Capítulo V
Mystra y Kelemvor se manifestaron a las puertas del palacio de Oghma, que nunca tenía el mismo aspecto en dos visitas cualesquiera. Ese día se encontraron ante un alcázar de múltiples torres de piedra blanca como la nieve con un largo jardín con estanque en el que se reflejaba su esplendor. No había muralla que cercase el recinto ni puerta alguna que controlase el acceso; la Casa del Conocimiento estaba abierta a todos cuantos se molestasen en visitarla.
Mystra y Kelemvor no se detuvieron a contemplar la belleza del alcázar ya que tenían mucho que hacer antes del juicio contra Cyric. Flotaron alameda adelante y dejaron atrás a grupos de eruditos enzarzados en sesudos debates. Una multitud de bardos trataba de abrirse camino para cantar baladas en alabanza de la magia y de la muerte, e incontables demonios y serafines se detenían para saludar, cargados de mapas y manuscritos. Los dos dioses no hicieron el menor caso de ellos. Llegaron al palacio y pasaron por el arco de entrada a un vasto vestíbulo cuyo techo abovedado presentaba inscripciones con los nombres de los innumerables sabios que habían muerto y habían sido admitidos por su leal dios en la Casa del Conocimiento.
—Puede decirse que las estrellas han bendecido hoy mi casa. —La voz de Oghma era una canción. Estaba en el umbral de la siguiente habitación, vestido con bombachos, una vaporosa túnica y un turbante—. ¡Recibir a dos visitantes de tal categoría!
—No fue la fortuna lo que nos trajo aquí, como bien sabes —dijo Mystra, que adelantó a Oghma y se dirigió a la enorme biblioteca que había al otro lado—. Hemos venido a hablar del juicio.
Oghma frunció el entrecejo.
—Eso deberíamos hacerlo en el juicio, no antes.
El dios de la Sabiduría entró detrás de Mystra con Kelemvor pisándole los talones. La biblioteca era una caverna llena de columnas y estanterías, de una extensión incalculable y llena de volúmenes en los que se recopilaba toda la información reunida por los fieles de Oghma a lo largo de sus vidas. Mystra encontró con toda facilidad el camino por aquel laberinto. Había visitado la Casa del Conocimiento tantas veces que podía reconocer el camino fuera cual fuera la forma que asumiese en cada momento.
—No nos corresponde sólo a nosotros decidir el destino de Cyric —dijo Oghma siguiendo siempre a la señora de la Magia—. Es competencia de todo el Círculo.
Mystra llegó al trono de Oghma, un sillón de alabastro rodeado de mesas y bancos de mármol blanco, y se volvió hacia su anfitrión.
—Lo que he venido a decir no puedo decirlo ante el Círculo.
—Entonces, querida, tal vez no deberías decirlo. —Oghma pasó por delante de Mystra y se sentó en su trono.
—Y tal vez tú deberías escucharla —repuso Kelemvor—. A menos que tu mente no esté tan abierta como pretendes.
Oghma arqueó una ceja.
—Touché, Kelemvor. —Señaló los bancos situados junto al trono y luego se volvió hacia Mystra—. Muy bien, por escucharte no se corromperá el juicio más de lo que está. Estoy seguro de que el resto del Círculo ya se ha estado ocupando de negociar el resultado.
—Kelemvor y yo hemos estado haciendo algunas indagaciones, es cierto —admitió Mystra—, pero Cyric no ha llegado a ningún… arreglo propio.
—Es posible que él sí confíe en el proceso.
—Vamos, tú bien sabes que no —dijo Kelemvor—. Cyric está planeando algo.
—Tiene el Cyrinishad —añadió Mystra.
—Si estás segura de eso, entonces eres una diosa más sabia que yo —replicó Oghma—. No he levantado mi prohibición. ¿Cómo puedes saber que Cyric tiene el libro cuando yo he vedado a todas las deidades el conocimiento de su paradero? ¿Y cómo puede poseerlo Cyric cuando no puede percibir su ubicación? Podría entrar en una habitación y cogerlo sin saber que lo tiene en las manos. Lo que sugieres es imposible.
—Digas lo que digas —repuso Kelemvor con sorna—, Cyric tiene el libro. Es la única razón por la que puede estar tan tranquilo.
—Ya veo —replicó Oghma—. ¡No sólo sabéis dónde está el Cyrinishad, sino que sabéis cómo funciona la mente de un dios loco!
—Conozco a Cyric —gruñó Kelemvor—. Lo conozco mejor de lo que tú puedas llegar a conocerlo jamás.
—Conoces a Cyric el mortal —lo corrigió Oghma—, pero estamos hablando del dios Cyric.
—Oghma, no he venido aquí para enzarzarme en discusiones contigo —dijo Mystra—. Sé que eso no nos llevaría a nada. Supongamos pues que Cyric tiene el Cyrinishad y que pretende presentarlo en el juicio como prueba.
Oghma frunció el entrecejo y a continuación abrió mucho los ojos.
—¡Nos veríamos obligados a escuchar su contenido!
Los tres guardaron silencio porque entendían el poder del sagrado Cyrinishad. Sabían que después de oír la verdad que encerraba caerían de rodillas y rendirían pleitesía al Uno, y también conocían la terrible retribución que Cyric les exigiría por las muchas afrentas que había acumulado en el pasado.
Kelemvor rompió el silencio.
—Bien, todos estamos de acuerdo. Si Cyric trae el libro, suspendemos el juicio y lo destruimos sin vacilación.
Al oír esto, Oghma se quedó pasmado y negó con la cabeza con tal vigor que todos los sabios de Faerun perdieron el hilo de sus pensamientos.
—¡No! —dijo.
—¿No? —preguntó Mystra con perplejidad—. Pero el Equilibrio…
—Quedaría totalmente destruido —continuó Oghma—. ¡Es mejor servir en Pandemónium que gobernar en un erial que es todo lo que quedaría si desatáramos una guerra total entre dioses! Lo que pretendéis haría que la Era de los Trastornos pareciera una simple pelea.
—¡Jamás! —Tan rápido se puso de pie Kelemvor que su movimiento casi no existió; un instante estaba sentado y antes de que se iniciara el siguiente ya estaba de pie—. ¡Prefiero destruirme que servir a Cyric!
Los ojos de Oghma se volvieron tan duros como diamantes.
—La cuestión no es si te destruirías tú, Kelemvor, sino si destruirías a Faerun. Como dios, debes anteponer tu deber a las disputas que traes de tu vida como mortal. El destino de un mundo depende de cada uno de tus actos y harías bien en no olvidarlo. —Oghma echó una mirada a Mystra—. Los dos haríais bien en no olvidarlo.