29

Cuando vino a recogerlos a la mañana siguiente, Tin les dijo que, antes de ir al ascenpuerto para bajar a la Tierra, estaba previsto un pequeño acto público en el que se esperaba que hablaran brevemente de lo bien que se lo habían pasado en el Reino de Labari. Una cosa informal y amistosa, explicó el siervo. A Bruna no le hizo mucha gracia la perspectiva, pero comprendió que no tenía más remedio que aceptar.

—Mejor lo haces tú, Town. —Hoy lo sentía lejos, así que sólo le salía llamarle por su apellido.

Al final todos los humanos parecían rechazarla. Se acostaban con ella y luego se alejaban.

—Sí, por supuesto. Yo me encargo. No te preocupes.

Subieron al coche tirado por los esclavos y, tras una media hora de trayecto, empezaron a escuchar un rumor creciente, un fragor de gentío; al dar la vuelta a una esquina desembocaron en una gran explanada repleta de gente. Individuos de todas las castas y de todas las edades hablaban, cantaban, jugaban y reían, como si se hubieran reunido para una gran fiesta.

—Un pequeño acto público… —resopló Deuil.

En un extremo de la explanada había un escenario construido a unos tres metros de altura y hacia él se dirigieron los esclavos.

—Por aquí, mis señores —les dijo Tin cuando bajaron del carro, conduciéndolos hacia las escaleras.

La tarima era rectangular y muy grande, y al fondo había una larga fila de asientos vacíos. En una esquina estaba el Burócrata de Deporte instalado en una silla de manos posada sobre el suelo. El corpachón del hombre rebosaba por ambos costados del sillín y las lorzas de carne se confundían con las colgaduras de terciopelo que adornaban el vehículo. Cuando los vio aparecer sobre el tablado, el Burócrata dio un par de palmadas y cuatro esclavos de cuerpo hercúleo levantaron el palanquín con doloroso esfuerzo y se aproximaron.

—Acabemos cuanto antes —dijo el Burócrata sin dignarse a mirarlos—. A mi lado.

El tipo dirigió su silla al centro del escenario y ahí se detuvo; Husky y Deuil se pararon junto a él. En ese momento, doce heraldos albos que estaban a ambos lados del tablado levantaron a la vez unas trompas larguísimas y produjeron un sonido destemplado y ensordecedor que tuvo el efecto de silenciar instantáneamente a la muchedumbre. Toda la explanada se quedó tan quieta y tan callada como si estuviera vacía.

—¡Pueblo del… Reino de… Labari! —intentó gritar el Burócrata; su esfuerzo por elevar la voz le asfixiaba aún más—. ¡Estos… invitados… terrícolas… deportistas… quieren agra… agradecer… generosidad… Labari!

Se detuvo boqueando como pez en tierra y, mientras se afanaba en respirar, les hizo una señal con la mano indicando que pasaran adelante y hablaran. Justo ante ellos había un pequeño estrado cuadrangular al que se accedía por medio de dos escalones, y Bruna subió a él. De pronto, toda la plaza soltó un hondo suspiro, y luego comenzaron a reírse, a hablar, a señalarla. La rep estaba desconcertada.

—Me parece que no tendríamos que habernos subido a esta tarima —susurró Daniel a su lado.

Las trompetas volvieron a agujerear los oídos con ese sonido que parecía de hierro y de nuevo el gentío enmudeció. Desasosegaba ver tanta quietud.

—¡Pueblo de Labari, pueblo del Reino de Labari! —dijo el sobón—. Somos deportistas de la Tierra, pertenecemos a la Asociación de Amistad de Todas las Tierras, somos una delegación deportiva que ha venido a Labari para demostrar que nuestros pueblos pueden vivir en paz. Y hemos sido recibidos con toda la generosidad y la grandeza de los únicos. Y ya lo intuíamos antes, pero ahora lo sabemos por experiencia, sabemos que esta sociedad es hermosa, es equilibrada, es justa, es verdadera. Nos iremos con ese aprendizaje a la Tierra e intentaremos propagar el respeto a la Palabra Sagrada. Muchas gracias.

La multitud rompió en vítores y aplausos mientras Husky le miraba asombrada. Daniel le guiñó un ojo:

—Era lo que se esperaba de nosotros. Vámonos cuanto antes —susurró agarrándola de un brazo y abandonando la tarima.

El Burócrata ya estaba descendiendo con su litera del escenario sin siquiera haberse despedido y, junto a las escaleras, Tin los apremiaba por medio de gestos para que se apresuraran a salir.

—Pero este gentío no puede haberse reunido sólo por nosotros ¿no? —preguntó la rep mientras bajaban.

—¡Oh, no, claro que no! Simplemente hemos aprovechado la ocasión. Mirad, el espectáculo va a comenzar ahora. No podremos marchar hasta que acabe, para no hacer ruido —dijo el siervo.

El estridente sonido de las trompas cortó de nuevo el aire y, cuando el silencio cayó sobre el lugar, por el fondo del escenario apareció una solemne fila de Amos y Sacerdotes que se fueron instalando en los asientos. A continuación entró una decena de soldados. Dos de ellos traían prácticamente a rastras a un joven vestido con una corta y sucia túnica gris. La comitiva se detuvo delante de la pequeña tarima. Un Sacerdote se levantó de su silla y se acercó con lentos y majestuosos andares hasta ellos.

—Que el Principio Sagrado sea vuestra Ley —tronó con voz de barítono—. Hermanos únicos, este hombre que veis aquí se olvidó precisamente del Principio Sagrado, se olvidó precisamente de la Ley, se olvidó de la belleza de vivir en comunión con tus hermanos, de servir a la Verdad, de aceptar con modestia el orden inmutable de las cosas. ¡Hermanos! ¡Hagamos que escuche nuestra voz! ¡Hermanos! ¡Fue rebelde!

Toda la explanada gritó con un único aliento: «¡Obediencia!».

—¡Fue individualista!

—¡Pertenencia!

—¡Fue incrédulo!

—¡Certeza!

—¡Fue arrogante!

—¡Humildad!

El joven tenía las piernas y los brazos ensangrentados y los tobillos retorcidos de un modo tan atroz que sin duda estaban rotos, de ahí que no pudiera tenerse en pie. Colgaba de los brazos de los guardias como un pelele, medio desvanecido, más muerto que vivo. Era evidente que lo habían torturado.

—¡Fue curioso!

—¡Aceptación!

—¡Fue impío!

—¡Devoción!

—¡Fue impuro!

—¡Pureza!

—¡Fue irrespetuoso!

—¡Reverencia!

—¡Fue egoísta!

—¡Sacrificio!

Al llegar a la novena invocación se detuvieron, igual que había sucedido en el Campo Real.

—Hermanos, por sus grandes pecados este hombre ha sido condenado a ser crucificado —continuó el Sacerdote—. Pero la Verdad Única le ha iluminado en sus últimos momentos y ha comprendido la gravedad de su falta. Se ha arrepentido, y gracias a eso y a la magnanimidad del Principio Único, se le decapitará antes de clavarlo en la cruz. Habla, desgraciado.

Un guardia agarró al joven de los cabellos y le levantó la cabeza. El reo dio un chillido escalofriante y agudo, un gañido como de perro apaleado, y luego empezó a farfullar:

—¡Erré! ¡Me equivoqué! ¡Fui ciego y arrogante! ¡Perdón por todos mis pecados! ¡Perdón por favor por favor perdón!

—Sea —dijo el sacerdote.

El condenado parecía haberse vuelto a desmayar tras el esfuerzo de su confesión. Los guardias lo subieron a rastras al pequeño estrado e intentaron ponerlo de rodillas, pero resultó imposible, dado su estado. Al final optaron por dejarlo boca abajo en el suelo. Entonces apareció un hombrecillo flaco que, vestido con la túnica blanca de los albos, arrastraba con dificultad un hacha enorme de doble hoja. El verdugo saludó reverencialmente a la fila de nobles con una profunda inclinación de espalda y luego hizo otro saludo menos pronunciado hacia la audiencia. Las trompetas chillaron. El hombrecillo tuvo claros problemas para levantar el hacha; al fin consiguió elevarla sobre su cabeza, pero trastabilló, casi se desequilibró y la hoja cayó mal, sesgada, hiriendo el omóplato del reo. La audiencia entera exhaló un sentido ayyyyyyyyyyyy. El albo volvió a alzar su pesada herramienta de muerte, pero ya fue incapaz de subirla más allá de sus hombros; el filo rebanó una oreja de la víctima. Nuevo gemido del público. Desesperado, el verdugo agarró el arma más cerca de las cuchillas y, gritando por el esfuerzo, consiguió levantarla una vez más y precipitarla sobre el condenado. Esta vez acertó: en el silencio anhelante de la explanada se pudo escuchar el ruido de las vértebras al partirse. Cuchillo en mano, el albo se inclinó y recortó los pellejos que quedaban y luego, agarrando la cabeza por los cabellos, la levantó en el aire. Un estallido de gritos y palabras rodó como un viento caliente por la plaza. De repente todo el mundo parecía tener algo que decir. Los nobles se pusieron en pie dispuestos a marcharse, mientras el verdugo caía de rodillas en el escenario y se echaba a llorar.

—Ahora ya podemos irnos —dijo Tin—. Será mejor apresurarse, el ascensor saldrá dentro de poco.

Bruna miró a Daniel: estaba lívido, grave, con la boca apretada en una fina línea.

—Pero ¿qué delito había cometido ese desgraciado? —preguntó la rep.

—Oh, parece que se había enamorado de una esclava. De la esclava se encargaron sin más problemas, pues ya sabemos que son propiedad privada; pero el joven era un hermano labárico, un artesano, y era menester celebrar un acto público —dijo Tin.

—¿Y el verdugo? ¿Un albo puede ser verdugo?

—Claro. Los albos son los individuos desclasados durante un periodo de tiempo para ejercer una función social. En Labari, la Ley es sagrada. Nos regimos por normas dictadas por el Principio Único. Por consiguiente, se considera que el cumplimiento de las leyes es un honor y una prueba. Todos los varones del Reino, excepto los nobles, claro está, pueden ser elegidos verdugos por sorteo. Y hacerlo mal, como ha sucedido hoy, es una muestra de su impureza, puesto que el Principio Sagrado no ha dirigido su mano. Su torpeza indica que no es un buen único.

—¿Qué le va a pasar al verdugo?

—Nada; no se le va a castigar, si es eso lo que preguntáis. Pero su desgracia ha sido contemplada por toda Oscaria. De ahora en adelante será un apestado; incluso es posible que sea repudiado por su mujer. Las esposas pueden hacerlo, si sus maridos no muestran suficiente pureza. Por eso lloraba.

No dijeron más en todo el camino hasta el ascenpuerto y se despidieron con seca premura del siervo Tin, porque llegaban tarde. Pasaron los controles sin problemas y nadie detectó el dibujo camuflado bajo el forro del mandala. Se dejaron caer en sus sillones del segundo nivel del ascensor emocionalmente agotados.

—Debo decirte algo. Cuando estaba hablando ahí arriba, vi a la Viuda Negra entre la gente —soltó Daniel con gesto taciturno.

—¿Cómo? ¿La Viuda Negra? ¿Estás seguro?

—No sé. Me pareció. Sí. Creo que estoy seguro. Estaba cerca del escenario. Era ella.

La androide se quedó pensando.

—Entonces fue la Viuda quien mató a Nuyts. Nos siguió. Y le degolló. Además, es su estilo.

—Sí. Supongo que sí.

El sobón suspiró y se recostó en el respaldo. Tenía el rostro tenso y grandes ojeras se remansaban como un agua negra bajo sus ojos.

—Fred, en cuanto a la ejecución…

—No quiero hablar de eso.

La brusquedad de su tono irritó a la androide, que se sintió la destinataria de una ira apenas contenida.

—¿Por qué? ¿Qué quieres decir con eso de que no quieres hablar?

Deuil la miró.

—Muy bien. Sí. Ha sido terrible. Pero no te sientas tan satisfecha de lo que eres. No te sientas tan superior. En la Tierra también se mata. Y por razones menos simbólicas, menos rituales, menos espirituales. Por puro y simple dinero, por puro y simple poder. En la Tierra se mata todos los días en las fronteras de las Zonas Cero, por ejemplo.

Bruna sintió como si la hubieran golpeado en el estómago. Qué atinadas las palabras del sobón. Y qué golpe tan bajo: porque ella le había contado cómo rescató a Gabi. Pero no. Ni aun así era lo mismo.

—Es cierto lo que dices, pero no es lo mismo. Aquí el infierno forma parte de la estructura de este mundo. No hay manera de librarse de él. Ese simbolismo, esa espiritualidad de la que hablas, es puro fanatismo. Aquí no sólo te encadenan, te aprisionan y te torturan físicamente; también lo hacen psíquicamente. No eres ni siquiera libre de pensar. Recuerda los gritos rituales de la ejecución. ¡Condenan la curiosidad! Si fuéramos únicos, no podríamos estar manteniendo esta conversación. Si fuéramos únicos, nos torturarían y matarían como a ese pobre desgraciado por el simple hecho de habernos acostado… porque yo soy impura, yo soy un monstruo, ¿recuerdas, Fred Town? En cuanto a lo que dices del poder, ¿qué te crees, que el Reino de Labari no se mueve por el poder? Muchísimo más aún, muchísimo más, de una manera más excluyente, más humillante y más brutal. Esa nobleza que aplasta y tiraniza a todo el mundo… Mientras que en la Tierra, cierto, hay un sistema injusto y feroz para los débiles, soy la primera en saberlo. Pero es un sistema que permite la crítica, la lucha, la denuncia, la mejora. Es un sistema en el que cabe lo mejor y lo peor de los seres sintientes. Y en esa batalla nos movemos. En esa esperanza.

¡Ella hablando de esperanza! A veces temía que las soflamas humanistas de Yiannis le hubieran afectado más de lo que creía.

—Muy bien. Muy bien. De acuerdo —dijo Daniel; más que darle la razón, parecía querer evitar la discusión.

El ascensor tembló y se desencajó del ascenpuerto en medio de una cacofonía de chirridos metálicos. El cilindro ya estaba libre; técnicamente habían abandonado el Reino de Labari. La androide suspiró aliviada.

—Pero escucha una cosa, Bruna Husky. Tú también has matado. Lo sé. Te he sentido. Piensa en tus muertos; espero que encuentres razones suficientes para justificarlos —dijo el sobón con brusquedad.

Y después le dio la espalda a la rep y se tumbó a dormir, mientras la cabina se desplomaba a velocidad vertiginosa sobre la Tierra.