Capítulo IV

¡Por el Uno que no hay dolor más grande para un hombre que el de morir como infiel! No puedo decir cuánto tiempo yací bajo el cruel sol en aquella sangrienta colina. En el lugar por donde el cuerno del toro me había penetrado sentía un calor tan atroz como el de un hierro candente. La fiebre me había secado tanto la boca que la lengua me bloqueaba la garganta, y aunque apenas podía respirar, de mis labios salieron estas terribles palabras:

—¡Cyric, eres una lombriz solitaria en los intestinos de los cielos!

Me salió de lo más hondo del alma agonizante. Durante años había estado vigilante, a la espera del encontrar el sagrado Cyrinishad, haciendo todo lo que puede hacer un mortal para devolverlo a mi digno dios. Ahora el libro se había perdido y nadie tenía la culpa salvo Cyric, que había llenado su Iglesia de caos y de discordia. ¡Volví a maldecir al Uno! Ahora mi visión nunca se haría realidad, nunca estaría de pie ante las ingentes huestes de los creyentes para leerles el libro sagrado, nunca volvería a casa para recompensar al príncipe y para recuperar mi fortuna y a mi esposa. Mi señor oscuro me había fallado y me sentía tan tonto como la oveja que sigue a su amo al matadero.

Juré que mis labios no volverían a cantar sus loas.

Entonces un miedo terrible se apoderó de mí, y mis ojos se convirtieron en fuentes de las que manaron torrentes de lágrimas. Yo era un hombre sin fe al borde de la muerte. Pronto mi espíritu se apartaría de mi carne y se hundiría bajo las piedras y bajaría a ese lugar donde los dioses reclaman las almas de sus fieles, pero yo había cerrado mi corazón a Cyric. Él no respondería a mis gritos y debería esperar a que Kelemvor me llevara a la Ciudad de los Muertos. Me conducirían ante el Trono de Cristal y me juzgarían por lo que hubiera hecho en mi vida, y el veredicto sería muy duro, sin duda.

Empecé a temblar y le rogué a Cyric que me volviera a admitir, pero él no tenía lugar para los cobardes y no respondería a mis plegarias. El sol malvado quemaba todavía más y tuve que cerrar los ojos para protegerme de la luz dañina.

Entonces soñé con los muchos tormentos de la Ciudad de los Muertos. Kelemvor me clavaba en el Muro de los Infieles, donde mi cabeza se helaba por efecto del aguanieve y mis pies ardían por los fuegos de la Forja del Mundo. Me arrojaba al Estanque de los Tontos, donde se me disolvían los ojos y la carne en el ácido hirviente del Éxtasis. Me arrojaba al Camino de los Traidores, donde me aplastaban el cráneo y me rompían los huesos bajo las ruedas de Hierro del Deber. Soñé todas estas cosas y muchas más, hasta que hube sufrido los mil tormentos de la ciudad de Kelemvor y conocido todas las torturas que allí me esperaban.

Después de esto, me desperté para sufrir todavía otro tormento.

Dentro de mi vientre sentí un dolor lacerante y espantoso, como si una daga recién forjada se hubiera hundido más en mi herida. Vi que me había puesto boca arriba. La noche había caído y el aire era fresco, pero eso no me aportó ningún alivio porque encima de mi pecho estaba uno de los heraldos de negro plumaje de Kelemvor. El buitre se recortaba contra la luna, con los ojos blancos orlados de rojo y la cabeza pelada sucia de carroña. ¡Aquella cosa repugnante había metido el pico en mi herida y estaba tratando de sacar una tripa por el agujero!

Viendo cuánta prisa se daba Kelemvor para apoderarse de mi espíritu, di un grito de terror y aporreé al ave con las manos desnudas. La escuálida criatura abrió las alas y empezó a aletear, pero sin sacar el pico de mi vientre. ¡Si un volcán hubiera entrado en erupción dentro de mí no habría sentido tanto dolor! Imaginé al ave elevándose como una cometa con una cuerda hecha de mis propias entrañas. Entonces me incorporé, cogí a la maldita criatura y tras retorcerle el pescuezo arrojé su sucio cadáver colina abajo.

Había en la noche tanta quietud como en un cuadro, avivado sólo por las luces distantes que brillaban en las altas ventanas del Alcázar de la Candela. El aire llevaba el hedor de la batalla, de sangre y de vísceras y de todo lo que derraman los hombres moribundos madurado por todo un día al sol. Considerándome afortunado por no formar parte todavía de aquella masa putrefacta, me dediqué a pensar cómo podría sobrevivir.

En primer lugar, necesitaba agua. Me ardía todo el cuerpo y tenía la garganta hinchada y en carne viva. Después de haber vivido tanto tiempo cerca del Alcázar de la Candela sabía dónde encontrar manantiales, pero hasta los más próximos estaban demasiado lejos para un hombre moribundo. No obstante, encima de la colina yacían los jinetes caídos de la Espuela de Ébano y yo había visto muchos odres colgados de las monturas de sus toros.

Empecé a subir la cuesta a cuatro patas, gimiendo como un niño. A medio camino tuve que pararme a descansar. Parecía imposible seguir adelante, pero ningún jinete me había hecho el favor de morir más cerca. Haciendo un gran esfuerzo reanudé la marcha, pues había visto lo que me aguardaba en el reino de Kelemvor si moría en aquella colina.

Avancé y caí, volví a avanzar y a caer hasta llegar casi a la mismísima cumbre. Lo único que podía levantar era la cabeza, y ésta no me atrevía a bajarla por miedo a tocar el suelo, cerrar los ojos y no ser capaz de volver a abrirlos.

Por fin encontré las fuerzas para ponerme de lado y arrastrarme palmo a palmo como un gusano. Culminé el ascenso y vi un bosque de plumas negras relucientes bajo la luz de la luna. Los heraldos de Kelemvor se daban un festín con los cadáveres de los fieles. A dos pasos apenas, tres de las asquerosas aves se movían por encima del esqueleto de un poderoso toro de guerra. Detrás del lomo de la bestia asomaba la pierna de un jinete cuyo pie seguía apresado en el estribo, y de la montura colgaba un odre lleno con el dulce néctar de los ríos.

Me arrastré hacia adelante. Los tres buitres graznaron y batieron las alas antes de espantarse y emprender el vuelo. Cuando se hubieron marchado, una silueta apareció detrás del toro caído, una silueta que no estaba allí antes. La figura tenía la forma y los ojos blancos y relucientes de un hombre, pero las sombras de la gran pila de muertos se aferraban a sus hombros y no podía determinar si era un jinete de la Espuela de Ébano o un miembro de la guardia personal de un Señor Oscuro.

—¡Gracias a las Parcas! —Mis palabras fueron apenas un ronco susurro—. Tráeme un poco de agua.

—Como desees.

La sombra hablaba no con una voz única, sino con mil voces todas tan profundas y ásperas como una piedra de afilar. El resto de la bandada de Kelemvor levantó el vuelo, aporreando el aire con las alas y tapando la luz de la luna. Me olvidé de la sed y me lancé colina abajo, maldiciendo el orgullo que me había apartado de Cyric. Ahora no tenía a ningún dios que me defendiera de este enemigo.

Oí entonces el ruido del agua no muy por encima de mi cabeza, y el aire se enfrió. Mis brazos y piernas empezaron a temblar descontrolados, e incluso la fiebre de mi herida se convirtió en el ardor de la carne helada. El fantasma me había dado alcance y no podía hacer otra cosa que rendirme.

—Malik, ¿por qué tiemblas?

Su voz era tan terrible como antes y no me atreví a mirar hacia arriba. Quería preguntar cómo sabía mi nombre la aparición, pero mis labios agrietados se negaban a abrirse.

—¿No pediste agua? Vamos, abre la boca.

Un pie helado me empujó por las costillas. Me encontré de espaldas y con la boca tan abierta como una caverna. Un chorro de líquido brotó del odre, se desparramó por mi cara y entró por los labios abiertos.

¡El líquido era tan espeso y asqueroso como el que corre por una alcantarilla! Estaba frío y salado y me llenó la nariz con el olor apestoso de la carne putrefacta. Tuve una arcada y arrojé aquel limo horripilante, pero el chorro maloliente seguía corriendo por mi garganta hasta que tuve la tripa tan llena que empezó a rebosar por la herida como si fuera el agua de una fuente. Por más que intenté cerrar la boca y apartarme, el cuerpo no me respondía. Mis entrañas se helaron y se retorcieron. El grito que oí a continuación no podía ser mío, ya que jamás voz humana había producido tal sonido.

—Ah, o sea que es por esto por lo que no se le permite beber a un hombre con una herida en el vientre. —Una vez más, el fantasma habló con mil voces, pero siguió vertiendo el asqueroso líquido en mi boca—. Claro que yo no tengo la culpa. Tú me ordenaste que te trajera agua.

El último de los buitres dejó despejada la luna y la colina se iluminó con su luz plateada. Por encima de mí vi una calavera de feroz sonrisa con ojos negros y brillantes. Llevaba una tela carmesí pegada a los pómulos marfileños. Su cuerpo era una masa de venas y tendones sin piel de ningún tipo, y ondulaba como una ola sobre el mar, como si no tuviera un solo hueso sosteniendo los cartílagos.

Pero esto no fue lo peor, porque llegué a ver lo que caía del odre, y no era agua. Estaba lleno de coágulos y de burbujas, y era de un color rojo tan oscuro que casi parecía negro.

Cuando yo era un mercader en la Ciudad de la Luminosidad, esto me habría hecho vomitar, lo cual sin duda hubiera provocado mi muerte inmediata, pero los años pasado a las puertas del Alcázar de la Candela me habían endurecido, ya que allí había sobrevivido comiendo muchas veces cosas abominables, de modo que mi descubrimiento sólo contribuyó a devolverme las fuerzas.

Arrastrándome me aparté del fantasma, y poniéndome de pie corrí colina abajo. Cuando llegué al pie de la elevación cogí el Camino del León y me dirigí hacia Beregost, sin pensar en ningún momento en la distancia desolada que tenía por delante.

En realidad, eso no importaba. Antes de que hubiera dado dos pasos, el fantasma sangriento apareció ante mí. Me dio un puñetazo tan fuerte en el ojo derecho que el párpado se hinchó de inmediato y ya no pude abrirlo.

Llevándome la mano a la cara me volví y corrí con una fuerza que sólo aumentaba con la agonía que me producían las heridas. Cada vez que respiraba era como un bramido que extendía el dolor abrasador de mi vientre. Después de unos veinte pasos, el fantasma todavía no me había alcanzado. Me detuve y miré en derredor con el ojo sano, pero no vi nada. Daba la impresión de que el atacante se había cansado de tanta diversión. El Alcázar de la Candela asomaba al frente, y considerando prudente mantenerme fuera del alcance de los arqueros de la Puerta Baja, di un rodeo para apartarme del camino.

En seguida el fantasma volvió a cerrarme el paso. Sus dedos blancos cortaban el aire y las negras y curvas garras me desgarraron el cuello. Una fuente de sangre roja brotó de la herida bañándome de pies a cabeza. Volví al camino y corrí hasta que el miedo a las flechas del alcázar superó al que me inspiraba el fantasma. Entonces reduje la marcha y me atreví a mirar por encima del hombro.

Nada.

¡Otra vez traté de abandonar el camino, pero allí estaba nuevamente el espectro! Me golpeó en el lado derecho de la cabeza y fue un milagro que no me estallara el cráneo. Una gran ráfaga de aire me golpeó el oído y me atravesó la cabeza de lado a lado. Me sentí mareado y perdí el oído de la oreja ensangrentada. Sentí unas punzadas terribles, pero este nuevo dolor contribuyó a renovar mis fuerzas. Me volví y salí corriendo.

Por fin entendí que el fantasma me estaba empujando hacia el Alcázar de la Candela. Tal vez el ladrón de Oghma lo había mandado para capturarme ya que yo era el espía que había descubierto la llegada del Cyrinishad. Mi desánimo aumentó, pues habiendo abjurado de Cyric, ¿a quién podía recurrir para que me salvara del sirviente de Oghma? Seguí hacia la Puerta Baja preguntándome cómo podría salvarme. Mi miedo crecía a cada paso, pero en ningún momento me faltaron las fuerzas, lo cual era bueno ya que el fantasma me atacaba cruelmente cada vez que reducía la marcha y seguramente me habría matado de haber caído.

Por fin llegué a la Puerta Baja y ya no pude ir más allá. Habían bajado el rastrillo para impedir el paso de nuestro ejército y todavía no lo habían vuelto a levantar. Me así a las barras y empecé a trepar, sabiendo que los guardias que vigilaban desde las troneras me tomarían prisionero o me matarían, aunque tal vez de una manera menos horrenda que el fantasma.

Una cinta de acero se cerró en torno a mi tobillo y me arrancó del rastrillo. Cuando choqué contra el suelo estaba otra vez a merced de mi atacante.

—Todavía no —dijo el fantasma con sus mil voces—. No he oído mi orden.

—Lo que desees. —Enfoqué hacia él mi oído bueno, pues sin duda no quería por nada del mundo perderme esa orden—. Pero te ruego que me dejes vivir. Muerto no te serviré de nada.

—Más de lo que piensas —replicó el espectro—. Pero por ahora me conviene que sigas vivo. Deja ya de temblar.

Por supuesto recibí la noticia con gran alivio. Aun así, no podía obedecer su orden. Había perdido el uso de un ojo y de un oído y me dolían todas las demás heridas. Además, no podía dejar de temblar por miedo a sufrir más.

Mi desobediencia no pareció preocuparle.

—¿Has visto el Cyrinishad?

Asentí.

—Era una caja de hierro atada con muchas cadenas.

En un abrir y cerrar de ojos, el fantasma me levantó cogiéndome de la garganta ensangrentada y me acercó a su cara.

—¿Una caja de hierro? —Su aliento era como el de un perro, hediondo y rancio por comer cosas podridas—. ¿Cómo pudiste ver el interior?

—No pude, pero sí a quienes lo transportaban. La mujer llevaba un amuleto de diamante con la forma de un rollo de Oghma.

El fantasma me apretó más la garganta y se me empezó a nublar la visión del otro ojo.

—¡Oghma podría haber hecho mil objetos como ése!

Empecé a albergar funestas sospechas sobre la identidad de aquel espectro y ansié con todas mis fuerzas ganarme su favor.

—¡Estoy seguro de que era el santo Cyrinishad! Incluso a través del hierro pude sentir su oscuridad y oler algo que sólo podía ser el hedor del pergamino de piel humana.

El fantasma no me soltó, pero tampoco me partió el cuello.

—¡Y lo oí murmurar! —Por fin me soltó y yo me apresuré a añadir—: ¡Su voz era baja, apenas un susurro, pero reconozco la verdad sagrada cuando la oigo!

Esta última revelación pareció convencer al fantasma, porque su mano se abrió y me encontré aplastado contra el rastrillo.

—Bien. Entonces irás a recuperarlo para mí.

—¿Recuperarlo, príncipe oscuro?

—De inmediato —respondió el fantasma, y supe sin sombra de duda que estaba hablando con Cyric. Ningún otro espectro se hubiera atrevido a hacer suya una de las mil invocaciones del Sol Oscuro—. Lo necesito.

Sonreí aliviado. Cyric ya me había infligido un terrible castigo por perder la fe, pero ahora me había admitido otra vez. Lo peor había pasado.

—Como desees, poderoso señor. Te lo traeré en seguida.

Me volví y miré el Alcázar de la Candela, pero sólo vi la enorme altura de la escarpada colina sobre la cual se alzaba la ciudadela. La Puerta Baja era el único acceso del alcázar. No era posible rodearla porque estaba excavada en la mismísima roca creando una especie de túnel, y las paredes de piedra que la flanqueaban eran inexpugnables.

Conscientes de la importancia de la puerta, sus constructores la habían hecho impenetrable. El rastrillo estaba hecho de barras de hierro que ningún hombre podía doblar y que ni un elefante podría levantar. A continuación venían las propias puertas, cubiertas de latón y reforzadas por una tranca tan gruesa como la cintura de un gigante.

Las garitas de los guardias eran demasiado pequeñas como para que pudiera colarse en ellas ni un duendecillo. No veía la manera de entrar, pero seguía estudiando la puerta seriamente para dar la impresión de que estaba ansioso de obedecer. Estaba seguro de que el poderoso Cyric me mostraría la forma de superar las inquebrantables defensas de la ciudadela.

Por suerte, los centinelas que montaban guardia en los portales estaban mirando hacia otro lado, como si algo les hubiera llamado la atención. Entonces me di cuenta de que en ningún momento volvían la vista ni hacían el menor movimiento. Era como si hubieran quedado congelados por el aura de frío de Cyric. De ser así, me preguntaba, ¿por qué no entraba él mismo en el Alcázar de la Candela y recuperaba el libro por su cuenta?

Cuando el Uno habló por fin, no fue para dar ninguna explicación.

—En cuanto tengas el Cyrinishad, ve al lugar alto que tengas más cerca, pronuncia mi nombre tres veces y arrójate al vacío.

—¿Al vacío, mi señor? —Ya veía mi cuerpo dando tumbos hacia el mar y rompiéndose como un melón sobre la costa rocosa.

—¡Y no te olvides del libro! —El Uno todavía hablaba con sus mil voces retumbantes, pero el ruido no llamaba la atención de los centinelas—. ¡El Cyrinishad lo es todo!

—Por supuesto, poderoso señor. Es sagrado. ¿Y debo entender que impedirás que me haga daño?

—¡Escúchame, necio! —Cyric me cogió por los hombros y sus dedos se me clavaron en la carne hasta la articulación—. Debes entender que es mucho lo que depende de ti.

—Sí, estoy escuchando —dije, como si pudiera hacer otra cosa.

Las garras del Uno se hundieron todavía más.

—¡El Cyrinishad es mi única defensa! Haré que lo lean y cuando lo hagan se inclinarán ante mí y me solicitarán el honor de besarme los pies. Pedirán clemencia, y ni siquiera Ao tendrá otra opción.

—¿Ao?

—Sí, entenderá en qué me he convertido. Verá que yo solo puedo velar por Faerun y que no los necesito, a ninguno de ellos. —En ese momento Cyric me soltó los hombros y retrocedió mientras miraba furtivamente en todas direcciones. Entonces se enderezó y bisbiseó en mil susurros—. Depende de mí, por supuesto. Todo depende de mí.

—¿Poderoso señor?

—Quién deba vivir. Quién deba morir. Lo que es y lo que será. —Sus ojos centellearon—. Imaginemos que estoy observando desde lo alto, suspendido en el cielo tal como los mortales suelen pensar que hacemos los dioses…

Lo que Cyric dijo en este punto ya lo he contado al principio, y repetirlo no tiene más sentido que alimentar las dudas que ya habían surgido en mi mente. Escuché en mudo respeto mientras él seguía con su perorata sobre eso de que nada es seguro hasta que él lo ha contemplado y colocado en su sitio, y yo tuve ocasión de comprobar por mí mismo por qué en todo Faerun lo llaman el Príncipe de la Locura. Mi desesperación se volvió tan negra y tan honda como el Abismo, y me maldije por haber alabado su nombre en algún momento.

Cuando por fin terminó, permanecí ante él tan boquiabierto, tan perplejo, que ni siquiera podía temblar.

Cyric sonrió como lo hace un padre cuando envía a su hijo a la batalla en su lugar.

—Debes ser rápido, Malik, muy rápido. El juicio empieza al amanecer.

—¿El juicio? —pregunté con voz ronca. Todavía no me había enterado de los acontecimientos del Pabellón de Cynosure, con lo cual mi confusión fue grande—. ¿Se me va a juzgar por…? —Por miedo no me atreví a repetir las blasfemias que había pronunciado esa mañana.

—¿Que te van a juzgar a ti? —sus palabras estallaron con tal furia que me lanzaron contra el rastrillo—. ¿Te atreves a preocuparte por ti mismo? ¡Tú no significas nada para ellos!

Por lo que había afirmado antes colegí que «ellos» eran los demás dioses. Ahora no «rogaban clemencia», y me di cuenta de que el juicio que habría de celebrarse al amanecer era el de Cyric. Lo que no veía era cómo podría contribuir la recuperación del Cyrinishad a la salvación del Sol Oscuro. Sus compañeros jamás lo leerían. Conocían el apabullante poder de su verdad y harían cualquier cosa por no mirar sus páginas, ya que eran todos vanos y arrogantes y no deseaban servir a un señor más grande que ellos. Tampoco era posible inducirlos mediante argucias a leer el libro sagrado, ni siquiera con toda la astucia del Uno. Después de todo eran grandes dioses, y lo bastante inteligentes como para evitar un peligro que conocían muy bien.

Mi prudencia me impidió exteriorizar mis dudas, ya que Cyric no aguantaría de buen grado el escepticismo de un mortal. Me limité a inclinar la cabeza y esperé la siguiente orden del Sol Oscuro.

—Vamos —dijo—. No falta mucho para el amanecer.

Pensando que habría creado algún pasadizo para mí, me volví para mirarlo. La Puerta Baja estaba igual que antes, pero ahora pude ver que los centinelas, aunque lentamente, se volvían hacia mí. Decir que sus cabezas se volvían habría sido una gran exageración. El tiempo que tarda un hombre en parpadear es el que había pasado entre el Uno y yo.

—¿A qué estamos esperando? —preguntó Cyric—. Se nos echa encima el alba.

Estaba seguro de que mi respuesta no iba a caer bien, pero no tenía más remedio que darla ya que no podía atravesar la puerta en las presentes circunstancias.

—Perdóname, Todopoderoso, ya que tengo el ingenio de un asno y sólo un ojo bueno —naturalmente, no hice la menor mención sobre quién era culpable de eso—, pero pensé que podrías proporcionarme una forma de entrar.

Los negros ojos abrasadores de Cyric relampagueaban en las cuencas vacías debajo de su frente.

—¡Idiota! Si pudiera hacer eso, recuperaría yo mismo el libro. Si te concediera mi poder, la magia de Oghma te volvería tan ciego al libro como lo ha hecho conmigo. Sólo un mortal, un mortal sin ayuda divina, puede encontrar el Cyrinishad.

—¿Sin ayuda? —dije con voz entrecortada—. ¡Pero yo no soy ni un ladrón ni un guerrero! Aunque consiga entrar en la ciudadela, ¿cómo voy a derrotar a los guardianes del libro?

—El cómo no importa.

Fue terrible oír esto, y no sólo por lo que a mí respecta. Yo tenía experiencia en el arte de engañar en el peso y de cambiar una mercancía por otra, pero jamás había robado nada de la casa de otro hombre, ni matado a nadie como no fuese en el intercambio de oro, y tampoco estaba seguro de cómo conseguir esas cosas. ¡Contar con alguien como yo para una cuestión tan grande y peligrosa no sólo era descabellado, era de locos! Cyric tenía que estar tan loco como afirmaban sus enemigos, y si yo le obedecía, sin duda acabaría muerto.

Me postré a sus pies y le rodeé las piernas con los brazos.

—¡Santo señor, te lo ruego! ¡Busca a alguien más digno! ¡Si confías en mí nunca volverás a ver el Cyrinishad!

—Lo harás. Mira lo que has hecho ya. ¿Qué otro habría abandonado su mansión para vivir en el fango? ¿Habría renunciado a su fortuna para mendigar la cena? ¿Habría abandonado la envidia de sus iguales para arrastrarse ante extraños? —Las mil voces del Uno hablaban con desacostumbrada suavidad—. Harás esto no porque yo lo mande, aunque lo hago, sino por la misma razón por la que has hecho todas esas cosas: porque no tienes elección.

El Uno se agachó y me cogió por los brazos con gran delicadeza. Yo no me atreví a hablar mientras me ponía de pie.

—Y, Malik, lo conseguirás. ¿Sabes por qué?

Lo único que pude hacer fue negar con la cabeza.

—Lo conseguirás porque si no lo haces, si me fallas o simplemente mueres en el intento, dejaré que Kelemvor se lleve tu alma infiel.