18
Del moyano a su casa había algo menos de cuatro kilómetros y Husky los cubrió al trote en quince minutos. Bajó el ritmo a cien metros de su portal y sintió que un coche se ponía en marcha justo al pasar ella: por el rabillo del ojo entrevió que era oscuro y grande. Una instantánea descarga de adrenalina electrizó su cuerpo: peligro, peligro, era el plasma negro. Iban a dispararle, como hicieron con Yárnoz y con el secretario. Se lanzó de cabeza al suelo, dio una voltereta sobre sí misma y quedó agazapada detrás de un banco. El material del banco, hormigón ligero, no suponía ninguna protección ante el rayo letal, pero por lo menos el asesino no podría verla y eso empeoraría su puntería. Escudriñó el fragmento de acera que acababa de atravesar y no apreció ningún impacto del silencioso y devastador haz de energía. De manera que todavía no habían disparado. Husky aguzó el oído: aparte de los latidos de su propio corazón, no se escuchaba nada. Las pocas personas que iban por la calle habían salido despavoridas en cuanto la vieron brincar, y sin duda el coche se había detenido. Si salían del vehículo para acabar con ella, la rep lo tendría muy difícil.
—¿Bruna Husky? Eres Bruna Husky, ¿verdad? ¿Estás ahí? ¿Me oyes?
Una voz de hombre, educada, algo meliflua. Si era el asesino, usaba métodos muy raros.
—Ejem, soy del ministerio. Te mando mi tarjeta de presentación a tu móvil.
El aparato vibró en la muñeca de la androide: Ministerio de Industria, Desarrollo Sostenible y Energía. Sede Regional. Antonio Preciado Marlagorka. Vaya nombre: sólo los imbéciles usaban dos apellidos. O los especistas, para diferenciarse de los tecnohumanos que, como era natural, sólo tenían uno. Director General de Seguridad Energética. Un pez gordo. Venía su imagen y el documento parecía auténtico. Husky se arrastró a lo largo del banco y se asomó con cautela por un extremo. La puerta del coche se encontraba replegada y dentro, expectante y algo confuso, estaba el mismo imbécil de la fotografía. La tecnohumana se puso en pie con lentitud y sintiéndose algo ridícula: esa espectacular cabriola, para qué. El tipo sonrió de un modo tan forzado y artificial que su gesto más bien parecía indicar asco. No, a este humano de los dos apellidos no le gustaban los reps, eso seguro. Bruna se estiró para resultar más alta y más amenazante y se acercó con cara de malhumor.
—¿Qué quieres?
—Algo que creo que te puede interesar. Entra, por favor.
La androide entró y se sentó enfrente del tipo.
—¿Te parece bien que demos unas cuantas vueltas a la manzana mientras hablamos?
—¿Tan largo es lo que quieres decirme?
—Círculos de cinco minutos hasta nuevo aviso —ordenó Preciado a la consola automática.
La puerta se cerró y el coche se puso en marcha. El hombre se recostó en el respaldo y la miró. Su cabeza tenía una extraordinaria forma de pera: frente estrecha y mofletes redondos y colgantes. Pelo pajizo y unos ojos de un azul tan claro que casi parecían transparentes. Preciado Marlagorka suspiró.
—Estoy muy preocupado.
A Bruna le entraron ganas de reír. Lo había dicho en un tono íntimo, doméstico, personal, como si fuera a confiarle sus dudas sobre la fidelidad de su cónyuge.
—¿Ah, sí?
—Sé que la niña que tienes tutelada sufre una contaminación radiactiva severa y que presentaste la correspondiente denuncia al ministerio.
—Yo no. Lo hizo el hospital.
—Como debe ser, como debe ser. Es un protocolo obligatorio de actuación. Por la seguridad de todos.
—Ya.
—Y sé que ese informe se perdió. Desapareció. Nunca llegó a mi Dirección General, que era su destino. Estamos investigando en dónde se volatilizó y cómo pudo hacerlo sin dejar ni rastro. Porque no ha dejado ni rastro, ¿entiendes? ¡Y yo estoy encargado de la seguridad!
La última frase la había dicho gritando, súbita e inesperadamente fuera de sí. Respiró hondo, se atusó el pelo de rata y recuperó sus formas blandas y resbaladizas.
—Esto ya es en sí muy preocupante. Pero, como bien sabes, hay más.
Bruna le miró, cautelosa.
—¿Y qué es lo que yo sé?
El hombre agitó la mano en el aire con gesto fatigado.
—No perdamos el tiempo con jueguecitos, por favor. Conozco tu implicación en el caso; la entrevista con la falsa Rosario Loperena y tu presencia en el lugar del crimen de Gand y Yárnoz. Como puedes comprender, por mi cargo tengo acceso a todos los informes policiales.
Un repentino peso oprimió el pecho de la rep y su saliva se volvió amarga: de modo que el miserable de Lizard había puesto en su informe que ella estaba presente cuando Gand murió. Ella se lo había dicho a él, sólo a él. Era un secreto, una confidencia, y él la había traicionado. Intentó que su rostro no reflejara su zozobra.
—¿Y? —preguntó con desplante y soberbia exageradas.
—Y… hay algo más que tú ignoras. Carlos Yárnoz fue un alto cargo de nuestro ministerio. Yo le conocí. Trabajé con él. Era mi jefe; de hecho, yo le sucedí en el cargo. Pero se descubrió que espiaba para los labáricos, que por entonces acababan de fundar su Tierra Flotante. Horas antes de que lo detuvieran, escapó y se exilió en el Reino de Labari. ¿Te das cuenta? Horas antes. ¿Por qué? ¿Cómo lo supo? Alguien le avisó. Tenemos un topo en el ministerio, un agente infiltrado desde hace veinte años. Eso explicaría la desaparición del informe de la niña que tutelas.
Por fortuna, Husky no había tenido tiempo de contarle a Lizard la conversación con el memorista. Y no se la contaría jamás.
—Pues supongo que debe de haber poca gente que lleve trabajando en el ministerio más de veinte años…
—No te creas. Hay exactamente doscientos cuarenta y siete. Y dentro del sector de Energía, setenta y seis. Somos como una gran familia. Y además, tampoco podemos limitarnos a los veteranos. El topo puede haber reclutado y entrenado a otro topo para sustituirle. Es lo que suele hacerse.
—Muy bien. Es verdad: lo que dices me interesa. Pero preferiría saber para qué me estás contando todo esto.
—Quiero que sigas el rastro de Yárnoz. Quiero que vayas a Labari a investigar.
A Bruna le pareció tan ridícula la propuesta que se le escapó una carcajada.
—¿Yo? ¿A Labari? ¡Pero si en las Tierras Flotantes los reps estamos prohibidos!
—Lo que no ha impedido que ya hayas estado allí de forma clandestina.
A Husky se le cortó la risa en seco.
—Veo que estás bien informado.
—Me dedico a eso, Husky. A la seguridad. Mi especialidad es la información. Y soy bueno, aunque por estas desgraciadas circunstancias no lo parezca.
La androide se removió inquieta en el asiento.
—Cierto. Se puede hacer. Me puedo disfrazar. Y puedo entrar en Labari. Pero es un riesgo añadido, una dificultad añadida. Y además, ¿por qué yo? ¿No tienes un escuadrón de agentes trabajando para ti?
—Pongámonos en lo peor. Digamos que te descubren. En el ministerio no nos podemos permitir el envío de uno de los nuestros. No quiero provocar un grave conflicto diplomático. Tú eres detective, estás interesada, de hecho ya estás investigando el caso. Te ofrezco ayuda y colaboración.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que vas a aportar?
—Documentos falsos totalmente garantizados, una cobertura creíble para el viaje y el dinero necesario para los gastos.
—¿Sólo para los gastos? Tengo mis honorarios y me temo que en este caso son elevados.
—Y yo tengo una inspección de tesorería a la que rendir cuentas y no puedo pagarte. Es un viaje clandestino y extraoficial. Los gastos los abonaré de mi propio bolsillo. Pero te ofrezco algo a cambio. Algo que creo que es generoso. ¿Serás tú lo suficientemente generosa para apreciarlo?
Husky le miró, intrigada a su pesar.
—Te ofrezco incluir a la niña rusa en mi seguro médico. Lo puedo hacer. Y la curarán.
La propuesta sorprendió y chocó a la detective. Algo se le hizo un nudo dentro de la cabeza: desconfianza en Preciado, angustia por la niña, rabia por sentir angustia por la niña, sensación de haber caído en una trampa, curiosidad, excitación, profunda inquietud. Un desagradable torbellino de emociones.
—Lo pensaré.
—Piénsalo deprisa. Tienes veinticuatro horas. Pasado mañana buscaré otra vía. Para junto al bordillo, desciende un pasajero —ordenó a la consola.
El coche se detuvo y el portón se abrió.
—En mi tarjeta de visita tienes mis líneas privadas. Espero tu respuesta, Bruna Husky.
La androide se quedó plantada en la acera viendo cómo el coche se alejaba. En qué maldito momento se le había ocurrido hacerse cargo de Gabi. Tres años, diez meses y seis días.
—Uy, uy, uy, ¡una tecno de combateeee! —exclamó alguien junto a ella.
Un grupo de jóvenes humanos, chicos y chicas, cuidadosamente acicalados para parecer descuidados, con crestas de caballo ellos, ellas con trencitas de colores o medio cráneo rapado, pasaron a su lado ocupando toda la acera, alegres y arremolinados, turbulentos como una pequeña tormenta de verano. Era el comienzo de la noche del viernes y salían a la caza de vida y de aventura. A la caza de intensidad. Por su aspecto, acababan de cumplir la mayoría de edad y, por lo tanto, de librarse del toque de queda para adolescentes. Probablemente se habían metido alguna píldora empatizante, un poco de oxitocina, la droga del amor, robada del botiquín de sus padres, o quizá incluso algún caramelo, oxitocina en dosis masivas e ilegales más otros neuropéptidos sintéticos, un cóctel explosivo que volaba de manera instantánea la cabeza y el corazón. La muchacha que había exclamado lo de la tecno de combate caminaba junto con sus amigos pero se volvía a mirar a la detective cada dos pasos, coqueta, turbada y retadora. Husky sabía que los reps podían resultar muy atractivos para los humanos, sobre todo cuando éstos eran jóvenes y jugaban a ser transgresores, sobre todo cuando los androides eran militares. La falsa épica de la guerra, de la sucia, cobarde y miserable guerra. La niña apenas tendría los dieciséis años reglamentarios, una mocosa, pero eso era ya seis años más de lo que Husky iba a vivir. Uno de los adolescentes que iban con ella le atizó un coscorrón amistoso para que dejara de volverse y de mirar a Bruna y todos los cachorros humanos rieron tontamente, felices de estar vivos. Se movían al unísono, llenos de colores y rápida energía, como un cardumen de peces tropicales. Gabi nunca alcanzaría esa edad. O sí, si Bruna iba a Labari.
Subió a su piso con el desconsuelo de la vida doliéndole en el cuerpo. Dolía en el estómago, en el peso de los hombros, en el cansancio mismo de respirar. La noche caía a toda velocidad y cuando entró en el apartamento tuvo que encender la luz. Toda la ciudad se preparaba para el fin de semana y ella volvía a esconderse en su cubículo, en su agujero, en la rutina de los días y las noches hasta consumir su pequeño plazo y llegar a la nada. Se sirvió una copa de vino y comprobó con malhumor que sólo le quedaba media botella. Se acercó al rompecabezas e intentó concentrarse en los perfiles dentados, en la exactitud de la reconstrucción, en el orden del desorden. Eso, por lo menos, la relajaba. Eso la hacía olvidar. Era un ruido blanco que tapaba el chillido del mundo.
—¿Estás en casa? ¿Podemos hablar?
Era Yiannis. La androide reprimió un gesto de irritación.
—Sí.
El holograma del viejo archivero apareció flotando encima del puzle.
—Gabi está sangrando por la nariz y por las encías —dijo con rostro desencajado.
—¿Ha salido de debajo de la cama?
—¡Nooo! Pero había manchas de sangre en el suelo y le pregunté.
—Bueno… Leí en algún sitio que los niños humanos suelen tener hemorragias nasales.
—¡Pero también le sangran las encías! No, no, no. Es la radioactividad. Empeora. Es inhumano que no la curen sólo porque no tenemos dinero.
Yiannis se retorcía las manos con nerviosa desesperación. A través del holograma traslúcido de sus dedos, Bruna localizó una nueva pieza para encajar en el puzle. Era sorprendente lo compartimentada que podía llegar a tener la cabeza. Suspiró.
—No te preocupes, Yiannis. Se pondrá buena.
Y luego le explicó todas las novedades al archivero. La noticia del trato con Preciado Marlagorka puso al viejo exultante. Su alegría hubiera debido ser contagiosa, pero Bruna seguía sintiéndose llena de oscuridad. Tenía la intuición de que el viaje era una trampa y de que se había metido dentro ella sola.
—¿Qué te pasa, Bruna? Te veo rara.
La androide se encogió de hombros.
—No sé. No le veo mucho sentido a nada.
—¿Salvar a la niña te parece poco?
—Sí, supongo que eso está bien. Aunque yo ni siquiera estaré aquí para comprobar si el tratamiento funciona.
El archivero frunció el ceño.
—Ay, Bruna… ¿Recuerdas quién era Sócrates?
—Claro. Uno de tus sabios de la Antigüedad. El que se tuvo que suicidar.
—Ése, sí. Le condenaron a muerte y le condujeron a la cárcel, con la obligación de beber a la mañana siguiente una dosis letal de cicuta. Sus amigos sobornaron a los guardias para que pudiera escaparse, pero él no quiso hacerlo.
—¿Por qué?
—Decía que su huida le haría parecer culpable. Además no quería vivir lejos de Atenas. Pero no era de eso de lo que te quería hablar. Lo interesante es que pasó esa noche rodeado de sus amigos, pero invirtió la mayor parte de sus últimas horas en aprender a tocar una melodía muy difícil con la flauta. Sus amigos, exasperados, le dijeron que para qué perdía el tiempo en eso, que para qué le iba a servir, si su vida acabaría al amanecer. Y entonces él contestó: «¿Pues para qué va a ser? Para aprender la canción antes de morir».
El archivero calló, expectante, y Bruna basculó con incomodidad el peso de su cuerpo de un pie a otro. La historia le había interesado y tenía la vaga sensación de que había algo importante dentro de ella, pero no conseguía desentrañarlo. Arrugó la frente.
—Pues me parece una tontería.
—¡Qué bruta eres a veces, Bruna! ¿No lo entiendes? En primer lugar, es que lo único que da sentido a la vida es el conocimiento, el arte, la belleza. Pero, sobre todo, es que da lo mismo aprender la canción diez años o diez minutos antes de morir, porque siempre será un aprendizaje frente a la nada, una construcción frágil y efímera. Somos seres fugaces y lo somos todos, querida mía. Los tecnos, los humanos, los alienígenas.
Ahora sí. Ahora lo había cogido. Pero seguía sin ser lo mismo. Tres años, diez meses y seis días.
En ese momento llamaron a la puerta. Bruna miró la hora proyectada en la pared: las 21:27. En la pantalla principal apareció la cara del sobón. ¡Deuil! Se había olvidado de él. Pero ¿no estaba en la clínica? Se despidió apresuradamente de Yiannis y fue a abrir.
—¿Qué haces aquí?
—Teníamos sesión. ¿No te acuerdas? Vine antes pero no estabas.
—¡Pero si estás herido! Pensé que…
El sobón sonrió y entró en el apartamento cojeando un poco.
—No es nada. Ni siquiera fui al hospital. Me trató un médico amigo. Me han puesto un pequeño implante de tejido artificial.
Estaba pálido. Y guapo. La tensión del dolor aguzaba sus rasgos. Porque era evidente que le dolía.
—Eh, tengo una subcutánea mórfica para darte, si quieres —dijo la androide, maravillada de su propia generosidad, porque atesoraba celosamente su pequeño alijo de analgesia.
El sobón sonrió. Esos dientes blancos y afilados de vampiro joven.
—No. No me gusta perder la consciencia del cuerpo. Mi cuerpo es lo que sé y lo que soy. Lo respeto e intento recibir sus mensajes.
Bruna lo miró con incredulidad, pero guardó silencio. Se sentía demasiado culpable con el táctil.
—Lamento haberte puesto en peligro, Daniel…
—No te preocupes. ¿Empezamos?
—¿Podrás?
—Claro.
Bruna volvió a sentarse en el sofá, como el día previo antes de la irrupción de la Viuda Negra. Deuil se instaló otra vez detrás de ella, pero hoy colocó desde el principio las manos en la base de su cuello, con las yemas de los dedos apenas tocando las clavículas. La androide experimentó una levísima, desasosegante descarga eléctrica.
—Daniel, sólo una cosa más. Tienes que ir con cuidado. Esa mujer puede volver. Y es peligrosa.
—Cuéntame por qué. Explícame por qué he perdido un centímetro cuadrado de pie —susurró el sobón desde detrás de su cabeza.
Y la androide se lo contó. Habló lentamente, abiertamente. Habló como si se lo dijera a sí misma, como si estuviera sola. Pero no lo estaba. Los dedos del sobón rozaban su cuello como gotas de lluvia y el mundo iba desapareciendo poco a poco. Bruna cerró los ojos y se concentró en esos dedos, en esas manos que ahora, abiertas, pegaban las palmas a su piel y cubrían de tibieza su garganta. La androide dejó de hablar a mitad de una frase. Cayó dentro de sí misma, dentro de ese cuerpo cada vez más presente, más ligero, más elocuente. La sangre zumbaba en sus oídos y allá al fondo empezó a resonar otro corazón, un latido que se equilibraba con el suyo. Su carne se encendió como una estrella: aún con los ojos cerrados, la rep estaba segura de brillar. Ella era inmensa, era ilimitada, era invulnerable porque ya no era ella, sino que eran dos. En la plenitud de ese tiempo sin tiempo se recordó a la vez en todos los minutos de su pasado y amó la vida como jamás la había amado antes. Sin sombras, sin violencia y sin muerte. Quiso echarse a reír de pura, perfecta felicidad, y se sorprendió cuando se puso a llorar. El sobón apartó suavemente las manos de su cuello y las luces de la carne se apagaron.
Husky abrió los ojos, conmocionada. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—¿Qué me has hecho? —dijo con la voz agarrotada.
—¿Te ha gustado?
La rep intentó contener el llanto, pero no pudo. Estaba desconcertada, se sentía frágil y desarbolada, pero al mismo tiempo algo parecía haberse desanudado en su cabeza. Por ahí dentro crecía la pequeñísima semilla de una esperanza de serenidad.
—No lo sé.
Deuil dio la vuelta y se sentó en el sillón frente a ella.
—Tranquila. Deja que la vida suceda. Que las emociones se asienten.
La rep le miró. Sombras oscuras rubricaban los ojos del sobón. Su expresión era impenetrable. Parecía la talla de un dios oriental.
—He sentido un atisbo del dolor de la herida de tu pie. Y he sentido tus latidos. Tu corazón también latía por mí —dijo la rep, sobrecogida.
¿Sería esto lo que experimentaban los omaás cuando hacían el amor? Su amigo Maio le había hablado de la unión entre los espíritus cuando, según él lo expresaba, se rozaban los kuammiles. Quedaban tan entremezclados los unos con los otros que, tras ese acto de compenetración, eran capaces de compartir los pensamientos. De hecho, su amigo Maio podía leerle el pensamiento a ella, Bruna… La rep se estremeció. Menos mal que cuando hizo el amor con el alienígena estaba tan borracha que no se acordaba de nada. Apreciaba a Maio, pero la intimidad física con él seguía pareciéndole un poco repugnante.
—¿Se sentirán así los omaás cuando se tocan los kuammiles? —dijo en voz alta.
El táctil sonrió.
—Me parece que lo de los kuammiles es más sexual. Pero sí, hay una relación física especial. He aplicado una técnica que sintoniza las corrientes miofasciales, los biorritmos y las ondas cerebrales. En cierto modo hemos estado orgánicamente unidos. Casi como una madre con su feto.
O como un enano con su gigante, pensó Husky.
—En realidad los seres humanos sintonizan de muchas formas, no sólo a través de la vista, del oído, de la comunicación pautada verbal o visual, del tacto más burdo, un golpe o una caricia… Desde siempre es sabido que si pones a varios humanos conviviendo de forma estrecha y continuada en un lugar pequeño, se crea una atmósfera común, una especie de organismo colectivo que sincroniza hechos físicos. Por ejemplo: las adolescentes de los internados o los correccionales, las mujeres de las cárceles, suelen tener sus menstruaciones a la vez. No sabemos apenas casi nada de nosotros mismos, Husky, y, como completos ignorantes que somos, ni siquiera respetamos lo que no conocemos.
Cuando habla de humanos, ¿estará englobando también a los tecnos?, se preguntó Bruna, de pronto irritada, recelosa, incómoda.
—«Soy un sencillo instrumento por donde la vida se asoma. Mi voz se conjuga con el otro que escucha, que comparte. Corazón abierto dispuesto a la plegaria. Vida, qué hermosa eres» —recitó Deuil—. No es mío. Es de Tanawa. ¿Ves? Por eso no hay que tomar mórficos, ni alcohol, ni otras drogas. El cuerpo tiene su propio lenguaje y es poderoso. No lo amordaces.
La rep frunció el ceño, sintiéndose regañada como una niña pequeña. Había algo demasiado esotérico, demasiado místico en el sobón. A la rep le reventaba la mística humana, sus viciosas y mentirosas pretensiones de trascendencia. Un tecnohumano, puro producto de laboratorio, no podía ser místico. No había más que ver la diferencia entre el sórdido moyano y el crematorio de la Almudena. La espiritualidad era un lujo que no todo el mundo podía permitirse. Pero, por otro lado, también era cierto que el táctil le había hecho experimentar algo increíble. Como si el núcleo de hielo de su corazón hubiera empezado a derretirse.
—¿Eres creyente? Lo digo por lo de la plegaria —gruñó Husky.
—¿Creyente en qué? Creo en muchas cosas.
—Yo no creo en dioses ni en almas ni en magias ni en… en nada de eso —dijo la androide con cierta rudeza, porque de algún modo sintió la necesidad de hacer una declaración de principios.
—Me parece muy bien —respondió Deuil con una amplia sonrisa—. Pero ahora quisiera hablarte de otra cosa. Tú has percibido de algún modo el dolor de mi pie, y yo también he sentido tu angustia, tu confusión. Me has contado que te inquieta la oferta de Preciado Marlagorka, que te sientes atrapada por la necesidad de la niña y que tienes un mal presentimiento con este viaje. Te voy a proponer algo que quizá te sorprenda: déjame ir contigo al Reino de Labari.
—¿Cómo?
—Sí, déjame ir contigo. Pasarás más inadvertida si vas con un humano y además puedo serte útil en caso de apuro. Soy un buen judoca.
Bruna le observó con desconfianza:
—¿Y por qué quieres hacerlo?
—Te podría decir que me fastidia quedarme aquí esperando como un cordero atado a una estaca a que la asesina regrese a volarme el resto del pie. O que, ya que estoy metido en ello sin quererlo, me ha picado la curiosidad y me gustaría resolver el misterio. Pero lo cierto y fundamental es que, además de mi trabajo como táctil, soy neoantropólogo. Terminé la carrera hace tiempo pero ahora me estoy sacando el doctorado. Me especialicé en las Tierras Flotantes y el tema de mi tesis es «El dogma como factor de homogeneización y cohesión en comunidades geográficamente limitadas: utopismo versus fe».
La androide le miró, pasmada.
—Nunca he estado en el Reino de Labari y me urge conocerlo. Les he solicitado varias veces un permiso de visita, pero jamás me lo han concedido. Necesito ir. Esta oportunidad es perfecta para mí.
También podría decir que le gusta estar conmigo, pensó Bruna sin poder contenerse; y luego se apresuró a arrojar la idea de su cabeza. Neoantropólogo. Judoca. Este humano era raro. Después de todo, quizá fuera una buena idea que viniera. Su disfraz se vería reforzado.
—Mmmmm… Le diré al del ministerio que voy con mi ayudante. Supongo que no habrá problema. Pero vas a ser eso, mi ayudante. En este viaje mando yo.
—¡Por supuesto! —exclamó Deuil.
Y sonrió. Con cierta sorna, creyó percibir la androide. Los blancos colmillos del sobón brillaron. Ahora le parecieron más afilados.