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El Campo Real era una versión aumentada del local de entrenamiento de las chicas: un enorme cuadrado arenoso, en este caso sin techo, bajo el curvado cielo artificial. El espacio de juego estaba rodeado de gradas; desnudas y sin respaldo en tres de sus lados; con cómodos sillones y cojines en el cuarto, que era la zona de la nobleza. Husky y Deuil fueron instalados entre los plebeyos; la aristocracia nunca hubiera condescendido a mezclarse con ellos y hasta el Burócrata de Deporte había dejado bien claro que los consideraba unos seres muy inferiores, casi en el resbaladizo límite de lo deleznable.

El lugar estaba abarrotado de gente y las gradas mostraban un disciplinado reparto de colores dependiendo del rango de las castas. Las filas de abajo, que eran las mejores, ostentaban la rayadura de los burócratas; luego venía una franja verde, a continuación la azul, después el pardo indefinido de los siervos. Los terrícolas estaban justamente ahí, en la servidumbre, es decir, arriba, muy arriba, viendo el terreno de juego a considerable distancia. Por encima de ellos sólo había una pasarela sin asientos a la que trepaban los pocos esclavos que habían sido autorizados a asistir al evento. En cuanto a los soldados, se distribuían regularmente por el campo formando rayas negras. Todos ellos estaban de servicio; podían ver el juego, pero su prioridad consistía en mantener el orden.

En el centro de la zona noble estaba el palco real. El evento no empezó hasta que no hizo su entrada el monarca, Javierundo. Pese a su vista reforzada, a Bruna le costó apreciar su aspecto desde tan lejos. Parecía delgado y alto, más alto aún por lo elevada que llevaba la cola de caballo sobre la nuca, como si la tuviera recogida por un largo tubo metálico. Quizá fuera un postizo, una peluca. Por el color, también parecía vestir una túnica de sacerdote, pero centelleaba cuando se movía, de modo que debía de estar recamada en oro o piedras preciosas. A la llegada de Javierundo todo el campo se puso en pie y se hizo un silencio absoluto. Sonó un tañido agudo, y a esa señal los cientos de sacerdotes presentes dijeron:

—Que el Sagrado Principio sea Nuestra Ley.

A lo que el campo entero contestó:

—Obediencia.

Y parecía que todas las palabras salían de una sola garganta, así de acompasadas y de claras resonaban. Los sacerdotes volvieron a decir:

—Que el Sagrado Principio sea Nuestra Ley.

Y el pueblo cantó:

—Pertenencia.

Así fueron recitando uno tras otro los nueve primeros puntos que recogía el decenario. La unanimidad sobrecogió a Bruna; era al mismo tiempo aterradora y bella. El peligroso, embriagador atractivo de la masa humana, ogro de mil cabezas, feroz y protector.

Cuando acabó el ritual y se sentaron todos, aparecieron las chicas de Rencor, teloneras del evento. Malena no estaba y la líder fulguraba de blancura, era un chillido de luz, una llama traslúcida. El Amo que comandaba el juego las hizo reptar por el campo, embarrar sus trajes impolutos, colocarse a cuatro patas y servir de silla a la primera fila de nobles. Comparado con el entrenamiento, a Husky le pareció bastante liviano. En el descanso, Bruna echó una lenta ojeada a la apiñada multitud y se preguntó si la Viuda Negra estaría por ahí. El siguiente ascensor tenía que haber llegado hacía varias horas. La idea de que esa peligrosa mujer pudiera estar en el Reino de Labari puso un pequeño peso en su cabeza, un ligero, constante tono de alerta, una sorda inquietud. En realidad, se dijo Husky, era como en su cuento. La Muerte, cazadora invisible, siempre reptando a sus espaldas.

Al cabo dio comienzo el Juego Menor. Dos equipos de treinta hombres cada uno, ataviados de rojo y de amarillo, salieron a la arena y se colocaron en lados opuestos del cuadrilátero. Cada equipo llevaba cinco banderolas con sus colores y, según contó el siervo Tin, el juego consistía esencialmente en lograr clavar las cinco enseñas propias en la casa enemiga, es decir, justo en los extremos del campo, en las franjas de color rojo o de color amarillo que, ahora lo advertía la androide, recorrían los dos lados opuestos del cuadrado. Sonaba sencillo, pero el enfrentamiento debía de regirse por reglas o bien demasiado complejas o bien demasiado simples, porque la mera observación del juego no aportaba ninguna clave sobre ellas, sino que parecía una contienda bárbara carente de sentido.

—Es fácil, es fácil —explicó Tin enfervorecido—. Mientras permanezcas dentro de tu casa, los Aporreadores no pueden aporrearte; pero, al salir, están obligados a atacarte, y mientras sigas moviéndote no pueden dejar de golpearte. Entonces los equipos hacen salir de uno en uno a sus Sacrificiales; mientras los Aporreadores están entretenidos machacándolos, los Veloces intentan alcanzar la línea enemiga y clavar la bandera. Pero si los Aporreadores acaban con el Sacrificial, entonces les está permitido aporrear al Veloz. Los Veloces son muy importantes porque sólo hay cinco y son los únicos que pueden llevar las enseñas. Cinco Veloces, cinco Aporreadores y veinte Sacrificiales en cada equipo. Mirad, ese Veloz rojo está intentando regresar a su casa porque no le ha dado tiempo de clavar la bandera. Ayayay, que llega, que llega… ¡¡¡¡¡Uyyyyyyyyyy!!!!! Por qué poquito…

Atónitos, Husky y Deuil contemplaron cómo cinco energúmenos fuertes como bueyes deshacían a patadas a un muchacho flaquito enroscado fetalmente sobre sí mismo. Acababan de demoler a otro jugador rojo que ahora unos auxiliares estaban sacando, desmayado y ensangrentado, del terreno de juego. Bruna recordó al artesano del puesto de cinturones del mercado: esperaba que ninguno de los dos fuera su hijo.

Era el turno de los amarillos, y otro jugador salió disparado como una flecha por la arena, perseguido por cinco gorilas rojos. El Sacrificial hacía regates, volatines, increíbles saltos acrobáticos, uno de ellos por encima de su perseguidor. Un porrazo le derribó, pero se puso en pie y consiguió zafarse; sin embargo, el golpe le había atontado y había perdido gran parte de su agilidad. Le atraparon una vez más, lo golpearon. Se levantó de nuevo, tambaleante. Duró erguido segundos. Lo machacaron. Un rugido atronador estalló en el aire: el Veloz amarillo había clavado bandera. El Sacrificial había aguantado mucho.

—¡Qué hermosa jugada! —se arrobó Tin con los ojos enturbiados de emoción—. Cuanto más resisten, más los golpean. Es admirable. Ese Sacrificial es siervo de origen.

Ya se lo estaban llevando del campo, desmadejado como un muñeco roto.

—A esta velocidad de linchamientos el partido se va a acabar en cinco minutos —comentó sombrío Deuil.

—Sí, esta tarde el juego ha empezado muy fuerte… Pero no siempre es así. A veces los Sacrificiales consiguen volver a su casa sin que los atrapen y lo mismo sucede con los Veloces.

—Supongo que morirán bastantes jugadores… —dijo Bruna.

—Bueno, sí, en ocasiones hay algún percance fatal, o algún chico que se queda lisiado o que pierde un ojo… Pero es lo que nos enseña el Principio Único: el individuo debe sacrificarse por el grupo. No hay mayor honor que ser un Sacrificial. Son los héroes del Reino. Son los más queridos, los más famosos.

¡Y esto era el Juego Menor!

—¿Cómo es el Juego Mayor? —preguntó la androide, casi con miedo.

—Es igual, igual. Todo es lo mismo, sólo que en el Juego Mayor el capitán del equipo perdedor es decapitado al acabar el partido, mientras que el capitán del equipo vencedor asciende a la casta inmediatamente superior. Fuera de las magnánimas concesiones de nuestro Rey, ésta es la única manera posible de ascender de casta en Labari. Porque el Juego Mayor es considerado un Juicio Sagrado, una prueba litúrgica; de modo que el resultado está dictado por el Principio Único. Sólo hay cuatro Juegos Mayores al año y vienen de todas partes del Reino a jugarlos. Los contendientes son los dos mejores equipos de cada temporada.

La androide recordó a una antigua sierva de Labari que conoció en la Tierra. Había sido expulsada del Reino porque era mutante; trabajaba en las minas de Potosí y, a fuerza de teleportarse, le había salido un tercer ojo ciego y amorfo en una sien. Se sabía con total certidumbre que, a partir del undécimo salto, el desorden TP atacaba a todos los seres vivos; por eso los Acuerdos de Casiopea habían prohibido que se realizaran más de seis teleportaciones. Pero los únicos no habían firmado los acuerdos, y además, según le explicó aquella sierva del ojo neblinoso, consideraban que el Principio Único te defendía de todo mal. Si eras una persona lo suficientemente pura, jamás sufrirías una mutación. Al parecer, incluso se utilizaba el desorden TP en los Juicios Sagrados para dirimir las querellas graves entre los nobles. Los litigantes comenzaban a tepearse hasta que uno de ellos se convertía en mutante, y eso se consideraba una inapelable sentencia divina. Teniendo en cuenta que incluso la aristocracia era así de ignorante y fanática en Labari, a Husky no le extrañó que los jugadores se sometieran con tanta docilidad a la ordalía.

El partido continuó su curso con idéntica brutalidad, con igual saña, con una monótona repetición de Aporreadores aporreando y Sacrificiales y Veloces regando con su sangre la arena, que de cuando en cuando era removida por los auxiliares para ocultar las manchas. A veces, tal y como había dicho el siervo Tin, los jugadores regateaban y escapaban de las zarpas de sus perseguidores y regresaban a la casa indemnes, pero eso solía acarrearles una inmensa pitada de la muchedumbre. Al fin el juego acabó cuando el equipo amarillo perdió a todos sus Veloces, de manera que la heroica resistencia del Sacrificial que tanto había conmovido a Tin no sirvió de nada. Ganaron los rojos, aunque sólo habían llegado a clavar cuatro banderas.

La rep se levantó ahíta de violencia, con un embotamiento parecido al que solía experimentar cuando estaba en la milicia, una suerte de desconexión defensiva de la empatía. Definitivamente, Labari no era uno de sus rincones favoritos del Universo. Se sintió frustrada y descorazonada; sólo les quedaban dos días más en el Reino y no sólo no habían descubierto nada todavía sobre el caso, sino que además Husky no sabía ni por dónde buscar. Saliendo entre la multitud hacia los grandes vomitorios, Tin quedó un poco rezagado. Era la primera vez que tenía cierta privacidad con Daniel desde que el siervo y él habían pasado a recogerla por el campo de entrenamiento de Rencor. El táctil se arrimó a su oreja:

—Tengo la dirección de Yárnoz. Sé dónde vivía. Y es en Oscaria.

Bruna dio un respingo y miró el sonriente y satisfecho rostro de Deuil con una mezcla de admiración e inquina: maldito sobón, capaz de triunfar allí donde ella fracasaba. Pero inmediatamente sintió la excitación, la alegría, la voracidad del perseguidor ante su presa. Y la cabeza se le disparó haciendo planes.

—Durante el día será más difícil escabullirse —susurró sin aliento—. De manera que iremos esta noche.