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Inflación, la justa

—¿Cuál es nuestra situación, en realidad? ¿Estamos arruinados o nadamos en la abundancia?

—Creo que no hay en Alemania un individuo que sepa contestar a esa pregunta en lo que se refiere a su caso particular.

ERICH MARIA REMARQUE, El obelisco negro

¿«La justa»? ¡Es usted un genio!

En realidad no es tan obvio como suena. Ahora que está usted al frente de una economía, seguro que habrá quien le aconseje no meterse para nada en el tema de imprimir dinero. Son los que se han quedado con tan mal cuerpo por algún episodio de hiperinflación que han concluido que hay que evitar cualquier grado de inflación, por ejemplo vinculando la moneda al oro.

¿Y eso evitaría la inflación?

Casi inevitablemente, aunque los gobernantes han alterado alguna que otra vez la moneda, debilitando el vínculo entre el dinero y el oro; pero mientras el vínculo entre la moneda y el oro se mantenga sólido y fiable solo habrá inflación en caso de superabundancia súbita de oro. Y aun así la tasa de inflación sería insignificante. Como es bien sabido, por ejemplo, durante el siglo posterior a la llegada de Colón a América hubo una fase de inflación debida a que el oro y la plata saqueados por los conquistadores empezaron a cruzar el Atlántico y llegar hasta Europa desde el Nuevo Mundo. En la Europa del siglo XVI los precios se multiplicaron más o menos por dos. También podríamos decir que el valor del oro y la plata se redujo más o menos a la mitad. No fue el primer episodio de inflación de la historia —ese honor podría corresponderle a la conquista de Persia por Alejandro Magno, quien se gastó todo el oro del emperador persa—, pero sí fue uno de los más famosos, aunque para los parámetros del siglo XX sea más bien risible: durante el siglo XVI la tasa anual de inflación rondó el 0,7 por ciento. (Hay una regla muy práctica a la que llaman «regla del 72»: se divide 72 por la tasa de inflación anual y se obtiene aproximadamente el número de años que los precios tardan en multiplicarse por dos. En este caso, dividir 72 por 0,7 nos indica que los precios se doblaron en un siglo.) Actualmente una inflación del 0,7 por ciento no es gran cosa: los bancos centrales aspiran al 2 por ciento, o algo por el estilo. A ese ritmo los precios se doblarían más o menos cada treinta y cinco años.

Un momento. ¿Me está diciendo que los bancos centrales sí quieren que haya un poco de inflación? ¿Por qué no intentan reducirla a cero?

No solo quieren inflación, sino que voy a argumentar que deberían querer más. Para contestar a su segunda pregunta, sin embargo, recuerde nuestro análisis de la cooperativa de canguros y de los precios pegajosos. Acuérdese, concretamente, de la ilusión del dinero: el profesor que se indignaba por una bajada de sueldo, pero al que no le importaba que se lo aumentasen por debajo de la inflación, aunque fuera exactamente lo mismo. Con eso debería darse cuenta de que un poco de inflación puede ser la mar de útil. Imagínese un sector de la economía en el que esté bajando la productividad, porque la competencia extranjera, por ejemplo, reduzca el precio que las empresas pueden cobrar a cambio de sus productos. O se ajustan los sueldos, o lo más probable es que todo el sector se vaya a pique. Sabemos que es difícil que los jefes puedan reducir los salarios nominales. Si la inflación fuera cero, significaría que tampoco podrían bajar los salarios reales. En cambio, si hay un poco de inflación pueden salirse con la suya y hacer los recortes necesarios en los salarios reales mediante aumentos por debajo de la inflación.

Hay otro motivo, podría decirse que más importante, para querer que exista un poco de inflación: la política monetaria no es una ciencia exacta. A veces los bancos centrales se quedan por encima de sus objetivos y otras por debajo. Si se proponen una inflación cero y quedan por debajo de sus objetivos, lo que obtienen es una deflación, y mi intención es convencerle de que la deflación es un problema mucho más grave que una inflación moderada.

Adelante.

La deflación, como seguro que habrá adivinado, consiste en que los precios bajen año tras año.

No suena demasiado grave.

¿No? Imagínese que pide un crédito de trescientas mil libras para comprarse una casa y que lo va devolviendo lentamente, por mensualidades. Por lo general, con un poco de inflación, la carga que supone el pago mensual de la deuda se iría reduciendo de manera paulatina. Su sueldo subiría, y también los precios de todos los productos que comprase, mientras que la cuota mensual seguiría siendo la misma en términos nominales, y en comparación con todo lo demás se iría reduciendo. Estupendo.

En cambio, con la deflación los precios empiezan a bajar. Su sueldo es un precio, y por lo tanto baja. Como es natural también disminuyen los de la comida, la ropa y la gasolina, pero lo que nunca cambia son las cuotas de la hipoteca, que van consumiendo una parte cada vez mayor de su sueldo mensual. Por supuesto que lo que pierde usted lo gana algún ahorrador, pero recuerde que durante una recesión lo que nos interesa es que la gente gaste para estimular la actividad económica. Redistribuyendo el dinero de los deudores entre los ahorradores se obtiene justo el efecto contrario, ya que es más fácil que gasten los deudores que los ahorradores; si no no tendrían deudas. Añadamos el problema de que cuando mucha gente se ve en apuros para devolver un préstamo puede salir perjudicado todo el sector bancario.

Y no es el único motivo de que con deflación sea más difícil dar a una economía el empujón necesario para sacarla de la recesión. Al bajar los precios, mañana siempre se podrán comprar más cosas con dinero en efectivo que hoy, así que la gente, como es natural, aplaza lo máximo posible las compras no esenciales, lo cual reduce aún más la demanda. Y como es poco probable que los bancos ofrezcan tipos de interés generosos —puesto que en un entorno deflacionario no es que se pidan los préstamos a gritos— muchos ahorradores deciden guardar su dinero en latas de galletas o debajo del colchón. Una vez que el dinero queda fuera del sistema bancario no se puede prestar. ¿Y cuál es el resultado? Aún menos demanda, y aún más inflación, naturalmente.

En un entorno deflacionario las buenas opciones no existen. En la medida en que los precios son pegajosos y no se ajustan a la baja, todo es más caro de lo que debería ser, y en consecuencia la demanda no repunta. En la medida en que los precios sí se ajustan a la baja, se da a todo el mundo un incentivo para postergar el gasto, y en consecuencia la demanda no repunta. La economía se atasca. Viene a ser lo que pasó en la Gran Depresión de los años treinta, que duró muchos años.

La solución más simple y más directa es aumentar la masa monetaria. Por desgracia, en la época de la Gran Depresión muchas monedas aún se sustentaban en el oro, lo cual era un problema porque se puede imprimir el dinero pero no el oro.

¿O sea, que no tengo que hacer caso a los que me dicen que vincule mi sistema monetario al oro?

No.

En la Gran Depresión al final los países fueron renunciando uno por uno al patrón oro, en muchos casos a regañadientes. Al prescindir del patrón oro empezaron a imprimir papel que solo era eso, papel, e incrementaron su masa monetaria interna. Los precios comenzaron a subir, los salarios reales a bajar, y las empresas, como consecuencia, volvieron a crear empleo. Una a una, prácticamente en el mismo orden por el que habían dejado el patrón oro, esas economías empezaron a recuperarse.

Su banco central puede crear dinero de la nada. Es como un superpoder.¹ Úselo.

Pero es absurdo... ¿Imprimir miles de millones de dólares no generará hiperinflación?

A lo que se refiere usted es a billones, no a miles de millones. Desde la crisis la Reserva Federal ha creado más de dos billones de dólares en dinero nuevo, y ha estado imprimiendo billetes y comprando bonos al ritmo de cuarenta mil millones al mes, si no más. Gran parte de ese dinero no son billetes de verdad, sino que está en cuentas bancarias, pero decimos «imprimir dinero» porque resulta más fácil.

Desde que se empezó a imprimir dinero algunos comentaristas quisquillosos han estado diciendo que tarde o temprano Estados Unidos se convertiría en Zimbabue. Si no había hiperinflación en 2010, la habría en 2011. O en 2012, seguro. Pero no la ha habido.

De momento, pero ¿por qué no puede haberla? Cuarenta mil millones al mes parece mucho.

Lo parece y lo es: más de cien dólares mensuales en dinero nuevo para cada residente en Estados Unidos. Sin embargo, la razón de que no se convierta en hiperinflación es que no existe ningún vínculo simple y lineal entre la cantidad de dinero circulante —sea en billetes, en monedas o en depósitos en cuentas corrientes— y la presión de los precios en una economía. Si imprimes cien dólares y se los das a alguien que se muere de hambre se los gastará. En cambio, si se los das a una señora de noventa años con una jubilación aceptable y cierta tendencia a la aprensión quizá se limite a guardarlos en un bote de galletas, por si los necesita. Esos cien dólares no tendrán ningún efecto en estimular la demanda. Tampoco aumentarán la inflación. Y de momento, a pesar del entusiasmo con que muchos bancos centrales del mundo han impreso dinero desde 2008, gran parte de él acaba en el equivalente de un bote de galletas. Puede que el dinero esté reforzando el consumo, o bien distorsionando las decisiones y creando futuros problemas, pero lo que no hace es crear hiperinflación: la inflación se mantiene cerca de los objetivos de los bancos centrales.

Me estoy poniendo nervioso. Entiendo que si me planteo el objetivo de un 2 por ciento puedo fallar a la baja en un 2 por ciento sin provocar ninguna deflación, pero es de suponer que tenga las mismas posibilidades de equivocarme al alza en un 2 por ciento y acabar con una inflación del 4 por ciento, que según su regla del 72 doblaría los precios en menos de dos décadas. ¿No sería un problema?

No necesariamente.

No olvide que con una inflación del 4 por ciento se suelen poder conseguir tipos de interés en cuentas de ahorro que mantienen el valor de lo ahorrado, o que como mínimo reducen significativamente el ritmo del desgaste. Ya sé que en el momento en el que escribo muchos países desarrollados presentan una inflación positiva y unos tipos de interés cercanos a cero, pero no es algo habitual. La culpa la tiene la crisis financiera. En épocas de más normalidad, cuando la inflación es baja también los tipos de interés son bajos, y cuando la inflación es algo más elevada también lo son los tipos de interés.

Luego están los salarios, que acostumbran subir al ritmo de la inflación, como las pensiones. Hay alguna excepción, claro que sí (por algo hablamos de precios pegajosos), pero en general podemos partir de la premisa de que cuando los precios suben un 4 por ciento los salarios nominales, las pensiones y el rendimiento de los ahorros no van muy a la zaga. Es verdad que una inflación del 4 por ciento dobla el precio de todo en menos de veinte años, pero si también se cobra el doble, más o menos, ¿qué más da?

Puedo darle ejemplos prácticos de países con inflaciones nada desdeñables, pero que también han destacado por su crecimiento económico: India y China. Hace una generación China pasó por dos fases complicadas de inflación en que los precios aumentaban más de un 25 por ciento al año. Las consecuencias políticas fueron graves: la inflación de finales de la década de los ochenta (y los esfuerzos del gobierno por frenarla) contribuyeron a las famosas, y duramente sofocadas, manifestaciones de 1989 en la plaza de Tiananmen, pero la economía supo capear el temporal muy bien, y el rápido crecimiento de China no tardó en borrar cualquier tipo de repercusiones económicas. Al igual que China, India ha pasado por algunos episodios inflacionarios. Sin embargo, pese a una inflación media de entre el 5 y el 8 por ciento en ambos países durante los últimos veinticinco años (muy por encima de los objetivos que se plantearía cualquier banco central de un país rico), tanto India como China han crecido con pujanza. Quizá hubiera sido preferible una inflación más baja, pero es evidente que se ha podido gestionar una inflación elevada.

Para entender por qué es posible sobrevivir a una inflación del 4 o el 5 por ciento nos remontaremos otra vez a las tres funciones del dinero. En primer lugar, el dinero es un medio de intercambio, una manera de evitar la necesidad del trueque constante. ¿Una inflación del 4 por ciento anual convierte a una moneda en un mal medio de intercambio? Lo dudo. Estamos muy lejos de necesitar carretillas para transportar nuestros billetes.

En segundo lugar, el dinero es una reserva de valor. Permite que un granjero tome los ingresos que recibe de sus cosechas durante unos pocos días al año y reparta su capacidad adquisitiva. Permite a una pareja joven ahorrar para las vacaciones de verano. También permite a los trabajadores ahorrar de cara a la jubilación. ¿Una inflación del 4 por ciento anual socava la capacidad de una moneda para almacenar valor? Hasta cierto punto sí. A mí no me disuadiría de ir guardando billetes en una lata de galletas para mis vacaciones de verano, pero sí de hacer planes para la jubilación guardando billetes debajo del colchón. Aun así, si existe un sistema financiero que funcione razonablemente bien, no es un problema abrumador, porque los bancos y otras instituciones financieras ayudarán a los ahorradores en busca de una reserva de valor a encontrar a prestatarios impacientes por conseguir dinero a corto plazo. Si el tipo de interés de mi cuenta de ahorros es del 5 o el 6 por ciento, una inflación del 4 por ciento hará que no me suponga un gran problema usar el dinero como reserva de valor.

En tercer lugar, el dinero es una unidad de cuenta. Como hemos visto, se trata de una función más trascendente de lo que parecería a simple vista. La hiperinflación destruye por completo el papel de una moneda como unidad de cuenta. Tampoco en este caso, sin embargo, suele destruirlo una inflación anual del 4 por ciento.

¿Qué significa que una moneda ya no es útil como unidad de cuenta? Voy a darle un ejemplo. Hace poco salí de copas con un colega a una vinoteca elegante de West London y me cobraron casi diez libras por dos cervezas. Al principio me extrañó. Ahora que soy padre de familia las cervezas suelo tomármelas en casa, y si salgo casi siempre es con mi mujer a un restaurante; vaya, que no estaba muy al corriente del precio de las cervezas, y me parecieron caras. ¿Qué pasaba, que estaba desfasado o que me había equivocado de bar? Quizá ambas cosas, en cierto modo. El valor de las libras que llevaba en el bolsillo se volvió un poco borroso: no podía distinguir entre un aumento de precio local («aquí te timan») y una inflación global («cuando era pequeño el dinero valía algo»). Lo cierto, sin embargo, es que fue una excepción —porque la mayoría de lo que compramos lo adquirimos lo bastante a menudo para darnos cuenta de los aumentos graduales de precio—, algo carente de importancia. A ese local no creo que vuelva. Y si le eché la culpa al bar de vinos por lo que en realidad era un aumento general de la inflación, tampoco pasa nada.

En el fondo no existe ninguna razón para pensar que una inflación moderada —del 4 o el 5 por ciento— destruya las cualidades exigibles en una moneda para que sea útil como tal.

Mmm... A mí «inflación moderada» me suena un poco a «embarazo moderado». ¿Cómo sé que mi 4 por ciento anual no irá subiendo poco a poco hasta llegar al 50 por ciento anual y a la hiperinflación?

Aplaudo su inquietud, y lo primero que le respondo es que los datos históricos son bastante tranquilizadores.² Hace poco se intentó clasificar todos los episodios de hiperinflación de la historia y se obtuvo una lista de cincuenta y seis. La número cincuenta y siete se dio en Irán a finales de 2012. Tres cuartas partes de esas hiperinflaciones se produjeron en alguno de los siguientes tres núcleos, claramente delimitados: los estados centroeuropeos después de la Primera Guerra Mundial —incluida la hiperinflación más famosa de la historia, la de la Alemania de Weimar—, durante o después de la Segunda Guerra Mundial —incluida la de Hungría, la peor de la historia— y los países del bloque del Este en el momento de la desintegración de la Unión Soviética, que abarcaban más de la mitad de todas las hiperinflaciones del siglo XX. Todos ellos son ejemplos de hiperinflación posterior a alguna situación de tensión extrema en el sistema político y social. La mayoría de los ejemplos restantes, desde Zimbabue a la Francia revolucionaria, pasando por el Irán de las sanciones, también están asociados a alguna crisis política excepcional, cuando no a un desastre humanitario.

De acuerdo, pero ¿la hiperinflación es una consecuencia del desastre o es lo que causa los problemas?

Primero viene el desastre y luego la inflación, que empeora las cosas. La hiperinflación alemana de 1923 no causó la Segunda Guerra Mundial, ni la de Irán provocó las sanciones.

Lo habitual es que la hiperinflación sea una consecuencia de que las autoridades no dispongan de bastante dinero para reaccionar ante una situación insólita, como por ejemplo costear una guerra o seguir pagando el sueldo de los funcionarios durante una revuelta social y económica que dificulte el cobro de un volumen suficiente de impuestos; entonces no ven otra opción que imprimir dinero de forma indefinida. El problema es que una cosa es que los gobiernos puedan crear dinero de la nada y otra muy distinta lograr que la gente acepte ese dinero en pago de sus servicios. A medida que la imprenta va escupiendo billetes sin parar, la cantidad de dinero en efectivo que persigue la compra de un producto concreto aumenta más y más. Otro tanto, inevitablemente, hacen los precios, con lo que se crea una espiral que se alimenta a sí misma: la gente, como es lógico, prevé que los precios seguirán aumentando, de modo que todos exigen que se les suba el sueldo. La situación se descontrola en poco tiempo. No solo siguen subiendo los precios, efectivamente, sino que también aumenta la velocidad a la que suben: se acelera la inflación.

Está claro que en principio se podría formar una «espiral de salarios y precios» parecida con niveles moderados de inflación y en una economía que no experimentase nada tan traumático como una guerra o una revolución, pero la historia nos enseña que no suele ser así. En los años setenta, época en que la suma del aumento del precio del petróleo y unas políticas monetarias poco rigurosas desembocó en una inflación anual de dos cifras, superior en ciertos casos al 20 por ciento, algunos países ricos pasaron por lo que parecería una espiral de salarios y precios, pero no es lo mismo una inflación anual de 20 que una mensual de 50. Ni se parecen. Al final, además, los bancos centrales consiguieron impedir que la espiral se convirtiese en hiperinflación.

En última instancia, como cualquier superhéroe que se precie, tendrá usted que darse cuenta de que un mayor poder comporta una mayor responsabilidad. Tiene que saber cuándo parar.

Como cuando te tomas un par de cervezas y tienes que decirte «basta», ¿no?

Exacto: la primera caña puede animar una velada tediosa, pero beber constantemente no es una buena idea. William McChesney Martin, que presidió la Reserva Federal en las décadas de 1950 y 1960, explicó que su trabajo era «llevarme la ponchera justo cuando se anima la fiesta». El anfitrión de una fiesta no solo no está interesado en que la situación se desmadre, sino que también debe ser previsor, porque los efectos del alcohol son diferidos. Cuando aparezcan los primeros síntomas de borrachera lo más probable es que la gente tenga en el estómago un par de copas más a punto de manifestarse. En el caso de la política monetaria ocurre algo parecido: todo sucede con cierta demora.

Alguna que otra vez me habrán visto calcular mal la ingesta de cerveza, no lo niego. ¿Hay algo que pueda avisarme de que estoy imprimiendo demasiado dinero?

Existen algunos indicios, pero por desgracia no son de una claridad meridiana.

El primero es que la gente empieza a ser muy consciente de la inflación al tomar decisiones. Como hemos visto, un poco de inflación ayuda, entre otras cosas justamente porque las personas tienden a no pensar en ella de manera muy clara —como el profesor de economía al que le ofrecían una subida de sueldo del 3 por ciento cuando la inflación era del 6 por ciento— y eso facilita el ajuste a la baja de algunos precios reales en caso de necesidad. Ahora bien, si la inflación llega al 25 por ciento anual, por decir algo, la mayoría de la gente la tomará en cuenta de forma explícita en su día a día, porque ignorarla sale demasiado caro. Empezará a incluirla en los contratos, y a imponer costes adicionales al hacer negocios. Cuando la expectativa de la inflación arraiga en la forma de pensar, también se dificultan los esfuerzos para reducirla.

El segundo aviso es lo que llaman algunos economistas «malinversión». Para entenderlo acuérdese de que hasta los más fervorosos defensores de imprimir dinero reconocen que tiene sus límites. La capacidad de una economía determinada para producir bienes y servicios en un momento dado es finita. Fábricas hay las que hay, y horas del día también. Se pueden incorporar nuevas tecnologías, pero siempre a su ritmo. Cuando se imprime dinero la intención es que la economía funcione a toda su capacidad, o casi, pero si la economía ya está al límite de su capacidad de producción, ¿adónde acabará yendo el dinero de más que se imprime? Si no hay oportunidades de inversión sensatas la gente empezará a invertir en activos como acciones de empresas punto com, pisos en Shanghai o bonos sustentados en hipotecas subprime. Al principio esta malinversión parece rentable, porque suben los precios de los activos, pero tarde o temprano la burbuja explota y la economía se resiente.

El problema es que la malinversión no siempre se aprecia a simple vista. Pensemos en la incidencia de Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos entre mediados de los años ochenta y mediados de la primera década de nuestro siglo. El señor Greenspan utilizó la política monetaria para bajar los tipos de interés siempre que alguna economía parecía en peligro, alimentando de ese modo una serie de burbujas que empezaron en los años de las punto com, siguieron con las hipotecas subprime y acabaron con la burbuja crediticia que tantos estragos ha hecho en la economía mundial. El quid de la cuestión es que bajo el mandato de Greenspan la inflación siempre fue moderada, y por ello en su momento no hubo una postura consensuada sobre si su política monetaria era demasiado laxa. De hecho, ni siquiera con la perspectiva actual se puede estar seguro.

Vaya, que primero me asusta con la deflación y ahora me alarma con que no hay que dejar que suba demasiado la inflación. Pues yo sigo sin entender que dos cervezas —perdón, el 2 por ciento— sea el número mágico al que haya que tender. ¿Por qué no un objetivo de inflación del 1 por ciento, o del 4 por ciento?

Es un tema muy candente. El principal economista del Fondo Monetario Internacional (FMI), Olivier Blanchard —que es también una figura del mundo académico—, lanzó la idea de un objetivo de inflación del 4 por ciento en 2010. Muchos especialistas de todo el espectro político abogaban a su vez por elevar los objetivos de inflación, desde Greg Mankiw (profesor de Harvard, autor de libros de texto y asesor de George W. Bush) hasta Paul Krugman (profesor de Princeton, premio Nobel y eterno azote de los republicanos).

Hay una razón muy simple para sospechar que un objetivo más alto podría ser un acierto: disminuye el riesgo de deflación, lo cual es sensato, ya que la deflación es peligrosa y difícil de solucionar.

Otras razones tienen más luces y sombras. Una inflación del 4 por ciento podría ayudar a que los precios se ajustasen de forma más sensata que un objetivo del 2 por ciento; concretamente, cuando es necesario que bajen los salarios reales pero los salarios nominales se obstinan en seguir como están, una inflación más elevada permite que bajen más deprisa los salarios reales. Cierto, pero existe una contrapartida: en un mundo en que los precios tienden a ser molestamente pegajosos, una mayor inflación subyacente genera distorsiones. Imaginemos, por poner un ejemplo, una carta de restaurante que solo se pudiera reimprimir cada tres años. Con una inflación subyacente del 2 por ciento los precios de la carta quedarían un 6 por ciento por debajo de los iniciales antes de que se pudieran reimprimir; con una inflación del 4 por ciento, es obvio que la distorsión sería dos veces mayor. Que el objetivo de inflación sea más alto o más bajo es una cuestión de equilibrio.

Otro argumento de doble filo en defensa de una inflación más elevada es que hace desaparecer las deudas. No puede discutirse que la crisis económica ha dejado una estela de deudas muy cuantiosas que creaban problemas. Una diosa económica que con un toque de varita hubiera condonado una parte de la deuda habría ayudado a que la economía volviese a crecer, ya que habría sido más fácil que gastasen el dinero sobrante los deudores beneficiados que los acreedores. Un brote sorpresivo de inflación habría tenido aproximadamente el mismo efecto que la varita mágica de la diosa. Sin embargo, este argumento tiene dos problemas. En primer lugar, no es justo hacer sufrir a los acreedores —las personas que ahorran para la jubilación, sin ir más lejos— porque les convenga a todos los demás. En segundo lugar, es una práctica que a poco que se repita hará que los futuros acreedores exijan tipos de interés más altos, en detrimento de los futuros prestatarios.

Mira usted los toros desde la barrera. Espero que esté cómodo.

Solo intento aclarar las dos posturas del debate, porque es una cuestión de equilibrismo. Antes de que le explique qué creo que debería hacer, también podría tomar usted en cuenta el objetivo de PIB nominal.

¿Eso existe?

Sí. Disculpe el tecnicismo: uno de los temas de mayor actualidad en las ciencias económicas es el objetivo de PIB nominal. La idea básica es la siguiente. Imagínese que su economía crece a un promedio del 3 por ciento anual, con un objetivo de inflación del 2 por ciento. Se deduce que el crecimiento del PIB «nominal» es de un 5 por ciento al año, del que tres puntos son crecimiento de verdad y los otros dos puntos porcentuales corresponden a la inflación. Por lo tanto, en vez de perseguir una inflación del 2 por ciento podría usted poner como objetivo un crecimiento del 5 por ciento del PIB nominal, o PIBN.

Capto la idea, pero no veo de qué sirve. ¿Para qué voy a poner objetivos al crecimiento del PIB nominal, y no a la inflación?

El banco central puede tener una incidencia bastante directa en la inflación, pero su influjo en el crecimiento del PIB real no pasa de ser indirecto, es decir, que en el fondo un objetivo de PIBN solo es un objetivo de inflación que sube y baja. Cuando el crecimiento real es lento, el banco central se pone como meta una inflación más elevada e imprime más dinero. Cuando la economía crece deprisa, el banco central se vuelve más estricto. (Es un juego al que se puede jugar de otras maneras, pero ya me habrá entendido.) La idea que hay detrás es que en caso de necesidad un objetivo de PIBN nos aporta los mismos beneficios que un objetivo elevado de inflación, pero que la inflación media debería ser del 2 por ciento, como pretendíamos desde el principio.

Parece inteligente. ¿Por qué no lo hago?

Bueno, la economía es suya... Si quiere hacerlo usted mismo, pero yo tengo miedo de que quizá sea una idea demasiado inteligente para su propio bien. En teoría es brillante. En la práctica presenta dos problemas graves: que la población no tendrá la menor idea de qué intenta hacer el banco central y que el objetivo de inflación implícito siempre se estará moviendo, cosa que dificultará la planificación de los asuntos financieros por parte de la gente.

Mmm... Venga, pues salga ya de la barrera: ¿cuánta inflación es «la justa»?

Yo creo que debería usted aumentar el objetivo de inflación hasta el 3 por ciento, o quizá incluso al 4. Es arriesgado, por supuesto. Su banco central ha trabajado mucho para adquirir credibilidad como duro fajador contra la inflación, y esa credibilidad es importante para todos. Un nuevo objetivo de inflación —o incluso todo un nuevo sistema, como el de los objetivos de PIBN— podría trastocar los equilibrios de la economía. El statu quo es atractivo.

Pero sea valiente, que por algo es nuevo en estas lides. En gran medida los costes y los beneficios de un objetivo de inflación del 4 por ciento que he expuesto hace un momento —más distorsiones en los precios, pero más facilidad para ajustar salarios— se neutralizan entre sí, y la verdad es que si analizamos a fondo los costes de una inflación del 4 por ciento y no del 2 por ciento es difícil encontrar algo grave.

A mi modo de ver el argumento irrebatible a favor de un objetivo de inflación más elevado es el que llevó al responsable económico del FMI a dar el paso extraordinario de proponer esta idea tan radical: un objetivo de inflación del 4 por ciento puede ayudar a evitar una trampa económica muy perniciosa.

¿Una trampa?

Imagínese una recesión durante la que los tipos de interés nominal cayeran a cero, o casi a cero. No, no se lo imagine: mire a su alrededor. Ahora mismo, cuando escribo, la descripción se aplica a Estados Unidos, Reino Unido, Japón y la eurozona. Dé gracias si su economía se ha salvado.

En esta situación, que no tiene nada de hipotética, ¿qué puede hacer el banco central para estimular más la economía? Una cosa que no se puede hacer es reducir los tipos de interés nominal, que de cero no bajan. La razón es evidente. A un tipo de interés de menos 1 por ciento muy poca gente depositaría dinero en un banco, porque se obtiene una rentabilidad superior (concretamente igual a cero) guardándolo debajo del colchón. Los responsables de los bancos centrales valoran mucho una norma general que especifica cómo hay que cambiar los tipos de interés en respuesta a las tendencias de la inflación y el PIB. De esta norma se colige que cuando la crisis tocaba fondo los tipos de interés nominal deberían haber sido de menos 2 por ciento. Obviamente no lo fueron, ni podrían haberlo sido. Eso quiere decir que había demasiada gente que ahorraba y demasiada poca gente que gastaba, y que la economía tardó más tiempo de lo debido en recuperarse.

Ya que el banco central no puede fomentar un auge del consumo o de las inversiones bajando los tipos de interés nominal, en principio sí podría reducir los tipos de interés reales creando inflación. Si la inflación es del 2 por ciento, el tipo de interés real más bajo posible es de menos 2 por ciento. Suena bajo, pero en una recesión grave quizá no lo sea bastante, ni de lejos. Cuanto más alta es la inflación, más bajo queda en realidad el «cero». Ahora bien, si la economía ya está por los suelos puede ser difícil crear inflación. Por eso es útil partir de una tasa más alta de inflación.

¿Por qué? ¿No puedo imprimir dinero y crear inflación siempre que quiera?

Imprimir dinero solo crea inflación si la gente quiere gastárselo enseguida, cosa que es posible que no hagan. A fin de cuentas los tipos de interés ya están a cero, y si hubiera ganas de gastar dinero la gente ya podría tomarlo prestado a cambio de nada. Quizá en vez de gastarlo sean como la aprensiva anciana de noventa años a quien nos hemos imaginado anteriormente, y lo guarden en un bote de galletas. A fin de cuentas es una recesión. Nunca se sabe cuándo puede hacer falta el dinero.

Si la prudencia frena el gasto, el banco central podría imprimir sumas ingentes de dinero sin crear ninguna presión inflacionaria, situación que recibe el nombre de «trampa de la liquidez». Esta expresión describe lo que sucedió en los primeros años de la Gran Depresión, y se consideró durante décadas un caso excepcional, pero ahora la trampa de la liquidez vuelve a ser un campo de investigación activo, lo cual no me extraña.

En teoría, un banco central decidido y resuelto debería poder evitar la trampa de la liquidez haciendo que la gente esperase inflación en el futuro. Lo que quiere decir el banco central es lo siguiente: «Cuando salgamos de esta trampa de la liquidez más os vale creer que subirán los precios y que el dinero que tenéis en el bolsillo valdrá menos». Sería conveniente, porque el miedo a la inflación futura animaría a la gente a gastarse su dinero antes de que su valor quedara mermado.

Sin embargo, los bancos centrales se han resistido a ser tan francos. En 2002, ante una serie de indicios que apuntaban a la posibilidad de una deflación, Ben Bernanke (que entonces solo era uno de los gobernadores de la Reserva Federal) anunció en un discurso que en el caso improbable de que se produjese una deflación «podemos tranquilizarnos pensando que deberá imponerse por sí sola la lógica de la imprenta». Dicho de otra manera: si se imprime bastante dinero, se acabará la deflación.

Ahora bien, cuando Bernanke ocupó el máximo cargo de la Fed y tuvo que hacer frente a una trampa de la liquidez real, titubeó. Cuando todo es hipotético es muy fácil hablar de «la imprenta»; cuando se es el jefe no tanto. Hubo que esperar hasta septiembre de 2012 para que la Reserva Federal emitiese un comunicado en el que anunciaba la impresión indefinida de moneda y explicaba que incluso después de que la recuperación se consolidase la política monetaria sería «muy acomodante»; dicho de otro modo: los tipos de interés serían muy bajos. Finalmente la Reserva Federal intentaba prometer inflación para el futuro, pero sonaba insulso y burocrático.

Las declaraciones de Bernanke me recuerdan a cuando un padre blandengue intenta regañar en público a un niño travieso: «¡Más vale que te portes bien, porque al volver a casa te vas directo a la cama sin cenar! Lo digo en serio. ¡Es la última vez que te aviso! ¡No lo repetiré! ¡Va en serio! ¡No lo digo en broma!».

Claro, el niño nunca se toma en serio a un padre tan indulgente, y a su debido tiempo la cena estará encima de la mesa. La promesa de inflación del pobre Bernanke se parece mucho: «Más vale que gastéis dinero ahora mismo, porque al salir de esta trampa de la liquidez crearé inflación. ¡Lo digo en serio! ¡De verdad! ¡Último aviso! ¡No va en broma!».

Hay que entenderle. Es muy fácil comprender por qué a los responsables de los bancos centrales les resulta tan difícil que sea creíble la amenaza de la inflación. Han dedicado toda su vida laboral a hacer justo la promesa contraria. Durante décadas —incluidos algunos años de gran dureza bajo la presidencia de Paul Volcker—, la Reserva Federal se forjó la fama de librar una guerra interminable y sin cuartel contra la inflación. Es una fama tan potente y valiosa que, como es natural, la gente tiene dudas de que al final de la crisis la Reserva Federal aliente la inflación. El problema es que si la gente no se cree la amenaza tampoco empezará a gastar, y la depresión se alargará. Por eso hay economistas que como Olivier Blanchard, del FMI, han llegado a la conclusión de que los bancos centrales deberían haberse puesto desde siempre un objetivo más alto de inflación.

Entonces ¿qué hago si mi economía cae en una trampa de la liquidez?

Para empezar, más vale no caer en ella. Por eso habría sido tan útil el objetivo de inflación del 4 por ciento. Si lo adopta, la próxima vez le ayudará; «próxima vez», digámoslo con claridad, que es de esperar que tarde muchas décadas. En lo que se refiere a la trampa de la liquidez de hoy, quizá sea el momento de no pensar tanto en la imprenta y fijarse en la política que más firmemente se asocia a John Maynard Keynes: el estímulo fiscal.