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Los humanos eran lentos y pesados paquidermos, mientras que los replicantes eran rápidos y desesperados tigres, pensó Bruna Husky, consumida por la impaciencia de tener que aguardar en la cola. Recordó una vez más aquella frase de un autor antiguo que un día citó su amigo el archivero: «El ininterrumpido ir y venir del tigre ante los barrotes de su jaula para que no se le escape el único y brevísimo instante de la salvación». Bruna se la sabía de memoria porque le había impresionado: ella era ese tigre atrapado en la diminuta cárcel de su vida. Los humanos, con sus existencias larguísimas y sus vejeces interminables, solían glorificar pomposamente las ventajas del aprendizaje; incluso de las malas experiencias, sostenían, se podían sacar cosas. Pero Husky no podía perder el tiempo en esas tonterías; como todo androide, sólo vivía una década, de la cual le quedaban tres años, diez meses y veintiún días, y tenía la certeza de que había saberes que no merecía la pena saber. Por ejemplo, ella hubiera podido vivir muy feliz sin conocer la cochambre de las Zonas Cero; pero aquí estaba, tras haber hecho un viaje inútil a la miseria.
«¡Buenos días! Estás abandonando la Zona Cero. A partir de este punto, sólo personas con autorización vigente, por favor. ¡Muchas gracias!».
La rep llevaba un buen rato oyendo el mensaje, cada vez más nítido a medida que la larga cola de viajeros atravesaba el control y ella se iba acercando a la puerta. La frontera no parecía gran cosa, apenas un largo muro transparente que dejaba entrever unos cuantos pasillos y recámaras también transparentes al otro lado. Pero era metacrileno reforzado, con un blindaje muy alto, quizá 2.6, calculó la androide: inviolable, irrompible y tan duro como el diamante, aunque mucho más feo, porque el metacrileno amarilleaba y se ensuciaba con el tiempo. Las manchas ocres podrían pasar por roñosos residuos de antiguos orines y lograban que la pared tuviera el aspecto de lo que en verdad era: el sórdido muro de una cárcel.
«¡Buenos días! Estás abandonando la Zona Cero. A partir de este punto, sólo personas con autorización vigente, por favor. ¡Muchas gracias!».
La rep gruñó: odiaba las voces sintéticas, la cortesía sintética y, sobre todo, su estúpido tonillo de entusiasmo, tan inadecuado e incongruente en estas circunstancias. Alrededor, el mundo parecía hervir. Columnas de humo tóxico se elevaban en el horizonte desde las chimeneas industriales y se fundían con un cielo congestionado color plomo que amenazaba con derrumbarse sobre su cabeza. El control fronterizo estaba en un paso de montaña para aprovechar el estrechamiento del camino y lo inexpugnable de las grandes rocas; visto desde aquí arriba, el valle que Bruna estaba a punto de abandonar era una cazuela requemada y sombría. Tierra maldita.
—Hay que avanzar —rezongó el hombre que estaba detrás de ella.
Cierto: la cola se había movido dos pasos y ella no se había dado cuenta. Dos míseros pasos y el tipo protestaba. Salvó de una zancada el pequeño trecho y miró con sorna al humano desde su altura de rep de combate. Pero el tipo no se inmutó. No parecían arredrarle ni su constitución atlética ni los ojos felinos de pupila rasgada que la definían como tecnohumana, ni el tatuaje que le recorría verticalmente todo el cuerpo, una línea negra que bajaba por la frente y los párpados y la mejilla izquierda y luego recorría su pecho, su vientre y la pierna hasta dar la vuelta al pie, regresar por la espalda y cerrar el círculo tras remontar el cráneo rapado. Tanta tranquilidad en un humano no era normal. Lo habitual era que la temieran y la detestaran. Pero este hombre debía de ser rico. Poderoso. Debía de estar acostumbrado a ser él quien infundiera miedo. Llevaba puesta una máscara purificadora de carbono de última generación, elegante y casi invisible. Una tecnología ultraligera y carísima. ¿Qué negocios traerían a un tipo así a uno de los sectores de Aire Cero, los lugares más contaminados del planeta? Los vertederos del mundo. Tendrían que ser por fuerza negocios sucios, se dijo Bruna, masticando con desgana su pésimo chiste.
«¡Buenos días! Estás abandonando la Zona Cero. A partir de este punto, sólo personas con autorización vigente, por favor. ¡Muchas gracias!».
Máquina necia. Durante mucho tiempo, el aire había sido propiedad de las grandes compañías energéticas y cobraban por él a los habitantes; cuanto más limpio, más caro. Seis meses atrás el Tribunal Constitucional había declarado ilegal ese negocio y prohibido la propiedad y venta del aire. Un gran triunfo democrático que en realidad no sirvió de nada, porque las Zonas Verdes impusieron enseguida un impuesto de residencia que los más pobres tampoco podían pagar. Por eso en la flamante nación única de los Estados Unidos de la Tierra seguía habiendo fronteras como ésta. Las debían de construir así, de metacrileno transparente, para que se viera menos la contradicción. Pero luego el tiempo se encargaba de mearles encima los manchurrones ocres. Bruna inspiró profundamente el aire pesado y mineral. Olía a sulfuro, a óxido, a trapo húmedo y viejo. La rep tuvo una nítida visión de cómo el aire iba depositando sobre sus rosados pulmones el finísimo polvo negro que cubría todas las superficies en el sector Cero. Tanto peor para la salud, se dijo Bruna. Aunque, total, ¿qué más daba? Tres años, diez meses y veintiún días, rumió. El cretino de la máscara viviría con toda probabilidad más que ella. Y no por la protección de su filtro de carbono. Por eso los clientes modestos buscaban a detectives replicantes para que fueran a las Zonas Cero. Míseros trabajos pagados míseramente: apenas dos mil gaias por llenarse los pulmones de metal caliente mientras indagaba sobre el paradero de un idiota. Quién iba a aceptar algo así si no fuera un androide de vida brevísima, un condenado a muerte como ella. Miró de nuevo al ejecutivo de la máscara y le odió. Cuánto le odió. Y luego, igual que tantas veces, la vieja rabia se convirtió en desaliento. Lo cual era aún peor: siempre prefirió la rabia a la pena.
Ya estaba a punto de pasar el control. Sólo quedaba una persona por delante. Una humana joven. Por su ropa chillona y apretada, tal vez prostituta. La delgada lámina de grafeno de su ordenador móvil estaba montada en un ostentoso brazalete de metal dorado y piedras preciosas fulgurantemente falsas. Quizá fuera a trabajar a la Zona Uno, el sector colindante. La chica arrimó su muñeca al Ojo y, tras unos instantes de comprobación, la puerta se abrió. Al otro lado había un pequeño corredor y luego una cámara de descontaminación. Nada muy serio: aspiración de las partículas tóxicas de la ropa y del cabello. Y una vaporización antivírica y antibiótica. Una somera limpieza que apenas duraba un minuto: el equipaje era revisado y descontaminado en una cinta aparte. Con todo, ese procedimiento era lo que hacía que se formaran las largas colas.
Iba a cruzar la puerta la muchacha cuando estalló el clamor. Porque lo primero fue ese repentino griterío, un bramido colectivo y animal que helaba la sangre. La chica se detuvo y miró hacia atrás; de hecho, todos cuantos aguardaban en la cola miraron hacia atrás. Hacia la masa de individuos que se acercaba al muro a todo correr. Eran muchos, muchísimos, trescientos, cuatrocientos, quizá más. Hombres y mujeres. Llevaban escaleras, mochilas, bultos, maletas, niños a la espalda. Gritaban desesperados y furiosos, pero también para darse aliento. Así debían de gritar los asaltantes de los castillos medievales en las historias que le contaba su amigo Yiannis. Alcanzaron los primeros la pared transparente como una ola de mar que rompe contra un dique: el muro los escupía, los despedía, porque estaba electrificado. Bruna conocía este dato porque se hablaba a menudo de ello en las noticias: los asaltos a las fronteras de las Zonas Cero eran habituales. También la muchedumbre sabía que el metacrileno los haría bailar, pero aun así se arriesgaban a intentar salvarlo. Algunos llevaban guantes aislantes y el cuerpo envuelto en raros trapos para minimizar la corriente, pero temblaban igual agarrados al muro, temblaban y chillaban antes de soltarse, mientras los de detrás trepaban por sus hombros. La muchacha que quizá fuera puta recuperó súbitamente la movilidad y atravesó la puerta corriendo. La pared volvió a cerrarse tras ella.
«¡Buenos días! Estás abandonando la Zona Cero. A partir de este punto, sólo personas con autorización vigente, por favor. ¡Muchas gracias!».
Tres drones de los informativos surgieron como por arte de magia sobre sus cabezas con el petardeo característico de sus pequeños motores. Bruna sintonizó las noticias en el móvil y, en efecto, ahí apareció en directo el asalto al muro. En la pantalla de su muñeca, entre el humo, la perspectiva aérea, los hábiles insertos de primeros planos, el abigarrado fondo y el color gris azulado que dominaba todo, la escena tenía algo épico, grandioso, incluso bello. En la realidad, en cambio, no era más que un sucio aluvión desordenado y gimiente de personas que se pisoteaban las unas a las otras, un montón de tipos desesperados que sufrían. Se suponía que la carga eléctrica era disuasoria y no mortal, pero algunos yacían inmóviles, quizá desmayados, al pie de la pared. Aun así, otros estaban consiguiendo saltar por encima, espasmódicos y acalambrados pero imparables.
—¡Si no vas a pasar, aparta!
El hombre de la máscara dio un empujón a Bruna, arrimó su móvil al Ojo y atravesó la puerta. Y, como si el tipo lo hubiera previsto o incluso lo hubiera ordenado (¿lo hizo?), en cuanto el muro se cerró a sus espaldas aparecieron los fieras, los temidos guardias de las Fuerzas de Intervención Especial Regional. Venían cubiertos con armadura entera, lo cual los asemejaba vagamente a los viejos astronautas de los tiempos de la conquista espacial. Lo primero que hicieron fue lanzar cohetes a los drones; los pequeños aviones estallaron y sus hirvientes fragmentos empezaron a llover sobre todo el mundo. Entonces fue la cola de viajeros la que aulló e inició su propia avalancha, mientras los asaltantes del muro se desperdigaban y los fieras disparaban indiscriminadamente sus fusiles aturdidores. Un súbito y monumental empellón parecido al envolvente impulso de un tsunami levantó a Bruna del suelo y la introdujo en volandas a través de la puerta y en la cámara de descontaminación. De pronto se encontró encerrada en el pequeño cubículo junto a otras nueve o diez personas, un gentío inverosímil para tan breve espacio, de manera que, de hombros para abajo (menos mal que seguía siendo la más alta), cada centímetro del cuerpo de Bruna estaba dolorosamente prensado por el cuerpo de otro. Los pulmones luchaban por respirar y los individuos más débiles quizá no lograran reunir suficiente aire. Empezaban a escucharse angustiosos jadeos cuando los fieras abrieron la cámara y el grupo se derramó en el otro lado del muro trastabillando y boqueando.
—¡De rodillas! ¡De rodillas y con las manos detrás de la cabeza!
Varios de los viajeros ya habían caído de bruces por sí solos al salir de la cámara, pero los fieras los hostigaban de igual modo, empujándolos y golpeándolos con sus fusiles. El corazón de Bruna empezó a bombear más deprisa y la adrenalina se le disparó, una respuesta automática que los ingenieros genéticos habían reforzado en su organismo de rep de combate. Alzando los brazos, comenzó a arrodillarse lentamente, lo cual no evitó que un guardia le hincara la culata de su arma en los riñones. Bruna se revolvió con velocidad de alimaña y, agarrando la base del fusil, pegó un empujón al fiera y le sentó en el suelo. La escena se congeló al instante: el hombre despatarrado y atónito, los otros guardias apuntándola con sus armas, Bruna con el fusil en la mano, todavía cogido por la culata. La androide sintió que la inundaba esa calma helada e hiperlúcida de los grandes momentos de tensión, otro regalo de los genetistas que la diseñaron. Su estado de alerta era tal que los segundos parecían durar minutos, así que se permitió evaluar la situación con tranquilidad; estaba rodeada por seis fieras; si todos disparaban a la vez, sus cargas aturdidoras le pararían sin duda el corazón y moriría, pese a su fortaleza. Pero los hombres estaban asustados. A veces era una ventaja que le tuvieran miedo.
—Calma. Calma —dijo con voz firme y serena en inglés global—. No va a pasar nada. Me llamo Bruna Husky. Vivo en Madrid, en la región hispana. Soy detective privado. Tengo licencia y estoy registrada. He venido al sector Cero por encargo de un cliente. No debí empujar a vuestro compañero y le pido disculpas. Pero vosotros no debisteis golpearme por la espalda innecesariamente mientras yo obedecía vuestras órdenes. Soy un androide de combate y estoy hecha para responder de forma automática a agresiones así.
Silencio. Bruna recorrió con la mirada las caras de los tipos. Apenas eran distinguibles detrás de la máscara de protección adosada al casco. Pero se les veían los ojos tras el visor. Ojos humanos, nerviosos, inestables, emocionales, dubitativos. Bruna se arrodilló.
—Voy a dejar el fusil en el suelo y después podréis comprobar mis datos.
Con movimientos pausados, la androide depositó el arma sobre el piso y luego colocó ambas manos tras su cabeza. Los fieras se acercaron. Pasaron un lector por el móvil de Bruna y verificaron sus palabras. A medida que los datos confirmaban lo que les había dicho, los tipos se fueron relajando. Cada vez se movían con más seguridad, con más chulería. El guardia al que había quitado el arma se detuvo ante ella.
—Si los reps no sabéis controlaros, habrá que exterminaros como a perros rabiosos —escupió con odio.
A Husky le dio igual su pequeño dardo de veneno. Estaba acostumbrada al desprecio de los humanos y, a decir verdad, a menudo ella los despreciaba de igual modo. Lo importante, y lo interesante, era que los fieras habían dejado de dar culatazos. Ahora se comportaban con la cautela de los niños malos que han recibido un susto. Humanos cobardes.
Los otros viajeros fueron identificados y después se les permitió irse, pero Bruna siguió de rodillas un buen rato. El paso por el control continuaba interrumpido; a uno y otro lado de la pared de metacrileno había cuerpos caídos que estaban recogiendo los servicios de seguridad. Los pocos individuos que habían conseguido saltar la pared y colarse en la Zona Uno eran devueltos de nuevo al sector Cero. A cierta distancia de Bruna, cerca del muro, una niña de unos nueve o diez años se debatía en las manos de un fiera.
—¡Está muerta! ¡Está muerta! —chillaba la cría.
Debía de referirse a un bulto oscuro e inmóvil que yacía en el suelo junto a ellos. El guardia agarró a la niña de una muñeca y la levantó en el aire, mientras ella chillaba e intentaba patearle. El tipo se acercó a la puerta con la cría colgando y retorciéndose como un pescado en su agonía. Evidentemente iba a arrojarla al otro lado.
—¡¡¡Noooooo!!! ¡¡¡No quiero irmeeee!!!
Un nuevo dron de noticias apareció en el cielo y empezó a dar vueltas. La niña redobló la pelea y consiguió que el avioncito se detuviera sobre ellos, zumbando y vibrando en el aire como un abejorro:
—¡¡¡Nooooo!!! ¡¡¡No me puedes expulsaaaaaarrrr!!! ¡¡¡Soy menor!!! ¡¡¡Soy menoooooooorrrrr!!!
El hombre que la llevaba a rastras se detuvo, sin saber muy bien qué hacer. Un fiera se acercó a Husky.
—Puedes marcharte, pero estás denunciada. Te hemos puesto una falta civil en tu bio y te llamarán para imponerte la pena correspondiente. Espero que te quiten la licencia.
Su voz indicaba que era una mujer: la armadura lo ocultaba todo. Una hembra de ojos duros. Bruna resopló y se puso de pie. En ese momento, un cohete reventó el dron de los informativos. Una de sus esquirlas impactó en la ceja izquierda de la androide, haciéndole una pequeña brecha.
—Maldita sea…
Los fieras, claro está, se encontraban protegidos por sus corazas. La ceja sangraba y había pocas cosas más desagradables que tener un ojo cegado por tu propia sangre. Además, la cicatriz quizá desfigurara la línea perfecta del tatuaje, pensó la androide. Y a ella le gustaba su tatuaje. Se sentía cada vez más furiosa. En cuatro zancadas se aproximó al guardia que zarandeaba a la cría y, antes de detenerse a pensarlo, agarró el otro brazo de la pequeña.
—Esta niña es mía. Es lo que he venido a buscar en la Zona Cero. Mi encargo.
—¿Cómo?
—A mi cliente le secuestraron una hija. Creemos que puede ser esta niña —improvisó.
—¿Qué tontería es ésa?
—¡Es verdad! ¡Es verdad es verdad es verdaaaaaaaad! —chilló la niña.
Se acercaron otros guardias, entre ellos la oficial que le había dicho a Bruna que podía irse.
—La niña no pasa. No está autorizada.
—Veréis lo que voy a hacer —dijo Bruna—: voy a pagar ahora mismo su impuesto de residencia en una Zona Verde por tres meses. Así podrá pasar. Y me la llevo. Cuando sepamos si es la hija de mi cliente o no, actuaremos en consecuencia.
Hubo un incómodo silencio mientras la niña colgaba como un trapo tendido de las manos de la androide y del hombre. Al cabo habló la fiera que parecía estar al mando.
—No me tomes por imbécil. No te creo. Pero los cabrones de las noticias ya han sacado a la niña. O sea que ya saben que tenemos a una menor y no la podemos expulsar sin avisar antes al juez. Así que, ¿por qué no? Llévatela. Nos ahorras trabajo. Pagas su impuesto, asumes su tutela provisional en el registro y os vais echando virutas. Estoy harta de verte.
Bruna se apresuró a hacer los trámites con su móvil; cuando aceptó la responsabilidad legal de la niña, sintió que su furia y su desesperación se redoblaban. Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Por qué se complicaba la vida de ese modo?
—Vámonos —gruñó.
—No tan rápido —dijo la fiera—. Antes tengo que ponerle el localizador.
La guardia agarró expeditiva y hábilmente a la niña, la sujetó con firmeza bajo su brazo izquierdo y le disparó un chip de seguimiento en el muslo. Todo fue tan rápido que cuando la pequeña empezó a berrear ya estaba de nuevo en el suelo.
—Mañana tienes que presentarte con ella en el Tutelar de Menores de tu región. Ahora sí. Largo.
La androide cogió a la furibunda cría de la mano y echó a andar. Según su bio, se llamaba Gabi Orlov, era huérfana y había nacido en Dzerzhinsk en junio de 2099. O sea que acababa de cumplir diez años. Hablaba bien el inglés global, por supuesto; todos los nacidos después de la Unificación de la Tierra en el 96 habían sido educados en la lengua estándar. La miró a hurtadillas: el rostro ancho y plano, un poco tártaro; la expresión áspera, fruncida, empeñosa. Ni un asomo de lágrimas en sus sucias mejillas.
—Ese cuerpo que estaba tirado, ¿era de algún familiar tuyo? Hablo de la persona de la que decías que estaba muerta…
—No.
—¿Hablas ruso?
—No.
Bruna se frotó el ojo izquierdo para limpiarlo de sangre. Se le había metido dentro y le escocía. De pronto, una inesperada ola de angustia inundó su pecho y la dejó casi sin aire en los pulmones. Por el gran Morlay, pero ¿qué había hecho?
—Escucha, yo no me voy a hacer cargo de ti. Te buscaré un lugar que esté bien, alguien que te cuide, pero no esperes nada de mí.
La niña hizo un ruido burlón y despectivo, mitad risa mitad gargajeo.
—¿Esperar algo de ti? ¿De un rep? No quiero nada con vosotros. Os morís muy rápido —sentenció.
«¡Buen viaje! ¡Vuelve pronto a visitar la Zona Cero!», gorjeó alegremente una voz de chatarra electrónica.
Estaban saliendo de la frontera.