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Unidades monetarias: Ninguna. En realidad, en la Galaxia hay tres monedas de libre cambio, pero ninguna cuenta. El dólar altairiano se ha desmoronado hace poco, la bolita pobble flainiana solo se puede cambiar por otras bolitas pobble flainianas, y el pu trigánico tiene sus propios problemas muy particulares. Su tasa de cambio, ocho ningis por un pu, es bastante simple, pero como un ningi es una moneda triangular de goma, de diez mil cuatrocientos kilómetros por cada lado, nunca ha tenido nadie suficiente para poseer un pu. El ningi no es una moneda negociable porque los galactibancos se niegan a tratar con un cambio insignificante. A partir de esta premisa fundamental es muy sencillo demostrar que los galactibancos también son producto de una imaginación trastornada.
DOUGLAS ADAMS, El restaurante del fin del mundo
Quería usted hablarme del dinero, ¿no es así?
Es verdad. Veamos cómo reacciona a la siguiente anécdota. El 22 de agosto de 1994 dos músicos jubilados, Bill Drummond y Jimmy Cauty, tomaron un avión a la isla de Jura, una de las Hébridas Interiores, cerca de la costa occidental de Escocia. Se llevaron a un cámara, a un periodista (Jim Reid, de Observer) y veinte mil billetes de cincuenta libras en fajos embutidos en bolsas de plástico. Un millón de libras. (En dinero actual sería alrededor de un millón y medio de libras, o dos millones y medio de dólares.) Dicen que para reunir tanto dinero Drummond y Cauty vaciaron sus cuentas bancarias.
El día siguiente fueron los cuatro a primera hora a un cobertizo para botes apartado de todo, y mientras fuera diluviaba Cauty y Drummond formaron un montoncito con los fajos de billetes, con sus acompañantes en el papel de testigos. Drummond y Cauty cogieron sendos billetes de cincuenta libras, les prendieron fuego con un mechero y quemaron el resto del dinero. Los bloques eran tan densos que no se encendían, así que fueron sacando los billetes de tres en tres o cuatro en cuatro, los arrugaron y los echaron al fuego. Entre pitos y flautas tardaron un par de horas.
¡Qué desperdicio!
¿Usted cree? También se lo pareció a muchas otras personas. Drummond y Cauty, que habían formado parte de un grupo musical de gran éxito, KLF, provocaron un escándalo. Ellos lo veían como una expresión artística, aunque no parece que el mundo del arte estuviera muy de acuerdo. En lo que sí hubo un consenso casi generalizado fue en que al margen de lo que les impulsara (el arte, las ganas de llamar la atención o una especie de sentido rockero del exceso) Cauty y Drummond habían incurrido en un atroz derroche de recursos. El artículo de Observer en el que Jim Reid explicó lo que había visto finalizaba con una lista de lo que se habría podido comprar con un millón de libras, como por ejemplo «RUANDA - 2702 kits para alimentar a un total de 810.810 personas» e «INDIGENTES - alojamiento en Bed & Breakfasts para 68 familias durante un año en Londres, o para 106 familias fuera de Londres».
Al aparecer como invitados y hablar de su «arte» en una tertulia televisiva irlandesa, The Late Late Show, Drummond y Cauty fueron objeto de una recepción hostil. Byrne les hizo preguntas incisivas. El público del plató estaba indignado por aquella destrucción absurda.¹ ¿No podrían haber donado el dinero para una buena causa?
Drummond protestó: «Si nos lo hubiéramos gastado en piscinas y Rolls Royce no creo que se hubiera molestado nadie. La gente se molesta porque lo quemamos. Ya sé que queda un poco cursi, y que no se sostiene del todo, pero ya que se está hablando del punto de vista benéfico [...] no porque quemásemos aquel dinero hay menos barras de pan en el mundo, ni manzanas, ni nada. Lo único que no hay es un montón de papel».²
En ese momento Byrne le llevó a Drummond la contraria y dijo que si hubieran usado el dinero de manera sensata habría más manzanas o pan en el mundo. El público aplaudió a Byrne y abucheó a Drummond sin dejarle continuar.
Va a decirme que el que se equivocaba era Byrne y el que acertaba era Drummond. ¿A que sí?
Pues sí. La manera más sencilla de verlo es preguntar cuánto le habría costado al Banco de Inglaterra imprimir un millón de libras en sustitución de las que habían incinerado Drummond y Cauty. Según lo que he podido saber del Banco de Inglaterra (un poco reservado en este aspecto; digamos que son «algunos peniques» por billete) y de la información publicada por la Reserva Federal de Estados Unidos, el coste de imprimir veinte mil billetes de cincuenta libras no habría superado las dos mil libras. Cuando Drummond dijo que su argumento «no se sostiene del todo» se equivocaba. Se sostiene perfectamente. Y cuando dijo que él no había destruido pan ni manzanas, solo papel, tenía toda la razón del mundo. Lo único que habían destruido él y Cauty era papel por valor de dos mil libras.
De hecho, lejos de incurrir en un derroche absurdo de recursos que podrían haber ido a manos de los más necesitados, Drummond y Cauty habían hecho un pequeño regalo a cada uno de sus compatriotas. En vez de indignarse, la gente debería haberles dado las gracias.
¿Las gracias? ¿Por qué?
Piense en lo que ocurre cada vez que el Banco de Inglaterra imprime nuevos billetes. Si no hay bastante demanda de bienes y servicios para la oferta potencial (y si los precios pegajosos impiden el ajuste), el dinero de más debería aumentar la demanda de los recursos ya existentes al mismo precio. Es la situación que hemos analizado en el capítulo anterior, la de la cooperativa de canguros. Si la gente, en cambio, ya demanda todo lo que se ofrece dentro de la economía, tendrán que subir los precios.
Invirtamos la situación. Si Drummond y Cauty hubieran quemado dinero en una economía que ya adoleciese de una demanda deficiente —prendiendo fuego a vales de la economía de canguros, por ejemplo—, estarían empeorando una situación ya mala de por sí. (Y aun entonces el Banco de Inglaterra podría apretar un botón cuando quisiera y subsanarlo a un coste de impresión de dos mil libras.) Si por el contrario, como es más probable, Drummond y Cauty hubieran quemado dinero en una economía donde existía un equilibrio entre la oferta y la demanda, el efecto resultante sería fácil de describir: bajarían los precios medios de la economía.
Reconozcamos que no lo harían mucho. Cuando Drummond y Cauty quemaron su millón de libras, los billetes y monedas que se hallaban en manos de personas y empresas ascendían a dieciocho mil millones de libras. Teniendo en cuenta que de un mes a otro había fluctuaciones de cientos de millones de libras, lo más probable es que el efecto del «arte» de Drummond y Cauty fuera imperceptible, aunque en principio siguiera existiendo: a consecuencia del dinero quemado, algo que costase ciento ochenta libras habría bajado un promedio de un penique. Al reducir la masa monetaria en un millón de libras, Drummond y Cauty distribuyeron a todos los efectos esa misma cantidad entre todas las personas del mundo que tuvieran alguna libra británica, en forma de una leve reducción de precios.
Lástima que Drummond no le tuviera a usted como asesor mediático.
Dudo que le hubiera servido de algo, porque es una argumentación que parece contravenir cualquier lógica. El problema fundamental es que al pensar en dinero pensamos automáticamente en el poder adquisitivo individual, en todo lo que podríamos comprar nosotros si ese dinero lo tuviéramos nosotros, pero desde la perspectiva del conjunto de la sociedad las cosas no funcionan así. Drummond y Cauty destruyeron su propio poder adquisitivo en un millón de libras, pero no destruyeron recursos de la sociedad por valor de un millón. En términos lógicos, si destruyes tu propio poder adquisitivo pero no el poder conjunto de la sociedad es que cedes una parte del tuyo, que es exactamente lo que Drummond y Cauty hicieron.
Si va a estar al frente de una economía tendrá que sacudirse este hábito instintivo de pensar en el «dinero» como equivalente a «cosas que podría comprar con ese dinero». Lo es para un individuo, pero no para una sociedad. Como dijo P. J. O’Rourke, la microeconomía trata del dinero que no se tiene, mientras que la macroeconomía trata del dinero que le falta al gobierno. Son tipos de dinero totalmente distintos.
Bueno, ¡espero que no sea uno de esos lectores que se saltan las interesantes citas que me he esmerado en seleccionar como encabezamiento para cada capítulo!
Pues... no, de verdad.
Me alegro de saberlo. Por extraño que parezca, la realidad nos ofrece casi un equivalente del ningi, la moneda de goma triangular, mayor que Marte, imaginada por el humorista Douglas Adams. Está en la isla de Yap, en Micronesia, en el Pacífico Occidental. Allí las monedas, los rai, son ruedas de piedra con un agujero en el centro. Algunas son bastante portátiles —un palmo de diámetro a lo sumo, y el peso de un par de paquetes de azúcar—, pero las piedras más preciadas son mucho mayores: a finales del siglo XIX un marinero británico dejó constancia escrita de una rueda de piedra que pesaba cuatro toneladas y medía unos tres metros de diámetro. Era, por decirlo de otro modo, totalmente inamovible.³
La moneda de piedra de Yap era una cosa seria. Las piedras se extraían y tallaban en la isla de Palau, a cuatrocientos kilómetros de distancia. Un naturalista de la época victoriana vio trabajar en las canteras de Palau a cuatrocientos varones de Yap, una décima parte de la población adulta masculina. Transportar las piedras de Palau a Yap en una pequeña embarcación de bambú era un empeño difícil, y a veces mortal. Algunas pesaban tanto como dos coches. (Y si alguien había muerto durante la expedición, el rai adquiría un valor muy especial.) Es posible que las piedras más grandes se usaran para transacciones importantes, como la compra de tierra o esposas, mientras que las de dimensiones algo más modestas (sobre el medio metro de diámetro) se podían intercambiar por un cerdo. Incluso en ese caso debía de ser mucho más fácil desplazar el cerdo que la piedra.
Por todo ello, los habitantes de Yap tuvieron que desarrollar una importante innovación monetaria por motivos puramente prácticos: separar la posesión de la piedra del control físico del objeto. Si usted quería comprarme un cerdo, la transacción se efectuaba en público: yo le daba el cerdo, y usted a cambio me transfería la posesión de una de sus piedras (la que estaba apoyada en aquel árbol, el segundo por la izquierda, detrás de la cabaña). A partir de entonces todo el mundo sabría que aquella piedra era de Tim, sin que ni usted ni yo hubiéramos tenido que tomarnos la molestia de moverla.
Un día en que una brigada de canteros transportaba una piedra grande de Palau, toparon con una tormenta cerca de las costas de Yap, y mientras la piedra se iba a pique los hombres llegaron a nado hasta la orilla para contar la suerte que habían tenido de salir ilesos, y lo que habían perdido. Pero claro, si no hacía falta desplazar la piedra apoyada junto a la cabaña para que cambiara de dueño, ¿por qué iba a ser distinta la que se hallaba en el fondo del mar? Aquella piedra hundida, gigantesca, tenía un dueño: el jefe que había costeado la expedición. Ahora su propiedad podía transferirse a otro rico de la isla, y después a otro, como sucedía con cualquier otra piedra. Era dinero perfectamente legítimo, aunque no pudiera verse ni tocarse.
Si quiere que le diga la verdad, a mí el sistema monetario de Yap me parece casi demencial.
Ah, pero ¿lo es? Durante muchos años los sistemas monetarios del mundo desarrollado estuvieron basados en el oro, que en sí (pesado como era, aunque los lingotes no solieran serlo tanto como una rosquilla gigante de piedra) se guardaba en las cámaras acorazadas de los bancos tras ser extraído en países lejanos con muchos gastos y peligros. Naturalmente, en una sociedad urbana y anónima como Londres y Venecia nadie podía utilizar el sistema de honor de la isla de Yap, basado en que «todo el mundo sabe que el oro guardado es de Tim», pero la idea venía a ser la misma. Al igual que los rai de piedra, el oro rara vez se cambiaba de sitio. Se quedaba en las cámaras, y la gente llevaba trozos de papel en los que quedaba constancia de que eran ellos los dueños de ese oro.
Al principio fue un acuerdo estrictamente privado: un mercader con cierta cantidad de oro alquilaba a un orfebre cierto espacio en una cámara a prueba de ladrones. El orfebre le entregaba una nota donde se reconocía que el dueño del oro era el mercader. Si este quería comprar algo a otro mercader, iba a ver al orfebre con la nota, retiraba el oro y lo usaba para comerciar. Después el segundo mercader volvía a dejar su oro al orfebre y se llevaba su acreditación escrita. Al cabo de un tiempo se hizo evidente que era más fácil pasar de mano en mano las acreditaciones que ir constantemente a ver al orfebre.
De este sistema proceden los billetes de banco, como el dólar estadounidense y la libra esterlina británica. (La historia del papel moneda es mucho más larga: en el siglo XIII, el emperador chino Kublai Khan introdujo un sistema de moneda hecha puramente de papel que provocó el asombro de un mercader italiano de visita en sus tierras, Marco Polo.) Los billetes británicos, y antiguamente los americanos, prometen y prometían «pagar al portador» determinada cantidad, promesa que en otros tiempos hacía referencia a canjear el billete por oro, como en el caso de las acreditaciones privadas de los orfebres. Sin embargo, la moneda actual ya no posee vínculo alguno con el oro. Lo tuvo (era el «patrón oro»), pero la mayoría de los países prescindieron de él a principios de los años treinta.
Entonces ¿por qué sigue poniendo en los billetes ingleses «prometo pagar al portador»?
Es una entrañable reliquia del antiguo sistema. Ahora la promesa ya no se refiere al oro, sino solo a que puede usted ir al Banco de Inglaterra y canjear un billete de diez libras por dos de cinco. El Banco de Inglaterra hace el siguiente comentario: «Actualmente la confianza pública en la libra se mantiene mediante la puesta en práctica de las políticas monetarias». Y parece que no se le escapa la risa.
En ello se resume la verdadera diferencia entre los habitantes de la isla de Yap y el sistema monetario de las economías modernas. En Yap rige el estrambótico sistema de que la preciada piedra pueda tener validez absoluta como dinero aunque esté en el fondo del mar. En el mundo moderno tenemos un sistema mucho más estrambótico: el preciado metal puede tener validez absoluta como dinero aunque no exista. Nos limitamos a hacer circular los papelitos, con sus guiños a los viejos tiempos en que eran comprobantes del oro de una cámara acorazada. Ahora no son comprobantes de nada en concreto, pero al mismo tiempo lo son de cualquier cosa. No podría haberlo inventado ni el mismísimo Douglas Adams.
Así que si queremos pensar con claridad en la función que desempeña el dinero dentro de una economía tendremos que empezar por danos cuenta de que no es necesario que consista en papeles o monedas de metal. También puede ser una piedra gigante. Por otra parte, no necesita tener valor intrínseco. Es cierto que el oro y el rai se valoraban en gran medida por la misma razón, por su hermosura y su rareza, y que otra forma antigua de dinero, la sal, se preciaba por motivos muy prácticos (es a la vez sabrosa y esencial para la vida), pero existen muchos artículos dotados de valor intrínseco que no funcionan bien como dinero. Un Ferrari es valioso, pero poco divisible; no se puede ofrecer una rueda a cambio de unas vacaciones. Es más: cabe la posibilidad de que algo funcione a la perfección como dinero sin poseer apenas valor intrínseco; ya hemos visto que cualquier persona que haga negocios en libras británicas se alegrará de entregar bienes por valor de un millón a cambio de papel impreso por valor de solo dos mil. Los sistemas monetarios como las acreditaciones del orfebre al principio estaban vinculados a productos con valor intrínseco, pero contrariamente a lo que se podría pensar dichos productos resultaron ser innecesarios. Lo único que necesita el dinero para tener valor es que todos estén convencidos de que lo tiene.
Ya. ¿Y eso cómo se consigue?
La visión de manual sobre el dinero es que tiene tres funciones: medio de intercambio, reserva de valor y unidad de cuenta. Como veremos, en algunas circunstancias cada función se puede separar de las demás, pero el mejor dinero las reúne a las tres.
Veámoslas una por una. Un medio de intercambio es una manera de llevar un registro de las transacciones. En las sociedades modernas el papel moneda es un medio de intercambio. Si puedo ofrecer servicios de lavandería y quiero un nuevo ordenador no hace falta que encuentre a un vendedor de ordenadores que necesite que le laven y le planchen la ropa. Solo tengo que lavársela a alguien a cambio de dinero en efectivo, que me gastaré posteriormente en la compra del ordenador. El dinero facilita esta cadena de transacciones.
Podemos ver la circulación del papel moneda como una forma de llevar el registro de las aportaciones a la sociedad que alguien ha considerado valiosas. Al lavar ropa yo he hecho una aportación dotada de valor, y el dinero que he recibido lo acredita formalmente. Al comprar el ordenador he canjeado mi contribución y he entregado el dinero. En principio se podrían registrar todas las transacciones de este tipo en una base de datos gigante y centralizada, que es lo que sucede en Yap: la población es lo bastante pequeña para que la base de datos gigante (acordarse de quién es el dueño de qué piedras) esté en sus cabezas. En las sociedades demasiado grandes para usar el sistema de Yap el papel moneda volvió innecesaria la base de datos en cuestión, pero empieza a ser sustituido progresivamente por otra base de datos gigante, a medida que el uso de tarjetas de crédito y banca por internet se impone al de los billetes y monedas. Es una versión informatizada de la memoria colectiva de los habitantes de Yap.
La segunda función del dinero es almacenar valor. Si el propietario de una granja de vacas quiere ahorrar para cuando se jubile, no puede acumular bidones de leche en el sótano, ya que la leche no conservará su valor durante el tiempo suficiente para serle de alguna utilidad. En cambio, si la vende a cambio de dinero está claro que podrá guardarlo debajo del colchón —o en una cuenta bancaria—, almacenando así el valor.
Entre la función del dinero como medio de intercambio y la de reserva de valor existe un vínculo. El medio de intercambio nos permite mover en el espacio la capacidad de compra, de una situación (lavar ropa) a otra (comprar un ordenador). El almacenamiento de valor mueve la capacidad de compra en el tiempo. Ahora bien, los buenos depósitos de valor no son necesariamente buenos medios de intercambio, ni viceversa. Una casa puede ser un excelente depósito de valor, pero quien haya intentado dedicarse a la compraventa de fincas podrá atestiguar que es un pésimo medio de intercambio. Los rai de Yap eran un magnífico depósito de valor, pero el medio de intercambio no eran las piedras propiamente dichas, sino la contabilidad mental de la sociedad de Yap.
En ciertos aspectos, la última función del dinero es la más importante y la más peculiar. El dinero es una unidad de cuenta. Otra manera de expresarlo sería decir que es una especie de punto de referencia, una medida de valor. Establezcamos una nueva analogía con la masa. Yo podría decirle que peso ochenta y ocho kilos, o ciento noventa y cuatro libras, o ciento setenta y seis paquetes de azúcar. ¿Verdad que usted podría pensar que no tiene importancia cómo elija expresarlo?
Claro. Lo diga como lo diga seguirá pesando lo mismo.
Yo opinaba lo mismo, pero me he dado cuenta de que a veces la unidad de cuenta sí importa. Mi tutor de licenciatura, Anthony Courakis, se esforzó mucho en convencerme de ello. Imagínese que tiene activos financieros por valor de un millón de dólares: un montón de bonos, acciones y monedas de varios países cuyo valor total fuera ese.
Qué suerte.
Ni que lo diga. Pues bien, ahora que escribo se podría decir que son 641.500 libras o 795.800 euros. También se podría formular como 10.893 barriles de petróleo. O como 1.730 acciones de Apple. Ninguna de las descripciones es literalmente cierta, claro: no tiene usted literalmente 1.730 acciones de Apple, ni un fajo de un millón de dólares; lo que tiene es un montón de activos diferentes cuyo valor total asciende a esa cantidad. La pregunta es: ¿cuál sería la manera más útil de pensar en el valor neto?
La respuesta es que la mejor manera de controlar su valor neto es averiguar qué unidad de cuenta tiene estabilidad en relación con el tipo de cosas que se desea comprar. Si tiene pensado jubilarse en Florida, probablemente le resulte útil verse como millonario en dólares. Si lo que quiere es comprarse una casa en Edimburgo, sería más útil verse como seiscientoscuarentayunmilario en libras. Si entra en sus planes excavar un agujero gigante y verter petróleo Brent en su interior, podría valer la pena verse como diezmilario en petróleo. En cualquier otro caso es poco probable que los barriles de petróleo sean un modo útil de pensar en su valor neto. Lo mismo puede decirse de las acciones de Apple: durante el último año, en la fecha en que escribo, su millón de dólares ha oscilado entre casi tres mil doscientas acciones de Apple y un poco más de mil quinientas, pero en todo momento ha seguido valiendo un millón de dólares. Probablemente sea más útil usar dólares como unidad de cuenta, a menos que las tiendas de su barrio solo acepten cobrar en acciones de Apple.
Es a lo que me refería al hablar de una medida de valor: si quiere hacer un seguimiento de su situación, resulta conveniente elegir una unidad de medida que sea estable en relación con el problema que se le plantee. En muchos casos significará pensar en su sueldo o en su valor neto en términos de una moneda, porque las buenas monedas acostumbran ser bastante estables en relación con todas las cosas que puede querer comprar. Pensar en su sueldo en términos de acciones de Apple resulta desorientador, como lo es, dicho sea de paso, planteárselo en términos de manzanas.
A lo largo de la historia, siempre que se han usado productos como monedas ha sido primordial su estabilidad como unidades de cuenta.
La sal, por ejemplo, se usaba antiguamente en los contratos; de ahí viene la palabra «salario», y parece probable que al principio se pagara en sal a los soldados romanos. Tiene lógica, porque la sal poseía un valor muy estable. La demanda de sal es estable porque todo el mundo necesita un poco, pero nadie quiere mucha; por su parte, la oferta de sal también era estable porque se producía con procesos antiquísimos. Si tanto la oferta como la demanda son estables, lo es también el precio; y justamente eso, un precio estable, es lo que necesita una unidad de cuenta.
Bueno, pero es que a mí todo esto me parece una obviedad alucinante. ¿Por qué narices no iba a querer un estadounidense pensar en su sueldo como dólares, sino como gominolas, o manzanas, o sal? ¿O un alemán como euros, y no como bratwursts?
Si parece tan obvio es porque el papel del dinero como unidad de cuenta es tan básico, tan absolutamente primordial, que cuesta imaginar alguna situación donde intervenga de manera consciente. Un ejemplo reciente que me hizo reír fue un tweet de James Rickards, un entusiasta del oro y de la vuelta al patrón oro. En abril de 2013, mientras el precio de ese metal caía en picado, el señor Rickards comentó: «La semana pasada tenía x onzas de #Oro. Hoy tengo x onzas, o sea, que no ha cambiado el valor: constante en x onzas. En cambio el dólar es volátil. #ThinkOz». No es que yo tenga una opinión sobre cómo evolucionará el precio del oro, pero está bastante claro que el tweet era absurdo. Lo entenderemos al pensar por qué el dinero tiene que ser una buena unidad de cuenta. Si el señor Rickards quiere comprarse una hamburguesa, o un traje, o un coche, descubrirá que el dólar no ha tenido nada de volátil: medidos en dólares, los precios de todas esas cosas han cambiado lentamente; medidos en onzas de oro, han subido y bajado como una montaña rusa. Por eso el oro no es dinero, al menos en este momento. Podrá ser una inversión buena o mala, pero eso ya es otra historia.
Se podría decir algo parecido sobre el bitcoin, una «moneda» electrónica descentralizada. El bitcoin fue creado en 2008 por una persona o un colectivo misterioso cuyo pseudónimo era Satoshi Nakamoto. Este hombre, o mujer, o grupo, ideó (idearon) una manera de poder producir o extraer bitcoins lentamente, un poco como el oro. Hay gente a quien les gustan, por la misma razón por la que a otros les disgustan: porque los bitcoins son independientes de cualquier gobierno y hay un límite estricto en cuanto a la cantidad que pueden existir. De todos modos, al bitcoin le pasa como al oro, que no es una moneda, por una razón muy sencilla: es demasiado volátil. El 10 de abril de 2013, por ejemplo, el precio de los bitcoins bajó un 61 por ciento. Aunque puede que los bitcoins resulten ser una inversión acertada a largo plazo, no son dinero. A usted quizá le parezca una obviedad, pero hay muchos entusiastas del oro y de los bitcoins que parecen no haberse dado cuenta.
Visto así, de todos modos, un dólar tampoco es per se una moneda; solo lo es si mantiene un valor razonablemente estable.
Exacto. De niño, en la Grecia de posguerra, mi tutor, Tony Courakis, jugaba al Monopoly con dinero de verdad (marcos alemanes y dracmas griegos) que había perdido todo su valor. Cuando los griegos querían pactar algún contrato a largo plazo usaban con frecuencia el soberano de oro británico para denominar la transacción, aunque en realidad no cambiara de manos ni un solo soberano.
Otro ejemplo es cuando el dólar no era una moneda lo bastante buena para ser usada en los contratos de los soldados que luchaban en el bando de Massachusetts durante la guerra de Independencia de Estados Unidos. El Congreso Continental, la asamblea surgida de la Declaración de Independencia, imprimía dinero, pero nadie sabía cuál sería su valor al término de la contienda (de hecho, resultó ser muy bajo). En consecuencia, Massachusetts prometió a sus soldados el valor de 68 libras y media de buey, 16 libras de cuero, 5 fanegas de trigo y 10 libras de madera al final de la guerra.4 Puntualicemos que no es que Massachusetts propusiera repartir sacos de alimentos entre los soldados, sino que estos cobrarían en dinero; lo que ocurre es que la promesa de una cantidad determinada del mismo era difícil de evaluar. Al ofrecer dinero por el valor de ese conjunto de productos, Massachusetts descubrió una manera de hacer comprensible la promesa en un entorno caótico.
Hace unos años Nico Colchester, un periodista de Financial Times, señaló la fabulosa estabilidad como unidad de cuenta de las barras Mars, verdaderos lingotes de leche, azúcar y cacao. Colchester demostró la estabilidad de un amplio abanico de precios a lo largo de décadas a condición de usar la barra Mars como unidad de cuenta.
Muy interesante, pero es que yo no tengo planes de que mi economía entre en guerra para independizarse en un futuro próximo. Tampoco me consta ninguna propuesta de adoptar la barra Mars como unidad monetaria.
Yo creo que el hecho de que la barra Mars no haya cuajado es un gran voto de confianza en la estabilidad del papel moneda moderno, como el dólar, la libra y el euro. Pese al caos financiero, la barra Mars sigue siendo un simple dulce para calmar el hambre, lo cual es tranquilizador, qué duda cabe.
Al final del capítulo anterior hemos visto por qué a veces puede ser buena idea plantar cara a una recesión poniendo en marcha la máquina de hacer dinero. También he prometido que el presente análisis sobre el dinero nos ayudaría a entender por qué no siempre es buena idea intentar resolver los problemas económicos imprimiendo más billetes.
A ver si lo adivino: está usted a punto de usar la palabra «Zimbabue».
Es un ejemplo inmejorable. Hace poco, la inflación de Zimbabue era tan alta que tuvieron que quitar tres ceros de su moneda, convirtiendo los miles de millones en millones, y los millones, en millares. Se podría pensar que el truco funcionó, pero no: poco después tuvieron que quitar diez ceros más. La suma de las revaluaciones habría convertido un billete de diez billones de dólares en uno de un dólar. Aun así tuvieron que imprimir billetes de cien billones de dólares de Zimbabue. Si no hubieran revaluado su moneda, ese mismo billete habría sido de mil trillones.
Quiero verlo por escrito, venga. ¿Puedo doblar el meñique y acercármelo a la comisura de los labios, como el Doctor Maligno?
Si no hay más remedio... Mil trillones de dólares de Zimbabue se escriben así: Z$1.000.000.000.000.000.000.000, una cifra que supera la producción económica anual del mundo expresada en dólares estadounidenses y multiplicada por diez millones. A esto los economistas lo llamamos «hiperinflación», y hace casi imposible la vida económica moderna. La hiperinflación suele ser definida como una tasa de inflación superior al 50 por ciento mensual. Imagine, por ejemplo, que pide un préstamo de un millón de dólares para comprarse una casa en un país que en ese momento empieza a tener tasas mensuales de inflación del 50 por ciento. Antes de que hayan pasado tres años un café le costará más de un millón. Su sueldo se medirá en miles de millones. La hipoteca de su casa de un millón de dólares será risible, y la persona que le prestó el dinero maldecirá el día en que lo hizo. La verdad es que cuando arraiga la hiperinflación cualquier persona con una deuda previa descubre que esta es una nimiedad, y cualquier persona con dinero en el banco, debajo de un colchón o prestado (al gobierno, por ejemplo) descubre que sus ahorros no valen nada. Tampoco las pensiones tendrán el menor valor, a menos que estén debidamente ligadas a la inflación; y cuando suben los precios tan deprisa, cualquier pequeño fallo en el vínculo con la inflación las deja por los suelos.
Una inflación mensual del 50 por ciento es francamente espectacular, pero en octubre de 1923, en Alemania, la inflación mensual rozó el 30.000 por ciento: los precios se duplicaban cada cuatro días, y más. Todos los tópicos son ciertos: la gente utilizaba carretillas para transportar dinero, y en vez de monedas usaban cigarrillos, mientras reservaban los billetes para encender la lumbre. La novela de Erich Maria Remarque El obelisco negro describe la vida en esa época. Después de encenderse un cigarrillo con un billete de cien marcos, el narrador, Ludwig, dice a su amigo Georg: «¿Cuál es nuestra situación, en realidad? ¿Estamos arruinados o nadamos en la abundancia?». Y Georg contesta: «Creo que no hay en Alemania un individuo que sepa contestar a esa pregunta en lo que se refiere a su caso particular». La hiperinflación es eso: que nadie sabe dónde está.
Por tristemente célebre que sea la experiencia alemana, se queda corta en comparación con otros episodios más recientes: la Yugoslavia de 1994, cuya inflación mensual llegó al 300.000.000 por ciento, el Zimbabue de 2008 y sobre todo la Hungría de 1946. Hungría posee un récord mundial muy poco envidiable, el de la mayor tasa de inflación mensual de la historia: 41.900.000.000.000.000 por ciento, cifra que multiplica los precios por más de tres cada día, y con la que el sueldo mensual no daría ni para un café tomado una semana después de cobrarlo. (El equivalente anual, si no me falla la aritmética, es un número de ciento setenta y ocho cifras.) Obviamente, en tales circunstancias nadie cobraría mensualmente, puesto que los precios suben un 5 por ciento en una hora. Quien tuviera pensado ir a comer a un restaurante haría bien en engullir a toda prisa o en pagar por adelantado.
Todo esto suena muy grave, evidentemente, y lo es, pero ahora que entendemos un poco lo que es el dinero podemos concretar la razón de que lo sea tanto. La hiperinflación destruye los tres puntales de una buena moneda. Cuando hay que llevar los billetes en una carretilla, dejan de ser un instrumento cómodo de intercambio. La hiperinflación, por otra parte, anula la validez del dinero como reserva de valor, con lo cual se vuelve imposible ahorrar y prestar. Por último, como descubrieron Ludwig y Georg, el dinero pierde toda su utilidad como unidad de cuenta: se vuelve imposible calcular lo que tiene una persona o vale una cosa sin referirse a una moneda alternativa. Después de unas semanas de hiperinflación veríamos a los ciudadanos adoptar la barra Mars como moneda en menos de lo que se tarda en decir Fintlewoodlewix.
En el capítulo siguiente seguiremos usando estos conceptos —medio de intercambio, reserva de valor y unidad contable—, pero ¿qué le parece si cerramos este capítulo con otra historia estimulante de éxito?
No me iría mal un poco de alegría.
Me lo imaginaba. Vamos a ver cómo la humilde y etérea función del dinero como «unidad de cuenta» resolvió un problema colosal en uno de los grandes mercados emergentes del mundo, Brasil. Al contar lo que estoy a punto de explicar, el programa de radio This American Life lo llamó «la mentira que salvó a Brasil».5 Yo no lo diría exactamente así.
Pues ¿cómo lo diría?
No fue ninguna mentira, sino una especie de moneda fantasma.
¿Moneda fantasma? Me gusta como suena.
La historia empieza en los años noventa. Brasil llevaba varias décadas sufriendo episodios de inflación. Los precios estaban aumentando el 80 por ciento al mes, saltando sin problemas la barrera del 50 por ciento mensual que define la hiperinflación. Si en enero una barra de pan costaba un cruzeiro, en marzo costaba más de tres, en septiembre más de cien y en enero del año siguiente bastante más de mil. En el capítulo anterior hemos visto que cambiar los precios cuesta dinero. A principios de la década de los noventa todos los supermercados brasileños tenían un empleado que se dedicaba a ir por los pasillos pegando nuevas etiquetas en todos los productos. Teniendo en cuenta que los precios subían en torno a dos céntimos al día, no le faltaba trabajo. Por lo que respecta a los clientes, se pasaban el día corriendo para adelantarle. Las molestias se extendieron a muchos otros aspectos de la vida. ¿Acabas de cobrar tu paga semanal? Pues gástala deprisa. ¿Has pactado el precio de venta de una casa? Muy bien, pero asegúrate de que también hayas pactado la fecha de pago. Remolonear un solo día sin que aumente el precio mejora las condiciones para el comprador.
Mala como medio de intercambio, y pésima como reserva de valor, la moneda brasileña no era ninguna maravilla, así que no es de extrañar que los políticos del país lo intentaran todo para resolver el problema de la inflación. A mediados de los ochenta el presidente Sarney ilegalizó las subidas de precios, una respuesta muy frecuente a la inflación. La reacción fue la misma en Brasil que en todas partes: ya que se mantenían precios artificialmente bajos, los vendedores quitaban los productos de las estanterías hasta que hubieran vuelto a subir. (Los ganaderos llegaban al extremo de esconder las vacas. Como le dijeron a This American Life, Brasil es un país grande, y si hay que esconder vacas se esconden.) Lo poco que se vendía se pagaba a precios de mercado negro.
Otro intento de solución fue sustituir la moneda por otra mejorada y no inflacionaria. Los políticos brasileños lo probaron y lo probaron. Primero se sustituyó el cruzeiro por el cruzado en 1986. El año siguiente se revaluó el cruzado, y dos años después se recuperó el cruzeiro. Al cabo de otros dos años, en 1992, se volvió a sustituir el cruzeiro, esta vez por el cruzero. Hay ocasiones en que la introducción de nuevas monedas ha frenado la inflación, pero no fue el caso. Por otra parte, no sorprende que con cinco nuevas monedas en siete años la gente empezara a tener dudas de que fuera posible derrotar alguna vez a la inflación.6
Es en este momento de la narración cuando aparecen cuatro economistas del ámbito académico, individuos que habían dedicado toda su trayectoria a estudiar la inflación brasileña y hacerse cruces ante la estupidez de cada nuevo gobierno. Estos amigos, compañeros de farras de la facultad, eran reacios a meterse en política, pero pronto los políticos se lo imploraron. Edmar Bacha, uno de los cuatro, fue convocado por el mismísimo presidente, Itamar Franco, a quien pidió un autógrafo para sus hijos. «Por favor, decidle a vuestro padre que se ponga a trabajar deprisa para el bien del país», escribió Franco. Habría sido difícil resistirse.
El nuevo plan consistía en separar las tres funciones del dinero. Las anteriores tentativas de implantar nuevas monedas habían tratado de sustituir simultáneamente las funciones de medio de intercambio, reserva de valor y unidad de cuenta, y todas habían fracasado en una vorágine de cruzeros y cruzados. El nuevo plan era distinto: en vez de adoptar una nueva moneda, Brasil mantendría el cruzeiro, ortografía al margen. El medio de intercambio seguiría siendo el cruzeiro. También el depósito de valor continuaría siendo el cruzeiro. Lo que cambiaría sería la unidad de cuenta.
¿Cómo funcionaba?
Con una sencillez absurda. La lista de precios de las tiendas ya no estaría en cruzeiros, sino en URV, unidade real de valor. También los sueldos se expresarían en URV. De hecho todo estaría en URV, pero la URV no existía. Era una moneda fantasma. Las transacciones se hacían en cruzeiros. Dentro de los billeteros había cruzeiros, y también en las máquinas registradoras. Quien quisiera saber cuánto costaba en cruzeiros la barra de pan lo tendría muy fácil: el banco central calculaba a diario el tipo de cambio, que se publicaba en la prensa y se exponía por conveniencia en las paredes de casi todas las tiendas. Este tipo de cambio oficial entre la URV y el cruzeiro variaba a diario, porque el cruzeiro valía menos cada día, pero ¿y la URV? La URV mantenía su valor. (Durante un tiempo estuvo vinculada al dólar.)
A partir de ese momento empezó a pasar algo raro. Veías que te pagaban cada mes cruzeiros por valor de quinientas URV (es decir, cada mes más cruzeiros, se entiende), y cada día ibas a comprar pan a la panadería; pan que, por ejemplo, costaba una URV. Siempre una URV. No hacía falta que el hombre de las etiquetas corriese por el supermercado. Naturalmente, esa URV equivalía cada vez a más cruzeiros, y la barra la pagabas en cruzeiros, pero ¿qué sentido tenía pensar en la barra en términos de cruzeiros? Era mucho más natural hacerlo en términos de su precio en URV.
Ese fue el gran éxito de la moneda fantasma: que sin llegar a adquirir ninguna forma física se convirtió en la manera que tenían los brasileños de pensar automáticamente en el valor de las cosas. Pasó a ser la unidad de cuenta de Brasil sin adoptar las otras funciones de la moneda. Parece un extraño truco de magia psicológico, pero quizá no fuera tan rebuscado. En una economía moderna, la vida cotidiana sin unidad de cuenta es muy difícil, y una moneda sujeta a una inflación mensual del 80 por ciento no es lo que se llama una unidad de cuenta. El pensamiento de la gente buscaba a tientas algo a lo que aferrarse en un panorama económico que no dejaba de cambiar, y lo encontró en la URV.
No fue el único cambio de política, claro que no; el gobierno brasileño desconectó la máquina de hacer dinero, equilibró su presupuesto, frenó la inflación de los salarios y muchas cosas más. La tasa de inflación del cruzeiro emprendió un rápido descenso. Aun así, la clave fue el punto fijo psicológico de la URV, que ayudó a todos a conocer el auténtico valor de las cosas.
Un día, el 1 de julio de 1994, el gobierno brasileño abolió el cruzeiro y lo sustituyó por la URV, a la que puso el nombre de real. El cuarteto de economistas había prometido que la inflación desaparecería de la noche a la mañana. Y así fue.
Es esperanzador saber que hay un remedio para la hiperinflación, pero supongo que es mejor prevenir que curar.
Supone usted bien.
Bueno, pues recapitulemos. En el capítulo 2 me ha dicho que a veces es buena idea imprimir dinero. En el capítulo 3 me ha dicho que nunca es buena idea imprimir demasiado dinero. Seguro que ya ha adivinado mi próxima pregunta: ¿cuánto dinero tengo que imprimir?
La respuesta la daremos en el capítulo 4, pero si quiere le chafo la sorpresa: la cantidad de dinero que tiene que imprimir es la justa.