9

Tras abandonar el piso de Loperena, Husky comprobó que en el móvil silenciado se agolpaban cinco llamadas. Todas de Yiannis. Resopló, contrariada pero sintiéndose obligada a responder. Añoró sus tiempos de total soledad. Vivir como un condenado a muerte dentro de la celda de tu cuerpo, una pequeña existencia seca y tranquilizadora, por completo al margen de los otros seres vivos. El archivero apareció en la pantalla, desmelenado y lánguido.

—Gabi sigue sin salir de debajo de la cama. Anoche le arrimé la cena y esta mañana le he llevado el desayuno. Nada. Ni los ha tocado. No sé qué hacer.

Bruna le diagnosticó un estado de melancolía sostenido, no lo suficientemente agudo como para que entrara en funcionamiento la bomba de endorfinas. Ya le estaba pillando el truco hormonal.

—Mmmmm… Está bien. Ahora me acerco.

¿Y ella qué? ¿A ella quién la diagnosticaba? ¿De ella quién se preocupaba? De pronto le agobiaron sus responsabilidades; tenía que ir a ver qué hacía con la maldita niña, con el frágil Yiannis; además debería investigar lo de la incidencia nuclear; y, ya puestos, intentar averiguar cómo había recibido Gabi tal cantidad de radiación. Pero lo primero era ponerse con el caso Loperena: no parecía un trabajo muy excitante, pero era el único que había y en el banco sólo le quedaban cuatro mil gaias. Encima, dentro de unas horas tenía la primera cita con el táctil y no podía faltar: su licencia estaba en juego. Por no mencionar que, tras el desencuentro con la rusa, había tenido que llevarse a Bartolo a su casa; lo había dejado solo, y a saber qué estropicio habría cometido. La rep respiró hondo, intentando deshacer el molesto nudo de ansiedad. Paso a paso, poco a poco, como decía Merlín. Primero, la niña. Luego, el táctil. Después se ocuparía del diamante perdido.

Camino de casa de Yiannis, dio un pequeño rodeo y pasó por el hospital. Para su sorpresa, el médico que la había atendido estaba de baja indefinida, ilocalizable. Preguntó por el auxiliar de clínica y se había despedido. Pidió ver su propio registro en urgencias, y allí aparecía todo menos, en efecto, el tema de la radiación de la niña. Lizard tenía razón: era muy inquietante.

No dijo nada de todo esto al archivero, a quien encontró revoloteando por la casa presa de un momento maníaco. Bruna no le quiso amargar su efímera, química felicidad.

—Ahí sigue la niña, sin salir. Lo cual por otra parte es muy cómodo, porque es una criatura bastante fastidiosa. Tenerla calladita y quieta debajo de la cama es un alivio, jajaja —dijo Yiannis.

La rep entró en el dormitorio, que seguía igual de impoluto y ordenado, y se sentó en el suelo. Delante de ella, alineados en perfecta formación, había un vaso lleno de agua, un plato con un sándwich de algas y tofu, un cuenco lleno de fruta y un tazón con copos de maíz convertidos a esas alturas en una masa compacta y lechosa. Todo sin tocar.

—¿No piensas comer nada nunca más, Gabi?

Silencio.

—¿No piensas salir de ahí abajo?

Silencio.

—Si no comes nada, te morirás.

Silencio.

—¿Sabes lo que es morirse?

Se oyó una especie de bufido.

—Bueno, deduzco que sí lo sabes. A ver, me parece que los copos de maíz están asquerosos, pero la fruta y el bocadillo tienen buen aspecto. ¿Qué quieres a cambio de comerte el bocadillo? Si me pides algo razonable, te lo daré.

Silencio.

—No necesitas salir de ahí debajo. Un bocadillo se come en cualquier lado.

Silencio.

—Venga. Algo querrás. Pídeme algo. Negociemos.

—Quiero que me cuentes una historia —dijo una vocecita apagada.

—¿Cómo?

—Cuéntame un cuento.

Un recuerdo se encendió en la cabeza de la androide, una memoria poderosa y emocionante: su madre contándole un cuento antes de dormir; su madre junto a la cama, en la penumbra, nimbada por la luz del pasillo; su madre oliendo a lluvia y a hierba recién cortada y a primavera; su madre arrinconando a los ogros de la noche y sosegando el mundo con sus palabras. Todo muy conmovedor, salvo por el hecho de que era un recuerdo simulado, una memoria artificialmente implantada en su cerebro. Todos los tecnohumanos recibían un juego de reminiscencias infantiles; aunque sabían que eran falsas, se había demostrado que tener una biografía que contarse consolidaba y estabilizaba la personalidad del androide. Las memorias estándar que escribían los memoristas profesionales para los reps eran más o menos risueñas, sencillas y convencionales y sólo tenían quinientas escenas; se suponía que, con recordar quinientas escenas, ya tenías la conciencia plena de una vida a las espaldas. Pero Bruna había recibido una memoria especial, mucho más amplia, más dura y más compleja, porque su memorista decidió implantar en ella sus propios recuerdos personales. Así que esta madre hermosa y poderosa que ahora rememoraba Husky era la madre de Pablo Nopal. Husky todavía estaba resentida por ello; la había convertido en un monstruo dentro de los monstruos. En un ser diferente a todos.

—¿Un cuento? Vale. Bien. De acuerdo. Un cuento a cambio del bocadillo.

Hurgó entonces Bruna en la dulzura de su recuerdo para rescatar aquel cuento que su madre le contaba una y otra vez, una y otra noche, inexistentes y, sin embargo, tan reales. Se lo sabía de memoria, y la repetición era una de las cualidades mágicas del relato, una de las condiciones que lo convertían en un talismán. Se lo relataría a la rusa tal cual, con las mismas inflexiones, con idénticas palabras, con la seductora elocuencia de esa madre que nunca fue su madre. Era fácil. ¿Cómo empezaba? Era la historia del gigante y el enano. Sí, eso era. El gigante y el enano.

—Había una vez un gigante y un enano…

¿Cómo era? ¿Cómo seguía? Por el gran Morlay, ¿cómo era posible que no se acordara? Veía a su madre, veía esa silueta ribeteada de luz, sentía el peso de los párpados, la suavidad con la que el sueño se apoderaba de ella… Y oía las palabras, ¡sentía el resbalar de las sílabas entre los labios de la madre! Oía las palabras pero no entendía el relato. Era como intentar atrapar un pez huidizo: atisbaba el resplandor de las escamas entre la espuma del agua, pero no conseguía visualizar al pez entero. Un gigante y un enano, un gigante y un enano, un gigante y un enano…

—Había una vez un gigante y un enano —repitió, dudosa.

¡Por todas las malditas especies! ¡No estaba! ¡No estaba! De pronto, Bruna comprendió lo que sucedía: ¡nunca se había sabido el cuento! La historia del gigante y el enano jamás formó parte de las memorias que le dio su memorista. Sólo le insertó la escena, las emociones, el significado del momento. Pero no se molestó en narrarle el cuento a la pequeña androide; ¿para qué, si en realidad la pequeña androide no existía? Un dolor desgarrador se le hincó en el pecho: en las grandes penas duele de verdad el corazón.

—Cuentas muy mal los cuentos —dijo la vocecita enfurruñada de la rusa—. Creo que no me interesa el trato.

Bruna calló, concentrada en respirar a pesar de la opresión que sentía. Estaba empapada en sudor frío.

—Espera… Dame un minuto —balbució.

Silencio.

Y ahora qué. Ahora qué.

Ahora inventaría. Ahora tendría que imaginar algo. El gigante y el enano. Habitantes del paraíso imaginario de la infancia. De esa niñez cálida y feliz, en la que no existían la muerte, ni la pérdida, ni la soledad.

—Vamos a empezar de nuevo —suspiró—. Esta vez va en serio. Ejem… Érase una vez un gigante y un enano. Te estoy hablando del principio de todas las cosas. De antes de que nuestro mundo comenzara. Antes de que tú nacieras y antes de que nacieran tus padres e incluso antes de que se inventara la palabra antes, porque en aquel lugar del que te hablo no existía el tiempo. Ese mundo antiguo era un jardín con las flores siempre abiertas. El sol brillaba muy quieto en la misma esquina del cielo, y al otro lado se mecía la luna, media raja de hielo sobre un fondo azul. No hacía frío y tampoco hacía calor y bastaba con respirar el aire perfumado para sentirse saciado y sin necesidad de agua o alimentos. Por eso la pantera era mansa y jugaba al escondite con los conejos, y el oso se bañaba en el río y dejaba que los salmones le rascaran la espalda con la cola.

—¿Y qué pasa con el gigante y el enano? —protestó la voz.

—Ya voy, ya voy. No seas tan impaciente. Ese mundo plácido y perfecto estaba habitado por unos seres dobles formados por un enano y un gigante. O también podríamos decir por una enana y una giganta, porque en aquellos tiempos el género sexual no existía y por lo tanto tampoco existía esa aspereza que suele haber entre los sexos, aunque tú quizá no sepas de eso todavía…

—En Dzerzhinsk yo me pegaba a menudo con los chicos. Gané todas las veces menos una —dijo la voz con un deje de orgullo.

—Bueno, pues en ese mundo primero no había chicos con los que pegarse. Intenta imaginártelo, si puedes. Aquellos seres dobles eran criaturas puras e inocentes que vivían con dulzura en un presente perpetuo. Cada enano iba sentado a horcajadas en el cuello de su gigante y jamás se separaban; el liliputiense aportaba a la pareja su inteligencia, su imaginación y su sutileza; el grandullón era todo serenidad, sensualidad y valor. Eran tan complementarios, estaban tan unidos, que no tenían que hablarse. De hecho, la palabra no existía. Cada enano cabalgaba a su gigante como si fuera parte de sí mismo. Nunca se sentían solos, no conocían la tristeza. Se amaban tan completa, tan perfectamente, que ninguno necesitaba más amor. Eso sí que no podemos ni imaginarlo.

Bruna se detuvo, asombrada de sí misma. ¿De dónde salían esas imágenes, esas historias, esas palabras? Sobre todo esas palabras. Ese encadenamiento verbal, esa fluidez, ese torrente tintineante que le salía por la boca, a ella, siempre tan seca, tan pobre de expresión y tan cerrada. Era como si otra persona estuviera hablando por medio de su lengua. Lo que decía no lo sabía antes de decirlo.

—¿Y qué más? —se impacientó la niña.

—Ya voy. Había muchas criaturas dobles, muchas parejas así en ese mundo. Nadie se había molestado en contarlas, porque en un lugar fuera del tiempo y del espacio los números no tenían ningún sentido. De hecho, los seres dobles apenas si se trataban entre sí, porque cada pareja se bastaba a sí misma. Vivían en la sencillez de la felicidad absoluta. Al no existir el tiempo, tampoco existía el pasado, y por supuesto carecían de memoria. No recordaban nada.

—¿Nada?

—Nada —repitió la rep, y se estremeció: como ella al nacer, es decir, al ser activada; como ella, si no le hubieran implantado las memorias falsas.

—Eso es raro —dijo la rusa.

La androide suspiró. Era la hora de su cita con el táctil.

—Es raro, sí, y ése fue el comienzo de la catástrofe. Pero eso te lo contaré el próximo día. Ahora me tengo que ir. Cumple tu promesa y come.

Hubo un breve silencio y luego una menuda y sucia mano salió de debajo de la cama y cogió el bocadillo.

—¿No quieres beber? —preguntó la rep, empujando un poco el vaso.

—Tengo una cantimplora —masculló la rusa con la boca llena.

Husky sonrió: ah, la muy taimada… Se había metido bajo la cama con reservas de agua. Sabía que podía vivir bastante tiempo sin comer, pero no sin beber. Era una pequeña guerrera, una superviviente. Pero no sobreviviría a la radiación. Tres años, diez meses y nueve días. La androide se puso en pie.

—¿Cuándo volverás? —preguntó Gabi.

Tenía un nudo. Al levantarse, la rep descubrió que el faldón de su camiseta, por detrás, estaba atado con un nudo: un pequeño trozo del cordel de Gabi apresaba un pellizco de tela. La niña tenía que haberlo hecho de modo subrepticio mientras Bruna contaba la historia. Qué increíble habilidad, qué manos de prestidigitadora o de ratera para lograr hacerle un nudo sin despertar la atención genéticamente reforzada de la tecnohumana.

—Di, ¿cuándo volverás?

—Pronto. En cuanto pueda.