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Si la Tesorería se pusiera a llenar botellas viejas con billetes de banco, las enterrara a profundidad conveniente en minas de carbón abandonadas, que luego se cubrieran con escombros de la ciudad, y dejara a la iniciativa privada, de conformidad con los bien experimentados principios del laissez-faire, el cuidado de desenterrar nuevamente los billetes [...] no se necesitaría que hubiera más desocupación y, con ayuda de las repercusiones, el ingreso real de la comunidad y también su riqueza de capital probablemente rebasarían en buena medida su nivel actual.
JOHN MAYNARD KEYNES, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero
¿Son sus palabras? ¿De verdad? (¿Ve como le decía que me leo las citas que encabezan los capítulos?)
Lo son, en efecto. John Maynard Keynes dio a entender que se podía fomentar no solo el empleo, sino los ingresos y la riqueza, imprimiendo dinero y enterrándolo.
Creía que íbamos a marcar distancias respecto a la idea de imprimir dinero.
Bueno, vale. Algo nos quiso decir Keynes al proponer una idea flagrantemente absurda. Sigamos su ejemplo y busquemos otra igual de ridícula que no consista en imprimir dinero. Pongamos que su gobierno encuentra un almacén lleno de monedas de chocolate caducado, restos de alguna juerga navideña de mediados de los años noventa. (No serviría chocolate en buen estado: fabricar nuevas monedas de chocolate podría estimular accidentalmente los sectores del azúcar, el cacao, la leche y el papel de aluminio dorado, y nosotros queremos que nuestro ejemplo carezca de cualquier sentido.) Luego se contrata a un pequeño ejército de gente para que entierre las monedas de chocolate caducado en las entrañas de alguna mina en desuso. A continuación se contrata a otro pequeño ejército de gente para que las excave. Imagíneselo como un cruce entre Sísifo y Willy Wonka.
Muy bien. ¿Y se puede saber por qué iba a hacerlo?
No, si es evidente que no lo haría. Podría decidir que su gobierno tratase de potenciar la economía mediante la contratación de un pequeño ejército de gente, pero está claro que solo un loco les haría enterrar y desenterrar monedas de chocolate. No, usted les pondría a trabajar en algo rutinario y de apariencia sensata, como barrer la vía pública, velar por el orden ciudadano o hacer calles nuevas, ¿verdad?
Supongo que sí. O construir casas. O modernizar la red de metro. Ahora que lo pienso, quizá aprovecharan mejor el tiempo haciendo llegar banda ancha de gran velocidad a las zonas rurales. Podrían trabajar en la educación de los niños pequeños, mejorando sus resultados y ahorrando tiempo a los padres, que de ese modo podrían ingresar en el mercado de trabajo. También podríamos ponerles a trabajar en infraestructuras de energías verdes. Hay tantas posibilidades... ¿Usted qué me aconseja?
Pues mire, ilustra usted una de las razones que llevaron a Keynes a decidirse por un ejemplo tan extraño. Como es una persona sensata, se centraría en los aspectos microeconómicos de los proyectos, lo cual implica formular preguntas irritantemente sensatas como «¿cuáles son los beneficios de hacer barrer la vía pública?», «¿los barrenderos hacen bien su trabajo?» o «¿nos beneficiaría más externalizarlo y usar el dinero de los contribuyentes para pagar a una empresa del sector privado?». Hasta es posible que hiciera bien en no seguir adelante y confiar en que si los ciudadanos quieren calles limpias ya se organizarán ellos para conseguirlo.
Son preguntas microeconómicas perfectamente válidas que plantear a los proyectos de un gobierno, pero el gasto público también tiene una vertiente macroeconómica. Quizá a Keynes le preocupase que al tomar en consideración un proyecto con repercusiones macroeconómicas nos distrajésemos con los detalles. (¿De verdad que es la mejor manera de tener limpias las calles? ¿Qué preferimos, banda ancha rural o una red de metro modernizada?) Al final rechazamos proyectos porque sus beneficios microeconómicos son cuestionables, aunque macroeconómicamente parezcan prometedores.
Una manera de centrarnos mejor en los argumentos macroeconómicos a favor del gasto gubernamental es sopesar una política que a simple vista ya carezca de cualquier efecto beneficioso, como enterrar y desenterrar monedas de chocolate. (Por cierto, Keynes tenía otro motivo para hablar de billetes enterrados: también quiso establecer una comparación con la minería del oro y de la plata. Por suerte, a diferencia de él, nosotros no tenemos que entrar en debates sobre el patrón oro.)
Naturalmente que sería mejor construir casas o redes de metro, pero de momento sigamos a Keynes y elijamos alguna tontería para poder pensar más claramente en los efectos del gasto público de cualquier tipo sobre la economía. ¿Qué pasa si su gobierno se gasta pongamos que un millón de dólares en contratar a gente para algo sin sentido, completamente estúpido?
Sospecho que mi popularidad en las encuestas bajará.
Eso también, pero ciñámonos a los efectos macroeconómicos. A los economistas este tema les intriga tanto que lo designan con una expresión horriblemente técnica: «multiplicador de gasto».
El multiplicador de gasto consiste en lo siguiente. Si su gobierno se gasta un millón de libras, y la economía, como consecuencia, crece en un millón de libras, el multiplicador es uno. Si se gasta usted un millón de libras y la economía no crece nada, el multiplicador es cero. Si la economía crece medio millón de libras a causa del gasto suplementario, el multiplicador es 0,5. Seguro que ya ha captado la idea. El multiplicador puede ser negativo: pongamos que se gasta un millón de libras y a consecuencia de ello la economía se contrae doscientas mil libras. En ese caso el multiplicador es de menos 0,2. También puede ser mayor que 1. Con un multiplicador de 1,6, por cada millón de libras que gaste verá crecer el PIB en un millón seiscientas mil libras.
Empecemos pensando en un par de casos sencillos que lo ejemplifiquen. Si usted pusiera en práctica su política de las monedas de chocolate en un momento en el que la economía marchara bien, obtendría un multiplicador de gasto cero. Su economía está limitada por restricciones en el suministro: el stock de equipos, las infraestructuras disponibles, la fuerza de trabajo, su cualificación y el número de horas del día. Si contrata a personas para que sepulten y exhumen monedas de chocolate significará necesariamente que no estén disponibles para instalar cocinas, hacer de camareros o vender seguros. A medida que se expanda la parte de la economía controlada por su gobierno, deberá contraerse el sector privado para dejarle sitio. Tal vez se deba a que suben los impuestos y la gente se gasta menos dinero en cocinas, o a que el programa de las monedas de chocolate hace aumentar los sueldos hasta que a la compañía de seguros le sale demasiado caro contratar a agentes y quiebra. Independientemente del motivo, sabemos —puesto que no hay ninguna depresión— que ningún nuevo programa de gasto público hará que se expanda la economía. En eso consiste un multiplicador de gasto cero: cada libra gastada por el gobierno incrementa la economía en cero libras.
Debo indicar que eso no entraña que cualquier gasto público en una economía boyante sea una idea pésima, sino solo que tenemos que someter las prioridades de gasto a la prueba de los costes y los beneficios; tanto es así que un test tradicional de coste-beneficio aplicado a las políticas públicas —como «¿de verdad que enterrar y desenterrar monedas de chocolate caducado es lo mejor que podemos hacer con un millón de libras?»— parte de la premisa de un multiplicador cero. Por definición, un programa de gasto de un millón de libras aumenta el volumen del sector público en un millón de libras, así que en el supuesto de que el conjunto de la economía mantenga las mismas dimensiones un multiplicador cero comportaría que el sector privado tuviera que encogerse en un millón de libras. He ahí el auténtico significado de decir que un proyecto le cuesta al país un millón de libras. Hay que analizar los méritos propios de cada política, no aferrarse a la esperanza de que genere algún vago beneficio para la economía en general. Si la política es enterrar monedas de chocolate, no pasará el test de coste-beneficio. Si, por el contrario, se trata de hacer carreteras o dotar hospitales, la política en cuestión podría pasar perfectamente el test de coste-beneficio. Valdría la pena incluso si el multiplicador fuera cero.
Ahora imaginemos que estamos en una depresión como la de 1929 —la que hizo escribir a Keyner su Teoría general—, o como la crisis financiera de estos últimos años, que ha llevado a muchos gobiernos a instaurar programas de estímulos. Hay mucha gente en paro por culpa de los sueldos o los precios pegajosos. La gente ahorra en vez de gastar, y los ahorros se guardan en latas de galletas de nonagenarias o debajo de colchones, en vez de sufragar inversiones en nuevas carreteras o fábricas. En este caso el límite de la producción económica no es la oferta, sino la demanda, es decir, que a todas luces cabe la posibilidad de que el programa de gasto del gobierno contrate a personas sin apartarlas del sector privado. Imagínese que lo hace usted: gasta un millón de libras en contratar a extractores de monedas de chocolate, pero sin que se contraiga lo más mínimo el sector privado. En este caso cada libra que gane hará crecer la economía en una libra. Dicho en jerga: el multiplicador de gasto es uno. El programa de monedas de chocolate es gratuito a todos los efectos, y la única pregunta que hay que formular en términos de coste-beneficio es: si el gobierno dispone de un millón de libras que gastar sin contrapartidas, ¿la mejor manera de usar ese regalo es el reciclaje de monedas de chocolate?
Espere un momento. Si no imprimimos dinero, el millón de libras tendrá que salir de alguna parte. Si subo los impuestos en un millón de libras para sufragar mi programa de monedas de chocolate, ¿no deprimiré la economía en el mismo grado en que la estimula el programa del gobierno?
No nos precipitemos. Su gobierno gasta un millón de libras más, pero ¿la población gasta un millón de libras menos? No necesariamente. Piense en cómo reaccionaría usted si tuviera que pagar más impuestos de lo que tenía previsto. Por un lado podría recortar gastos, cancelando por ejemplo sus planes de salir el fin de semana. Por otro lado podría tomar la decisión de gastarse una parte de sus ahorros o recurrir a la tarjeta de crédito para poder salir igualmente el fin de semana. En vez de acusar el golpe de manera inmediata recortaría sus gastos durante un período mucho más largo, a medida que llegasen los cargos de la tarjeta o fuera usted reponiendo sus ahorros. Que es justamente lo que estamos intentando conseguir para reactivar la economía en este momento, claro: que la gente pida préstamos o gaste sus ahorros.
Los economistas lo llaman «suavización del consumo», que suena mejor. Yo, por ejemplo, en uno de mis primeros trabajos tuve la suerte de cobrar un incentivo al firmar el contrato, pero no salí enseguida a gastármelo, sino que lo deposité en una cuenta de ahorro. Transcurrido un tiempo dejé aquel empleo, y al quedarme en paro no me instalé enseguida en casa de mi padre, sino que dediqué una parte de mis ahorros a pagar el alquiler mientras buscaba otro trabajo. Es lo que se llama suavización del consumo. No quiere hacerlo todo el mundo, ni siempre se puede: hay quien carece de ahorros, o de descubierto, o de tarjeta de crédito, pero sí puede hacerlo y lo hace mucha gente. Casi todos lo consideramos de sentido común. El resultado es que si el gobierno gasta un millón de libras más y se los cobra en impuestos a los contribuyentes tal vez estos últimos no reduzcan su gasto en el millón entero.
En la realidad no verá usted que los gobiernos suban los impuestos para sufragar sus programas de estímulo. Lo que verá es que piden préstamos, lo cual incrementa el multiplicador.
¿Por qué?
En teoría debería dar lo mismo. Los contribuyentes deberían decirse: «Está muy bien que el gobierno no haya subido ahora los impuestos para pagar todo este gasto, pero tarde o temprano tendrá que subirlos, y al final la subida será mayor a causa de los intereses. Me conviene apartar desde ahora mismo un poco de dinero para cuando suban los impuestos». Si fuera así, sufragar el gasto público mediante la deuda y no con una subida de impuestos, no cambiaría nada para nadie, pero claro, en la práctica no es lo que ocurre. La gente no aparta la cantidad entera para pagar futuros impuestos. Por lo tanto, si financia usted sus gastos con deuda pública en vez de querer subir impuestos para equilibrar el presupuesto tenderá a obtener un multiplicador más alto.
Pero ¿si contraigo una deuda de un millón de dólares no haré subir los tipos de interés, y eso no hará que la gente aplace sus gastos?
Sería así en caso de que la economía no estuviera en crisis, pero acuérdese de que partimos de la premisa de que el programa de monedas de chocolate se implanta en una economía aquejada por una grave depresión, y en las depresiones la gente no tiene muchas ganas de prestar dinero, así que si no compite usted con otros prestatarios en potencia es muy posible que pueda pedir dinero para su programa de estímulo sin hacer subir los tipos de interés.
¿Ha oído alguna vez eso de que nada es gratis? Pues lo que me describe tiene toda la pinta de ser gratis.
Claro, es que de eso se trata. Cuando el consejo de asesores económicos de Barack Obama calculó el efecto multiplicador de las medidas de estímulo de 2009, por ejemplo, trabajó con multiplicadores de hasta el 1,6. Por decirlo de otro modo, previó que por cada millón de dólares que el gobierno tomase prestado y gastase la economía de Estados Unidos crecería en un millón seiscientos mil dólares.
Si puede haber un multiplicador de 1,6 es porque en principio cada libra que se gasta usted en contratar a expertos en monedas de chocolate puede circular por varias transacciones, cada una de las cuales computa para el PIB. Veamos un ejemplo. Uno de los mineros para el asunto de las monedas de chocolate que acaba de contratar —pongamos que se llame Annie— recibe la primera semanada, cien libras, y para celebrarlo invita a su familia a un restaurante del barrio. Al día siguiente el dueño del restaurante, a quien llamaremos Bill, usa las cien libras para comprarse un cuadro de la galería de Charlie al que hace tiempo le tenía echado el ojo. Charlie usa las cien libras para pagarle a Diana la reparación de las goteras que tiene en el tejado. Podríamos seguir.
Venga, que alguna trampa tiene que haber.
De acuerdo, hay una; bueno, tres, en realidad. La primera ya la conocemos: más vale que al poner en marcha su programa de monedas de chocolate se haya cerciorado bien de que la economía está pasando por una depresión, ya que cuando un gobierno gasta dinero para intentar reactivar la economía puede darse el caso de que esta retroceda. Puede hacerlo a través del sistema financiero: cuando usted gaste dinero, los tipos de interés tenderán a subir, lo cual, como ha dicho usted mismo, fomentará que la gente aplace sus gastos. También puede hacerlo estableciendo un límite infranqueable a lo que puede producir la economía: si al contratar a buenos profesionales los aparta del sector privado, si usa combustible que se necesitaba para otros menesteres y si alquila oficinas que querían otros, el resultado no será un aumento de la producción real de la economía, sino una mera inflación.
Para conseguir un multiplicador elevado hay que partir de que no se produzcan estos retrocesos económicos. Los tipos de interés están a cero y no suben. Abundan los desempleados, hay maquinaria en desuso y edificios vacíos. El único efecto de las minas de monedas de chocolate es acortar las colas del paro. El aumento de la producción no es inflacionario, sino totalmente real. En estas circunstancias el multiplicador puede ser muy elevado, pero solo en ellas.
La segunda trampa es que si se equivoca al elegir en qué gasta el dinero para estimular la economía el multiplicador puede acabar siendo inferior a cero. Supongamos que recauda impuestos por valor de un millón de libras y lo gasta todo en comprar vinos franceses de reserva para la bodega del gobierno. Es que da tanta sed gobernar un país... La respuesta de los ciudadanos al millón de libras más de impuestos es gastar menos. Encima usted va y se gasta en Francia el millón de libras de la población, expandiendo la economía francesa y contrayendo la propia. El multiplicador es negativo. Por lo tanto, compre productos del país.
Creía que los economistas estaban rotundamente a favor del libre comercio.
Somos grandes partidarios del libre comercio, porque suele ser la manera de conseguir productos más baratos y de más calidad, pero en este caso partimos de una situación muy especial: la falta de demanda ha hecho que la economía quede atascada en una recesión, y el gobierno se propone estimularla. En estas circunstancias la discriminación de los productos extranjeros tiene sentido para el conjunto de la economía.
Ha dicho que las trampas eran tres. ¿Cuál es la tercera?
Hemos hablado de un programa único: se recauda un millón de libras mediante impuestos o deuda, se gasta el millón y ¡bum! La economía recibe una inyección de adrenalina que necesitaba como agua de mayo. Sin embargo, los proyectos públicos tienden, por naturaleza, a generar intereses creados, con grandes incentivos para que el dinero circule de forma indefinida. Antes de que se haya dado cuenta verá usted que la Unión de Enterradores y Exhumadores de Cacao contrata a lobistas, que los diputados por distritos donde hay minas en desuso piden ampliar el programa, que los funcionarios responsables de este último hacen todo lo posible por proteger sus cargos, etcétera. Podría acabar siendo un ejemplo de premura en la decisión y tiempo de sobra para arrepentirse.
¿Y si pido un préstamo de un millón de libras y lo uso para bajar el impuesto sobre la renta en vez de sufragar el gasto público? Ya no tendría que arrepentirme tanto tiempo, ¿no?
Le podría resultar difícil volver a subir el mismo impuesto. De todos modos, hay un motivo por el que es más eficaz estimular la economía a través del gasto público que bajando impuestos a la población: una parte de lo que no se recauda va a cuentas de ahorro o se gasta en productos importados, dos cosas que no estimulan directamente la economía. El sentido de los estímulos es que se gaste el dinero, y la mejor manera de garantizarlo es que sea usted mismo quien lo gaste.
Por otra parte, sí es cierto que las bajadas de impuestos tienen la ventaja de que se tarda muy poco en aplicarlas, mientras que pueden hacer falta meses para organizar la logística de la compra de monedas de chocolate. Además, si lo que baja usted es el IVA, y no el impuesto sobre la renta, obtendrá un efecto más directo en lo que a incentivar el gasto se refiere. Aun así, si quiere asegurarse de que el dinero se gasta en potenciar la economía, teóricamente la mejor manera es que lo gaste usted mismo.
Basta de teorías. Antes de contratar a mi ejército de manipuladores de monedas de chocolate quiero poder saber de antemano cuáles serán los efectos económicos. ¿El multiplicador será negativo, cero, uno, 1,6? ¿Qué pruebas reales existen?
Me temo que es una pregunta un poco delicada. Yo soy partidario de usar la mayor cantidad posible de pruebas empíricas, pero en lo referente al multiplicador no es fácil. En las economías complejas suceden demasiadas cosas.
Piense, para ser concretos, en Estados Unidos. Los primeros estímulos se remontan a la presidencia de George W. Bush, con una reducción de impuestos a la mayoría de los contribuyentes por un valor total de unos cien millones de dólares en 2008. A principios de 2009, tras la elección del presidente Obama, se aprobaron ochocientos mil millones de dólares más en concepto de estímulos, casi trescientos mil de los cuales tomaron la forma de bajadas de impuestos y otros recortes impositivos. Otras partidas, como por ejemplo cien mil millones de dólares para infraestructuras, no se gastaron necesariamente en 2009, pero había algunas —como los cincuenta mil millones para ayudas a distritos escolares— que estaban pensadas para contrarrestar los recortes en el gasto público a un nivel más local, es decir, que en el fondo no eran «estímulos», sino «antiantiestímulos». Después estaba el famoso y criticado programa de «dinero por tartanas»: en verano de 2009, a lo largo de un mes, el gobierno pagó cuatro mil dólares a quien cambiara su coche viejo por otro más nuevo y eficiente. En esos momentos la política monetaria era muy laxa. La Reserva Federal imprimía dinero, bajaba los tipos de interés y no escatimaba ayudas a los bancos y las compañías de seguros en aprietos. Las exportaciones estadounidenses se encontraban con mercados débiles. Repito que pasaban muchas cosas. ¿Qué diremos, entonces? ¿Que los estímulos fueron demasiados o demasiado pocos? ¿Que se gastaron en el buen momento o en el malo? ¿Que tenían posibilidades de aumentar el consumo o que estaban enfocados a otras prioridades? ¿Qué habría pasado en un universo alternativo sin estímulos? Podemos intentar analizar la evolución del paro y del crecimiento económico y compararla con la inyección de estímulos, pero las conclusiones distarían mucho de ser concluyentes. Algo similar puede decirse de Brasil, China, España, Francia, Grecia, Islanda, Irlanda, Italia, Japón, Reino Unido y tantos otros países que respondieron a la crisis financiera con una extensa panoplia de medidas, en un contexto de fluctuaciones económicas mundiales. Aun siendo bienintencionados, es difícil saber con certeza cuáles fueron los efectos de cada medida.
Según algunos estudios dignos de confianza hechos después de los estímulos en Estados Unidos, en el caso de la mayoría de los que tuvieron éxito (ayudas a hogares con pocos ingresos y a gobiernos regionales) el multiplicador se situó en torno al dos, que no está nada mal, pero también hay estudios mucho más escépticos.¹ Por otra parte, hubo algunas medidas que recibieron críticas unánimes, como el programa de dinero por tartanas: al evaluar el gasto, Resources for the Future —un think tank ecologista sin muchas razones para el partidismo— llegó a la conclusión de que gran parte de su efecto se limitó a la subvención de compras que de todos modos se habrían realizado.
A mí siempre me ha parecido que aquel programa fue un derroche.
Estoy de acuerdo: parece de tontos querer estimular la economía dando dinero a gente que de todos modos tenía pensado comprarse un coche, pero si se gastaron cuatro mil dólares menos quizá los aprovechasen para comprarse otras cosas.
En cualquier caso, se está dejando distraer por las preguntas sensatas sobre costes y beneficios contra las que nos puso en guardia Keynes. Yo no estoy diciendo que los gobiernos nunca respalden proyectos tontos. Lo que estoy diciendo es que en épocas de depresión incluso los proyectos tontos pueden ser un acicate para la economía. No hay que descartar que en el caso de Obama la propuesta de enterrar y desenterrar tartanas tuviera toda la lógica macroeconómica del mundo.
Bueno, vale, ya entiendo por qué es tan difícil estar seguro de la magnitud del multiplicador, pero alguna estimación habrá.
Sí, alguna. Durante gran parte de la crisis financiera, por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional sostuvo que los multiplicadores se movían en torno al 0,5, pero a finales de 2012 anunció que se había equivocado y que el multiplicador no podía ser inferior a 0,7, pudiendo llegar incluso a 1,7.
Parece un fallo bastante garrafal. ¿Cómo pudieron equivocarse tanto?
Porque se fijaban en la experiencia histórica. La mayoría de las recesiones no son depresiones largas y profundas. Por eso, casi siempre que el gobierno aumenta el gasto encuentra resistencias en la economía, como ya hemos visto: los precios tienden a subir, así como los tipos de interés. Lo que ocurre es que la recesión de 2008 no era una más. En esa crisis las premisas radicales de las que hemos partido (poca demanda, capacidad ociosa y tipos de interés bajísimos) han sido de lo más realistas.
Si la confesión del FMI armó tanto revuelo fue porque muchos países no habían respondido a la recesión con un aumento del gasto público, sino con recortes. Es un debate que ha polarizado la política en muchos países desde que empezó la crisis: ¿qué es mejor, que el gobierno se endeude para intentar potenciar la economía o que se apriete el cinturón en época de crisis? A medida que cambiaban los líderes políticos y los estados de ánimo desde el arranque de la crisis financiera, se han introducido, criticado, retirado y vuelto a introducir paquetes de estímulo y medidas de austeridad. La cuestión es que del mismo modo que endeudarse para estimular la economía es mucho más eficaz con un multiplicador de 1,7 que con uno de 0,5, recortar el gasto cuando el multiplicador es de 1,7 resulta mucho más perjudicial que hacerlo cuando es de 0,5. Si se tiene un multiplicador de 0,5, recortar el gasto público en una libra contrae la economía en cincuenta centavos en total: el gobierno gasta una libra menos, mientras que el sector privado crece en cincuenta centavos para compensar la falta de actividad. En cambio, si el multiplicador es de 1,7, cuando se contrae el gasto público también se contrae el sector privado.
Lo que admitió el FMI fue que no se había dado cuenta del daño que harían los recortes del gasto público al crecimiento económico. La razón por la que el FMI consideró que se había equivocado es muy sencilla: las recesiones relativamente débiles que había analizado no eran un buen indicativo para analizar las más graves que a partir de 2008 se han producido en el mundo desarrollado. Los datos históricos del FMI no tenían demasiada relevancia.
Y supongo que en principio el FMI está formado por algunos de los mejores expertos del mundo. No es muy tranquilizador que puedan equivocarse tanto.
En efecto. Además fue un error bastante elemental, aunque al menos no llegó a ser tan básico como el que puso en evidencia a dos profesores de Harvard que intervinieron en el debate sobre los recortes en el gasto público.
¿Cuál fue?
En 2010, cuando los políticos de todas partes discutían ferozmente sobre si era o no sensato endeudarse más con la esperanza de reactivar la economía, Carmen Reinhart y Ken Rogoff presentaron un estudio titulado Growth in a Time of Debt («Crecimiento en tiempos de deuda»). A partir de una serie de correlaciones estadísticas entre los índices de crecimiento de diversos países y sus ratios deuda/PIB —que son una manera simple de medir cuánto se ha endeudado el gobierno de un país en relación con el tamaño de su economía— Reinhart y Rogoff presentaron un resultado que se hizo famoso en poco tiempo: si la ratio deuda/PIB de un país superaba el 90 por ciento, el crecimiento económico tendía a ralentizarse considerablemente.
Como era de esperar, los políticos favorables a los recortes en el gasto público aprovecharon la ocasión. Paul Ryan, futuro candidato a la vicepresidencia de la mano de Mitt Romney, sacó a colación la caída del crecimiento del 90 por ciento al defender las propuestas presupuestarias por las que se hizo famoso. También Olli Rehn, principal responsable económico de la Unión Europea, mencionó el límite del 90 por ciento. Los profesores Reinhart y Rogoff fueron invitados a hablar ante un grupo de senadores estadounidenses, y su estudio fue muy comentado entre los periodistas. Como es lógico, se le dio relevancia porque los esfuerzos para estimular la economía estaban comportando bajadas de impuestos, aumentos del gasto público y más endeudamiento público a corto plazo, lo cual, para muchos países, significaba aproximarse a esa amenazadora ratio deuda/PIB del 90 por ciento, o incluso superarla.
Cambiemos de escenario. Estamos en la Universidad de Massachusetts Amherst, donde a un alumno de posgrado en económicas, Thomas Herndon, le han hecho un encargo de rutina: elegir un artículo interesante sobre economía, recopilar los datos e intentar repetir el análisis. Es lo que se llama ejercicio de réplica, una buena práctica para investigadores jóvenes. Herndon escogió el estudio de Reinhart y Rogoff y se encontró enseguida con problemas: no había manera de reproducir los resultados de Growth in a Time of Debt. Como es natural se le cayó el alma a los pies, porque él era un simple alumno, y Reinhart y Rogoff eran profesores de Harvard.
Al final Thomas Herndon se puso en contacto directo con Reinhart y Rogoff, quienes no solo le enviaron los datos públicamente disponibles en su página web sino la propia hoja de datos que habían usado para procesarlos. Después de mucho parpadear, frotarse los ojos y pedir a su novia que lo comprobase, Herndon descubrió que Carmen Reinhart y Ken Rogoff habían cometido un error muy básico de Excel: dejar de lado algunas columnas, excluyendo así los datos de Australia, Austria, Bélgica, Canadá y Dinamarca.
Tierra, trágame.
Eso digo yo. En realidad Herndon desveló otros interrogantes acerca del artículo que acabaron siendo aún más decisivos. Constató que al incluir otros datos publicados más recientemente los resultados cambiaban de forma sustancial. También entabló una discusión metodológica con Reinhart y Rogoff, en la que ya no está tan claro quién ganó. Como era de prever, los políticos y comentaristas favorables a los estímulos aprovecharon el descubrimiento de los errores del artículo con el mismo entusiasmo con que lo habían ensalzado los políticos proclives a la austeridad.
Uno y otro bando exageraban. Para empezar, una hoja de Excel llena de correlaciones entre países totalmente distintos, y en circunstancias totalmente distintas, no demostraba gran cosa, así que descubrir errores en ella tampoco desmentía gran cosa. La conclusión es que parece existir una correlación (bastante previsible) entre mucha deuda y poco crecimiento, pero que el límite tajante y llamativo del 90 por ciento es imaginario. Además, encontrar una correlación no demuestra que la deuda sea la causa de que una economía crezca poco. La idea de que crecer poco causa deudas sería igual de plausible, o más.²
Me deprime un poco todo este escepticismo sobre los datos.
Los datos y las pruebas son importantes, pero en macroeconomía no tenemos bastantes datos para ser concluyentes, así que de momento no podrán erigirse en los protagonistas absolutos de ningún debate.
Planteémoslo así: si de verdad quisiera usted llevar a cabo un experimento económico riguroso tomaría todas las economías del mundo y las distribuiría al azar en dos grupos. Un grupo de economías recibiría un estímulo fiscal, mientras el otro no recibiría nada. A partir de ese momento observaría usted los índices de crecimiento de ambos grupos. Es lo más parecido a un experimento macroeconómico como Dios manda que podría hacer, e incluso en ese caso los datos estarían sujetos a cierta confusión, ya que los países sin estímulos comerciarían con los que sí los hubieran recibido. Si tiene muchas ganas de hacer un experimento de este tipo, solo tiene que pedírselo a la ONU. Manténgame al corriente de los resultados. Hasta entonces nos limitaremos a constatar que la manera real de gestionar las políticas macroeconómicas no podría estar más lejos de un experimento científico solvente, cosa que dudo que cambie a corto plazo.
Sobre la magnitud relativa más probable de los multiplicadores en varios tipos de economía podemos desgranar algunas generalidades. Un estudio de Ethan Ilzetzki, Enrique G. Mendoza y Carlos A. Vegh³ —cuya conclusión fue que los multiplicadores son más altos en las economías que no comercian mucho con el extranjero— no se refiere solo a Corea del Norte, sino a Estados Unidos, porque la economía estadounidense es tan grande que el mercado interno domina las exportaciones y las importaciones. Es lógico: si tienes un mercado interno grande será menos probable que tus estímulos acaben en las arcas de los viticultores franceses. (Un pequeño aparte: si se suman las exportaciones y las importaciones de Estados Unidos el total representa más o menos el 20-25 por ciento del PIB, cifra que ronda el 50 por ciento en muchas economías europeas, el 100 por ciento en Corea del Sur, más del 150 por ciento en Estonia y más del 300 por ciento en Singapur y Hong Kong. Hace poco los economistas discutían sobre si la austeridad de Estonia ha sido un éxito, pregunta que, si bien es muy interesante por derecho propio, no nos dice nada sobre si habría que implantar medidas de estímulo o de austeridad en Estados Unidos.)4
Ilzetzki y compañía también llegaron a la conclusión de que los multiplicadores son más altos en las economías con tipos de cambio fijos, como las de la eurozona. Vuelve a ser lógico: ya sabemos que los precios pegajosos son una de las explicaciones clave de que las economías se atasquen en una recesión, y un tipo de cambio fijo es un precio muy importante y muy pegajoso. De todos modos, pese a su minuciosidad, el estudio —como el del FMI— merece ser archivado en la carpeta de «mejores suposiciones», no en la de «pruebas irrefutables».
Bueno, pero yo necesito consejos prácticos. Entiendo que los datos sean difíciles de interpretar, pero esfuércese un poco.
De acuerdo, pues ahí va mi guía en cuatro pasos para una política fiscal eficaz en tiempos de crisis.
Primer paso: empiece a pensar en el tema cuando no esté en crisis. Prepare el terreno. Para endeudarse en plena recesión necesitará a gente dispuesta a prestarle dinero, así que convendría, y mucho, que entrase en recesión sin que la deuda previa fuera gigantesca. Por desgracia hay muy pocos gobiernos que sigan este consejo. (Debo reconocer que hay excepciones. Antes de la crisis, tanto Irlanda como España estaban poco endeudados, con una deuda a la baja, pero la recesión ha sido tan profunda, y sus bancos tan vulnerables, que ambos países se han visto en dificultades para encontrar a gente dispuesta a prestarles dinero. Estados Unidos y Japón parecían mucho más derrochadores, con déficits persistentes y una deuda más alta, pero ni uno ni otro país tienen problemas para encontrar a acreedores bien dispuestos. Así de injusta es a veces la vida.)
Otra cosa que debería hacer en época de vacas gordas es identificar algunos grandes proyectos de inversión pública con beneficios razonables, confirmar su potencial y mantenerlos en reserva. Así no perderá usted un tiempo muy valioso en vacilar, cuando haya recesión, entre si construye aeropuertos, contrata barrenderos o entierra monedas de chocolate. Bastará con que recurra a su reserva de planes, desempolve alguno y lo ponga en marcha. Siempre hay grandes proyectos de obras públicas que vale la pena ejecutar tarde o temprano. De hecho es preferible hacerlo cuando la economía pasa por una depresión. Si se ha equivocado usted en el diagnóstico de la situación, y su infraestructura no estimula en modo alguno el conjunto de una economía en horas bajas, seguirá gozando de los beneficios de tener un nuevo hospital, carretera o central eléctrica.
Segundo paso: cuando la crisis empiece a hacerse notar, use la política monetaria como primera línea defensiva. Bajar los tipos de interés es sencillo, relativamente rápido y fácil de revertir si se recupera la economía y la inflación comienza a aumentar. La política monetaria se entiende mejor que los estímulos fiscales, y es más probable que la supervisen tecnócratas —altos cargos independientes del banco central— en quienes no influya tanto el vertiginoso juego de intereses de la política. También es probable que baste para estimular la economía y sacarla de una recesión corta y superficial.
Siempre habrá gente a quien por razones ideológicas le guste la idea de que el gobierno gaste más dinero. Serán los primeros en explicar que los estímulos fiscales son una obviedad, y por lo general estarán equivocados. Se equivocarán si la recesión es leve, si la política monetaria tiene mucho margen (esto es, si los tipos de interés están muy por encima de cero) y si la economía es pequeña y abierta, con un tipo de cambio flexible. Hasta es probable que se equivoquen si solo se cumplen algunas de estas condiciones.
Pero resulta que en esta última crisis los tipos de interés estaban cerca de cero, las economías afectadas eran grandes y en muchos casos tenían tipos de cambio fijos, y la recesión no fue leve. Existen motivos de sobra para pensar que los estímulos fiscales fueron del todo adecuados. Son, no obstante, lecciones aplicables a un caso importante y reciente, no verdades universales.
Del mismo modo, siempre habrá gente que por razones ideológicas aborrezca la idea del gasto público, y explique antes que nadie que gastar en estímulos es un derroche, algo que sencillamente obstaculiza otros proyectos privados de mayor eficacia. A menudo tienen razón, pero en los últimos tiempos —al menos según mi lectura de las pruebas— se han equivocado.
Tercer paso: si la recesión empieza a parecer larga y profunda, acuda a la reserva de proyectos identificados previamente y empiece las obras cuanto antes. Muchos programas de estímulos presentan el problema de que se tarda tanto tiempo en ponerlos en marcha que antes de que se hayan sentado los cimientos ya ha llegado a su fin la recesión. Si gasta usted dinero en proyectos menos que brillantes en una economía que ya se ha recuperado, lo único que logrará es engrosar la inflación y hacer que el conjunto de la economía funcione con menos eficacia.
Cuarto paso: evite a toda costa que sus proyectos de estímulo fiscal despierten el temor de que no pueda usted saldar sus deudas, ya que en ese caso los inversores no estarán dispuestos a prestarle lo que necesita, y los contribuyentes, por su parte, empezarán a pensar en ahorrar para futuras subidas de impuestos.
Por lo que se refiere a esto último, a los impuestos, podría usted anunciar una bajada temporal del IVA. Así animaría a la gente a gastar cuanto antes a sabiendas de que en el futuro el mismo dinero dará para menos, y dejaría claro que más tarde se recuperará el dinero. En cuanto al gasto, busque proyectos de inversión que sean únicos por su naturaleza: haga una nueva línea de tren de alta velocidad, arregle los baches de las carreteras y otras cosas así. A diferencia del entierro y desentierro de monedas de chocolate, este tipo de proyectos será útil una vez que haya pasado la recesión, y reducirá al mínimo el riesgo de generar intereses creados.
Este consejo puede parecer de una obviedad sangrante, pero también en este caso, por desgracia, hay muchos gobiernos que lejos de seguirlo tienden a recortar el gasto público durante las recesiones porque políticamente es mucho más fácil que bajar las pensiones, los sueldos de los funcionarios y las prestaciones sociales.
Bueno, recapitulemos: hemos hablado de política monetaria y fiscal, y ya he entendido lo que hay que hacer cuando mi economía tenga problemas. Parece más fácil de lo que pensaba.
En ese caso ha llegado el momento de hacerle bajar de las nubes explicando que casi todo lo que he dicho hasta ahora procede de una sola escuela de pensamiento económico: la keynesiana. Hay otro grupo de economistas que creen que Keynes se equivocó de principio a fin. Son los economistas clásicos. Más vale que echemos un vistazo a lo que tienen que decir.