Capítulo XVII
Todos los dioses tienen un mortal al que prefieren por encima de todos los demás, y para Mystra, ese mortal era Adon el Petimetre. Había nacido en el seno de una acaudalada familia de Sembia hacía más de treinta años, y su vida había sido de indolencia y excesos hasta su decimoquinto cumpleaños, cuando llevado por la obsesión normal de los muchachos por la belleza de las mujeres entró en la Iglesia de Sune Pelo de Fuego. Allí había aprendido todas las disciplinas del amor; los conjuros de encantamiento y el arte del acicalamiento y las técnicas del combate cuerpo a cuerpo. Fue debido a estos talentos que Cyric y Kelemvor soportaron la compañía de Adon, que estuvo presente cuando conocieron a Medianoche, como se llamaba Mystra por entonces, y empezaron su busca de las Tablas del Destino.
A comienzos del viaje, Adon sufrió una de las cosas más terribles que pueden acaecerle a un clérigo de Sune la Veleidosa, la Hermosa: un loco le hizo un corte en la cara que le dejó una horrible cicatriz. Pensando que la marca era una señal del desagrado de Sune, el Petimetre perdió su fe y se apartó de la Iglesia de la Belleza. No obstante permaneció tan leal a sus amigos como un perro a su amo, y en las muchas batallas que siguieron, él y Medianoche se salvaron el uno al otro un centenar de veces. Fue él el que restañó su herida en Aguas Profundas cuando fue apuñalada por Cyric, que se apoderó de las Tablas del Destino, y cuando la mentirosa Ramera convenció a Ao para que la hiciera diosa de la Magia, Adon fue el primero en declarar su fe.
Después de eso, se dedicó a conseguir adeptos para la Iglesia de los Misterios. Mystra lo recompensó con muchos favores especiales, siendo el mayor de ellos su nombramiento como patriarca de su Iglesia. También lo visitó a la vista de los demás, para que todos supieran que Adon era favorecido por los dioses, y así se convirtió en un huésped muy apreciado en las casas de los poderosos y los ricos.
En ningún momento se hacía esto más evidente que durante los Rituales de la Alegría. Debido al amor entre Kelemvor y Mystra, el momento de la muerte se había convertido en ocasión de milagros. Si el que abandonaba el mundo había llevado una vida virtuosa y un clérigo de Mystra estaba presente en el instante de la muerte, todo tipo de maravillas podían producirse en el aire. Cualquiera que expresara un pequeño deseo podía verse satisfecho, siempre y cuando el deseo fuese digno y contribuyese al bien de los demás. Entre quienes valoraban tonterías tales como la caridad y la compasión, los Rituales eran considerados como señal inequívoca de la felicidad del muerto en la otra vida.
Adon había participado en un centenar de esos Rituales en los últimos años, pero había algo en la Casa Bhaskar que le producía inquietud. Tal vez fuera la propia Pandara Bhaskar, que no permanecía junto a su esposo moribundo como una buena esposa, sino que estaba permanentemente colgada del brazo de Adon y lo presentaba a sus distinguidos huéspedes. Había más de cien invitados, entre ellos la esposa de lord Yanseldara y su buena amiga Vaerana Hawklyn, el príncipe Tang, Thusroon Frostbryn, y una docena más de personajes que habían contribuido generosamente a la construcción del nuevo templo de Mystra en Elversult.
A fin de que todos estos huéspedes pudieran presenciar el momento de la muerte, el lecho del pobre Nadisu había sido trasladado a la sala de los banquetes y colocado sobre una plataforma para que fuera visible por encima de la multitud de músicos, danzarinas, acróbatas y malabaristas contratados para animar la celebración. Tampoco pasarían hambre los huéspedes mientras esperaban que Nadisu muriese, ya que la comida que llenaba las mesas del festín podría haber alimentado a los pobres de Elversult durante una semana… aunque, por supuesto, Pandara no había invitado a un solo mendigo a la ceremonia. Según le había explicado a Adon, su esposo había hecho en vida tanto por los pobres que merecía morir con dignidad. Las sobras serían llevadas a los barrios pobres para ser repartidas entre los hambrientos.
Tal vez fuera la opulencia de la celebración la causante de la incomodidad de Adon, porque no percibía ni sombra de la melancolía normal en los ritos, incluso en los más gozosos. O tal vez fuera sólo el picor que sentía bajo su anillo de la estrella, un simple aro de oro con un diamante en bruto. Mystra se lo había dado como protección contra los Fieles de Cyric, que siempre estaban tratando de ganarse el favor del Uno con la muerte del patriarca. Cada vez que se acercaba un asesino, el diamante brillaba como una estrella y el aro se calentaba. Sin embargo, nunca le había producido escozor, de modo que Adon no sabía si esto era una advertencia o sólo una irritación de esas que experimentan muchos hombres donde llevan los anillos.
Pandara tiró de Adon hacia una multitud reunida en torno a un par de bailarinas con turbante y se detuvo junto a una huésped envuelta en gasas. La mujer, de voluptuosas formas y sensual belleza, miró al patriarca y le sonrió. Adon sintió que el dedo del anillo le picaba más.
—Adon, permíteme que te presente a Usreena Juepara —dijo Pandara—. Creo que es… una admiradora de tu diosa.
—Incluso una seguidora —Usreena ofreció la mano para que Adon la besara—, lo cual no quiere decir que haya sido favorecida por ella.
—Es un placer. —Adon saludó a Usreena con una reverencia, pero no le cogió la mano—. Debes visitar pronto el templo. Está casi terminado. Ahora, si me perdonan, debo acudir al lado de Nadisu. Al fin y al cabo, esta celebración es en su honor.
Dicho esto, Adon se encaminó hacia el frente de la sala. Pandara asió su brazo y se dejó arrastrar hacia allí.
—¡Vaya, patriarca! ¿Sabes quién era ésa?
—Sé lo que era —replicó Adon. Se detuvo y miró de frente a Pandara al tiempo que acercaba la boca a la oreja de la mujer—, y debo decir que estoy preocupado por los Rituales de tu esposo. Has invitado a demasiadas personas como Usreena.
Pandara se apartó un paso.
—¿Qué quieres decir con eso, patriarca?
Tan aguda sonó su voz que los huéspedes que estaban próximos se volvieron a mirar. Entre ellos había varios que habían hecho generosas donaciones al nuevo templo de Mystra, pero Adon no podía sustraerse a la verdad.
—Hay algo aquí que no me gusta, Pandara. —Mientras hablaba no dejaba de tocar el anillo—. Los Rituales de la Alegría honran a los moribundos. No son para tratar de impresionar a los amigos.
Pandara entrecerró los ojos.
—¡Cómo te atreves! Sé muy bien todo lo que Nadisu te dio para construir el templo de Mystra, pero parece que tú no.
—Sí que lo sé, y por eso debo ser sincero contigo. —En toda la sala se había hecho el silencio, y todos los ojos, salvo los de Nadisu, por supuesto, estaban fijos en Adon y en Pandara—. Los Rituales de la Alegría los conceden Kelemvor y Mystra a los que ellos consideran merecedores. Yo no tengo influencia alguna en la materia.
Pandara recorrió la estancia con la mirada y su expresión se volvió tormentosa.
—¿Qué estás diciendo? ¿Quieres más dinero para tu templo?
Adon negó con la cabeza.
—En absoluto. Eso no implicaría ninguna diferencia. —Cogió las manos de Pandara y habló con su voz más reconfortante—. Lo que trato de decirte es que hay algo que no da buena impresión. Estoy recibiendo una señal. La opulencia de la celebración podría haber ofendido a Kelemvor, o tal vez Mystra sea reacia a conceder tantos deseos. Incluso podría ser que el momento de Nadisu no hubiera llegado todavía. Es posible que se recupere tan repentinamente como enfermó.
Pandara soltó las manos.
—¡No seas ridículo! ¡Claro que va a morir Nadisu! Tiene la cara tan verde como el moho, y los círculos debajo de sus ojos son tan negros como el ala de un cuervo.
Adon enarcó las cejas.
—Casi pareces ansiosa.
—¿Y por qué no debería estarlo?
En la voz de Pandara no había ni sombra de amor y, cosa extraña, esto no sólo sorprendió a Adon sino que le produjo una sensación de alivio. Tal vez hubiera sido el egoísmo de la mujer lo que le había causado desazón. No sería ésta la primera vez que una buena persona se hubiera casado con otra malvada.
—Nadisu será más feliz en la otra vida, ¿no es verdad? —inquirió Pandara—. ¿No es ésa la razón de los Rituales?
—Los Rituales no hacen nada —volvió a explicar Adon—. Sólo son una señal…
Desde el trono se oyó un resuello seguido de un balbuceo agitado. Nadisu se incorporó y miró confundido a su alrededor. Su cabeza tenía el color de una calabaza verde y era tan redonda como la luna, mientras que sus ojos estaban tan oscuros y hundidos como pozos.
—¡Pan… dara! —dijo con voz entrecortada. Tenía los labios agrietados y sangrantes—. ¡Ven… a… mí!
Nadisu se dejó caer sobre las almohadas y emitió un largo gorgoteo ahogado.
Adon cogió a Pandara de un brazo y se puso en marcha hacia la plataforma, pero la mujer se desasió y negó vehementemente con la cabeza.
—No…, ve tú. —El miedo que había en sus ojos era la primera emoción que había mostrado con respecto a su esposo—. No quiero verlo… De esa manera, quiero decir.
—Pero ha preguntado por ti. Podría ser la última…
—¡No quiero! —Pandara se cubrió la cara y apartó la vista. Adon permaneció detrás de ella con expresión de perplejidad.
Yanseldara acudió al lado del patriarca.
—Creo que ha llegado el momento. Debes ir al lado de Nadisu.
Adon apenas la oyó, pues sus pensamientos estaban totalmente centrados en el extraño comportamiento de Pandara. Aunque no sintiera nada por su esposo, al menos debería guardar las apariencias.
—¿Qué sucede, Pandara? —preguntó Adon—. ¿Le tienes miedo a tu esposo?
Pandara encontró el valor para darse la vuelta. Ahora estaba llorando.
—No, por supuesto que no. Sólo es que… —Hizo una pausa para mirar a los dignatarios que la observaban y a continuación se enjugó las lágrimas—. No quiero que Nadisu me recuerde así.
Adon puso cara de incredulidad. Fuera lo que fuese lo que ocultaba la mujer, el hecho es que el dedo le picaba más que nunca.
De la cama llegó un prolongado estertor, y una criada sonriente se acercó al borde de la plataforma.
—¡Está sucediendo!
Yanseldara cogió a Adon por el brazo.
—¿No deberías acudir a su lado?
Adon negó con la cabeza.
—No creo que vaya a suceder. Pandara nos está ocultando algo.
Yanseldara se acercó al oído de Adon al tiempo que tiraba de él hacia la plataforma.
—Pandara está medio loca —susurró—. Se pasa la mayor parte del tiempo en las Torres de la Luna, pero Nadisu nunca se quejó de ello, e hizo más por los pobres que cualquier otro hombre de la ciudad. Yo lo consideraría como un favor personal hacia mí que estuvieras a su lado en el momento de su muerte.
—Como desees —suspiró Adon—. No me hará ningún daño estar allí, siempre y cuando recuerdes que nadie puede comprar…
—Gracias, Adon. —Yanseldara le soltó el brazo.
Puesto que la palabra de lady Yanseldara era ley en esta ciudad, y que ella misma le había cedido el terreno para el templo de Mystra, a Adon sólo le quedaba esperar que la dama no lo culpara a él si Kelemvor y Mystra denegaban los Rituales. Subió la escalera y se dirigió al lecho del moribundo, perfectamente consciente de que todos los ojos estaban fijos en él. En el aire había un hedor terrible, y las sábanas estaban empapadas de los fluidos que supuraban los poros del cuerpo hinchado de Nadisu. Los dedos del moribundo se habían ennegrecido y desprendido. El patriarca no conseguía imaginar qué enfermedad aquejaba al pobre hombre, ya que hasta esa mañana gozaba de una salud de hierro.
Los párpados de Nadisu se abrieron con dificultad, pero sus ojos parecían dos agujeros oscuros. Alzó la mano hinchada.
—¿Pandara?
Adon se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano. La piel de Nadisu era escamosa al tacto, pero debajo de ella, la carne era esponjosa y blanda.
—No, Nadisu. Soy Adon.
—¿Adon? —Nadisu se asió a la mano del patriarca y se incorporó en la cama. A continuación fijó la mirada en el artesonado del techo—. ¡Perdóname, señor! ¡Perdona a mi infiel corazón!
Un murmullo sorprendido recorrió el salón del banquete. Pandara soltó un pequeño grito y se desplomó en una butaca, pero nadie le hizo el menor caso. Todos los presentes, tanto los artistas como los sirvientes y los dignatarios, tenían los ojos fijos en la plataforma. El anillo de Adon se puso más caliente. Trató de soltar la mano y no lo consiguió, ya que Nadisu lo sujetaba con la fuerza de un ogro. El diamante empezó a brillar a modo de advertencia, y haces de luz plateada surgieron entre los dedos de Nadisu y bailaron por el techo.
—¡Mirad! ¡Los Rituales! —gritó alguien.
El silencio se impuso en la sala mientras los huéspedes de Pandara pensaban sus pequeños deseos, pero Adon sabía que estaba en apuros. Su anillo estaba tan caliente que le quemaba la carne. Con la mano que tenía libre golpeó a Nadisu en la cabeza.
—¡Eh! —dijo alguien—. ¿Eso forma parte de los Rituales?
Nadisu lo seguía sujetando con la misma fuerza, y su mirada se desplazó hacia el rostro de Adon.
—¡Cyric, el Uno, el Todo! ¡Acógeme en tu seno!
Aunque Nadisu hablaba con mil voces al mismo tiempo, éstas eran apenas algo más que un suspiro, tan leve que de toda la gente presente en el salón sólo Adon oyó lo que había dicho. El patriarca cruzó el otro brazo por delante del cuerpo y sacó la maza que llevaba al cinto.
—¿Qué está haciendo? —gritó alguien.
Los ojos hundidos de Nadisu casi se salían de las órbitas. Eran tan negros como una tumba y mil veces más profundos. Cuando Adon los miró, una oscuridad absoluta salió de sus profundidades y lo engulló.
Se oyó un grito.
—¡Detenedlo!
Adon blandió la maza y sintió cómo se hundía en la cabeza hinchada de Nadisu. Entonces, el oro de su anillo estrella se volvió candente y le quemó la piel del dedo.
Llamó a gritos a su diosa.
—¡Mystra!
«¿Mystra? —Adon sintió la palabra dentro de la cabeza, pronunciada por una voz aguda, sibilante y cruel, y le volvió el recuerdo de hacía una década—. Como mandes, viejo amigo…, pero te lo advierto, ella ha cambiado. ¡Vaya si ha cambiado!»
Por supuesto, la voz era la de Cyric. En cuanto hubo hablado, Mystra surgió de la oscuridad y se lanzó sobre Adon. Sus largas trenzas negras se agitaban tras ella tan sucias y acres como el humo. Llevaba un delgado vestido negro que se le pegaba al escuálido cuerpo como seda mojada. Los pómulos sobresalían en la piel correosa de la cara, mientras que su boca sin labios se abría dejando a la vista dos filas de dientes cubiertos de sangre. El odio de sus ojos manaba de sus pupilas como largas y retorcidas lenguas, y cuando tendió la mano a su patriarca, eran una garras con colgajos de vísceras.
Adon dio un grito y se protegió los ojos con los brazos pues había visto el auténtico rostro de Mystra. Ahora la veía como la zorra asesina que era. Quería matarlo tal como había matado a todos los que conocían su secreto, y borrar incluso la memoria de su existencia de la faz de Faerun.
Retrocedió dando tumbos y se cayó de la plataforma. Su cabeza dio en el suelo con un crujido que hizo que el silencio reinara en toda la estancia.
«Ahora la ves como yo —dijo Cyric entre dientes—. ¿A que no es tan bonita?»
Adon no oyó la voz del Uno, pues yacía sobre el suelo de mármol hecho un ovillo y con la ensangrentada maza en la mano. El anillo estrella le había reducido el dedo a un muñón carbonizado, y los ojos de Adon estaban fijos en algún lugar más allá de las paredes de la Casa Bhaskar.
—¿Por qué me odia? —no paraba de preguntarse—. ¿Por qué?
Ni siquiera se dio cuenta de que se había roto un brazo al caer, ni de que Vaerana Hawklyn se abría paso entre la multitud para llegar a su lado.
—¡Por Torm! —Le arrebató la maza ensangrentada de las manos—. ¡Ha perdido la razón!