito y demás frutos de la producción mundial poseen un valor colectivo de unos setenta billones de dólares al año. Son aproximadamente diez millones de dólares por persona, aunque su distribución es muy irregular.
Un momento. Eso solo es dinero. Una depilación brasileña puede tener el mismo valor monetario que lo que le cuesta comer durante una semana a una familia pobre.
Tiene toda la razón. De hecho, si la depilación brasileña llega a ciertos niveles de lujo, y la familia a ciertos niveles de pobreza, podríamos estar hablando de comida para todo un mes. Con «valor» y «costar» no me refiero al valor estético o práctico, ni a la satisfacción que puedan reportar esos productos y servicios. El Producto Interior Bruto no pretende incorporar estos conceptos tan imprecisos, ya que la gente sensata puede enfocarlos subjetivamente de maneras distintas. Lo que sí podemos medir objetivamente es cuánto dinero se ha mostrado dispuesto a pagar alguien a cambio de algo. Si un ejemplar de la Biblia se vende al mismo precio que Cincuenta sombras de Grey, o que el libro que tiene usted en sus manos, los tres serán iguales por lo que respecta al PIB.
¿Y no es un hándicap, en cierto modo? Ya que va a ponerme al frente de la economía, le advierto que me interesa más lo que comen los pobres que las depilaciones brasileñas, oiga.
Lo cual le honra. En cuanto a si es un hándicap... Puede serlo, en efecto, aunque por otro lado también es una ventaja. Si lo que busca, como Simon Kuznets, es una sola cantidad para medir el tamaño de la economía, resulta práctico poder medirlo todo con la misma escala. Mirémoslo de esta manera: se parece un poco a la masa. Probablemente su cerebro pese menos de mil quinientos gramos, frente a los quinientos que acostumbra pesar un paquete de azúcar. El hecho de que usted dé más valor a su cerebro que a tres paquetes de azúcar no nos indica que la masa sea un concepto inútil.
Pero me dice que si mi mayor preocupación es el bienestar de los míos, debería interesarme por algo más que por el simple crecimiento del PIB.
Exacto. Hay una cita que me encanta por su concisión: «Es muy difícil deducir el bienestar de una nación de una medición de los ingresos nacionales tal como los define el PIB [...] el objetivo de un “mayor” crecimiento debería especificar de qué y para qué». El autor de tan lúcida aseveración no es otro que el mismísimo Simon Kuznets. Si ni el propio inventor del PIB pensó que midiese el bienestar, no debería pensarlo nadie.
Claro que puede usted querer medir de modo más directo el bienestar de su sociedad, lo cual es viable... pero no fácil. Existen muchas formas contrapuestas de hacerlo. Puede usted medir el «desarrollo humano», como el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo: una media ponderada de la renta per cápita, los años de educación y la esperanza de vida. También puede medir los índices de pobreza o desigualdad, o intentar medir el «bienestar subjetivo» de los habitantes de su país, es decir, su felicidad. Todas esas cuestiones las veremos con mayor detalle en los últimos capítulos del libro.
De momento mi argumento es más sencillo. ¿Le preocupa a usted el deterioro del medio ambiente? Estupendo. ¿Se ha fijado alguna vez en que los países ricos suelen —no siempre, pero sí en general— superar en calidad medioambiental a los de ingresos medios? Quiere que sus compatriotas reciban una educación de calidad. Enhorabuena. ¿Qué países están mejor situados para permitirse un buen sistema educativo, los ricos o los pobres? Aborrece usted que se pase hambre a causa de la pobreza. ¿Tendemos a verla más o menos en los países ricos que en los pobres? Podría continuar, pero ya me ha entendido. A usted le importan otras cosas aparte del crecimiento económico, pero a menos que sea un revolucionario contumaz probablemente concluya que un crecimiento económico fuerte le brindará el respiro necesario para pensar en esas otras cosas.
Ya que hemos entrado en el tema de los países ricos y los pobres, estableceremos una importante distinción entre el PIB y el PIB per cápita. Si solo nos fijamos en el PIB —es decir, en las dimensiones totales de una economía—, observaremos que el mayor del mundo es con diferencia el de Estados Unidos: su PIB aproximado de quince billones de dólares supera la suma de los de sus dos principales rivales, China (más de siete billones) y Japón (unos seis billones). Todas las economías de la Unión Europea, con Alemania a la cabeza, suman otros diecisiete o dieciocho billones de dólares. Si a ello le añadimos las demás economías que llegan al billón de dólares —Brasil, Rusia, Canadá, India, Australia, México y Corea del Sur— habremos abarcado casi toda la producción económica del mundo. Fijémonos, no obstante, en países como Qatar o Suiza. No destacan por su PIB, pero su PIB per cápita es enorme, considerablemente superior a los de Estados Unidos, Japón y Alemania, así como múltiplo de los de Brasil, India y China.
A propósito, «per cápita» quiere decir sencillamente «por persona».
¿Por qué no dicen los economistas «por persona»?
Yo creo que por temor. De todos modos, si quiere usted más pruebas de que cualquier persona que se preocupe por el prójimo también debería preocuparse por el PIB, fíjese en lo que le pasa a la gente durante una recesión. (Por cierto, entendemos por recesión lo que ocurre cuando el PIB se reduce durante unos cuantos meses; la depresión se da cuando después de esa caída el PIB sigue bajando o se estanca durante años.) Millones de personas pierden su empleo o siguen trabajando en algo que odian porque no se atreven a dejarlo. El desempleo perjudica mucho más a la gente de lo que cabría suponer por el mero descenso de los ingresos. La «economía de la felicidad», un nuevo campo de estudios en pleno desarrollo, demuestra que estar en el paro es una de las situaciones más deprimentes que se pueden vivir.
Dudo que me haga falta saber que existe la «economía de la felicidad» para afirmar que el paro es un asco.
De acuerdo, pero no deja de ser importante ser consciente de su gravedad, y entender que no es una mera cuestión de ingresos; como también es importante conocer lo grave que es el desempleo frente a otros males económicos como la inflación. Lo es, y mucho. El economista Arthur Okun obtuvo un «índice de miseria» sumando la tasa de desempleo a la de inflación; si ambas eran del 5 por ciento, por decir algo, el índice de miseria era de 10. Fue, con todo, un simple experimento teórico: las últimas investigaciones han mostrado que un punto porcentual de más en la tasa de paro es cuatro veces más desastroso que un punto porcentual de más en la tasa de inflación.¹
Se habrá dado cuenta de que todos estos números, que tan abstractos suenan, tienen repercusiones inmediatas y prácticas en la incidencia de los problemas económicos en nuestra calidad de vida, aunque también podemos hacer experimentos bastante realistas para formarnos una idea más clara de la situación. En el verano de 2012, por ejemplo, un joven doctorando libanés de la Northeastern University de Boston, Rand Ghayad, usó un programa informático con el que generó cuatro mil ochocientos currículos y los envió para tratar de conseguir seiscientas vacantes anunciadas en diversos sectores de todo el país.
Ya sé que el mercado laboral está difícil, pero tampoco hay que exagerar.
Muy gracioso. La verdad es que Ghayad solo acabó cursando el doctorado porque se licenció en plena recesión y, oh sorpresa, no encontró trabajo, pero en fin... La intención de su envío masivo era averiguar qué tipo de candidatos les interesaba entrevistar a las empresas. Los cuatro mil ochocientos currículos falsos fueron creados con sumo cuidado para coincidir en la mayoría de los elementos, pero con variantes en tres aspectos: en si el candidato tenía experiencia en el sector, en si había cambiado muchas veces de trabajo y en si había estado más de seis meses en el paro.
Nadie se sorprenderá de que los candidatos con experiencia reciente en el sector al que aspiraban tuvieran ventaja, ni de que fuera perjudicial haber cambiado muchas veces de trabajo. Lo llamativo es el efecto que tenía el desempleo prolongado. Los candidatos con experiencia en otros sectores y un máximo de catorce semanas en paro tenían más del triple de posibilidades de que los llamasen que los candidatos con experiencia en el sector de la vacante pero con seis meses o más en el paro. Parece, pues, que es más interesante descartar al desempleado de largo recorrido que valorar la experiencia en el sector, un dato de lo más deprimente, porque a nadie se le escapa que una recesión y un par de oportunidades fallidas pueden apartar rápidamente del mercado laboral, a veces para siempre, a individuos de lo más capacitados. Las recesiones son muy perjudiciales de por sí, pero también pueden dejar cicatrices duraderas.
Otro dato nos lo da el economista Till Marco von Wachter, de la Universidad de California Los Ángeles. Von Wachter ha estudiado a varios grupos que intentan encontrar empleo en mercados laborales difíciles, como las víctimas de un expediente de regulación de empleo, o los jóvenes, universitarios o no, recién titulados, y ha observado que si tienen que buscar trabajo en una recesión, no cuando la economía está en auge, tienden a sufrir un deterioro perdurable en sus ingresos. Uno de los motivos, que no extrañará a nadie, es que la gente acepta trabajos que no se corresponden con los campos donde desea realmente entrar. Acumulan conocimientos, experiencia y contactos en el sector equivocado. Una década después del final de las recesiones que estudió, Von Wachter seguía viendo diferencias entre quienes tuvieron que buscar trabajo en plena crisis y quienes lo buscaron durante un boom.
Las recesiones también tienen costes intangibles. Benjamin Friedman, economista de la Universidad de Harvard, sostiene que el empeoramiento de la economía tiene consecuencias morales: cuando las personas se sienten inseguras y descontentas se produce un brusco descenso de los donativos a organizaciones benéficas, junto con un aumento del nepotismo, el racismo y otras formas de intolerancia y cerrazón, y el consiguiente auge de las fuerzas antidemocráticas. Lógicamente, el ejemplo que acapara la atención es que a la crisis de 1929 la siguieran Hitler y la Segunda Guerra Mundial, pero Friedman está convencido de que en otras depresiones no tan pronunciadas se activan los mismos mecanismos.
Son observaciones importantes, que deberían preocuparnos, pero con la preocupación no basta; también tenemos que averiguar cómo funciona la economía, por qué falla y cómo se puede arreglar.
O sea, que tengo que intentar frenar las recesiones. Pues entonces dígame una cosa: ¿por qué se producen?
Ojalá hubiera una respuesta sencilla. Es cierto que a veces existe una causa fácil de reconocer, como que una economía se contraiga por los efectos traumáticos de una guerra, una revolución o algo menos dramático pero de no menor incidencia como una caída repentina del precio de las principales exportaciones del país. Ahondaremos en esos fenómenos en el capítulo 6. Otras veces, sin embargo, una economía enferma y guarda cama sin motivo aparente. Para frustración de los economistas, es algo muy común.
Fijémonos por ejemplo en la historia económica reciente de Japón. A principios de los años setenta la economía japonesa creció más del 20 por ciento en solo tres años, descontando los efectos de la inflación. Por si no parece mucho, pensemos en qué implica: es el equivalente de conseguir de forma milagrosa una jornada más de producción en una semana de cinco días. En 1974, por el contrario, la economía no solo no sumó su cuarto año de crecimiento rápido, sino que se contrajo. A pesar de ello, durante las décadas de 1970 y 1980 la economía del país creció a una media anual del 4 por ciento, pero en las últimas dos décadas solo ha crecido un 1 por ciento anual. Con el paso de las décadas, las cosas van sumando: si hubiera seguido creciendo 4 por ciento al año Japón sería casi el doble de productivo y rico de lo que es hoy en día. Impresionar impresiona.
Está claro que los economistas no lo entienden todo sobre cómo impedir que el crecimiento de una economía se reduzca o se invierta; de lo contrario no sucedería nunca, ni estaría usted leyendo este libro. Sin embargo, algunas cosas sí hemos aprendido sobre cómo entender, evitar y paliar las recesiones. A eso quiero dedicar los dos primeros tercios de este libro, a hablar de cómo se hace frente a esos problemas.
¡Dos tercios de un libro! Caramba... ¿Seguro que no se le pasa por alto alguna solución mucho más fácil?
En el mundo hay mucha gente que le dirá que sí. ¡Vincule su divisa al oro! ¡Tenga siempre un presupuesto equilibrado! ¡Proteja la industria nacional! ¡Elimine la burocracia! Todo ese tipo de cosas. Las puede usted ignorar tranquilamente. Si he de ser franco, cuando alguien, sea quien sea, insiste en que gestionar una economía actual es una simple cuestión de sentido común significa que no entiende gran cosa sobre la gestión de las economías actuales.
Fijémonos por ejemplo en la atractiva sencillez de un par de ideas que es posible que haya oído, y que se corresponden con los dos extremos del espectro político. Imagínese en primer lugar que un asesor de izquierdas le susurra al oído que contrate a cien mil trabajadores temporales para obras públicas como la excavación de zanjas de drenaje. Según él, haría crecer el empleo y sería un estímulo para la economía. Qué sensato parece... ¿Hay algo más obvio que la idea de que contratar a mucha gente y ponerla a trabajar hace crecer la economía?
Sí, la verdad es que parece bastante sensato.
Pero vayamos paso a paso. ¿De dónde procederán esos trabajadores? Si uno quiere contratar a cien mil personas, no puede tener la certeza de hallar a cien mil individuos que andaban por ahí sin hacer nada. Se puede uno encontrar con que entra en competencia con el sector privado, o con que hay gente que deja su trabajo porque le gusta más lo que uno le ofrece. Lo más probable es que suban los salarios, lo cual está muy bien cuando se tiene empleo, pero también es posible que las empresas del sector privado sustituyan a sus teleoperadores por ordenadores, a sus barrenderos por máquinas de barrer y a los cajeros del súper por máquinas de autopago. Otra posibilidad es que las empresas del sector privado simplemente se contraigan o crezcan más despacio de como lo habrían hecho si usted no fuera por ahí ofreciendo chollos laborales.
Otra pregunta: ¿de dónde saldrá el dinero necesario para contratar a cien mil personas? Quizá usted prevea subir los impuestos, pero entonces los contribuyentes tendrán menos dinero que gastar en el bolsillo. También podría recurrir a un préstamo, que quizá hiciera subir los tipos de interés e incitase a la gente a ahorrar en vez de gastarse el dinero. ¿Sigue tan convencido como antes de que es un plan sensato?
No me malinterprete. Es posible que el plan de su asesor funcione. No cabe duda de que en determinadas situaciones económicas lo lógico es que surta efecto, pero también hay situaciones en las que resultaría mucho más perjudicial que beneficioso. Antes de apelar al sentido común tenemos que familiarizarnos más con el funcionamiento de la economía.
Por si piensa usted que el único «sentido común» contraproducente es el de izquierdas, también podemos echar un vistazo al tipo de plan que propondría un asesor pro mercado y de derechas: bajar los impuestos para estimular la economía. Nuevamente, parece razonable. Si uno baja los impuestos deja más dinero que gastar en el bolsillo de la gente, y a la vez la incita a trabajar con más ahínco porque el fruto de su esfuerzo es mayor. También en este caso, sin embargo, pasan muchas cosas entre bambalinas. Si se bajan los impuestos se tendrá que recurrir más al préstamo para sufragar el gasto público. ¿Y de dónde procederá el dinero prestado? De algún sitio hay que sacarlo. Tal vez provenga del bolsillo de las mismas personas que de lo contrario habrían pagado los impuestos. Y quizá esa gente gaste menos en previsión de que tarde o temprano aumentarán necesariamente los impuestos para tapar el agujero de las finanzas públicas.
Tampoco en este caso se puede descartar que el plan del asesor funcione. Lo que quiero decir es que mientras tratamos de averiguar si lo hace o no, las cosas darán muchas vueltas. Una postura económica sencilla, de sentido común, es atractiva pero peligrosa, porque en macroeconomía siempre que señalas algún cambio evidente que ocurre ante tus ojos en muchas ocasiones está cambiando algo a tus espaldas, y entre los dos fenómenos existen lazos y poleas invisibles.
La formulación definitiva de esta tendencia corrió a cargo de un economista, ensayista y parlamentario francés, Frédéric Bastiat, quien en 1850 publicó un opúsculo muy interesante, titulado simplemente Lo que se ve y lo que no se ve. La macroeconomía trata de lo que no se ve.
«En el ámbito económico, un acto, un hábito, una institución, una ley no producen un solo efecto, sino toda una serie de ellos. El único inmediato es el primero, que aparece simultáneamente con su causa, y que se ve. Los demás efectos solo surgen más tarde, y no se ven. Suerte tenemos si podemos preverlos»: así empezaba el texto de Bastiat.
Acto seguido describía lo que es sin duda uno de los experimentos teóricos más célebres de los estudios económicos: si romper accidentalmente una ventana podía estimular la economía, como parece pensar mucha gente. Es verdad que las ventanas rotas aumentan la demanda de cristaleros. Si un niño rompe una ventana, escribió Bastiat, «el cristalero vendrá, hará su trabajo, recibirá seis francos, se frotará las manos y bendecirá de todo corazón al niño descuidado. Eso es lo que se ve».
A quien no se ve es al zapatero que podría haber recibido los seis francos a cambio de un nuevo par de zapatos, pero que no los recibe porque el dinero ha sido gastado en cambiar la ventana. Es fácil olvidar al zapatero, o al tendero, o al casero, o a cualquier otra persona que pudiera haber recibido el dinero, entre otras cosas porque ni nosotros ni ellos llegaremos a saber que los hemos perdido. Es posible que no lo sepan ni los propios padres del niño, que difícilmente tendrían pensado un uso alternativo concreto de los seis francos. Es más probable que a final de mes su frasco de las monedas esté más vacío y que por ello gasten menos.
Tampoco en este caso —y perdón por la insistencia— puede descartarse que la rotura de una ventana estimule alguna vez la economía. Puede hacerlo, pero las cadenas causales implicadas serán mucho más largas y sinuosas que la ingenua consideración de que el cristalero se meta seis francos más en el bolsillo.
Claro, claro, ya lo entiendo. Muy interesante. Oiga, que... que le agradezco mucho que me haya puesto a gestionar una economía, pero... esto... ¿no le apetece a nadie más?
No se escapará tan fácilmente. La macroeconomía es una disciplina que puede dar muchos quebraderos de cabeza si no nos andamos con cuidado, pero sus grandes figuras, como Phillips y Keynes, eran hombres de acción: lo que les movía a querer entender la economía era el deseo de cambiarla, de redirigirla para que funcionase mejor. No podemos quedarnos en un rincón, chupándonos el dedo y meciéndonos mientras reflexionamos sobre la abrumadora complejidad de la misión. Tampoco estaría bien que abordásemos el «problema con la batería» abriendo el capó y empezando a dar martillazos a diestro y siniestro. Lo que tenemos que hacer es un esfuerzo por entender cómo funcionan las economías, y por qué hay veces en que no lo hacen; y para eso hay que entenderlas como sistemas y tratar de hacer un seguimiento tanto de «lo que no se ve» como de «lo que se ve».
Ya veo que se siente intimidado. Permita que lo anime con una estimulante anécdota.