7

La despertó violentamente la holografía de Yiannis. El viejo archivero parecía estar sentado sobre su barriga y le chillaba. Bruna detestaba que su amigo se metiera en su casa, invasor e imprudente, con sus intempestivas llamadas holográficas, pero la única vez que le restringió el derecho de imagen el viejo se deprimió tantísimo que la rep tuvo que devolvérselo.

—¡Levántate, Bruna! ¡Tenemos una crisis, ay, Dios, una crisis, la niña, Bartolo, lo mejor es que vengas, que vengas cuanto antes!

—Ahora voy —barbotó la rep, y cortó la comunicación y después activó el bloqueo de llamadas.

Un bendito silencio cayó sobre ella como una cortina de agua fresca. Boca arriba en la cama, con los ojos entornados, Husky se concentró en las palpitaciones de sus sienes. Dolor. Ausencia de dolor. Dolor. Ausencia de dolor. Un latido poderoso y rítmico. Torció la cabeza con cuidado y miró hacia la derecha. Ahí, en el cajón lacado con ruedas que hacía las veces de mesilla, estaban en efecto la copa de balón y la botella vacía de vino blanco. Suspiró; la noche anterior había estado hasta muy tarde haciendo un puzle de dos mil piezas y bebiendo sin parar. Esta botella y antes parte de otra que ya estaba abierta. Sola y colocando piezas maniáticamente. Sola y trasegando una copa tras otra. Cuando abrió la segunda botella ya sabía que estaba perdida. Qué manera de desperdiciar su vida, su pequeña vida. Borracha obsesiva, compulsiva. Yiannis había dicho que tenían una crisis. Pero la vida era siempre crítica. No pensaba volver a beber nunca jamás.

Bruna rodó hasta el borde del colchón y, estirando la mano, cogió de encima del cajón el tubo de Algicid y se metió dos comprimidos masticables en la boca. Los dos últimos. Típica mesilla de un borracho: una botella vacía, una copa, un tubo de analgésicos, pensó mientras rumiaba. A la espera de que el Algicid empezara a hacer efecto, repasó con esfuerzo las palabras del archivero: «la niña, Bartolo», había gritado. Bartolo era un bubi, un tragón, una mascota alienígena omaá que hablaba como un loro, un bicho narigudo, desvalido y simpático que se había puesto de moda en la Tierra. Bruna lo había heredado de un caso anterior y había llegado a cogerle cariño, aunque le irritaba la cabezonería de la criatura y su propensión caprina a comerse todo lo masticable, fastidiosa característica a la que debía su sobrenombre. La rep sintió una punzada de culpabilidad: cuando se fue de viaje al sector Cero había dejado a Bartolo al cuidado de Yiannis y todavía no lo había recogido: el viejo archivero terminaba cargando con todos sus errores. Por añadidura, al hombre le había afectado muchísimo la noticia de que la niña iba a morir, y aún más el hecho de que existiera una curación pero sólo para quienes pudieran pagarla. Antes de que entrara en funcionamiento la bomba antidepresiva, le cayeron unos cuantos lagrimones por las mejillas. A Bruna también le parecía indecente la discriminación terapéutica, pero, siendo una rep a la que apenas le quedaban tres años de vida, la verdad es que no se tomaba el breve futuro de la niña muy a pecho.

El dolor de cabeza había remitido casi del todo, dejando tan sólo una sensación de embotamiento. La androide se dio una ducha de vapor mucho más breve de lo que hubiera querido, porque su cupo de agua estaba casi acabado. Tendría que pasar por el supermercado y comprar una nueva tarjeta. Y más botellas de vino, que no quedaban. Se puso unos pantalones cortos y una camiseta de Climatex, que supuestamente aislaban del calor y del frío, aunque Bruna tenía sus dudas sobre la veracidad de esa afirmación publicitaria. Pero eran unas prendas cómodas y bonitas, con sus vibrantes zigzags de colores. Calculó que desde el holograma de Yiannis había debido de pasar casi una hora; miró el registro de llamadas y vio que había otras cuatro más del archivero. Debía de estar desesperado. Agarró un vaso de café instantáneo, lo sacudió para calentarlo y se lo fue tomando mientras salía de casa. Bajó las escaleras corriendo sin esperar los lentos y maltratados ascensores, pero al llegar al portal se topó con su vecino del SSQ. El destino era siempre así de malicioso: cuanta más urgencia, más obstáculos. El hombre estaba intentando salir del edificio envuelto en su burbuja de plástico protector. No era una burbuja muy buena, se veía vieja y remachada en varios sitios y además el tipo tenía que llevar en la mano el compresor de aire purificado que hinchaba el habitáculo; así que se movía con muchísima lentitud, sin duda aterrado ante la posibilidad de que se le desgarrara el capullo protector y se viera expuesto a una contaminación ambiental que podría matarle. En las últimas décadas el Síndrome de Sensibilidad Química se había agravado muchísimo; el contacto generalizado y continuado con sustancias artificiales, omnipresentes por doquier en la vida cotidiana, parecía estar enloqueciendo el sistema inmunitario de los humanos. Curiosamente los replicantes no lo sufrían, no se sabía muy bien por qué, tal vez por la brevedad de su vida; quizá se necesitara más tiempo de exposición al envenenamiento químico. Tres años, diez meses y diez días. Por lo menos esta condena a muerte les servía de algo.

El vecino del SSQ consiguió por fin salvar el desfiladero de la puerta y el paso quedó expedito. Bruna echó a correr. El nuevo piso de Yiannis, al que acababa de mudarse, estaba a dos manzanas de distancia del suyo, tan cerca que apretar o no el paso apenas podía suponer una reducción en el tiempo del trayecto, pero a la androide le apetecía utilizar los músculos, sentirlos elásticos y todavía obedientes por debajo de la piel, disfrutar de su cuerpo atlético de animal poderoso. Así que trotó placenteramente durante cosa de un minuto y enseguida llegó a casa del archivero. Era un edificio del siglo XIX, porque Yiannis tenía gustos arcaicos; pero era un piso bastante más pequeño que el que tenía antes, de modo que los muebles y su infinita colección de cachivaches, incluyendo una desesperante cantidad de libros de papel, atiborraban las habitaciones. Yiannis abrió la puerta con una sonrisilla de conejo bailándole en la boca. Ya estaba con la amígdala dopada.

—Menos mal que has llegado, Bruna. Estamos en una situación absurda, jejeje. ¡¡¡No sé si es para reírse o para llorar!!! Pasa y verás.

Y Husky pasó y vio. En mitad de la sala, de altísimos techos, alguien había montado una precaria, improbable torre compuesta por sillas, taburetes y cajones puestos unos encima de otros. Y arriba del todo, colgando boca abajo atado con un cable por una pata del gancho vacío de una lámpara, estaba Bartolo, el tragón, lloriqueando. Cuando vio a Bruna, se puso chillar con su lengua de trapo:

—¡Socorro! Bartolo bueno, Bartolo bonito. ¡Socorro!

—No tengo una escalera que llegue tan alto, y yo no me atrevo a subir ahí —dijo Yiannis con pesadumbre.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Ha sido la niña. Se puso furiosa con el tragón, no sé por qué.

—Gabi mala, Gabi mala, ¡socorro!

Parecía un milagro que la torre construida por el monstruo siguiera manteniéndose en pie, así que la androide ni pensó en utilizarla. Se preguntó, admirada, cómo se las habría arreglado la niña para subir y bajar por ahí, y además con un tragón previsiblemente debatiéndose en sus manos. Una hazaña circense, desde luego. Husky intentó desmontar el tenderete de la niña, pero nada más tocar la primera silla toda la columna se vino abajo con tremendo estruendo.

—Por todas las especies… Un poco más y ese taburete me parte el cráneo —bufó la rep—. Ayúdame a correr ese mueble.

Entre Yiannis y ella empujaron una enorme y pesada cómoda del siglo XVIII debajo del cuerpo del tragón, y aún tuvo Bruna que colocar encima un pequeño cajón para alcanzar el cable. Deshizo el nudo y bajó a la criatura. El animal se abrazó a su cuello, tembloroso, su cresta de pelo rojo toda alborotada, la narizota húmeda de lágrimas.

—Bartolo bueno, Bartolo bonito, Gabi mala mala…

—Sí, sí… Venga, ya pasó.

No parecía que hubiera sufrido ningún daño, aparte del enorme susto y el quebranto de haber permanecido colgando boca abajo durante una hora, así que dejó al tragón en los brazos de Yiannis para que le diera algo de comer que aliviara su congoja, y ella fue en busca de la rusa. La niña se había metido debajo de la cama y, según el archivero, no había manera de hacerla salir. Ya verás si yo te saco, monstruo malo, pensó la rep.

El cuarto en el que dormía la rusa tenía la cama hecha y parecía vacío. Ni un ruido delataba la presencia de la cría.

—¿Gabi? ¡Gabi! Sal ahora mismo.

Silencio.

Bruna se inclinó y miró debajo de la cama. Ahí al fondo, contra la pared, en la penumbra, brillaban los ojos de la niña, ojos fieros y locos de rata acorralada. La androide sintió una súbita opresión en el pecho, una pequeña asfixia. Se enderezó, sin saber muy bien qué hacer. Desde luego podría meter la mano y sacarla, aunque a no dudar la niña volvería a morderla. También podía correr la cama y separarla de la pared, pero de todas formas, conociendo la agilidad de la rusa, atraparla iba a llevar su tiempo. Y, además, ¿de verdad quería ella utilizar la fuerza? Volvió a agacharse a mirar: esos ojos, esa desesperación, esa indefensión. Una alimaña hostigada hasta la muerte por sus enemigos. ¿Cómo habría recibido esas dosis letales de radiación?

La rep suspiró y se sentó en el suelo.

—¿Qué ha pasado, Gabi?

Silencio.

—Cuéntame lo que ha sucedido. Quiero entenderlo. Estoy segura de que hay una razón.

Silencio. Era ridículo estar hablándole a una cama vacía.

—A lo mejor es por esto —dijo Yiannis, entrando en el cuarto—: he encontrado toda esta basura en la cuna del tragón.

Una llave, un pequeño tigre de plástico, un pedazo de cinta de raso rojo, una pulsera de niña, una cucharilla… y el peine que Bruna ya le había visto a Gabi en la mochila. Todos los objetos estaban anudados con fragmentos de cuerda, pero los cordeles estaban desflecados y roídos. También se veían huellas de dientes y de baba seca en la cinta de raso. Bartolo se había comido los extraños tesoros de la rusa.

—Ah. Ya veo. Es esto, ¿no? El tragón te robó tus cosas y las masticó.

Silencio.

Bruna extendió los cochambrosos restos en el suelo, justo en el borde de la cama.

—No se lo tomes a mal. Aunque habla, es bastante tonto. Es como un niño muy pequeño. Y además, tiene ese impulso irresistible de comer. Por eso le llaman tragón. Es su naturaleza. No puede evitarlo. Eso nos pasa a todos, ¿no? Muchas veces no podemos evitar hacer lo que hacemos. Está en nuestra naturaleza.

Silencio. ¿Cuál de las dos moriría antes, Gabi o ella?

—Mira, me voy a levantar y me alejaré. Me iré con Yiannis, ahí en la puerta. Puedes recuperar tus tesoros, si quieres.

La rep hizo como decía y se quedó junto al archivero en el umbral. Transcurrió un larguísimo minuto sin que ocurriera nada. Después la manita de la niña apareció por debajo de la cama y recogió los objetos a toda velocidad, como un pollo hambriento picando comida. Se la oyó arrastrándose de nuevo hacia la pared. En ese momento entró una llamada en el móvil de Bruna. Era Lizard. El corazón de la rep dio un latido de más.

—Hola, Husky. ¿Qué tal con tu rusa? —dijo el inspector.

—Muy bien. ¿Qué quieres?

¿Por qué era tan cortante, por qué se ponía nerviosa, por qué era tan bruta, por qué era tan débil con Lizard?

El policía torció la boca con gesto de fastidio:

—Bueno, a mí me parece que no tan bien. Hace un rato se me ha ocurrido meter en el ordenador el localizador de la niña que me diste y mirar su bio. No sé por qué lo hice. Debía de estar muy aburrido. El caso es que vi que te había mordido y que fuisteis ayer a urgencias; y también vi que la niña ha estado expuesta a dosis elevadas de radiactividad y que se está muriendo.

Bruna tragó saliva y le supo amarga.

—Estupendo. Muy bien. Si querías impresionarme por lo buen detective que eres y por tu habilidad para enterarte de todo, te diré que me impresiona más aún tu falta de respeto ante la intimidad ajena.

Lizard frunció el ceño:

—Espera. Para un poco. Siempre vas demasiado deprisa. Siempre cometes el mismo error. Todavía no he terminado. Lo de la radiactividad me sorprendió, supongo que igual que a ti, así que entré en la red del Ministerio de Industria para seguir la incidencia nuclear. Y aquí viene lo importante: no había ninguna incidencia abierta con el caso de Gabi.

—¿Cómo que no había? El médico me dijo…

—El médico lo hizo. Lo comprobé. En el hospital se activó el protocolo de incidencia nuclear. Y avisaron al ministerio. Pero en algún momento del trayecto entre el sistema del hospital y el del ministerio, el caso de la niña desapareció. Entonces volví a la bio de Gabi… ¡y ya no estaba la información relativa a su radiación! Entré en el sistema del hospital… y tampoco quedaban huellas de la incidencia nuclear. En apenas veinte minutos, mientras yo estaba conectado, había alguien más en la red borrándolo todo. Un hacker invisible, impenetrable. Alguien a quien no pude rastrear con las herramientas defensivas que tenemos en la policía. Esto es lo que te quería contar. No llamaba para impresionarte, Bruna, llamaba para advertirte… —dijo Lizard; y su carnoso rostro parecía genuinamente preocupado—. Ten cuidado —añadió en un susurro casi tierno que penetró como un berbiquí en los oídos de Bruna.

Y luego colgó sin esperar respuesta.