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En abril de 1945, el caos había reemplazado al orden de la esfera económica; las ventas eran difíciles y los precios carecían de estabilidad. La economía ha sido definida como la ciencia de la distribución de medios escasos entre fines ilimitados y competitivos: el 12 de abril, con la llegada de la 30.ª División de Infantería de Estados Unidos, se abrió una etapa de abundancia que demostró la hipótesis de que con medios infinitos la organización y la actividad económicas serían redundantes, ya que toda necesidad podía ser satisfecha sin esfuerzo.
R. A. RADFORD
Bueno, pues hábleme de los economistas clásicos. ¿En qué se diferencian de los keynesianos?
¿Se acuerda de lo del «problema con la batería» de Keynes, y de cuando Bill Phillips trapicheaba debajo del capó de un camión viejo? Pues hay una larga tradición de economistas «clásicos» que se han negado a aceptar la metáfora. Los economistas clásicos entienden la economía como una máquina bien engrasada. En esta tradición las recesiones no son disfunciones económicas. Las economías no se «estropean» como pueda hacerlo un camión viejo. No, las recesiones son fruto de una política incompetente o de algo llamado shock exógeno.
¿Shock exógeno? ¿Se puede saber qué es eso?
Son cosas, buenas o malas, que afectan a la economía desde fuera. Para extender la metáfora, los economistas clásicos creen que si su camión tiene un problema la culpa no es del motor. O lo conduce usted mal, o le ha rozado un autobús al adelantarle. Para lo único que sirve trapichear debajo del capó con una llave inglesa es para empeorar las cosas.
¿Y tienen razón?
Digamos que su punto de vista es digno de ser tomado en cuenta. La mejor manera de entender la perspectiva clásica es fijarnos en otra recesión. Del mismo modo que hemos expuesto la visión keynesiana a través de la recesión de los canguros de Washington, podemos hacernos una idea de la visión clásica contando la historia de una recesión en un campo de prisioneros de guerra alemán de la Segunda Guerra Mundial.
¿Qué ha dicho? ¿Acaso los campos de prisioneros tenían economías? (Ya no digo recesiones.)
Pues sí. Lo sabemos gracias a Robert A. Radford, que estudió ciencias económicas en la Universidad de Cambridge y trabajó en el Fondo Monetario Internacional. Entre ambas cosas se pasó media guerra en un campo de prisioneros alemán, y al quedar en libertad escribió un artículo para Economica, la revista insignia de la London School of Economics. Este artículo, «La organización económica de un campo de concentración», Radford lo consideraba más que nada como un estudio sociológico que analizaba la aparición inesperada de instituciones económicas en circunstancias muy extrañas y difíciles,¹ pero a nosotros nos interesa como ejemplo de la visión clásica de las recesiones económicas.
Las piezas con las que se formó la economía del campo fueron los paquetes de comida y cigarrillos que la Cruz Roja enviaba a los presos. Eran paquetes estandarizados: todo el mundo recibía lo mismo, aparte de algún que otro envío de sus familias. De vez en cuando la Cruz Roja recibía una remesa extraordinaria, y en otras ocasiones se quedaba corta. En esos casos todos los presos recibían de más o de menos. Se sobreentiende que aunque todo estuviera racionado por igual no todos los gustos eran idénticos. A los sijs, por ejemplo, no les servían de gran cosa sus raciones de buey o sus maquinillas de afeitar. Los franceses iban locos por conseguir más café y los ingleses querían más té.
En la economía del campo de prisioneros la producción, sin ser muy grande, no era inexistente: algunos hombres, por ejemplo, se ofrecían a limpiar botas o planchar uniformes. Un preso de espíritu emprendedor se puso a vender té, café y cacao con un carrito. En un momento dado gozó de los servicios de un contable colegiado y pagó a otros presos por reunir combustible. También había una especie de aprovisionamiento público: el oficial británico de mayor graduación montó un economato y un restaurante, con espectáculo en directo y todo. Aun así, la economía del campo se basaba casi por entero en el comercio, que abundaba.
Surgieron espontáneamente instituciones de mercado. Había una moneda: el cigarrillo, portátil y razonablemente homogéneo. Como es natural, los no fumadores estaban en clara ventaja, puesto que no les tentaba quemar su «dinero». (El cigarrillo no era una moneda perfecta, ya que se podían «aligerar» haciéndolos rodar entre los dedos para que saliera un poco de tabaco. Los que estaban bien llenos se guardaban, y los más finos se usaban como moneda: todo un ejemplo de un principio económico muy conocido, la «ley de Gresham».)
También había un mercado de futuros: dado que las raciones de pan se repartían los lunes, el domingo por la noche se cotizaba más el «pan ahora» que el «pan el lunes». Hasta había importaciones y exportaciones: café que salía del campo para ser vendido en el mercado negro de los cafés de Munich.
¿Qué quiere decir, que el campo de prisioneros exportaba productos a la Alemania civil?
Sí, por increíble que parezca. A veces la Cruz Roja podía dar a los presos cosas que no estaban al alcance de los civiles alemanes; y claro, cuando surge la oportunidad de ofrecer algo que escasea, el móvil del provecho se las suele ingeniar. Medraron los intermediarios, sobre todo si hablaban varios idiomas, o si sus buenas relaciones con los vigilantes alemanes les permitían circular por varias zonas del campo.
Supongo que sería un paraíso del comercio.
No tanto como pueda imaginarse. Según Radford hubo casos como el de «un «padre que empezó dando vueltas por el campo con una lata de queso y cinco cigarrillos y volvía a su cama con un paquete entero además de sus cigarrillos y queso originales; el mercado no era perfecto todavía». Eran, sin embargo, anécdotas (probablemente exageradas) de la vida en los campos temporales, que eran un caos. Al llegar a un campo permanente Radford se encontró con que los precios tendían a ser estables y conocidos por todo el mundo, justamente por la presencia de intermediarios que buscaban gangas y oportunidades de arbitraje.
Con todo, aunque los precios no mostrasen los vaivenes de lo que se le pide en los bazares al turista ingenuo, sí oscilaban en respuesta a otros fenómenos de mayor amplitud. La llegada de nuevos prisioneros de guerra, por ejemplo, con el hambre que traían, acostumbraba empujar al alza el precio de los alimentos. Cuando hacía calor bajaba el precio del cacao y subía el del jabón. El de los frutos secos subió de golpe y no volvió a bajar desde que alguien descubrió, en palabras de Radford, que «con pasas y azúcar se obtenía un licor de considerable potencia».
Todo ello ejemplifica lo que llaman los economistas «shock exógeno», es decir, algo que no se ha producido dentro del sistema económico que se analiza.
Un momento. El aguardiente de pasas lo inventaron dentro del sistema económico, ¿no? ¿O me dirá que la receta llegó en forma de telegrama de una destilería belga?
No. Aquí es donde la palabra «exógeno» se vuelve un tanto imprecisa. El caso es que no formaba parte del sistema económico cuyo modelo podemos formular con nuestras ecuaciones habituales de oferta y demanda. Por tomar un ejemplo más actual, la creación del teléfono móvil se produjo dentro de la economía, pero un economista la trataría como «shock tecnológico exógeno» porque la mayoría de los modelos económicos ni siquiera se plantean incorporar ese tipo de cosas.
Hacia el final de la guerra la economía del campo sufrió el mayor shock exógeno de su historia: cada vez llegaban menos paquetes de la Cruz Roja. El resultado fue una recesión. El volumen del comercio se reducía constantemente. Sin embargo, a diferencia de la recesión de la cooperativa de canguros, no tuvo nada que ver con precios pegajosos. Al contrario: el precio de los cigarrillos aumentaba inexorablemente, ya que se fumaban demasiado deprisa para que pudieran reponerse mediante los envíos de la Cruz Roja. En circunstancias difíciles, la máquina bien engrasada de la economía funcionó como tenía que funcionar.
¿Por qué no se pegaron los precios?
Es una pregunta fascinante, ya que Radford observó claramente las mismas tendencias psicológicas que suelen desembocar en precios pegajosos. Hubo esfuerzos constantes, tanto entre los presos de mayor graduación como en forma de pura presión social, para evitar que los precios se apartasen demasiado de lo que se consideraba razonable, el «precio justo». Radford señaló lo misterioso de aquel precio: «Todo el mundo sabía cuál era, aunque nadie podía explicar por qué debía ser ese y no otro». Si alguien se alejaba demasiado en sus negocios del precio justo, se enfrentaba a la censura del oficial británico de mayor graduación, así como al desprecio de los prisioneros de a pie, sentimiento de ira que hemos visto cuantificado en el estudio de Daniel Kahneman.
Sin embargo, pese a la indignación que despertaban los precios injustos, se siguieron usando en el comercio. Yo sospecho que el motivo es que en un entorno social tan confortable como el del Capitolio la presión social es más importante que la comodidad de intercambiar realmente horas de canguro, mientras que en la desesperación de un campo de prisioneros la presión social no era tan fuerte como el deseo de conseguir pan, o cigarrillos, a cualquier precio que soportara el mercado. Más allá del motivo, «los precios —dice Radford— se movían con la oferta de cigarrillos y se negaban a permanecer fijos de acuerdo con la ética».
Soy consciente de que suena raro comparar un campo de prisioneros con una cooperativa de canguros, pero me parece que puede ser muy esclarecedor en lo que se refiere a los actuales debates entre los economistas, como por ejemplo el de estímulos o austeridad.
A ver si he captado la diferencia. La recesión de la cooperativa de canguros se produjo porque no se dejó hacer a la gente los intercambios que quería hacer. La recesión del campo de prisioneros solo se debió a que había menos mercancía con la que negociar.
Sí, sería más o menos eso. Reformulando la diferencia en términos económicos, la recesión de los canguros fue una falta de demanda causada por el diseño de la economía canguril de la cooperativa. La recesión del campo de prisioneros fue una falta de oferta, la cual nada tuvo que ver con la economía del campo en sí, y mucho con el shock exógeno de que llegasen menos paquetes de la Cruz Roja.
Pero la economía contemporánea no depende de ningún paquete de la Cruz Roja. Deme algún ejemplo reciente y real de shock exógeno.
Ya he hecho referencia a uno: la invención del móvil, que nos recuerda que los shocks pueden ser tanto beneficiosos como perjudiciales. Otro es el vertiginoso crecimiento de China, que ha tenido una incidencia enorme en otras economías nacionales, abaratando los productos manufacturados, por ejemplo, y haciendo bajar los tipos de interés de los bonos del Estado. Otro fue el terremoto y el tsunami de Tõhoku, que además de causar la muerte de casi veinte mil personas destruyó muchas infraestructuras productivas japonesas, la más famosa de las cuales fue la central nuclear Daiichi de Fukushima.
El shock exógeno más importante, sin embargo, probablemente haya sido el del precio del crudo en los años setenta; tanto es así que acabó por conocerse como el «shock del petróleo». Todo comenzó a finales de 1973. Egipto y Siria habían lanzado un ataque sorpresa contra Israel, cuyo contraataque gozó del respaldo de Estados Unidos. Este fue el telón de fondo del anuncio de embargo a las exportaciones de petróleo por parte de los miembros árabes de la OPEP, la Organización de Países Exportadores de Petróleo. El precio del crudo se multiplicó rápidamente por dos y llegó a marcar máximos de casi un siglo después de varias décadas en las que en términos reales había disminuido, de forma lenta y sorprendentemente estable. El efecto fue nocivo en extremo para las economías occidentales, que usaban coches de alto consumo y generaban gran parte de su electricidad en centrales que se alimentaban de petróleo. El segundo tramo de la crisis empezó en 1979, después de que Irán interrumpiese el suministro de petróleo durante la revolución, seguida por la guerra contra Irak, que estalló en 1980. El precio del crudo volvió a duplicarse, alcanzando niveles que no se habían visto desde la década de 1860, una época en la que el petróleo carecía de importancia para el suministro energético mundial.
La crisis del petróleo asestó un duro golpe a las economías occidentales, que en los años setenta sufrieron varias recesiones, «estanflación» (que es la combinación del estancamiento del crecimiento económico con la inflación) y por último, a principios de la década de los ochenta, una doble recesión de gran alcance en Estados Unidos y Reino Unido, mientras las autoridades monetarias se centraban exclusivamente en luchar a brazo partido contra la inflación sin tomar en cuenta ningún otro objetivo.
La crisis, no obstante, también fue un duro golpe para el keynesianismo, que por aquella época constituía la escuela dominante en macroeconomía. En los años sesenta el paradigma keynesiano era el marco en el que trabajaban incluso críticos libremercadistas tan influyentes como Milton Friedman, quien usó el análisis keynesiano para analizar las depresiones, aunque llegara a conclusiones distintas en lo que se refiere a la política.² El shock del petróleo resultó tan impactante para los economistas profesionales como para la propia economía. El remedio tradicional keynesiano, que era imprimir dinero para estimular la demanda, se reveló del todo contraproducente ante un shock en la oferta. Creció la inflación, pero no la demanda. No es de extrañar que el episodio avivara de nuevo el interés por la visión clásica de la economía como una máquina que funcionaba bien pero podía verse trastocada por impactos externos.
Tenga en cuenta que en 1990, después de que Saddam Hussein invadiese Kuwait, hubo un shock petrolífero en miniatura: los precios volvieron a multiplicarse por dos, aunque esta vez no duró años, sino pocos meses. ¿Es coincidencia que se produjese una inmediata recesión en una larga serie de países, desde Estados Unidos hasta Japón, pasando por Francia y Reino Unido? Incluso la recesión estadounidense de 2001 y la crisis financiera mundial de 2007-2008 se vieron precedidas por shocks considerables en el precio del petróleo. La mayoría de los economistas no son del parecer de que los shocks petrolíferos tuvieran un impacto decisivo en ninguno de ambos casos, pero hay una minoría sensata y bien informada que cree que sí desempeñaron un papel muy significativo en la crisis general.
Se ha afianzado, pues, la idea del shock exógeno. Son impactos que afectan más a la oferta que a la demanda. Modifican —negativa o positivamente— el potencial productivo de la economía, la cual responde con todo tipo de ajustes, incluidos varios años de fluctuaciones, de la misma manera que la gelatina tiembla repetidamente tras un único toque. Los economistas clásicos dicen que hay que resistir el impulso de abrir el capó e intentar arreglar la economía al modo de Bill Phillips, impulso que tan contraproducente fue en los años setenta. Es mejor mantenerse al margen y dejar que sea la propia economía la que se ajuste por sí sola.
Supongo que facilitaría mucho mi labor de gestionar la economía, pero ¿me conviene escuchar a los economistas clásicos?
La cooperativa de canguros debería ser una prueba más que suficiente de que no siempre hay que escucharlos. La recesión de la cooperativa no tuvo nada que ver con el potencial productivo de la cooperativa en sí, que siempre estuvo listo para ser explotado. El hecho de que no lo fuera no tuvo nada que ver con fuerzas exógenas. Fue un fallo de la maquinaria económica, y existía la posibilidad de repararlo con algunos ajustes hábiles.
La pregunta a la que debemos responder es si hay más recesiones como la de la cooperativa de canguros o son mayoritarias las que se parecen a la del campo de prisioneros de guerra. Al intentar comprender la economía, ¿es mejor partir del supuesto de que va como una seda, como el campo de prisioneros, pero que la zarandean shocks externos y la entorpecen errores de política? ¿O es mejor adoptar la premisa de que la propia economía es proclive a fallar, como la cooperativa de canguros, y necesita a manitas como Bill Phillips para seguir funcionando como un reloj?
Otra manera de formular el mismo dilema es preguntar si es la oferta o la demanda lo que limita la producción económica. Debemos al economista clásico francés Jean-Baptiste Say la «ley de Say», que dice algo tan simple como que «la oferta crea su propia demanda». En el contexto del campo de prisioneros significaría lo siguiente: «No te preocupes por el sistema de precios, sino por si han llegado los paquetes de la Cruz Roja».
Pero en una economía real seguro que la oferta no crea su propia demanda, ¿verdad?
Pues sí, a condición de que los precios se ajusten sin sobresaltos. Los productores hacen lo suyo, que es fabricar bienes y ofrecer servicios, y podrán venderlos siempre que el precio sea correcto. Si el precio de los bienes y servicios baja de golpe, a su vez lo harán los ingresos de los productores, pero en tal caso también habrán bajado los precios de los bienes y servicios que adquieran ellos con sus ingresos; y cuando caen tanto los precios como los ingresos, en términos reales nadie sale perjudicado.
Según la ley de Say es del todo imposible que una economía sufra una superabundancia general de la demanda. Los precios irán ajustándose hasta que la oferta iguale a la demanda. Si damos crédito a esta afirmación, la única manera de que una economía caiga en recesión es que haya problemas de suministro, como los hubo en el campo de prisioneros. La experiencia del campo está muy en la línea de la visión clásica de las recesiones: es verdad que se ajustaron los precios y que se compensaron los mercados, pero un shock exógeno endureció las condiciones de vida, y si de algo sirvió la política fue para empeorar las cosas.
¿Say no había oído hablar de la recesión de los canguros?
No, murió en 1832, y los Sweeney publicaron su artículo ciento cuarenta y cinco años después, demasiado tarde para que pudiera sacar algún provecho de su análisis.
La recesión de los canguros es un ejemplo de la «ley de Keynes»: «La falta de demanda crea su propia falta de oferta». En una recesión keynesiana no rige la ley de Say, y existe la posibilidad de que la oferta quede ociosa por falta de demanda. Si los consumidores no quieren gastar, y prefieren ahorrar o cancelar sus deudas, quizá no se les pueda disuadir con ninguna bajada de precios; o sí se pueda, pero no se produzca la bajada por culpa de los precios pegajosos. Todo ello puede compensarlo la inversión de las empresas, pero no necesariamente, porque ¿qué aliciente de inversión tendrá una empresa que ya cuenta con fábricas y tiendas oscuras, vacías, silenciosas?
Desde este punto de vista keynesiano, las recesiones se forman por el simple motivo de que hay demasiada gente con ganas de vender, pero demasiados pocos compradores. La cooperativa de canguros es un ejemplo perfecto del fenómeno. Personas dispuestas a hacer de canguros las había de sobra, es decir, que el problema no estaba en la oferta; lo que ocurre es que la escasez de vales hacía que hubiera demasiada poca gente dispuesta a recurrir realmente a los canguros. La cooperativa sufrió una recesión por pura falta de demanda.
Vaya, que hemos encontrado un ejemplo al que se aplica la ley de Say y otro al que se aplica la de Keynes. No parece que ninguna de las dos sea una ley en el auténtico sentido de la palabra.
¿Y qué esperaba? Estamos en el campo de las ciencias sociales. A veces la producción de una economía está limitada por la demanda de bienes y servicios (ley de Keynes) y otras por su oferta potencial (ley de Say).
No me sirve. ¿Hay alguna manera de conciliar las visiones clásica y keynesiana?
Pues mire, sí. De hecho, para muchos economistas no hace falta conciliar nada. A veces las economías se resienten de shocks en la demanda y a veces de shocks en la oferta. Tanto la perspectiva keynesiana como la clásica pueden ser útiles, según las circunstancias. También existe una conciliación a un nivel más especulativo. Gran parte de la macroeconomía moderna constituye algún tipo de síntesis entre los métodos de análisis clásico y keynesiano; pero bueno, eso ya es demasiado técnico para que nos quite el sueño.
Sin embargo, también hay una manera muy sencilla de combinar ambos puntos de vista. Para ello deberemos introducir un concepto del que oirá hablar a menudo en las ciencias económicas: el «corto plazo» y el «largo plazo».
La mayoría de los economistas estarían de acuerdo en que a corto plazo la ley más importante es la de Keynes. Muchas recesiones nacen de una falta de demanda, que puede ser resuelta si los dirigentes, además de atinar, disponen de las herramientas adecuadas. Otro punto en el que estarían de acuerdo la mayoría de los economistas es que a largo plazo la ley que cuenta es la de Say: en última instancia la producción de una economía está determinada por su capacidad de aportar bienes y servicios. A su debido tiempo la demanda dará alcance a la oferta, y se cumplirá el potencial de suministro.
Incluso esto es una simplificación excesiva. Los shocks petrolíferos de los años setenta ocurrieron muy deprisa, pero eran un problema clásico y de nada habrían servido planteamientos keynesianos con hincapié en la demanda. Aun así, «Keynes a corto plazo y clásico a largo» no es una mala regla general.
Bueno, pues ahora tengo que saber cuánto dura exactamente el corto plazo. ¿No dijo Keynes que «a largo plazo estaremos todos muertos»?
Lo dijo, en efecto, y es una reflexión interesante sobre la condición humana, pero no se puede afirmar que constituya una gran aportación al estudio de la economía. De todos modos, lo importante es que no basta con decir que a largo plazo irá todo bien, porque el corto plazo puede ser bastante largo. Paul Krugman ha sostenido que en la economía real, como la de la cooperativa de canguros, el largo plazo puede durar varios años, a menos que se adopten medidas.
Hay otros expertos que se lo discuten con el argumento de que cuando una economía sufre dificultades a largo plazo no es un reflejo de un problema prolongado de demanda, sino un perjuicio al potencial de oferta de la economía. El Office for Budget Responsibility de Reino Unido (OBR, algo así como la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria), organismo que desempeña el papel de observador independiente de las proyecciones de gasto del gobierno, considera que la crisis bancaria ha causado daños permanentes en la capacidad económica del país, llevando a la quiebra, por ejemplo, a empresas que en lo fundamental estaban saneadas. Si es verdad lo que dice el OBR, la cura del profesor Krugman —que el gobierno gaste dinero para reactivar la demanda— corre el riesgo de inyectar a la fuerza poder adquisitivo en una economía que no puede satisfacerlo. El resultado sería la inflación, o un aumento de las importaciones, o ambas cosas a la vez.
Me está diciendo que los conceptos de corto y largo plazo son tan imprecisos que los expertos no logran ponerse de acuerdo en cuál se aplica al momento actual.
Eso me temo. Hay muchas discrepancias, algunas sumamente técnicas, como la mejor estrategia de modelización, si determinadas simplificaciones son o no razonables... Pero el auténtico debate gira en torno al diagnóstico del problema: ¿se trata de una falta de demanda o de una falta de oferta?
Es importante saberlo, ya que cada situación requiere una solución muy distinta por parte de las autoridades.
O sea, yo.
O sea, usted. Si considera que actualmente sufrimos una recesión keynesiana, tendrá a mano un remedio muy simple: primero usará la política monetaria bajando los tipos de interés, y tal vez imprimiendo dinero; y si teme que no baste con eso, bajará los impuestos o aumentará el gasto público, como hemos descrito en el capítulo anterior.
Si, por el contrario, el problema básico radica en la oferta es que nos encontramos en una recesión clásica, y la respuesta es otra: reducir el gasto público y subir los impuestos, porque se ha contraído el potencial de la economía y más vale adaptarse a una realidad tan nueva como dolorosa. Ah, y empiece a pensar si puede hacer algo para ampliar el potencial de oferta a largo plazo de la economía.
En definitiva, que hay mucho en juego. Quizá por eso algunas discrepancias superen los límites de la buena educación.
Ya veo, ya. Bueno, y ¿cómo diagnostico si una economía sufre falta de demanda a corto plazo o falta de oferta a largo plazo? Imagino que no será tan fácil; si no, los economistas no dedicarían tanta energía a intentar sacarse mutuamente los ojos.
Tiene razón, por supuesto: fácil no es. Me parece que ha llegado el momento de pasar a otro capítulo.