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La recesión de los canguros

Como hace unas semanas decidimos adoptar la hoja como moneda legal, todos somos inmensamente ricos. Pero también tenemos un pequeño problema inflacionario debido al alto grado de disponibilidad de la hoja, lo que significa, según creo, que en la tasa actual se necesitan tres bosques efímeros para comprar una bagatela. De manera que, con el fin de solucionar este problema y revaluar la hoja de modo eficaz, estamos a punto de iniciar una campaña de defoliación general, y... hummm, quemaremos todos los bosques.

DOUGLAS ADAMS, Guía del autoestopista galáctico

La estimulante anécdota que tengo que contar nos habla de una recesión que empezó a principios de los años setenta y se fraguó en el Capitolio, núcleo del gobierno de Estados Unidos.

¿Por qué será que no me sorprende?

Me parece que será mejor dejar las cosas claras: no fue una recesión normal de la economía americana, sino una recesión en un círculo de canguros, la Cooperativa de Canguros del Capitolio. Se trataba de un grupo de padres que se prestaban mutuamente servicios de canguro y que en su mayoría formaban parte del personal que trabajaba dentro o cerca del Capitolio (de ahí su nombre). Al componerse de casi doscientas familias, habría sido difícil llevar las cuentas de a quién se le debía una noche de canguro y quién era el deudor, así que se empleaba una especie de moneda o vale. Cada nueva familia que se unía a la cooperativa recibía cuarenta vales, equivalentes a todos los efectos a billetes por valor de media hora de canguro cada uno, o a un cuarto de hora en los momentos de mayor demanda. Esos vales los intercambiaban las familias a cambio de hacer de canguros. Si alguna abandonaba la cooperativa tenía que devolver todos los vales al comité organizador.

(Si ya conoce usted la anécdota probablemente sea a través de Paul Krugman, premio Nobel de Economía, y actualmente más famoso como belicoso articulista en New York Times. De todos modos hay un giro inesperado, así que, aunque conozca la historia, es posible que le espere una sorpresa.)

Para entender los orígenes del problema imagínese que acaba de ingresar en la cooperativa. Mira usted sus cuarenta vales y piensa: «Mmm... Solo son diez horas de canguro en hora punta. Poca cosa. Se me había ocurrido salir este fin de semana con mi pareja a cenar y al cine, pero gastaría cinco o seis horas. ¿Y si la semana que viene nos invitan en el último momento a algún acto importante y no nos quedan suficientes vales para conseguir un canguro de emergencia? Bien pensado, mejor que este fin de semana no salgamos. Es preferible que al principio hagamos nosotros de canguros un par de noches para aumentar nuestras reservas de vales».

Muy razonable.

Tan razonable que era la postura generalizada. Los miembros más veteranos de la cooperativa tampoco iban muy sobrados de vales. De hecho, a causa de un pequeño desajuste en el modo en que la cooperativa pagaba a sus administradores, el integrante medio de esta última tenía menos de cuarenta vales. No eran solo los nuevos padres los que querían quedarse en casa y ahorrar en vales. Lo quería todo el mundo. Y si nadie sale, ¿quién tendrá la oportunidad de hacer de canguro y obtener vales? Nadie puede aumentar sus reservas, y nadie tiene ganas de salir. Era un círculo vicioso, porque los ingresos de cada pareja solo podían derivarse de los gastos de otra. Si a duras penas se gastaba, a duras penas se cobraba.

El resultado fue una recesión de canguros, que puede aclarar nuestra visión de lo que son las recesiones en el conjunto de la economía. Dejemos al margen las que tienen como causa una guerra o un desastre natural y centrémonos en esos casos tan curiosos en que las economías enferman sin motivo aparente. Los recursos subyacentes de la economía son los mismos. No es que de pronto haya menos fábricas, bloques de oficinas, carreteras o metales y combustibles fósiles en el subsuelo. No es que los miembros de la economía en cuestión se hayan visto aquejados de amnesia colectiva sobre cómo hacer cosas o prestar servicios. Las empresas preferirían tener más empleados y producir más bienes, y los parados preferirían ganar dinero y gastarlo, pero por algún motivo no es así. El caso de los integrantes de la cooperativa de canguros del Congreso es parecido: ellos habrían preferido formar parte de una economía de canguros boyante —es decir, donde todos salieran de juerga un fin de semana e hicieran de canguros el siguiente—, pero la situación era otra: lo más común era quedarse en casa sin otra compañía que la de los propios hijos, sintiéndose triste y disgustado.

Como casi todos los administradores de la cooperativa eran abogados (por algo estaba en Washington), intentaron resolver la recesión con un enfoque legalista. «Se pensó que algunos miembros eran unos remolones que no salían bastante, haciendo gala de una conducta y una moral antisociales que estaban destruyendo la cooperativa», escribieron Joan y Richard Sweeney en un famoso y breve artículo publicado en 1977 en Journal of Money, Credit and Banking, la principal revista especializada en el tema de la economía monetaria. (Uno de los Sweeney era un cargo medio del Tesoro especializado en investigaciones monetarias, y ambos formaban parte de la Cooperativa de Canguros del Capitolio.) La cooperativa estableció una norma por la que era obligatorio salir cada seis meses. No es que yo sea un animal nocturno, pero «salir al menos dos veces al año» no es un mínimo muy exigente. Si lo que se pretendía era reactivar la economía canguril obligando a los padres de la cooperativa a revitalizar sus vidas sociales, la situación debía de ser dramática.

¿Y esa es la anécdota estimulante? ¿Funcionó la norma?

No, no funcionó, pero al final la cooperativa renunció a esa táctica legalista e ineficaz y se pasó a las ciencias económicas, que sí funcionaron. La verdad es que la solución fue muy sencilla: imprimir más dinero. Concretamente, cada miembro recibió vales extras por diez horas, y a los nuevos también les dieron diez horas más al hacerse miembros. En cambio los que se iban solo tenían que devolver veinte horas. La masa monetaria, antes escasa y en declive, se volvió generosa y creció. ¡Oh, milagro! La recesión fue historia.

El gran interés de esta anécdota se debe a varias razones. En primer lugar, demuestra que hasta una economía simple —un par de centenares de adultos con un planteamiento en común, y un comité central con todos los números y direcciones, dedicado a la compraventa de un solo servicio— puede ser difícil de gestionar. En segundo lugar, nos enseña que una simple anécdota, si está bien elegida, puede aclararnos mucho sobre cómo funcionan las economías.

Pero lo más notable de esta anécdota es que la política monetaria —que consiste en modificar la cantidad de dinero de una economía— puso fin a la recesión con impecable sencillez. Fue algo elemental: había una recesión, una autoridad central creó dinero desde cero (o, más correctamente, con gruesas hojas de papel) y se acabó la recesión.

Pues claro que se acabó la recesión. Si puedes imprimir dinero, puedes solventar la mayoría de los problemas económicos, ¿no? Es así de simple.

Es interesante que lo piense usted, que tiene una economía a su cargo y puede imprimir todo el dinero que desee.

¿En serio?

Claro que sí. Ni siquiera hace falta que lo imprima. Puede llamar a su banco central, llámese Reserva Federal, Banco de Inglaterra o de cualquier otra manera, y pedir al gobernador que añada algunos ceros a las sumas de dinero guardadas electrónicamente en las cuentas de la institución. Los bancos centrales se dedican a eso, a decidir cuánto dinero hay en la economía.

Pues entonces ¿por qué estoy leyendo un libro sobre cómo resolver los problemas económicos? Que impriman dinero y problema resuelto.

Pensaba que la cita de Douglas Adams con la que se abre el capítulo le habría puesto en guardia contra este planteamiento. En Fintlewoodlewix, la economía ficticia de Adams, designan como moneda de curso legal la hoja. Así se crea mucho dinero, pero de poco les sirve. Un punto de partida bastante bueno para entender cómo funciona una economía es pensar que la producción depende de los recursos que esta tiene a su alcance: la mano de obra, la maquinaria y las infraestructuras. Imprimiendo dinero no se crean nuevas carreteras, ni fábricas ni trabajadores.

Pues en la cooperativa de canguros sí se resolvió el problema imprimiendo dinero.

Es verdad. Por eso es un ejemplo tan fascinante. Los recursos a los que acabo de referirme siguieron siendo los mismos: por un lado había padres con ganas de salir, y por el otro, padres dispuestos a quedarse en casa haciendo de canguros. Sin embargo, para desencallar el potencial preexistente de compraventa de servicios el comité de la cooperativa tuvo que imprimir la cantidad correcta de vales; unos vales, no lo olvidemos, que solo eran una manera de llevar en todo momento la cuenta de quién hacía de canguro y quién salía. Imprimir dinero resultó de gran ayuda. En vez de ser un dato obvio debería provocar una honda sorpresa, merecedora de una explicación. Y es lo que haremos, explicarlo.

Pero antes unas palabras sobre el profesor Krugman, el que hizo famosa la anécdota de los canguros. Una vez escribió que la parábola de los Sweeney le cambió la vida: «Pienso a menudo en esa anécdota, y me ayuda a no perder la calma ante la crisis, mantener la esperanza en épocas de depresión y resistirme a la presión del fatalismo y el pesimismo».¹

Sospecho que si la anécdota tuvo un efecto tan profundo en Krugman fue porque —al igual que la metáfora de John Maynard Keynes sobre la batería— se nutre de la idea de que las recesiones no tienen por qué ser fuerzas implacables e inevitables de la naturaleza. La historia de los Sweeney ejemplifica el espíritu de Bill Phillips: si se estropea la camioneta, métete debajo del capó, averigua qué ha fallado y arréglalo.

¡Estoy tan inspirado como Krugman! Qué alivio. Parece que el trabajo no era tan duro como me imaginaba.

Ejem... Bueno, ha llegado el momento del giro inesperado que le prometí. Por desgracia la parábola no es tan clarificante como da a entender la versión más reciente del profesor Krugman. En su libro ¡Acabad ya con esta crisis! Krugman olvida comentar el final de la anécdota, que por desgracia no es feliz. La reforma monetaria de la cooperativa se fue al traste. De golpe pasaron de una situación donde las reservas de vales eran demasiado pequeñas, y disminuían, a otra en que el stock de vales era perfecto... pero aumentaba. Por citar las palabras de los Sweeney en su artículo, «al cabo de un tiempo, como era de prever, hubo demasiados vales, y más gente que prefería salir a hacer de canguro».

Antes nadie estaba dispuesto a salir, y ahora nadie lo estaba a quedarse. El resultado final fue prácticamente el mismo: una recesión de canguros, con menos intercambio de veladas en casa de lo que los miembros de la cooperativa habrían deseado. Quemado por el fallido experimento de imprimir más vales, el comité de la cooperativa se negó a aceptar nuevos enfoques monetarios del problema y volvió a recurrir a las toscas estrategias legalistas. Como comentaron mordazmente los Sweeney en 1977, «se está planteando la creación de una brigada de la verdad para averiguar por qué las personas no hacen bastante de canguros».

Hombre, pues muchas gracias. Primero me da esperanzas y luego me las quita.

No sea tan derrotista. Siempre podemos adoptar un enfoque optimista de esta triste anécdota. Recuerde que estamos hablando de una cooperativa gestionada por abogados de Washington. No hay por qué esperar que entiendan de política monetaria. La cooperativa era una economía muy simple. Si el comité hubiera sabido lo que se traía entre manos, debería haber sido capaz de emitir un número sensato de vales. No es ninguna tontería suponer que las autoridades monetarias del mundo real, constituidas por tecnócratas expertos y formados, lo habrían hecho mucho mejor. (Creo que todos estaremos de acuerdo en que un grupo de abogados del Capitolio es capaz de administrar mal cualquier cosa; si los daños se limitan al servicio de canguros, suerte habremos tenido.)

Pero claro, entonces usted podría decirme que la cooperativa del Capitolio era bastante más simple que una economía del siglo XXI con más de trescientos millones de ciudadanos, completamente inscrita en un sistema de comercio global y apoyada en un sector financiero vasto y complejo. En este caso incluso los tecnócratas, con toda su experiencia y formación, podrían tener dificultades para imprimir el número correcto de vales. Le recuerdo, no obstante, que nos hemos decantado por el optimismo. Aunque no sea fácil captar bien los detalles, sigue en pie la moraleja: en principio, se puede estimular una economía imprimiendo dinero.

Convendría, pues, entender el porqué. Y la razón fundamental son los precios pegajosos.

¿Los precios qué?

Los precios pegajosos. Piénselo. Si los precios se ajustasen con total libertad en respuesta a las fuerzas competitivas, la cantidad de moneda de una economía no tendría la menor importancia. La cooperativa de canguros es un ejemplo perfecto. Si tan desesperados estaban todos por hacer de canguros y acumular vales, si nadie quería salir, ¿por qué nadie se ofrecía a hacer de canguro durante seis horas a cambio de vales por tres horas? A fin de cuentas el problema básico no era de falta de vales, sino de no obtener bastantes horas de canguro con los que se tenían, problema que se podría haber resuelto de inmediato si la gente hubiera podido ignorar el valor nominal del vale (media hora de canguro) y ponerse de acuerdo en que era válido para toda una hora; pero no fue lo que pasó, sino que los precios se quedaron como estaban.

Otra manera de entender el concepto de «precios pegajosos» es imaginar que está jugando al Monopoly y la banca se queda sin dinero. En principio el juego no lo contempla. Está permitido que la banca se quede sin casas ni hoteles (con un suministro ilimitado, las partidas podrían eternizarse de verdad, no solo hacerse eternas), pero no sin dinero. Ahora bien, si juega usted bastantes veces al Monopoly se dará cuenta de que en ocasiones ocurre y no es posible continuar la partida. La respuesta de la mayoría de los jugadores a esta situación tan incómoda es hacer pagarés de papel, o buscar fichas de póquer. ¡Listo! Ya se ha creado más dinero y la partida puede seguir.

Pero también hay otra alternativa un tanto excepcional: ponerse de acuerdo en redenominar todos los valores de la partida, de modo que una libra, por ejemplo, adquiera el valor de dos libras, cinco libras de diez, y quinientas de mil. Entonces todos los alquileres se reducirían a la mitad, al igual que el precio del suelo, o de las casas y de los hoteles: solo se necesitarían doscientos dólares en vez de cuatrocientos para comprar Boardwalk o doscientas libras para comprar Mayfair. Sin embargo, como todos los valores cambian simultáneamente, los auténticos valores de las fincas no sufren ningún cambio. Es lo que se llama un cambio «nominal». Cada jugador se limita a devolver al banco la mitad de sus billetes, pero sin empobrecerse.

Por lógica funciona igual de bien que crear más dinero. También es el tipo de cosas que solo propondría un vulcaniano (o un economista de formación clásica). Como la verdad es que los precios no se ajustan con tanta fluidez, a veces el banco central necesita imprimir más dinero.

Pero ¿por qué se pegan los precios?

Por cuatro motivos principales. He aquí el primero. Imagínese esta situación: una copistería pequeña tiene un empleado que lleva seis meses trabajando y gana dieciocho dólares por hora. Las cosas siguen yendo bien, pero el cierre de una fábrica de la zona ha hecho aumentar el paro. Ahora otros pequeños negocios contratan a trabajadores de confianza a catorce dólares la hora por trabajos parecidos al del empleado de la copistería. El dueño le reduce el sueldo a catorce.²

Qué desgraciado.

No es usted el único a quien se lo parece. Daniel Kahneman, un psicólogo que acabó obteniendo el premio Nobel de Economía, coescribió un artículo donde se explica que nuestro sentido de la justicia tiende a restringir nuestros actos, y más en concreto la evolución de los precios y de los salarios. Al plantear a varias personas la misma situación que hemos expuesto, Kahneman y sus colegas constataron que al 83 por ciento le parecía injusta o muy injusta la decisión del dueño de la copistería. Resulta interesante que nuestro deseo de justicia se manifieste así. A fin de cuentas, podríamos decir que es injusto que ese trabajador gane dieciocho dólares por hora en un entorno donde otras personas de aptitudes similares solo cobran catorce. O que es injusto que el jefe tenga que pagar más de lo normal en un momento dado. Da lo mismo: lo importante es que ninguna de estas cavilaciones filosóficas tiene mucho impacto emocional. La gente reacciona con bastante visceralidad a la idea de que el jefe pueda bajar el sueldo así como así de dieciocho a catorce dólares por hora. Les parece egoísta y codicioso.

Esta reacción emocional tiene la fuerza suficiente para cambiar el funcionamiento de la economía. Si sabe lo que le conviene, el dueño de la copistería solo rebajará el sueldo en caso de estricta necesidad. Siente la presión del miedo, o la vergüenza, o el sentido de la moral, o la posibilidad de disturbios, huelgas o sabotajes. Este tipo de reticencia a bajar los sueldos es una simple cuestión de humanidad, pero tiene consecuencias tanto positivas como negativas. Quizá el dueño de la copistería se estuviera planteando contratar a otra persona —con lo que se paga en el mercado, podría ser mejor para el negocio tener a dos trabajadores por un total de veintiocho dólares por hora que uno solo por dieciocho—, pero no lo hará. Hasta es posible que no se atreva a contratar a otro trabajador por catorce dólares, menos de lo que cobra el primero, debido a que las diferencias arbitrarias de salario entre dos colegas en contacto continuo son una fuente segura de problemas. Tal vez sea mejor gastarse el dinero en una fotocopiadora más eficiente.

Se habrá dado cuenta de que lo que al principio parecía una cuestión propia de un psicólogo como Kahneman resulta ser de gran interés para usted y sus esfuerzos por mantener el buen funcionamiento de su economía. Como el dueño de la copistería no modifica el sueldo para que refleje lo que se paga en el mercado, la oferta y la demanda laboral no cuadran: habrá personas que quieran trabajar (pongamos que por quince dólares la hora) y no encuentren trabajo porque los jefes no se atrevan a bajar los sueldos. El paro será más alto de lo que podría ser.

Por otra parte, los salarios no son los únicos precios que pueden «pegarse» a causa de la percepción de lo que es justo. Kahneman y sus colegas observaron que los encuestados se indignaban por igual ante una situación en que una ferretería aumentaba de treinta a cuarenta dólares el precio de una pala quitanieves la noche después de una gran nevada.

Pasando del terreno de la hipótesis al de la realidad, piense en la sempiterna escasez del último aparato de moda. Tiempo atrás eran las consolas Nintendo. A mediados de la primera década de nuestro siglo fue el Xbox 360 de Microsoft. Hace poco han sido las últimas versiones del iPad y el iPhone de Apple. La disponibilidad de estos nuevos productos siempre será limitada, por la dificultad de incrementar la oferta de un aparato tan inmensamente popular como complejo. Cuando llega a las tiendas la primera remesa, la gente hace cola alrededor de toda la manzana. Es un enigma: teniendo en cuenta lo elevado de la demanda, y lo limitado de la oferta, ¿cómo es que las empresas no suben los precios? Pongamos que Apple solo sea capaz de producir un millón de iTrastos a tiempo para la campaña de Navidad: a cuatrocientos dólares por aparato, tendría a cinco millones de consumidores locos por comprarlos. ¿No sería lógico que Apple pusiera un precio —digamos que de seiscientos dólares— que solo estuvieran dispuestas a pagar un millón de personas? Entonces podrían bajar el precio a cuatrocientos después de Navidad, cuando llegasen de China nuevas remesas de iTrastos.

A la luz de las investigaciones de Daniel Kahneman, el argumento contrario a este plan es obvio: una subida brusca y temporal del precio indignaría a los consumidores potenciales como no es capaz de hacerlo ninguna cola, por muy larga que sea. Del mismo modo, la bajada de precios posterior, y previsible, indignaría a los que hubieran pagado el primer precio. Y no es una simple teoría: de hecho, una vez Apple intentó algo parecido. En 2007, al lanzar el primer iPhone, después de dos meses y medio redujo el precio de seiscientos dólares a cuatrocientos. ¿Qué pasó? Que los adeptos iniciales se enfadaron, aunque lo más probable es que lo elevado del precio redujera las colas y la falta de stock, disuadiendo a los otros compradores. En términos de relaciones públicas, fue tal la pesadilla para Apple que Steve Jobs se apresuró a distribuir vales de cien dólares como compensación a los que habían pagado el precio más alto.

O sea, que quiere usted decirme que nadie aceptó el riesgo de convertirse en un paria social siendo el primer miembro de la cooperativa que dijese: «Exijo seis horas de canguro a cambio de vales por tres horas».

Ni más ni menos. Y solo es la primera de las cuatro razones por las que los precios de las economías reales pueden ser pegajosos. La segunda es lo que los economistas llaman «costos de menú». Mi ejemplo favorito es el precio de la Coca-Cola. En 1886, la primera botella de Coca-Cola costaba cinco centavos, aproximadamente un dólar actual. Desde entonces ha subido, no hace falta decirlo, pero lo sorprendente es que el precio de una Coca-Cola de 190 ml tardó más de setenta años en iniciar el proceso de cambio. Sí, ha leído usted bien: durante siete décadas el precio de una botella de Coca-Cola no se movió de los cinco céntimos. En cambio el del café se multiplicó por ocho en el mismo período.

Es lo que los economistas llamamos «rigidez del precio nominal». A mí no me retocan el sueldo cada mes para que refleje las últimas tasas de inflación, ni a usted tampoco. Los restaurantes no reimprimen sus cartas (¿se da cuenta del origen de la expresión «costos de menú»?) porque el precio de los ingredientes haya variado un céntimo, ni los mayoristas reimprimen sus catálogos.

Es cierto que la rigidez del precio nominal de la Coca-Cola fue extrema: setenta años son muchos para mantener el mismo precio nominal, y en el transcurso de esos setenta años los costes de la Coca-Cola fluctuaron enormemente. La compañía tenía un motivo excelente para su apego a los cinco centavos: la Coca-Cola se vendía en máquinas dispensadoras que solo aceptaban aquella moneda. Para aumentar el precio a seis centavos habría sido necesario modificar todas las máquinas del país para que además de monedas de cinco aceptasen las de uno, proceso que habría sido costosísimo. La única alternativa, por lo tanto, era subir el precio a diez centavos, e incluso a los consumidores más sedientos habría sido difícil venderles un aumento del 100 por ciento. La compañía se desesperaba. En 1953, el jefe de la Coca-Cola le escribió a su amigo el presidente Eisenhower para proponerle, con toda seriedad, una moneda de siete centavos y medio.

Es un ejemplo muy radical.

Sí, claro, pero la verdad es que el tema no se agota con lo de las máquinas dispensadoras. La Coca-Cola también hacía un gran hincapié publicitario en que un vaso valía cinco centavos. Algunos anuncios se limitaban a grabarse en la memoria, pero hubo otros de una permanencia increíble: te los encontrabas en las bandejas para vasos, y hasta en grandes murales en las paredes de los edificios. La compañía también distribuía vasos gratis de Coca-Cola para asegurarse de que los puestos de venta no fueran cicateros en las dosis. Y todo ello, entre otras cosas, porque Coca-Cola había firmado contratos a largo plazo con precios fijos. No es que todas las empresas tengan que vender sus productos en máquinas dispensadoras que funcionan con monedas de cinco centavos, pero sí hay muchas que tienen que lidiar con contratos a precio fijo y precios que perduran a través de la publicidad.

Aun así, no deja de ser cierto que la mayoría de las empresas no esperan tanto para cambiar los precios. Los investigadores han tendido a concluir que muchos precios cambian más o menos cada año, si no más. Uno de los investigadores que ha documentado la historia de Coca-Cola, Daniel Levy, también ha calculado que a mediados de los años noventa costaba cincuenta y dos centavos cambiar el precio de un solo tipo de producto en un supermercado. Podrá parecer insignificante, pero al haber varios cientos de miles de productos en las estanterías los cambios de precio sumaban más de cien mil dólares por tienda, y aproximadamente representaba un tercio de los beneficios. En otro estudio de Levy y sus colegas, esta vez sobre un gran fabricante de maquinaria industrial, lo realmente costoso de modificar los precios era el tiempo de gestión e investigación, la comunicación de los cambios a los vendedores y la renegociación con los clientes. El coste total de variar los precios superaba el 20 por ciento de los beneficios. No son costes que puedan impedir que los precios cambien durante setenta años, pero sí pueden frenar el proceso lo bastante para marcar la diferencia.³

Sigue sonando más a simple fricción que a algo sustancial. ¿Me está diciendo en serio que tiene un impacto económico real?

Podría limitarme a señalar que la fricción es importante. Pruebe usted a caminar en un entorno sin fricción, por ejemplo, y luego me dice cómo le ha ido: en medio segundo se habrá dado de bruces con el suelo. En ese sentido, la pegajosidad de los precios se asemeja mucho a la fricción. Parece poca cosa, y en muchos casos la dejamos completamente fuera de nuestros modelos para no complicarlos, de la misma manera que a veces un físico ignora la fricción si le complica innecesariamente una ecuación, pero en última instancia es importante, y sin ella el mundo tendría un aspecto muy distinto.

Voy a darle un ejemplo simplificado para que vea que una pequeña cantidad de pegajosidad de los precios puede tener grandes efectos. Imagínese un mundo en el que dos empresas venden exactamente el mismo producto, y en el que los clientes se dan cuenta de cualquier cambio de precio. Supongamos que haya que redondear en un centavo el precio del producto. Para ser exactos, imaginémonos que nos estamos refiriendo al petróleo, y que las empresas son Exxon y Shell. La que se lleve todas las ventas será la que tenga el precio más bajo. Imaginemos ahora que Shell y Exxon solo pueden cambiar los precios después de la reunión mensual del consejo. Shell celebra la suya el primer día de cada mes y Exxon el 15 de cada mes. Los precios son extremadamente pegajosos, pero solo a corto plazo.

Durante mucho tiempo el coste de suministrar petróleo es de noventa y nueve peniques por litro. Tanto Exxon como Shell lo venden a una libra el litro. Si alguno de los dos recorta otro penique el precio, se quedará sin margen, y por lo tanto sin beneficios. Si alguno de los dos sube el precio, perderá a toda su clientela y volverá a quedarse sin beneficios. A través de un proceso de eliminación, el precio de equilibrio es una libra, ambas empresas obtienen beneficios muy pequeños y dividen (supongamos) el mercado en dos.

Un día —pongamos que el 22 de febrero— el coste subyacente del petróleo baja de golpe a cuarenta y nueve peniques el litro.

¿Qué pasa, que han encontrado petróleo en Hyde Park?

Qué sé yo. Durante algunos días las dos compañías se forran, porque no pueden bajar los precios. Ganan cincuenta y un peniques por litro —¡cincuenta y una veces más beneficios que antes!—, pero claro, el 1 de marzo Shell podrá cambiar sus precios. ¿Qué pasa?

Si Shell estuviera en connivencia con Exxon no tocaría los precios, pero supongamos que no lo está y que solo quiere competir y ganar todo el dinero posible sin ninguna consideración para los beneficios de Exxon. En tal caso, el movimiento lógico de Shell es rebajar los precios un solo penique, hasta los noventa y nueve. Entonces todos los clientes de Exxon comprarán gasolina de Shell, y Shell venderá el doble de gasolina con un beneficio de cincuenta peniques por litro en vez de cincuenta y uno, duplicando casi unos beneficios ya de por sí estratosféricos. No está mal. El 15 de marzo Exxon tiene la oportunidad de responder. Supondremos de nuevo que Exxon no aspira a ninguna connivencia, sino que su único deseo es competir con agresividad para ganar dinero. Siguiendo el mismo razonamiento, Exxon baja los precios a noventa y ocho peniques. Recupera a todos sus clientes y se queda también con los de Shell. El 1 de abril Shell baja los precios a noventa y siete peniques por litro. El proceso continúa. ¿Cuánto tardarán los precios en bajar hasta su nivel de equilibrio, justo por encima del coste? Más de dos años, a pesar de que cada compañía haya podido ajustar muchas veces los precios.

Este modelo parte de algunas premisas radicales, claro, pero capta la esencia de cómo una pequeña dosis de pegajosidad en los precios puede dar pie a un ajuste muy lento de estos últimos. La clave es que ambas compañías solo piensan en su propio beneficio al establecer los precios, no en el efecto que produce en otras compañías. Es un efecto que puede ir mucho más allá de un sector concreto: si Shell baja precios, a todos los motoristas les quedará más dinero en el bolsillo, y por lo tanto aumentará el potencial de venta al motorista en cuestión para cualquier otra empresa de la misma economía. Como a Shell todo eso le da igual, baja los precios más despacio de lo que les gustaría a las demás empresas. A cualquier compañía le influye mucho lo que cobran otras, sean proveedores o competidores.

Esa es la tercera causa de los precios pegajosos: los problemas de coordinación. Significa que aun cuando los obstáculos que se plantean para el cambio de los precios sean bastante pequeños, al final éstos últimos cambian con una sorprendente lentitud.

Todavía existe otra causa, la cuarta, de los precios pegajosos. Si me lo permite, explicaré una anécdota verídica a modo de ilustración. Un día un profesor recibió la notificación de que le recortaban el sueldo. Colérico, irrumpió en el despacho del jefe del departamento y le amenazó con irse. Pocos años después el mismo hombre fue objeto de otro recorte salarial. Esa vez no hubo rabietas, sino todo lo contrario: quedó muy satisfecho.

¿Y a qué vino el cambio de actitud?

A que el recorte no parecía un recorte, sino un aumento de sueldo. Concretamente, aumentaron el salario del profesor en un 3 por ciento, en un momento en que la inflación era del 6 por ciento. Aun así, por alguna razón, lo que constituía una bajada real del 3 por ciento ni siquiera parecía un recorte. Lo puede calcular usted mismo. También podía calcularlo el profesor, que por algo enseñaba economía,4 pero eso no quita que sufriese lo que llaman los economistas «ilusión del dinero»: aunque entendamos que hay que tomar en cuenta la inflación, no siempre hacemos el esfuerzo mental que el ajuste requiere. Muchas veces, además, las cifras ajustadas a la inflación carecen de la fuerza emocional necesaria para cambiar nuestra conducta. Las que nos llaman la atención, sin que podamos evitarlo, son las brutas y previas a cualquier ajuste, lo que llamamos «salarios nominales» y «precios nominales».

Los estudios psicológicos demuestran que los salarios nominales influyen en nuestra manera de pensar aunque por lógica lo único que debería contar sean los salarios reales. Un salario nominal es una simple cifra. Un salario real son los bienes y servicios que se pueden adquirir con un salario nominal. La ilusión del dinero explica que en términos reales los recortes de sueldo sean bastante frecuentes, mientras que en términos nominales constituyen la excepción: en Estados Unidos menos del 0,5 por ciento de las negociaciones salariales acaban en recortes del sueldo nominal.

Por cierto, conserve en la memoria el concepto «ilusión del dinero», porque nos servirá en el capítulo 4.

Si usted lo dice... Pero ¿esto no iba a ser un capítulo estimulante? De momento lo único que hace es cargarme de razones por las que mi economía no va como una seda.

Justamente por eso es tan estimulante el ejemplo de la cooperativa de canguros.

Recapitulemos. Las cuatro causas de los precios pegajosos que he descrito podrían producirse en una economía con libertad absoluta de mercado. En el mundo real, todas las economías que funcionan cuentan con una presencia importante del gobierno que crea aún más posibilidades de que se peguen los precios: regulación, salarios mínimos, el fútbol político de la retribución de los funcionarios... Los precios pegajosos existen, y no hay más que decir. A causa de ello su economía puede quedarse en la cuneta. Imagínese que por algún motivo su economía se está contrayendo. Si los salarios y los precios se ajustan a la baja con rapidez, el sufrimiento que provoque esta caída del PIB se contendrá. Si las empresas, por el contrario, vacilan en bajar los precios por problemas de coordinación y costos de menú, sus productos tendrán precios excesivos, y caerán las ventas. Entonces tendrán que reducir costes, pero a los trabajadores les indignará que les recorten el salario nominal, así que al final lo que habrá serán despidos. El paro será más alto de lo que debería ser, por lo que la demanda de bienes y servicios también decrecerá; las empresas tendrán que reducir aún más los costes, y así sucesivamente. Los precios pegajosos siempre dan problemas. De hecho, las consecuencias pueden ser tan graves como la Gran Depresión.

La cooperativa de canguros, sin embargo, indica una salida. Como hemos visto, en la recesión de los canguros hubo una sola razón, muy simple y tonta, que impidió el intercambio de noches entre los que querían hacer de canguros y los que querían salir: que no circulaban bastantes vales para que todos pudieran acumular las horas que deseaban tener en reserva, y que el precio del servicio de canguro era pegajoso. Aunque la cooperativa no lo hiciera bien, la solución existía: imprimir más dinero.

¡Ya lo pillo! ¿O sea, que al final me está diciendo que si quiero resolver los problemas económicos solo tengo que poner en marcha la máquina de hacer dinero?

A veces sí. No siempre es lo idóneo, como veremos hacia el final del siguiente capítulo, pero antes de entrar en el tema de la creación de dinero creo que deberíamos retroceder un poco y formarnos una idea de lo que es el dinero en sí, cuestión bastante más peliaguda de lo que se pueda imaginar.