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Las sirenas de la macroeconomía

Si hace explosión, producirá una radiactividad de tal alcance que al cabo de diez meses la Tierra estará tan muerta como la Luna. [...] Es algo que no haría ningún hombre en su juicio. Esta máquina está diseñada para dispararse automáticamente.

El embajador soviético SADESKI en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú

¿A qué viene citar una comedia sobre la aniquilación nuclear en un libro sobre economía?

Nos ayudará a entender por qué probablemente le convenga tener un banco central independiente, por qué probablemente no le convenga extender el mismo modelo a demasiados otros aspectos de su gestión económica y por qué estalló la crisis de la eurozona. Este capítulo está dedicado por entero a la credibilidad, a por qué es importante y a por qué también comporta riesgos inherentes.

Me parece un poco raro usar tanta potencia explicativa económica para una película de culto de los sesenta.

Pues sepa usted que una de las máximas figuras de la economía, Thomas Schelling, asesoró a Stanley Kubrick durante la escritura del guión de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. De hecho fue hablar con Schelling lo que convenció a Kubrick de que la película no tenía que ser de suspense, sino de humor negro: Schelling le convenció de que por suerte había pocas coyunturas realistas que pudieran desembocar en una guerra nuclear total.

Schelling empezó su carrera como negociador comercial. Trabajó en el Plan Marshall, pactando los términos de la ayuda estadounidense a Europa después de la Segunda Guerra Mundial, y quedó fascinado por el tira y afloja de las negociaciones bien llevadas, así como por los usos y abusos de la teoría de juegos, un nuevo planteamiento matemático de la modelización de las interacciones entre bandos que compiten entre sí. A finales de los años cincuenta llevó al campo de la disuasión nuclear sus perspectivas políticas y su cauteloso apego a la teoría de juegos, y se convirtió en un pensador influyente sobre el tema, a través casi siempre de la estrecha mediación de otros colegas y protegidos suyos que asesoraron a John F. Kennedy, Robert McNamara y Henry Kissinger durante la crisis de Berlín, la de los misiles de Cuba y la guerra de Vietnam.

Una de las ideas más llamativas de Schelling, sobre la que se elaboró el argumento de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, es la estrategia del compromiso: la idea de que se puede quedar en ventaja limitando las propias opciones, debido al efecto que tendría esa limitación en las decisiones del oponente. Un ejemplo sencillo es que en los bancos y los furgones blindados el personal de primera línea no tiene acceso a la caja fuerte. Si los ladrones saben que el personal no puede abrir la caja, ya no tiene sentido amenazarlo e insistir en que lo intente.

El «artefacto definitivo» imaginado en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú lleva al extremo la estrategia del compromiso: un conjunto de bombas con potencia suficiente para destruir hasta el último rastro de vida y crear una atmósfera radiactiva tóxica «durante noventa y tres años», que está diseñado para activarse de manera automática en caso de ataque nuclear contra la Unión Soviética (o en el supuesto de que alguien intente desarmarlo). En esta activación automática radica la estrategia del compromiso. Como señala el embajador Sadeski, «solo un loco» activaría voluntariamente el artefacto definitivo, y por lo tanto la amenaza de hacerlo no sería creíble. En cambio el disparador es perfecto como disuasión: después de la construcción de un artefacto definitivo, nadie atacaría la Unión Soviética. Según observa el propio doctor Strangelove, «la disuasión es el arte de producir en la mente del enemigo el miedo a atacar. Por tanto, a causa del proyecto de una decisión automática e irrevocable que excluye toda voluntad humana, el engendro definitivo es aterrador, sencillísimo de entender y desde luego muy convincente».

Schelling desarrolló la idea de las estrategias de compromiso en los más diversos ámbitos, incluido el de la lucha contra los propios demonios: una buena manera de dejar de fumar, por ejemplo, es hacer una apuesta con un amigo. En los años sesenta, cuando Schelling maduró todas estas ideas, a simple vista carecían de repercusiones para la macroeconomía, pero en los setenta, en pleno caos económico por los shocks petrolíferos, la situación dio un giro radical, y actualmente la idea de Schelling del compromiso creíble moldea —no siempre para bien— la mayoría de nuestras grandes instituciones económicas.

Para empezar nuestro relato tenemos que volver a Bill Phillips.

El inventor del MONIAC.

Exacto. En 1950, después del éxito de su aparato, Phillips fue nombrado profesor de la London School of Economics, pese a no poder acreditar la formación necesaria. Le asignaron el mayor salario que podían permitirse y lo encarrilaron por la vía rápida hacia la titularidad, mientras él preparaba el doctorado. En el departamento tenía fama de estrella. Lionel Robbins, el jefe de departamento, escribió en un informe interno que Phillips estaba a punto de hacer la aportación más importante desde el libro de John Maynard Keynes Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, publicado veinte años atrás. En el mundo académico, no obstante, o se publica o se perece, así que para que el departamento pudiera justificar su nombramiento como profesor, Phillips tenía la necesidad acuciante de engrosar su bagaje con unas cuantas publicaciones.

Desde la construcción del MONIAC, Bill Phillips estaba fascinado por la dinámica del sistema económico, por cómo fluctuaba e incluso oscilaba como un péndulo, y por cómo se podían mitigar las fluctuaciones. Para un ingeniero era una pregunta natural, aunque todavía hoy siga constituyendo un problema endiablado para los economistas. Dentro de su estudio de la dinámica económica recogió datos sobre los salarios nominales (un buen sustitutivo de la inflación) y sobre el paro, y al darles forma de gráfico observó entre ambas series una relación empírica de sorprendente exactitud: cuando los salarios nominales aumentaban con fuerza el desempleo tendía a ser escaso, y cuando los salarios nominales bajaban o se estancaban el paro era elevado.

La verdad es que no parece que a Phillips le impresionara mucho el descubrimiento, que apañó en un fin de semana y dejó de lado para proseguir con otras investigaciones más profundas y sofisticadas como eran las de índole teórico sobre la atenuación de las oscilaciones económicas. No tenía prisa. Phillips era un hombre aficionado a pensar profundamente, y de manera distinta a los demás. Sus colegas, en cambio, empezaban a temer que la campaña para otorgarle la titularidad se viera trastocada por su recelo a publicar; y si el establishment de la LSE se oponía a su nombramiento, se corría el riesgo de que aquel hombre considerado como un genio por sus colegas se marchase a Australia o Estados Unidos.

Así pues, urgido a publicar por ellos, Phillips desempolvó su trabajo del fin de semana y le dio forma de artículo. A él no le parecía gran cosa el estudio, que más tarde tildó de «apresurado». Sus colegas, siempre tan dispuestos a contribuir al impulso de su carrera, hicieron que el artículo se publicase en la revista de la LSE, Economica, con el título de «The Relationship between Unemployment and the Rate of Change of Money Wages in the United Kingdom, 1861-1957». Se convirtió en el artículo universitario más citado de la historia de la macroeconomía.¹

¿De verdad? Pues no parece un resultado tan sorprendente: a sueldos en alza, menor desempleo.

Es lo que pensó el propio Bill. La razón de que la «curva de Phillips» se hiciera tan popular es que otros economistas —entre los que destaca Paul Samuelson— defendieron la idea de que los dirigentes podían elegir como objetivo un punto de la curva. Si pretendían reducir el paro tendrían que tolerar una inflación más alta, y si querían bajar la inflación tendrían que aceptar más paro. Podían mirar la curva, decidir qué equilibrio entre inflación y paro estaban dispuestos a tolerar y fijar su política monetaria en consecuencia.

Parece razonable.

Sí, es verdad. Lo malo es que no funciona. Resulta que decir «una inflación alta siempre ha estado correlacionada con un paro bajo, así que podemos atacar el paro aceptando una inflación más alta» es un poco como decir: «Nunca han robado Fort Knox, así que podemos ahorrar dinero despidiendo a los vigilantes». No nos podemos limitar a los datos empíricos. También hay que tener en cuenta los incentivos. Si una inflación elevada ha tendido a equivaler a poco paro es porque quienes ofrecían y quienes buscaban trabajo esperaban una tasa de inflación determinada, y de vez en cuando les sorprendía una subida de precios. Las empresas la confundían con un aumento de la demanda e intentaban contratar a más trabajadores. Los trabajadores creían que les estaban ofreciendo salarios reales más altos. Y todos se equivocaban: en realidad, lo que ocurría era que la economía estaba sufriendo una inflación inesperada, y que ellos habían tardado mucho en darse cuenta.

El problema es que si los dirigentes, seducidos por la curva de Phillips, creaban inflación de modo voluntario una y otra vez a fin de reducir el desempleo, llegaría un momento en el que la inflación ya no sorprendería a la gente. Se vería el truco —y la inflación— a la legua, y entonces crecería la inflación, pero no disminuiría el paro.

¿Y a partir de cuándo se manifestó esta lógica?

La interpretación de la curva de Phillips por Samuelson como una especie de carta en la que los dirigentes podían elegir su combinación favorita de inflación y paro fue hecha trizas por dos mazazos, uno de ellos empírico y el otro teórico. El mazazo empírico lo dieron los shocks petrolíferos de los años setenta, cuando se disparó la inflación mientras el paro se empecinaba en no bajar. La claridad de la curva de Phillips desapareció en las espesuras de la estanflación. El ataque teórico corrió a cargo de un tal Robert Lucas. Lo que recibió el nombre de «crítica de Lucas» tendrá una importancia colosal —y para usted frustrante— cuando intente mantener su economía bien encarrilada.

Todo lo que hemos dicho sobre Fort Knox y los incentivos era una manera de hablar de la crítica de Lucas. No fue Lucas el primero en rumiar que la curva de Phillips podía deshacerse si se le aplicaba un peso político excesivo. Ya a finales de los años sesenta formularon versiones del mismo argumento Milton Friedman y Edmund Phelps, dos futuros premios Nobel de Economía, pero al final fue Lucas el más influyente, quizá porque escribió justo cuando se estaba deshaciendo la curva de Phillips, y porque llevó los argumentos de Phelps y Friedman a su extremo lógico. Según Lucas, el problema no se reducía a la curva de Phillips, sino que se extendía a cualquier correlación entre variables económicas. Las correlaciones no surgían tan solo de una política, sino de cómo reaccionaban a esta los dirigentes. Cada cambio de política provocaría una reacción, y un cambio en la correlación.

He aquí un ejemplo de la crítica de Lucas, inspirado en el economista Thomas Sargent: en el fútbol americano (que en Estados Unidos recibe el entrañable nombre de «fútbol» a secas), los equipos tienen cuatro turnos, llamados downs, para hacer avanzar diez metros la pelota, sea llevándola o pasándola. Si no lo consiguen, la posesión pasa al equipo contrario. En el cuarto down suele ocurrir que los equipos recurran al despeje y chuten la pelota lo más lejos que puedan hacia el terreno contrario, aunque suponga ceder la posesión.²

Bueno, pues imaginemos que los que deciden el reglamento de este deporte ven necesario reducir los despejes. Los mandamases del football consultan las pruebas estadísticas y llegan a la conclusión de que no dan lugar a dudas: los equipos despejan mucho en el cuarto down, y casi nunca en otros momentos del partido. Así pues, bastaría con eliminar el cuarto down para que los despejes se volvieran excepcionales.

El error de razonamiento queda muy claro si uno deja de mirar los datos empíricos y se pone a pensar en los incentivos del equipo de football: quiere mantener la posesión, pero si parece probable que la pierda prefiere que la pelota esté al fondo del área rival. Llegado el cuarto down, el equipo perderá la posesión de todos modos, así que despeja hacia el campo contrario. Si se cambiase el reglamento para reducir los downs a tres, despejaría en el tercero.

En el caso del fútbol americano el problema de la regla de «eliminar el cuarto down» es flagrante, pero en lo que respecta a la política económica y los datos económicos el argumento análogo no recibió la debida atención hasta que llegó Lucas y pinchó el orgullo desmedido en el que habían incurrido las ciencias económicas durante las décadas de 1950 y 1960. Los economistas habían tendido a dar por supuesto que cuanto mejores fueran sus datos más fiable sería su comprensión del mundo, y podrían usarla para dirigir las economías e impedir las recesiones. Lo que puso de manifiesto Lucas fue que las relaciones en las que se estaban fijando los economistas —entre inflación, paro, crecimiento del PIB, etcétera— no eran leyes férreas de la economía, sino que podían cambiar. Los datos por sí solos no eran de fiar.

Un poco pesimista, ¿no?

Sí, es cierto que la idea de Lucas introdujo un importante trasfondo de nihilismo en la economía. Los economistas perdieron confianza en lo que podían aprender del estudio de las relaciones empíricas macroeconómicas. Y si uno no se puede fiar de los datos, ¿de qué se fiará? La respuesta es acudir a la teoría y usar la microeconomía para modelizar de forma explícita cómo toman decisiones los individuos. El problema es que la modelización de base micro tendía a estar poco relacionada con los datos económicos reales.

¿Qué justificación puede tener ignorar los datos?

Ninguna, estoy de acuerdo con usted. Ahora bien, no olvidemos de dónde venían los economistas, del derrumbe de la curva de Phillips y de la lógica irrefutable de la crítica de Lucas: si unos datos económicos que aparentan solidez a toda prueba pueden desmoronarse cuando se intenta construir algo sobre ellos, ¿de qué sirve preocuparnos tanto por si los modelos económicos se ajustan a los datos? Los datos parecían incapaces de decirnos algo sobre la política práctica.

La estrategia, por lo tanto, fue elaborar modelos económicos edificados sobre ideas microeconómicas, lo cual significa pensar explícitamente en los incentivos y las expectativas individuales en vez de analizar grandes extensiones de datos macroeconómicos sin una percepción de las relaciones causales. Se tenía la esperanza de que esos modelos se volvieran bastante refinados para explicar los datos de la vida real a la vez que se mostraban sólidos ante los cambios de política. Pero eso solo podría llegar con el tiempo, acaso décadas después; y como nos recordaba Keynes, «a largo plazo estamos todos muertos».

Bueno, y ¿cómo funcionan esos modelos de base micro?

Se basan en una idea que recibe el nombre de «expectativas racionales». En su forma más pura esta teoría es de una clara falta de realismo, ya que da por supuesto que todas las personas descritas en un modelo económico entienden el modelo y actuarán racionalmente de acuerdo con sus intereses. En el mundo real la gente no siempre actúa de manera racional, ni entiende la estructura de la economía mundial. Eso no lo entiende nadie. Aun así, la idea de las expectativas racionales tiene cierta validez. La gente no es del todo tonta. Si oye un día tras otro en las noticias que lo más probable es que las políticas del gobierno hagan subir la inflación en el futuro, como mínimo unas cuantas personas tenderán a tomarlo en cuenta a la hora de decidir qué aumento de sueldo piden. Además, por poco razonable que parezca otorgar validez a las expectativas racionales, de momento la profesión económica no ha logrado encontrar ninguna alternativa mejor. Antes de Lucas los economistas en muchos casos ni siquiera pensaban en expectativas. Como máximo partían de la premisa de que la gente opinaba que la tasa de inflación de mañana sería la misma que la de hoy. Una idea alternativa era la de «expectativas adaptativas», que se adaptaban lentamente al irse adaptando la propia realidad. Con todo, ninguna de esas alternativas era muy convincente.

Y ahora volvamos a conectar esta historia con Thomas Schelling y la idea de credibilidad. Robert Lucas les dijo a los economistas que dejaran de ver la economía como un problema técnico en que un único actor —el gobierno— usaba la política fiscal y monetaria para estabilizar las fluctuaciones del sistema económico. En vez de eso teníamos que ver la economía como una especie de juego en que el gobierno no era el único jugador. Y existe un instrumento analítico cuya finalidad explícita es resolver problemas de varios jugadores: la teoría de juegos.

Así que no pasó mucho tiempo hasta que dos economistas —Finn Kydland y Edward Prescott— tomaron la crítica de Lucas y empezaron a aplicar la teoría de juegos al vasto juego de la macroeconomía. Su conclusión inmediata fue que la credibilidad era un aspecto clave. Si la gente cambia de conducta cuando espera que la inflación sea alta, se deduce obviamente que debemos convencerles de que esperen que sea baja. Sin embargo, el mero hecho de decir «tenemos una política de inflación baja» es como si la Unión Soviética dijera: «Tenemos la política de responder a todo ataque nuclear haciendo explotar bastantes bombas para que el mundo sea inhabitable». Hablar sale barato.

Antes de Friedman, Phelps y Lucas, los economistas daban por supuesto que la gente de a pie adoptaría el papel de Charlie Brown, y el gobierno el de Lucy con la pelota en la mano en una tira de los Peanuts: la gente correría a chutarla (aceptar acuerdos de salarios bajos), y luego el gobierno le escamotearía la pelota (crear inflación). Después de la crítica de Lucas esa historia no tenía sentido. La gente de a pie no iba ser Charlie Brown. No iba a creerse las promesas gubernamentales de inflación baja.

Si no hay ninguna razón creíble para que la gente se crea las promesas del gobierno, ignorará lo que le diga este último y acordará precios y salarios con la certeza de que en realidad la inflación será alta. A causa de ello obtendremos lo peor de ambos mundos: una inflación alta pero también un desempleo alto. Esta lamentable combinación caracterizó la década de los setenta y llegó a conocerse como estanflación: una inflación que se niega a bajar en una economía estancada.

Con lo que volvemos a Schelling y a la idea de una estrategia del compromiso. Si el gobierno tuviese alguna manera de hacer creíble la promesa de una inflación baja, le iría mejor a todo el mundo.

Sí. Cuando se tiene un artefacto definitivo no es necesario usarlo. Si pones la política monetaria en «piloto automático», manteniendo baja la inflación incluso cuando sea tentador imprimir dinero, puedes conseguir la misma producción que en tu mundo no creíble, pero con menos inflación.

Estupendo. ¡Siempre se sale ganando! Bueno, y ¿cuál es el equivalente económico del artefacto definitivo?

No estoy muy seguro de que se puedan yuxtaponer tan alegremente las palabras «ganar» y «artefacto definitivo», pero tengo una respuesta: el equivalente económico de un artefacto definitivo es un banco central independiente comprometido con una inflación baja. Antes de Kydland y Prescott solo existía un banco central de esas características en una economía importante: el Bundesbank de Alemania Occidental, fundado en 1957, reforzado por el traumático recuerdo popular de la hiperinflación de Weimar y el ascenso de Hitler, y firmemente resuelto desde el primer día a contener la inflación.

Después de Kydland y Prescott —y de la dolorosa estanflación de los setenta, claro— otros bancos centrales empezaron a pensar muy seriamente en la credibilidad. La Reserva Federal de Estados Unidos ya era independiente, pero su presidente, Paul Volcker, se mostró decidido a provocar una profunda recesión en aras de que no subiera la inflación, y con ello acreditó a la institución como gran luchadora contra la inflación.

En otros países ni siquiera existía un banco central independiente. La política monetaria la controlaban sin problemas sus ministros de Finanzas, con el ojo puesto en las siguientes elecciones. Sin embargo, a medida que se iba comprendiendo mejor el tema de la credibilidad, las grandes economías fueron otorgando independencia a sus bancos centrales. El ejemplo práctico lo dieron Volcker y el Bundesbank, y la justificación intelectual Kydland y Prescott. El primero de los nuevos bancos centrales independientes se fundó en Nueva Zelanda, en 1989. En Reino Unido y Japón fue en 1997. La zona euro se dotó de un banco central en 1999, cuando ni siquiera tenía una moneda física.

Estos bancos centrales de recién conferida independencia, que carecían del prestigio de un Bundesbank, solían ganar credibilidad anunciando un objetivo de inflación. El del Banco de Inglaterra es el 2 por ciento. En principio el gobierno del momento puede cambiar como le plazca el objetivo, pero en la práctica el precio político de tocarlo se antoja prohibitivo; tanto es así, que solo se ha hecho una vez. (E incluso entonces a la baja, no al alza, y simultáneamente a la adopción de un sistema para medir la inflación aprobado por la UE.) Hoy día, en casi todas las economías que se puedan citar el objetivo de inflación es bastante creíble, gracias a estos cambios legislativos, a la reputación histórica del propio banco central o a ambas cosas.

Suena prometedor. Si la credibilidad pesa tanto en la política monetaria, ¿puedo aplicar el mismo principio para resolver otros problemas macroeconómicos?

De vez en cuando surgen propuestas de otros instrumentos de compromiso económico. Una de las más frecuentes, por ejemplo, es la de algún tipo de requisito constitucional que obligue al gobierno a cuadrar el presupuesto cada año. Parecería una manera sensata de evitar la tentación de los políticos de acrecentar la deuda de modo irresponsable, pero sería un desastre: en los buenos tiempos, cuando no se pagaran tantas prestaciones sociales y la base tributaria fuera sólida, bajarían en picado los tipos impositivos, provocando el sobreestímulo de una economía ya próspera, y en los malos tiempos, cuando creciera la demanda del subsidio de paro, tendrían que subir los tipos impositivos o habría que recortar los programas de gasto, justo cuando la economía más necesitara un empujón.

Pues entonces no. ¿Alguna otra cosa?

Cuando más ayuda la credibilidad es en los problemas a largo plazo. Un ejemplo es el problema de poder pagar las prestaciones sociales en sociedades en proceso de envejecimiento. Sabíamos desde hacía tres décadas que los países desarrollados cada vez tendrían más dificultades para costear las pensiones públicas, porque el número de pensionistas crecía mucho en relación con el de los trabajadores jóvenes cuyos impuestos soportaban el sistema. Si se pudiese encontrar una manera creíble de decir a la gente joven: «Cuando seáis viejos no cobraréis ninguna pensión del Estado», quizá se les pudiera convencer de que empezasen a ahorrar para la vejez, en cuyo caso no tendría usted que preocuparse tanto por cuándo necesiten recurrir al Estado.

Sin embargo, parece difícil dar credibilidad a la amenaza. En 1980, por ejemplo, el gobierno conservador de Margaret Thatcher trató de abordar el problema cortando el vínculo tradicional entre las pensiones públicas y los ingresos medios. A partir de ese momento las pensiones solo seguirían la inflación. Dado que con el paso del tiempo los sueldos tienden a aventajar a los precios, esta política fue una manera bastante elegante de lograr que las pensiones se encogiesen gradualmente: la diferencia entre el sueldo medio y la inflación es lo bastante pequeña para no notarse demasiado en pocos años, pero en veinte o treinta abulta lo suyo. Cualquier persona suficientemente joven para preocuparse también lo sería para compensarlo apartando dinero, con lo cual reduciría la necesidad de prestaciones futuras del Estado.

Ahora bien, la gente solo actuaría así si viera creíble esa política, es decir, si creyera que los sucesores de Thatcher continuarían con el plan, cosa que no creyó, y que de hecho no ocurrió: al principio los gobiernos sucesivos complementaron las pensiones con todo tipo de pluses —licencias por el uso del televisor gratuitas, pagos por «combustible invernal»—, y al final volvieron a un sistema que vincula las pensiones a los ingresos, a la inflación o a un incremento fijado arbitrariamente, según lo que les sea más favorable a los pensionistas. Lo que podía defenderse como un modo sensato de acostumbrar a la gente a que se garantizase por sí sola la jubilación se vio desbaratado en gran medida por el hecho de que la reforma no fuera creíble a largo plazo.

El cambio climático es otro tema en el que no nos iría nada mal un poco de credibilidad. Muchos gobiernos han adoptado objetivos muy estrictos a cuarenta años para las emisiones de dióxido de carbono. Si la gente estuviera convencida de que los gobiernos pretenden cumplirlos de verdad, lo lógico sería que tuvieran prisa por invertir en infraestructuras bajas en carbono como la energía de las mareas o la nuclear, inversión que a su vez ayudaría a alcanzar los objetivos, pero los posibles inversores manifiestan un recelo comprensible respecto a si el gobierno va en serio o cambiará las reglas como le convenga, sobre todo porque los objetivos a corto plazo parecen mucho más difíciles de conseguir.

Teóricamente, estos problemas de credibilidad se podrían zanjar igual que en el caso de la inflación, pero ¿es sensato intentar establecer un equivalente del Banco de Inglaterra para las pensiones o las emisiones de carbono? Una autoridad independiente para las emisiones de carbono, por ejemplo, necesitaría poderes muy amplios para regular y gravar todas las facetas del sistema energético. ¿De verdad le parece a usted posible delegar en tecnócratas tanto poder sin dejar de ser demócrata?

Me está diciendo que la política monetaria es un caso especial.

A mí me lo parece, por un par de razones. En primer lugar, aunque la ejecución de una política monetaria contemporánea sea de una opacidad impenetrable, el objetivo básico no es difícil de expresar. Ello significa que la política monetaria se presta bien a una división fácilmente comprensible entre demócratas y tecnócratas: el gobierno democráticamente electo fija el objetivo de inflación, y luego los tecnócratas manipulan los tipos de interés y la masa monetaria para garantizar que se cumpla. En segundo lugar, una inflación baja tiende a ser un objetivo relativamente exento de polémicas; quizá la gente se queje al ver que le suben los tipos hipotecarios, pero en general está de acuerdo en que es buena idea evitar la inflación.

No puede decirse lo mismo sobre el objetivo de reducir drásticamente las prestaciones sociales o revisar el sistema energético. Dé usted por seguro que la opinión pública se movilizaría en masa para reclamar que el gobierno arrebatase el control de las pensiones públicas a unos tecnócratas que no hacen más que recortarlas, o el de la política energética a unos tecnócratas que no hacen más que cargar con nuevos impuestos el petróleo. A largo plazo, como es natural, la credibilidad de los tecnócratas quedaría mermada hasta el punto de que ya no habría motivos para su existencia.

Pero los dispositivos de compromiso tienen un problema aún más fundamental. Incluso el de apariencia más sensata puede surtir efectos terroríficos si su diseño presenta algún defecto. ¿Recuerda lo que pasa al final de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú?

El apocalipsis, ¿no?

Ni más ni menos. Seguro que el artefacto definitivo de los soviéticos habría conseguido disuadir cualquier ataque, de no ser por la decisión de mantenerlo en secreto durante unos días. (Como solemnemente explica el embajador Sadeski mientras estalla en torno a él la guerra nuclear, «se anunció en el congreso del Partido el lunes pasado; al jefe le encantan las sorpresas».) Con muy poco sentido de la oportunidad, el general de brigada Jack D. Ripper, resuelto a detener «la conspiración comunista, esa corriente en la actualidad tan de moda que envuelve e infecta todos nuestros preciados fluidos naturales», toma la decisión de arrojar una bomba. Es la pega de los dispositivos de compromiso: si algo se tuerce inesperadamente, y a pesar de los pesares se produce una crisis, el dispositivo de compromiso garantiza que adquiera proporciones apocalípticas.

Por desgracia contamos con un importante paralelismo económico: se llama eurozona.

¿Con Grecia en el papel de Jack D. Ripper?

Algo así; Grecia o los inversores que le prestaron dinero. Una de las ideas centrales en las que se basa la creación de la eurozona —y la razón, qué duda cabe, de que quisieran ingresar en ella tantas economías débiles— es que con ella cualquier país de Europa adquiría la inexpugnable credibilidad del Bundesbank, y así esas economías periféricas podían acceder rápidamente a dinero barato.

Antes de la creación del euro los inversores internacionales vacilaban en prestar dinero no solo a Grecia sino también a muchas economías no alemanas. Se temía que Grecia zozobrase, imprimiera dinero y pagara la deuda en dracmas devaluados. A consecuencia de este riesgo tanto el gobierno griego como el sector privado del país tenían que hacer frente a tipos de interés más altos, lo cual, se sobreentiende, encarecía cualquier iniciativa en Grecia, fuera construir infraestructuras, erigir un edificio o montar una empresa.

Al entrar en el euro Grecia quedó ligada a la política monetaria del Banco Central Europeo, un banco central independiente, creíble y muy cercano al Bundesbank, no solo físicamente. (El BCE tiene su sede en Frankfurt, separado del Bundesbank por un parque que se cruza literalmente en cinco minutos. Políticamente está muy influido por su vecino, el gran destructor de la inflación.) Huelga decir que los griegos podrían haber anunciado la medida de vincular el tipo de cambio del dracma al euro. A nivel superficial la economía habría sido la misma. Sin embargo, el tipo de cambio fijo dracma-euro habría carecido de credibilidad; y fue en aras de esta última, y de nada más, por lo que Grecia decidió abolir el dracma por completo y unirse al euro, que había sido voluntariamente diseñado para que los países no tuvieran mecanismos para salir de él. Tal vez los políticos griegos pensaran en uno de los más antiguos héroes de su país, Ulises, que se ató al mástil de su barco para poder escuchar la bella canción de las sirenas sin que estas le arrastraran a la muerte. Atándose al euro, los políticos griegos esperaban recoger los frutos de su compromiso creíble.

Y por un tiempo el compromiso cumplió sus esperanzas. Convencidos de que en adelante la devaluación era imposible, los inversores internacionales no tuvieron ningún inconveniente en prestar dinero, en euros, a Grecia y otras economías de la periferia europea que hasta entonces habían presentado riesgos.

Quizá los políticos griegos hubieran hecho bien en recordar qué le sucede a Ulises en un momento posterior de su periplo, cuando se ve succionado hacia las fauces abiertas de Caribdis, un monstruo marino. Ulises escapa saltando de su embarcación y aferrándose a una higuera, cosa que, de más está decirlo, solo le es posible por no estar atado ya al mástil. Tras jurar y perjurar ante los inversores que le era imposible imprimir dinero y devaluar sus deudas, el gobierno griego incurrió a pesar de todo en un endeudamiento insostenible, y en 2008, al estallar la crisis bancaria, se vio arrastrado hacia la guarida de Caribdis, sin forma clara de abandonar el barco.

Naturalmente, el Banco Central Europeo habría podido imprimir dinero para apoyar a Grecia y otros países que pasaban por momentos difíciles. (Se ha considerado a España e Italia como especialmente merecedoras de ese apoyo del BCE, ya que parecen víctimas del círculo vicioso de los inversores en bonos: podrán pagar sus deudas si los inversores tienen confianza, pero no podrán pagarlas si sucumben al pánico.) Pero la credibilidad es la credibilidad: el BCE, influido por el Bundesbank, se ha mostrado reacio por sistema a correr el riesgo de que se produzca cualquier tipo de inflación, al margen de lo grave que pueda ser la crisis. Así es el rostro de la credibilidad, a fin de cuentas.

Pues entonces más vale que procure no construir demasiados artefactos definitivos dentro de mi economía.

Bueno, tienen su sitio. Lo que sí le aconsejo es un banco central independiente, pero actúe con prudencia, ya que Grecia nos está enseñando la misma lección que tan duramente aprendió el embajador Sadeski: que el precio de la credibilidad puede ser una falta lacerante de flexibilidad cuando las cosas vienen mal dadas.