Capítulo XI

El diario de Rinda estaba encima de una mesa en el otro extremo de la mazmorra y yo no podía hacer nada para alcanzarlo. Tenía las manos atadas a la espalda y los pies metidos en un bloque de basalto tan pesado como la madre del califa. Desde hacía ya muchas horas, Ulraunt me tenía privado de alimento y agua. Les había ordenado a dos guardias corpulentos que me sujetasen los brazos, después me había amenazado con golpearme con mazas claveteadas y con aplicarme atizadores candentes. De hecho, en ese momento tenía todavía un hierro calentándose en un brasero. Sin embargo, la única tortura que me atemorizaba era la de estar privado del diario. Mi necesidad de leerlo se volvía más acuciante a cada instante y había llegado al punto en que hubiera vendido todas mis posesiones a un cuarto de su valor por entrever siquiera una de sus páginas. Repudiaba esta compulsión como hace cualquier hombre con una debilidad secreta, y juraba que aunque Ulraunt sostuviese el libro ante mis ojos no leería una sola palabra.

Claro que éste era un juramento imposible de cumplir. Y todavía no había comprendido que la magia de Mystra era la culpable de mi aflicción. Sólo sabía que el diario de Rinda parecía tener tanto sentido como la Verdad Oscura, y que sus sacrilegios explicaban lo que yo había contemplado con mis propios ojos: que la Iglesia de Cyric se estaba desmoronando y que éste tenía que ser un lunático para mandar a un humilde mercader como yo a recuperar el Cyrinishad. Estos pensamientos eran una gran vergüenza para mí, y más que un hecho eran un reflejo de mi propia cobardía, pero eran tan persistentes como un mendigo hambriento y a ellos atribuía yo mi obsesión.

Ulraunt volvió del brasero con su hierro candente y me lo puso ante los ojos. Yo apenas lo miré, ya que tenía la mirada fija en el diario que se encontraba al otro lado de la habitación, donde estaban Tethtoril, el Primer Lector, y Ruha, con expresión de desconfianza en los rostros.

Mi falta de atención molestó al Guardián.

—¡Mira esto! —Agitó el hierro delante de mis ojos—. ¿Sabes lo que puedo hacer con esto?

—A mí nada. —A estas alturas yo sabía que eso era verdad, ya que todas las palizas que me habían dado antes de que Ruha me capturara no me había producido ni una sola magulladura, ni una ampolla—. Estoy bajo la protección de Tyr.

—¡Tyr no protege a asesinos! ¡Sujetadle la cabeza!

Aunque la cuerda con que me habían atado las manos era tan fuerte como el ronzal de un camello, los ayudantes de Ulraunt eran reacios a soltarme los brazos, sin duda a causa de la feroz reputación que me había ganado durante mi captura. Uno de los hombres se deslizó por detrás de mí y me cogió por los codos, y sólo entonces me soltó el otro los brazos y me sujetó la cabeza haciéndome una llave. Era tan corpulento y fuerte que habría sido inútil resistirse, de modo que no lo intenté.

Ulraunt esperó a asegurarse de que sus ayudantes me tuvieran bien sujeto, después se adelantó y me puso el hierro cerca de la cara para que no pudiera ver otra cosa que la punta candente. Me acercó más el atizador hasta que sentí que me ardían los ojos por el calor.

—Sólo te lo preguntaré dos veces más, y cada vez que mientas te quemaré un ojo. Dicen que duele mucho.

—Ulraunt, esto no es necesario —dijo Ruha. Por una vez me alegró la intervención de la arpista—. Ya ha respondido, y tu propio sacerdote ha dicho que no mentía.

—¡Este gusano es inmune a la magia de la verdad! —gritó Ulraunt. Tal era la furia del Guardián que su propio sacerdote había abandonado el lugar por miedo a presenciar la tortura de un hombre indefenso—. Nadie puede nadar en ese foso. ¡Podría cocer a un cordero!

Ulraunt acercó el hierro a mi ojo y me di cuenta de que estaba dispuesto a cumplir su promesa y dejarme ciego. Me pregunté cómo haría Tyr para protegerme de esto, y entonces el astil del atizador se puso tan blanco como la punta. Se oyó un leve chisporroteo y empezó a oler a carne quemada.

Ulraunt dio un grito y, soltando el atizador, se cogió la mano.

—¿Cómo has hecho eso?

No pude responder porque su gigantesco ayudante me estaba apretando tanto el cuello que no podía mover la boca.

Ruha asió a Ulraunt por el hombro y lo apartó de mí.

—Tú ya has tenido tu oportunidad. Ahora déjame a mí.

Ulraunt hizo un gesto de desprecio, después se miró los dedos chamuscados y se encogió de hombros.

—Como gustes, pero mi paciencia ha llegado al límite. Si no dice la verdad, lo ejecutaremos por lo que les ha hecho a Rinda y a Gwydion.

La bruja indicó a los asistentes que se retiraran y observó que mi mirada volvía a dirigirse al diario. Cuanto más tiempo pasaba, mayor era mi compulsión a leer…, y no sólo por el conjuro de Mystra. La afirmación de Rinda sobre la causa de la locura de Cyric pesaba como una losa sobre mi alma, ya que no podía olvidar la náusea helada que había sentido al tocar el Cyrinishad. ¿Acaso estaría en lo cierto la escriba? ¿Era posible que las verdades oscuras del sagrado tomo fueran tan poderosas que hubieran obnubilado incluso la mente divina del Uno y el Todo?

Esa duda espantosa era más de lo que podía soportar. Tenía que recuperar el diario y encontrar la mentira en sus palabras y desechar esta recelosa duda antes de que me volviera tan loco como a Cyric.

Después de contemplar durante unos instantes cómo miraba el diario de Rinda, la bruja lo cogió y me lo acercó, pero se quedó donde no pudiera alcanzarlo.

—Voy a hacer un trato contigo, Malik. —Ya me había hecho admitir mi verdadero nombre—. Por cada pregunta que respondas con veracidad, te dejaré leer una página del diario de Rinda.

—¡Tengo que leerlo! —exclamé. Tethtoril enarcó una ceja y Ulraunt frunció el entrecejo, y antes de que uno de ellos pudiera hacer una objeción añadí—: Te diré lo que quieras.

Tal vez pueda perdonárseme esta promesa recordando que yo no sabía nada del conjuro de Mystra. Sólo tenía la sensación de haber sido presa de una extraña compulsión: la de seguir leyendo el diario de Rinda. Hasta donde yo sabía, era tan capaz de mentir como siempre.

La bruja asintió.

—¿Has venido a buscar el Cyrinishad o este libro? —preguntó mostrándome el diario.

—El Cyrinishad. —Ésta parecía una respuesta totalmente inofensiva pues sin duda ya habían adivinado la verdad—. Cyric me envió para que lo recuperara. Lo necesitaba para su juicio y el encantamiento de Oghma sigue impidiéndole recuperarlo por sí mismo.

Esta explicación pareció salir de mis labios por su propia cuenta. Atribuí mi falta de autocontrol a mi obsesión, y no me preocupé por ello.

Ruha enarcó las cejas.

—¿Juicio?

Negué con la cabeza.

—Página ocho —dije.

—¡Responde! —ordenó Ulraunt, pero la bruja le indicó que no se entrometiera, y tras abrir el libro en la página señalada me lo puso ante los ojos.

«Acerca de lo que fue de “La verdadera vida de Cyric”, he oído que Fzoul Chembryl todavía lo guarda en un lugar seguro cerca de las ruinas de Zhentil Keep. Aunque me gustaría que estuviera en manos de un guardián más fiable, ruego que esto sea verdad. La verdadera vida es la única manera de liberar las mentes hechas prisioneras por las mentiras del Cyrinishad y me temo que llegará un día en que sus simples verdades sean necesarias para salvar a todo Faerun. Gwydion y yo no somos más que humanos; es inevitable que algún día el Cyrinishad caiga en manos indebidas».

Ruha bajó el diario, pues ahí terminaba la escritura, cuando quedaba todavía media página en blanco.

—¡No es justo! —exclamé al borde de un ataque de pánico, ya que el pasaje me había hecho concebir la curiosa idea de que tal vez podría servir mejor a Cyric recuperando La vida verdadera y curándolo de su locura, y estaba ansioso de encontrar algo que me desengañara antes de que se convirtiese en otra maligna obsesión—. ¡Era sólo media página!

—Pero era todo lo que había escrito en ella.

La bruja cerró el libro y me miró a los ojos, disponiéndose a hacerme la siguiente pregunta. Durante un buen rato me estuvo mirando sin decir nada, como si estuviera sopesando sus palabras. No parpadeó ni una sola vez. Me di cuenta de lo silenciosa que se había quedado la estancia. Las antorchas no crepitaban; no se oía ni el roce de un pie sobre el suelo de piedra; ni siquiera el susurro de una respiración. Ulraunt y Tethtoril estaban tan quietos como la arpista. El sudor humedeció mi cuerpo.

—¿Poderoso señor? —farfullé. Sentí en la lengua un sabor espantoso.

El aire se volvió helado. Una sombra surgió de entre las piedras del pavimento y adquirió la forma de un hombre enorme. Tenía por cara una calavera sonriente, sus ojos eran dos bolas de fuego negro y su cuerpo una masa de venas y tendones.

—Malik, me has fallado —hablaba con mil voces roncas, todas cargadas de amargura y furia—. Has traído el libro equivocado.

—Yo… no pude levantar el Cyrinishad —expliqué—. Estaba en una caja de hierro y soy sólo un humilde mercader…

—¡Ya sé lo que eres! ¿Todavía sabes dónde está el Cyrinishad?

La verdad, no quería decirle adónde lo habían arrojado.

—Más o menos, poderoso señor. Se lo han llevado, pero creo que todavía está en…

—No me lo digas —gruñó el Uno. Dio un paso, afirmó los pies en el bloque de basalto que tenía sujetos los míos y me asió por la garganta—. Todavía tenemos una oportunidad, Malik.

Dicho eso, empezó a elevarse. Me empecé a alargar, incluso el pecho, el abdomen y las piernas se me alargaron y adelgazaron, y juro que llegué a ser tan alto como un peñasco.

—¡Por favor, dios de dioses, estoy a punto de estallar!

—Tonterías, Malik. No podría hacerte daño aunque quisiera.

El Uno tiró de mi cuello hacia arriba. Un crujido alarmante se produjo en el suelo, y como los huesos son más débiles que el basalto, me temí lo peor. Entonces mis rodillas salieron disparadas hacia arriba y me golpearon en el vientre con tal fuerza que empecé a toser.

Abrí los ojos y miré hacia abajo. Vi con alivio que tenía dos pies colgando al final de las cortas piernas.

—Estás bajo la protección de Tyr. —Cyric seguía sujetándome por el cuello, de modo que no tocaba el suelo con los dedos de los pies—. Y por eso mi plan no fracasará esta vez.

—¿Esta vez? —Mi voz era apenas un gorgoteo porque el puño de Cyric me tenía atenazada la garganta—. ¿Todavía quieres que lea el Cyrinishad a todos los dioses? —Realmente estaba atónito.

—¿Ves? Tal vez no seas tan tonto después de todo. Y ahora tienes mucho tiempo. El juicio se reanudará dentro de diez días.

En ese momento me di cuenta de que mi dios estaba más loco de lo que había pensado.

—¡Pero los dioses no me permitirán…!

El Uno cerró el puño, ahogando mi voz a mitad de la frase.

—Por supuesto que sí. Tyr ha visto mi gloria. Ahora es un verdadero creyente.

Un estremecimiento me recorrió el cuerpo pues sabía que nuestro señor oscuro se estaba engañando. Tyr estaba decidido a celebrar un juicio justo, pero eso era muy diferente de rendir culto al Uno. Si Cyric no podía ver esto, estaba condenado, y todos los verdaderos creyentes con él. ¡Me volvió a la cabeza el pasaje que acababa de leer en el diario de Rinda y con él la curiosa idea de que la forma de ayudar al Uno no era recuperar el Cyrinishad sino inducirlo a leer La verdadera vida de Cyric! ¡Si conseguía hacerle recuperar la cordura no necesitaría el Cyrinishad ni ninguna otra cosa para aplastar a los demás dioses y doblegarlos a su voluntad!

Me di cuenta en seguida de que ésta era la misión que los Hados me habían asignado y que yo había interpretado mi visión del libro de una manera demasiado literal. ¡Mi destino era unir la Iglesia de Cyric, no recuperando el Cyrinishad sino encontrando un libro diferente y curando al Uno de su locura! Di un grito de alegría, y Cyric, pensando que era de entusiasmo por la alianza de Tyr, me dejó en el suelo.

Evité mirar hacia el diario de Rinda, temiendo que el Uno adivinara mi plan secreto, pero mi compulsión pudo más. Sin darme cuenta había ido hacia la bruja paralizada y le había quitado el libro de las manos.

Empecé a leer en voz alta.

Cyric cubrió la página con una mano huesuda.

—¿Debes hacerlo?

Cuando alcé la cabeza para responder, la vergüenza que sentí era mayor que la que jamás había sentido en mi vida.

—Al parecer, no puedo evitarlo.

De los ojos de Cyric brotaron lenguas de fuego, pero no me castigó en absoluto.

—El conjuro de Mystra. ¡Maldita sea! —Miró el libro con furia y a continuación sacudió la cabeza—. La única solución es dejar que lo leas hasta el final. Destruirlo sólo contribuiría a hacer de ti un tonto más grande de lo que eres…

En respuesta, leí unas cuantas líneas que contaban cómo el general Vrakk había ayudado a Rinda a escapar de la destrucción de Zhentil Keep. Después saqué la daga curva de la bruja de su cinturón y la alcé por encima de su corazón, decidido a honrar al Uno y a liberarme de mi castigo de un solo golpe.

La fría mano de Cyric me sujetó la muñeca, a continuación me arrancó la daga y la tiró hacia un rincón.

—¡Ahora no! Ya tengo bastante de que preocuparme como para permitir que Oghma y Mystra se enteren de que estoy dentro de su preciosa ciudadela.

Mientras decía esto, despojó a la arpista de todas sus ropas y las depositó en mis brazos, dejándola como el día en que había venido al mundo. No voy a decir lo que pasó entonces por mi mente, ya que ningún hombre debe tener pensamientos semejantes sobre sus enemigos.

—Póntelas.

Obedecí de inmediato, dejando el diario abierto sobre la mesa y leyendo acerca del peligroso viaje de Rinda por los valles mientras me vestía. Es una suerte que la bruja llevase la ropa holgada y que fuera un poco más alta que yo, ya que el sobrante contribuía a esconder mi gordura. El Uno en persona me envolvió la cabeza con el turbante de la arpía, me tapó la cara con su velo y me pintó los ojos con el kohl que ella llevaba en el bolsillo, pero el cinturón de plata de la bruja era demasiado pequeño para mi cintura.

—No importa —dije haciendo una pausa después de la narración de cómo Rinda había escapado de una banda de gigantes de la escarcha merodeadores—. Tal como está, el disfraz servirá para ayudarme a escapar.

—¿Escapar? —inquirió el Uno—. No necesitas escapar. Lo único que tienes que hacer es encontrar el Cyrinishad e invocar mi nombre como hiciste la otra vez.

Recogí el libro y abrí la puerta de hierro de las mazmorras.

—Por supuesto, poderoso señor.

Así era como pretendía dejar las cosas, pues sabía que escapar del Alcázar de la Candela sería fácil una vez que estuviese fuera. Disfrazado con el turbante y el velo de la bruja, podía salir sin más por la puerta principal y a nadie le extrañaría, pero en cuanto dejé el calabozo y me encontré en la estrecha escalera, sentí que la verdad pugnaba por salir de mi boca, y sin darme cuenta se me escaparon aquellas estúpidas palabras.

—Haré cualquier cosa por ayudarte, poderoso señor. —Mientras lo decía, cerré la puerta del calabozo y puse la tranca—. Pero recuperar el Cyrinishad no hará más que empeorar tu estado. Voy a curarte.

El Uno dio un tremendo golpe a la puerta que dejó una marca en el hierro y me lanzó cinco escalones escalera arriba, sin embargo, la tranca sólo se torció, no se rompió. Me apoderé del diario de Rinda y corrí hacia arriba por la escalera de caracol, e incluso en esa situación, con el corazón en la boca por el miedo, mi obsesión me obligó a leer la historia de cómo Rinda se había despertado una mañana y había encontrado a Gwydion montando guardia en su campamento.

Por fin, un cuadrado de luz brillante apareció en lo alto de la escalera. Subí otro escalón y me detuve a pasar la página. Cuando volví a mirar hacia arriba, un fantasma me bloqueaba el camino.

«¿Curarme, Malik? —Esta vez las voces de Cyric me hablaban directamente desde el interior de la cabeza, pues no tenía el menor interés en que se notara su presencia—. Soy el dios de dioses. Si alguien necesita cura, no puedo ser yo».

Me detuve sin dar un paso más y lancé un grito que me dejó la garganta en carne viva.

«¿Por qué tienes tanto miedo? —El fantasma se me acercó un paso más—. Sabes que no puedo hacerte daño…, al menos hasta que termine el juicio».

Me hinqué de rodillas y toqué con la frente el frío suelo.

—Por favor, poderoso señor —farfullé—. Deja que te explique…

—¿Ruha? —Aunque esta voz me resultaba familiar, no pertenecía al Uno—. Deja que te ayude.

Alcé la vista y vi al sacerdote de Oghma que corría escalera abajo con su camisa y sus pantalones blancos. Aunque no había ni rastro del Uno, el sacerdote se detuvo dos escalones por encima de mí y se estremeció.

«Diez días, Malik —las mil voces del Uno resonaron en mi cabeza—. El juicio habrá terminado en diez días y después volverás a ser mío».

Sentí un malestar en el estómago y empecé a notar esa sensación terrible que precede al vómito. Entonces percibí la mano del sacerdote bajo mi brazo.

—¿Es que Ulraunt realmente está torturando a ese pobre mendigo? —preguntó.

Por única respuesta emití un gruñido como el de alguien que lucha con su propio estómago. Me volví y me llevé la mano al velo.

—No tienes que sentirte azorada. La tortura me produce el mismo efecto. —El sacerdote me ayudó a ponerme de pie y me guió escalera arriba—. Tal vez sea mejor que vayamos a la torre para que respires un poco de aire fresco.