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Creen los políticos, equivocadamente, que el crecimiento económico hace más feliz a un país [...] Hoy en día, sin embargo, abundan las estadísticas y las pruebas de laboratorio en abono de una herejía: que una vez que un país tiene llena la despensa, carece de sentido seguir enriqueciéndose. Los hippies, los verdes, los que cortan las carreteras, los adeptos del downshifting, el movimiento slow food... se están vengando todos en silencio. Las ideas de estos filósofos realistas, objeto de burla sistemática, están siendo confirmadas por nuevas estadísticas elaboradas por psicólogos y economistas.
ANDREW OSWALD, «The Hippies Were Right All along about Happiness», Financial Times, 19 de enero de 2006
Andrew Oswald es un hombre inteligente. Ya le decía yo que habría que medir la felicidad.
Nunca he dicho lo contrario. Solo reflexionaba en el sentido de que tal vez no le ayude a tomar mejores decisiones. En realidad muchos países ya recogen datos oficiales sobre la felicidad. No cuesta demasiado: solo hay que añadir unas cuantas preguntas a una encuesta que de todos modos ya estaba previsto hacer. Y en buena parte de los países que no recopilan estos datos sí lo hace una empresa privada de encuestas, Gallup. David Cameron llegó al cargo de primer ministro de Reino Unido con la promesa de encargar nuevas mediciones del bienestar, cosa que ya había hecho el presidente francés de entonces, Nicolas Sarkozy. Barack Obama situó en cargos importantes del gobierno a varios investigadores destacados sobre la felicidad, como Betsey Stevenson, Alan Krueger y Cass Sunstein. El remoto y montañoso reino de Bután lleva muchos años hablando de «felicidad interior bruta». Vaya, que si va usted en serio con lo de lo economía de la felicidad solo puedo decirle que se suma a lo más in.¹
Pero usted es escéptico.
Sí y no. Me parece buena idea recoger este tipo de datos, pero también creo que se exageran sus méritos por toda una serie de razones. Pero ¿por qué no echamos un vistazo a cómo se mide la felicidad, y a qué hemos averiguado hasta el momento? Así podrá juzgarlo por sí mismo.
A grandes rasgos existen tres maneras de medir el bienestar de un país. La primera es acudir a la contabilidad nacional y efectuar los ajustes necesarios para que refleje el coste del desgaste de los recursos, de los atascos de tráfico, del trabajo no asalariado, etcétera. Es el enfoque del que era partidario Simon Kuznets, y que ya hemos analizado bastante a fondo. La segunda manera es echar varios datos relevantes en el mismo saco, desde la esperanza de vida hasta el índice de asesinatos, la desigualdad salarial o la frecuencia de las depresiones. Son datos que ya están disponibles en la mayoría de los países civilizados, aunque con variaciones de calidad.
La tercera manera es salir a la calle y preguntar a la gente cómo está; es decir, intentar medir directamente la felicidad (o, como tienden a llamarlo los economistas y psicólogos de este ámbito, el «bienestar subjetivo»). La forma más extendida es también la más simple: preguntar a la gente lo satisfecha que está con su vida. La pregunta básica sobre la satisfacción vital global, según la cariñosa parodia del periodista y gurú de la estadística Michael Blastland, es la siguiente: «Entre pitos y flautas, sumando lo bueno y lo malo y tal y cual, puntúe su bienestar en una escala del uno al diez».²
¿Lo preguntan? ¿De verdad?
No literalmente, claro, pero el quid sí que lo pilla Blastland. Al principio lo más común era preguntar sencillamente: «En este momento, en general, ¿diría usted que es muy feliz, bastante o no mucho?». Traslade los resultados a una escala numérica del uno al tres y podrá sumar lo feliz que es todo el mundo.
La pregunta dice «en general», pero a la gente le cuesta generalizar. Hasta algo tan efímero como un día de sol puede influir en nuestra valoración subjetiva de lo satisfechos que estamos con toda nuestra vida. El psicólogo de la Universidad de Michigan Norbert Schwarz hizo un experimento bastante admirable, la verdad, para demostrar el efecto de contextos que parecerían banales: pidió a varios trabajadores de un despacho que rellenaran una encuesta de satisfacción vital, pero que antes de ello la fotocopiasen. En la mitad de los casos el astuto profesor Schwarz dejó una moneda de diez centavos en el cristal de la fotocopiadora, muy a la vista, y resultó que encontrar una moneda justo antes de rellenar una encuesta sobre la felicidad hacía que la gente estuviera más satisfecha con la totalidad de su vida.
El economista Angus Deaton ha observado que en los momentos más duros de la crisis, entre 2008 y 2010, la felicidad de las personas estuvo estrechamente vinculada a la evolución de la bolsa. Podría deberse a que ambas cosas, la felicidad y la bolsa, obedecieran a un tercer factor (como una visión lúcida de las perspectivas de futuro de la economía, o como el tiempo), pero hay otra explicación que me parece plausible: la gente se entera de los índices bursátiles por la mañana, al oír las noticias, y esto influye en su estado de ánimo durante todo el día.³
Al margen de sus limitaciones, estas encuestas son el punto de partida de casi todos los estudios sobre la felicidad, y el artículo más influyente de la economía de la felicidad, «Does Economic Growth Improve the Human Lot?», publicado en 1974 por Richard Easterlin, analiza a fondo los datos que aportan.4
En Estados Unidos muy pocos encuestados dijeron sentirse «no muy felices». Casi la mitad dijo sentirse «muy feliz», la respuesta más dichosa de las que se ofrecían. Así pues, los estadounidenses por lo general están satisfechos de la vida, quizá demasiado para una escala del uno al tres. Se ha dado mucha importancia a la observación de que los estadounidenses no se han vuelto mucho más felices desde los años cincuenta, pese a ser mucho más ricos, pero si en aquella década la mitad ya aseguraba sentirse «muy feliz», y la media era de dos y medio sobre tres, ¿podía esperarse un aumento notable en su felicidad? A menudo se cita a Easterlin como demostración de que el crecimiento económico no da la felicidad, pero quizá fuera mejor decir que encontró pruebas de que el crecimiento económico no elimina la infelicidad.
Actualmente la escala va en muchos casos del uno al siete, y a veces del uno al diez. Está claro que así hay más margen de variación, aunque no se puede decir que sea un campo ilimitado. Estados Unidos podrá ser cien veces más rico que Liberia, por ejemplo (no, no podrá, lo es), pero en una escala del uno al tres o del uno al siete es imposible que sea cien veces más feliz. He ahí una verdad como un templo sobre nuestra manera de medir estas cosas, aunque a menudo se esconda debajo de la alfombra.
¿Y ese tal Richard Easterlin fue el que inventó la idea de que el dinero no da la felicidad?
Yo creo que la idea de que la felicidad no se compra con dinero se la debemos al budismo. La verdad es que Richard Easterlin averiguó algo bastante más sutil y más desconcertante. Por eso su descubrimiento suele recibir el nombre de «paradoja de Easterlin».
Easterlin descubrió que la felicidad se compra, y mucho, con dinero, pero siempre dentro del contexto de una sociedad determinada. Los ricos tienden a ser más felices que los pobres. Se trata de un dato muy sólido, aunque vale la pena señalar que hay otras cosas —el divorcio, el paro, la mala salud— que influyen mucho más en la felicidad que la simple escasez de billetes.
La paradoja de Easterlin es la siguiente: aunque los ricos sean más felices que los pobres, las sociedades más ricas no son más felices que las pobres. Dicho de otro modo, un aumento de sueldo del 10 por ciento te hará más feliz, pero un crecimiento económico del 10 por ciento no hará más feliz a la sociedad que te rodea.
Ahora entiendo que la llamen paradoja. ¿Cómo se explica?
Hay tres explicaciones posibles.
Una de ellas es que estas preguntas no nos aclaran gran cosa al extenderse en el tiempo; vaya, que si le pregunto en 1955 a un pescador portugués por su felicidad en una escala del uno al tres (en portugués), y en los años setenta le hago la misma pregunta a un asalariado japonés (en japonés), y en los noventa le hago la misma pregunta a un ama de casa alemana (en alemán), ¿aprendo algo al comparar las respuestas? Es razonable comparar a personas de una misma sociedad, en el mismo idioma y al mismo tiempo, pero lo que es más dudoso es que podamos extraer alguna conclusión del cotejo entre distintas sociedades a lo largo del tiempo.
El artículo de Easterlin contiene, por ejemplo, este dato intrigante basado en una encuesta de 1965: el 53 por ciento de los encuestados británicos eran «muy felices», frente a solo el 20 por ciento de los de Alemania Occidental y el 12 por ciento de los de Francia. Más recientemente, en una encuesta del Eurobarómetro, el 64 por ciento de los daneses se definían como «muy satisfechos», mientras que en Francia solo lo hacía el 16 por ciento de la población. ¿Concluiremos que los franceses son infelices? Es más: ¿podemos concluir algo? Los lingüistas avisan de que el mero hecho de presuponer que otros idiomas posean un equivalente exacto de la palabra «feliz» es injustificable, y una muestra de desidia.5
Imagínese, como experimento puramente hipotético, que en vez de calcular el PIB midiéramos el crecimiento económico preguntando a la gente en una encuesta: «¿Cómo diría usted que es de rico en este momento? ¿Muy rico, bastante rico o nada rico?». Piense en la calidad de los datos que se obtendrían, y en cómo podrían cambiar con el paso del tiempo. Imagínese también que yo hubiera dicho que era «bastante rico», pero que no hubiera oído hablar de Bill Gates. Después veo un documental sobre Bill Gates y cambio mi respuesta a «nada rico». No significaría que tuviera menos dinero, ni que me sintiera más pobre, sino solo que habría revisado mi perspectiva sobre el grado de riqueza que es posible alcanzar. Tal vez ocurra lo mismo en el caso de la felicidad: quizá nos sintamos más felices que nuestros padres pero hayamos ajustado subconscientemente nuestras ideas sobre el grado de felicidad al que es razonable aspirar. O tal vez no. Es difícil saberlo.
La segunda posibilidad es que estas encuestas internacionales sí nos aclaren algo, pero que las conclusiones de Easterlin ya no sean válidas por basarse en datos tan imprecisos como los que tenía a su disposición en la década de los setenta. En Japón, por ejemplo, la media de felicidad parecía haberse estancado en pleno auge de su economía. Sin embargo, cuando se han vuelto a traducir los cuestionarios japoneses ha quedado en evidencia que la razón por la que los nipones parecían menos satisfechos era que las preguntas habían ido cambiando y elevando gradualmente el rasero de la felicidad.
Algunos economistas, como Betsey Stevenson, han publicado investigaciones en las que sostienen que cuando se mide como es debido la felicidad se constata que sí es posible comprarla con dinero tanto en el conjunto de una sociedad como en cuanto a sus integrantes. Justin Wolfers, un colaborador de Stevenson, me dijo que la relación entre satisfacción vital e ingresos es «una de las correlaciones más elevadas que se pueden observar en series de datos internacionales dentro del ámbito de las ciencias sociales».6
Sin embargo, Easterlin y otros expertos han contraatacado con nuevos análisis. Mi conclusión es que aún está por ver. Es posible que no exista ninguna paradoja de Easterlin, pero es pronto para descartarla.
La tercera explicación de la paradoja de Easterlin consiste en darla por válida y llegar a la conclusión de que lo que le importa a la gente no son los ingresos absolutos, sino los relativos, es decir, su posición económica dentro de la sociedad. Otra manera de interpretarlo es que en el fondo la gente no es tan feliz por lo que gana como por su estatus —juego de suma cero, en el sentido de que si asciendes en la jerarquía alguien tiene que bajar—, y que el estatus está estrechamente vinculado a los ingresos. Por lo tanto, quizá la felicidad no se compre con dinero, pero sí siendo más rico que los demás.
La verdad es que esta tercera hipótesis suena muy, pero que muy verosímil.
Hay una encuesta famosa de los economistas Sara Solnick y David Hemenway que suele resumirse así: si preguntas a la gente si preferiría tener ingresos de cincuenta mil dólares en un mundo donde todos los demás ganaran veinticinco mil o de cien mil dólares en un mundo donde todos los demás ganaran doscientos mil, verás que prefieren la primera opción, es decir, que optarían antes por ser ricos en términos relativos que por serlo en términos absolutos.7 De todos modos, no se lo tome a pies juntillas: la mayoría de los encuestados por Solnick y Hemenway eran estudiantes de la Universidad de Harvard, un grupo que tal vez destaque por su competitividad. Cuando los investigadores formularon la misma pregunta al personal de Harvard, solo una tercera parte respondió lo mismo.
Aun así, la idea de que lo que más le importa a la gente es la relación entre sus ingresos y los de su mismo grupo es de una verosimilitud tan grande que, a pesar de todas las dificultades que plantean los datos, costaría mucho convencer a nadie de que Richard Easterlin se equivoca.
Le aseguro que a mí sí me convence la conclusión de Easterlin. Señal de que deberíamos dedicar más recursos a medir como es debido la felicidad. No quiero que Bután siga siendo el único país del mundo que valora la «felicidad interior bruta».
Ah, sí, Bután... El reino de la cordillera del Himalaya es el ejemplo más claro que se me ocurre de que no es lo mismo recopilar estadísticas acerca de la felicidad que hacer feliz a la gente. Bután es objeto de veneración entre los pasmarotes felicistas...
Qué maleducado.
... Decía que Bután es objeto de veneración entre los pasmarotes felicistas, que parecen ignorar su dudoso historial en lo tocante a los derechos humanos. Según Human Rights Watch, muchos miembros de la minoría nepalesa del país han sido desposeídos de su nacionalidad y acosados hasta tener que emigrar. Claro que si ya eran infelices de por sí, quizá sea cierto que esta especie de limpieza étnica ha hecho aumentar los niveles medios de felicidad; eso en el propio Bután, que no en los campos de refugiados que hay al otro lado de la frontera con Nepal.8
Es curioso, pero lo de la «felicidad interior bruta» parece que surgió como un mecanismo de defensa: el anuncio de que «la Felicidad Interior Bruta es más importante que el Producto Interior Bruto» lo hizo en 1986 Jigme Singye Wangchuck, rey por aquel entonces del país, durante una entrevista para Financial Times, ante la insistencia con que el entrevistador le preguntaba por la falta de progreso económico en Bután. Su Majestad no ha sido el último en querer consolarse con mediciones alternativas del progreso. Cuando Nicolas Sarkozy era presidente de Francia encargó a los profesores Stiglitz, Sen y Fitoussi que estudiaran alternativas al PIB. Uno de los motivos de su entusiasmo fue sin duda que los franceses se pasan la mayor parte del tiempo sin trabajar, lo cual reduce el PIB de Francia. Probablemente el país quede mejor en la mayoría de los índices alternativos. No es ninguna insensatez echarles un vistazo, pero no nos engañemos: los políticos siempre andan en busca de medidas estadísticas que les hagan quedar bien.
Antes ha comentado que el presidente Obama nombró a varios expertos en economía de la felicidad. ¿Más de lo mismo?
Quizá no tanto, porque ninguno de los designados —Alan Krueger, Betsey Stevenson y Cass Sunstein— cobraba de un empleo centrado en la economía de la felicidad, lo cual no quita que el profesor Krueger haya hecho investigaciones muy interesantes sobre el bienestar subjetivo con los psicólogos Norbert Schwarz y Daniel Kahneman (sí, Kahneman, el premio Nobel de cuyos estudios hemos hablado en el contexto de los precios pegajosos).9
El propio Kahneman señala que el concepto de «felicidad» es muy ambiguo. «El concepto de felicidad se tiene que reorganizar», me dijo en una entrevista de otoño de 2010. En realidad hay tres conceptos: primero el tipo de resumen objetivo que miden los estudios de Easterlin (y casi toda la economía de la felicidad), consistente en preguntar lo satisfecha que está la gente con su vida; después el flujo emocional continuo —ahora estoy cansado, ahora me río, ahora me angustio, ahora me alegro, ahora estoy que me salgo...—, que podría decirse que resulta en una vida placentera (o no); y por último algún esfuerzo externo por medir el bienestar ajeno con criterios objetivos (si la persona duerme bien, si tiene problemas de salud, etcétera). La pereza mental lleva a menudo a meter los tres conceptos en el mismo saco y etiquetarlos como «felicidad», pero no son lo mismo. De hecho podría argumentarse que la propia felicidad, término de una admirable flexibilidad, significa algo más que cualquiera de las tres cosas.
Lo que intentan Kahneman y sus colegas es medir el flujo de estados emocionales, o más exactamente hacer un seguimiento del tiempo diario que una persona pasa sintiendo algún tipo de emoción negativa como el miedo, la ira o la tristeza. El «método de reconstrucción del día» pide a la gente que recuerde cada episodio del día anterior junto con el sentimiento que lo dominaba: entusiasmo, aburrimiento, alegría, irritación...
Por cierto, Kahneman tiene un artículo coescrito con Angus Deaton que aclara mucho el tema del dinero y la felicidad.10 Kahneman y Deaton observaron que había una correlación ilimitada entre ingresos altos y satisfacción vital, aunque a partir de unos setenta y cinco mil dólares de ingresos anuales cualquier dinero de más no mejoraba el estado de ánimo tal como lo evalúa la reconstrucción del día.
O sea, que lo de que la felicidad puede comprarse con dinero depende de lo que se entienda por felicidad.
Exacto. La reconstrucción del día arroja resultados muy distintos a los de las encuestas más tradicionales de satisfacción vital. Según una encuesta que comparaba a las mujeres francesas con las de Ohio, las americanas tenían el doble de posibilidades de decir que estaban muy satisfechas de sus vidas. Sin embargo, eran las francesas las que pasaban más tiempo al día de buen humor. No es lo mismo disfrutar cada minuto que emitir un juicio global sobre lo satisfactoria que es la vida.
Si está usted decidido no solo a medir la felicidad sino a que influya en su política, será una distinción que deberá empezar a tomarse en serio.
¿Tienen repercusiones distintas en la política?
Muy buena pregunta.
Si creemos en la explicación que dio Richard Easterlin de su paradoja —que a la gente no le importan los ingresos en términos absolutos, sino en relación con los demás— obviamente sería un argumento a favor de una fiscalidad redistributiva. A fin de cuentas, quitándoles dinero a los ricos se hace más felices a todos los demás, incluso antes de haber gastado el dinero. Pero claro, la fiscalidad redistributiva ya existe. Lo que no está tan claro es si debería serlo aún más. Otra repercusión política de las investigaciones sobre la satisfacción vital es que hay que esforzarse mucho por reducir el paro, siendo como es tan deprimente (aunque espero que eso ya lo tuviera usted pensado).
Otra posibilidad es usar los datos de satisfacción vital para calcular las indemnizaciones que corresponden por justicia a las personas que han sufrido lesiones o la pérdida de un ser querido. El economista británico Andrew Oswald tiene datos sobre los sentimientos que provocan estas desgracias en quien las padece, y sobre la cantidad de dinero que puede esperarse que compense el impacto emocional de unas experiencias tan traumáticas. Sin embargo, por útil que pueda ser esta práctica, no forma parte de la política macroeconómica.
Dicho así parece todo inútil.
No, no es inútil, pero tampoco revolucionario. Recuerde que muchos países ya recogen datos sobre la satisfacción vital, y que no es muy difícil reunir algunos más. Se trata simplemente de añadir más preguntas a encuestas que ya existen.
El método de reconstrucción del día utilizado por los profesores Kahneman y Krueger es más caro, pero quizá también más útil para inspirar medidas políticas. Kahneman y Krueger han propugnado que se publiquen mediciones de «contabilidad del tiempo» junto con las cuentas nacionales establecidas. Esta contabilidad se está adjuntando a una parte muy consolidada del sistema estadístico de Estados Unidos, la encuesta sobre usos del tiempo, que pregunta a la gente a qué dedica su tiempo: al transporte, a rezar, a ver la tele, a comer... La innovación consiste en combinar estas encuestas sobre usos del tiempo con el método de reconstrucción del día para obtener una medida de cuánto representan los episodios de mal humor en el día de las personas, y un registro de lo que hacen mientras los experimentan.
Tengo curiosidad.
De acuerdo. Las actividades que más fácilmente generan mal humor son el transporte y el trabajo. La comida, la cena y las relaciones sexuales no se consideran casi nunca desagradables, aunque es de suponer que si uno se equivoca de cónyuge las tres cosas pueden ser más bien decepcionantes.
¿Qué me está diciendo, que prohíba el trabajo y subvencione el sexo?
Estaría bien, ¿verdad? No, ahora en serio: se habrá dado cuenta de que estos cómputos del tiempo a escala nacional pueden contribuir a evaluar proyectos como las inversiones que reducen el tiempo de transporte (nuevas carreteras o trenes de alta velocidad) o la construcción de lugares de ocio como parques, zonas de juego infantiles y museos. Por supuesto que no podemos rehuir del todo el problema de comparar mi seis sobre diez con el cinco sobre diez de otro individuo pero el método de reconstrucción del día puede ser un poco más objetivo, en la medida en que calibra el tiempo que dedican las personas a actividades que avinagran su carácter.
El equipo Kahneman-Krueger ha ideado una versión abreviada del método de reconstrucción del día que puede aplicarse en forma de encuesta telefónica normal, y la Oficina de Estadística Laboral de Estados Unidos ya ha realizado su primer encuesta con este método. Veremos cuáles son los resultados. Quizá pueda usar usted la técnica.
Quizá. Bueno, gracias por explicármela.
Ha sido un placer.
¿Qué, ya está satisfecho?