10
—Llegas tarde —dijo el hombre.
Sin agresividad, sólo como quien enuncia un hecho incontestable.
—Tú no eres Daniel Deuil —contestó Bruna.
Ella había wikeado al sobón, por supuesto, y había visto que era un hombre maduro; con aspecto juvenil como resultado de una buena cirugía, pero según su bio tenía sesenta y dos años. A éste, en cambio, se le veía demasiado joven. Además, no se parecían en nada. Deuil era caucásico y éste tenía rasgos más bien orientales.
—Sí lo soy. Quizá te estés confundiendo con mi padre. Nos llamamos igual. Los dos somos táctiles y él es más famoso que yo, desde luego… Si prefieres ser tratada por él, te puedo derivar. Pero su agenda está llena. Tendrás que esperar al menos un par de meses.
Dos meses era demasiado; no podría trabajar en el caso del diamante robado. Además, a Bruna le daba igual un maldito sobón u otro.
—No. Da lo mismo. Empecemos.
El táctil sonrió con suavidad. Era un poco más bajo que Husky, llamativamente delgado, de hombros rectos y breves caderas de bailarín. Tenía la piel muy blanca y el pelo lacio y negro recogido encima de la cabeza en un moño redondo de samurái medieval. Bruna le calculó poco más de treinta años. La misma edad que ella, sólo que él probablemente viviría setenta años más. Daniel Deuil, hijo de Daniel Deuil. Con un padre real, de carne y hueso. Un padre con su mismo nombre, con su misma sangre. Con genes compartidos y memorias auténticas. La rep apretó las mandíbulas en una punzada de rabia y de pena.
—Tranquila. Despacio. No hay prisa. Estamos aquí para entrar en el tiempo del cuerpo. Que es distinto y lento —dijo él.
El tiempo del cuerpo. Por el gran Morlay. Bruna logró contener con dificultad un bufido sonoro y despectivo. Deuil la miraba con atención.
—Estás muy tensa. Y disgustada. Ahora mismo yo soy el objeto de tu ira. Me parece que sueles convertir tus emociones en violencia.
¡Ese tono de oráculo! La androide se indignó.
—Ya. Todo eso que dices viene en mi historial. Se supone que estoy aquí porque no controlo bien mi agresividad —dijo con gelidez.
El sobón se echó a reír y enseñó una fila de dientes deslumbrantes, afilados, perfectos. Era un hombre atractivo, tuvo que reconocer Husky de mala gana. Cuando le había abierto la puerta, a la rep le habían impactado sus ojos achinados, profundos, eléctricos. Azules muy oscuros, casi negros.
—Y de hecho acabas de demostrarlo —contestó amigablemente el sobón—. Te parezco un fraude, un cantamañanas. Vienes obligada y estás segura de perder el tiempo. Puede ser, quién sabe. Puede que no te sirva para nada. El viaje que tenemos que hacer es un trayecto común. Si tú no colaboras, no iremos a ningún lado.
Eso era justamente lo que la rep quería: no ir a ningún lado. Pero calló, prudente. La consulta del táctil era una habitación de tamaño medio. Aunque todavía era de día, la ventana estaba cegada por un estor opaco y el cuarto tenía prendida la luz eléctrica, cálida e indirecta. En un lateral, sobre una balda que recorría la pared de un extremo al otro, una larga fila de velas encendidas. Pebeteros con incienso, flores naturales en un jarro. Una camilla cubierta con una suave y esponjosa manta de tejido omaá. Los cómodos sillones antropokinésicos en los que estaban sentados se habían adaptado a la perfección a la forma de sus cuerpos. Se escuchaba un tenue sonido de fondo, algo semejante al ruido del mar. Bruna suspiró, un poco más calmada. En el pequeño recibidor a la entrada del pi-so había visto otra puerta. Quizá fuera la consulta del padre.
—Está bien —concedió la rep, en tono fatalista, como quien se rinde al enemigo.
Daniel volvió a sonreír. Un pequeño gesto quizá acogedor o quizá pretencioso: Husky no tenía todavía claro lo que pensaba del sobón. Labios finos, pómulos altos, cara lampiña, como tantos orientales. Deuil hizo un movimiento con la mano y las luces se apagaron. Sólo quedó el resplandor danzarín de las velas.
—Túmbate boca arriba en la camilla, por favor.
Bruna obedeció. En sus dos años forzosos de milicia había sido tratada unas cuantas veces por fisios que, contratados por la compañía, intentaban remediar las frecuentes lesiones de los androides de combate. Pero, por lo que había oído, los sobones no tenían nada que ver con eso. El techo de la habitación se encendió con la proyección tridimensional de una playa al atardecer. El mar se rizaba sobre su cabeza y el sonido de las olas era ahora más audible.
—Je… esto es como ir a fisioterapia —dijo tontamente, de puro desasosiego, mientras se acomodaba en la camilla.
—No estás descaminada. Soy una especie de fisio del alma.
—No creo en el alma —gruñó ella.
—Bueno, denomínalo como quieras. ¿Prefieres llamarlo kuammil? Es un concepto que me gusta.
El kuammil, sí. Una palabra de los omaás, una de las tres especies alienígenas con las que los humanos habían contactado por medio de la teleportación. El kuammil era el principio indefinible e inasible de la identidad, la intimidad más plena y vaporosa, la capacidad de tocarnos los unos a los otros a través de esa invisible, maravillosa nada. Bruna calló. El mar susurraba su líquida canción por encima de ella. Deuil se había levantado del sillón y debía de estar detrás de la rep, porque Husky no lo veía. Los segundos pasaban con perezosa lentitud. Y pronto se convirtieron en minutos. Las mansas olas del techo producían un efecto hipnótico. Husky cerró los ojos, somnolienta. Y los abrió de golpe, con cierta agitación, porque súbitamente se hizo consciente de una sensación de calor que estaba percibiendo en las orejas desde hacía un rato. Un calor que aumentaba.
—Tranquila… —musitó el táctil muy cerca, y Bruna advirtió que se le habían disparado las pulsaciones.
El hombre, ahora se daba cuenta la rep, tenía puestas las manos a ambos lados de su cabeza, como a unos cinco centímetros de distancia y con las palmas dirigidas hacia ella. De ahí parecía provenir el calor. Que ahora se extendía cuello abajo y por la línea de la columna vertebral. Un calor agradable, si no fuera tan inquietante. Pero ¿por qué los llamaban sobones, si en realidad no te tocaban? Poco a poco, Bruna volvió a relajarse. A sentirse adormecida. Bajó los párpados y notó cómo el calor descendía como un estremecimiento por sus brazos. Una inundación de tibieza. Y entonces fue cuando el sobón sobó. El táctil agarró sus manos y le volvió suavemente las palmas hacia arriba, mientras ella se dejaba hacer, con los ojos cerrados, a medias aletargada, a medias muy despierta. Sintió las manos de él cubriendo las suyas. Cálidas y secas. Suaves y duras. Palma contra palma, imprimiendo una pequeña presión. Un roce que aumentaba, fundiendo piel con piel, hasta que Bruna no supo dónde empezaba él, dónde acababa ella. La androide flotó en la camilla, la cabeza llena de un tumulto de imágenes. Los labios de su madre besándola en la frente. Los labios de Merlín besándola en los labios. Su padre llevándola a horcajadas en el cuello, ella tan segura y tan feliz ahí arriba. La madre de noche, nimbada de luz, contándole la historia del gigante y el enano. Recuerdos ficticios, reminiscencias incrustadas en su cerebro en un chip de memoria artificial; y, sin embargo, nada diferenciaba su sustancia y su poder de evocación de la memoria real de Merlín, de los labios de Merlín, del dolor de su ausencia. Pero en ese momento las imágenes se pusieron a vibrar extrañamente y luego comenzaron a deformarse; las figuras se rasgaron y las escenas se borraron como dibujos en la arena que una ola destruye; de pronto en su cabeza sólo hubo tinieblas, un abismo oscuro hacia el que empezó a caer. Gritó y abrió los ojos y se encontró con los ojos del sobón, que estaba inclinado sobre la camilla y seguía tocándole las manos. Los ojos de Deuil eran ahora negros, tan negros como el abismo del que salía, y Bruna se hundió en ellos y sintió, en ese perderse dentro del otro, un extraño cobijo.
—Calma… —dijo el táctil, soltándola e irguiéndose—. Ya pasó. ¿Te encuentras bien?
La luz se encendió. Husky estaba aturdida, asustada, irritada consigo misma por haberse descontrolado tanto.
—Sí. Estoy perfectamente. Aunque ha sido raro. No sé qué me ha sucedido. No sé, quizá me he puesto nerviosa. No volverá a pasar.
El sobón sonrió. Ese gesto al mismo tiempo apaciguador y prepotente.
—Qué dices, Husky. Aún no ha pasado nada. Esto es sólo el comienzo.