2
Tres años, diez meses y catorce días.
Ésa no había sido la mejor semana de la vida de Bruna.
La mujer que la había contratado para buscar a su marido en el sector Cero no había podido pagarle las mil gaias del segundo plazo de sus honorarios. Se había comprometido a hacerlo en cuanto dispusiera de dinero, pero estaba en el paro y apenas si podía costearse el permiso de residencia. Bruna sospechaba que acabaría engrosando la lista de sus clientes fallidos, lo cual no sólo afectaba a su magra economía, sino, sobre todo, a su aún más dañada autoestima. Por otra parte, no había podido encontrar ni rastro del hombre, así que ni siquiera se sentía muy justificada para exigirle. Husky a veces pensaba que, por alguna razón, ella se estaba deteriorando mucho más deprisa de lo que le correspondía por su edad. ¿Podrían sufrir alzhéimer los reps? Era imposible, sus genes estaban seleccionados y capados y reforzados, pero aun así…
—Husky, ¡Husky! Hoy estás muy ausente…
La cuidada voz de barítono de Virginio Nissen se abrió paso hasta ella como si cayera desde lo alto de un pozo. Flotando sobre un colchón de sutiles aerobolas, con las gafas de visión virtual que le hacían sentirse a la deriva en mitad del cosmos y hundida en el pequeño abismo de sus pensamientos, a la tecnohumana le costó entender el significado de las remotas palabras del psicoguía. Hizo un esfuerzo por concentrarse.
—Juguemos a las asociaciones —dijo Nissen—. Ya sabes. No hagas trampas. Responde lo primero que se te ocurra. Veamos. Violencia…
—Pena.
—Pena…
—Violencia.
—Niña…
—Monstruo.
Bruna escuchó un sonido sofocado que creyó identificar como una risa contenida. Monstruo, sí. Le había hablado un poco de Gabi al psicoguía sólo para oírle insinuar lo que la replicante ya sabía de sí misma: que ella era una estúpida, una criatura aberrante con cuerpo de androide y una mente abarrotada de las memorias excesivamente humanas que le había proporcionado su memorista. Así que no sabía cómo manejar sus emociones ni su sentido de culpa ni su maldita pena y su violencia. Por eso había tenido la absurda idea de hacerse cargo de la niña rusa. De ese monstruo que había superado sus peores expectativas, aunque Bruna Husky estaba acostumbrada a esperar siempre lo mínimo.
—Amigos —dijo Nissen.
—Carga.
—Soledad.
—Locura.
Al final le había encasquetado la niña a Yiannis. Bruna seguía siendo la responsable legal hasta que el Juzgado de Menores decidiera el destino del monstruo, pero había conseguido que el viejo archivero acogiera a la rusa en su casa. En un momento de raro optimismo la rep incluso había pensado que Gabi podría venirle bien a Yiannis, un hombre con el espinazo del ánimo quebrado desde la muerte de su pequeño hijo, cuarenta años atrás, y que ahora, tras su expulsión del Archivo Central, había sucumbido plenamente a la melancolía. Pero el monstruo estaba volviendo loco a Yiannis, cosa que le demostraba a Bruna una vez más que toda esperanza de felicidad era insensata.
—Amor —insistió Nissen, tan perseverante como la carcoma.
—Dolor.
—Sexo…
—Furia.
Y Lizard. Ah, el maldito Paul Lizard. El inspector de la Brigada Judicial con quien había mantenido una relación amorosa medio año atrás. Pero ahora llevaba dos meses sin dar señales de vida. Dos meses en la existencia de una rep equivalían a dos años en un humano. Dos meses eran un tesoro temporal. Qué desperdicio.
—¿Qué estás pensando ahora mismo? —preguntó el psicoguía.
—Tres años, diez meses y catorce días.
—Pero Husky, ¿todavía sigues con eso?
El tono profesionalmente meloso del hombre no pudo ocultar una sombra de fastidio, una irritación mal reprimida que hizo emerger un poco más a Bruna de su letargo. La rep siempre respondía a la agresividad.
—Si tú supieras cuándo vas a morir también descontarías el tiempo que te queda, Nissen.
—Todos vamos a morir. Lo que hacemos para soportarlo es olvidarlo.
¡Olvidarlo! El psicoguía no sabía de qué hablaba. Los tecnohumanos no podían olvidar. El día anterior, Bruna se había dado de bruces en la calle con un rep en el último estadio de su TTT. Normalmente los androides tenían la decencia de esconderse cuando eclosionaba su Tumor Total Tecno, el cáncer generalizado que acababa con sus vidas en pocos días al cumplir los diez años desde su activación como replicantes. El TTT, espectacular en su devastación, era una muerte parecida a un incendio catastrófico. Husky había podido contemplar la feroz batalla final de Merlín, su amante de juventud. Es decir, de apenas cuatro años atrás. Pese a la placidez inducida por el sillón de aerobolas y las gafas virtuales, Bruna apretó las mandíbulas y sus dientes chirriaron: qué fraude, qué estafa, qué tortura incesante esta pequeña vida. La tecno con la que se había cruzado el día anterior tenía pústulas en la cara, los huesos parecían a punto de romperle la piel y apenas se sostenía por sí sola: se apoyaba en la pared, alucinada y agónica. Husky, que iba deprisa y distraída, casi chocó con ella; fue como toparse con la Muerte. El corazón se le achicó en el pecho y un sudor frío le cubrió la nuca. Tuvo miedo. Un golpe de miedo loco y animal. Un terror casi irresistible. Lo resistió, sin embargo, respirando profundamente mientras veía a la tecno reptar calle abajo, camino de su espantoso destino. «Acojona, ¿verdad?», dijo alguien a su lado. Una voz burlona y una boca áspera que pertenecían a una tecnohumana pequeña y huesuda, quizá una rep de cálculo. Los androides superdotados matemáticamente solían mostrar ese altivo desdén hacia los demás. Aunque Merlín no. «Angustia pensar que nos espera eso, ¿eh?», insistió la desconocida mientras sonreía de modo incongruente. Una sonrisa torcida y maliciosa. Bruna no contestó. No por ser rep le tenían que caer bien todos los reps del mundo. A decir verdad, en general los detestaba. Claro que también detestaba a casi todos los humanos. Husky advirtió que la androide llevaba una chapa en el chaleco en la que parpadeaban las siglas MRR. «Eres del Movimiento Radical Replicante», gruñó Bruna. «Mmmmm, vaya, qué gran sentido de la observación», se burló la tecno, mientras las letras holográficas de su chapa vibraban y lanzaban destellos. Desde que la líder del MRR, Myriam Chi, había sido asesinada seis meses atrás, el MRR no había hecho más que ir dando tumbos y derivar cada día más hacia una radicalización extrema. «Y ahora me pregunto yo una pregunta inocente», canturreó la pequeña tecno, cuyo aspecto no sólo no tenía nada de inocente, sino que además parecía más vieja de lo que podía ser, ya que todos los androides eran creados a una edad orgánica de veinticinco años y sólo vivían hasta los treinta y cinco. Esta androide debía de estar cerca de su TTT y probablemente había sido pródiga en el uso de memorias artificiales y otras drogas. «Me pregunto por qué no se suicidan los reps. Por qué, ¿eh? Si lo que nos espera es con certeza tan horrible, ¿por qué no matarse? No lo sabes, ¿verdad?», había seguido diciendo el pequeño engendro con una sonrisa inquietante. Bruna se había encogido de hombros, aunque la cuestión había despertado incómodos ecos en su interior. «Pues te lo voy a decir yo, chica grande: porque tenemos implantado en el cerebro un chip de supervivencia… para que no estropeemos la mercancía de nuestros fabricantes, jajaja». Bruna se sulfuró: «¡Eso es ridículo! No me lo puedo creer. Además, sólo trabajamos los dos primeros años para el fabricante. Luego somos libres para vivir nuestra vida. ¿Por qué no desactivarlo entonces?». La tecno de cálculo soltó una carcajada: «¿Y por qué sí? Eres una pardilla. ¿A ellos qué les importa? Les importamos una mierda. Además, tendrían que gastar dinero en el procedimiento y admitir que nos lo habían colocado, cosa que es secreta… Y tampoco creo que les gustara que los reps se fueran suicidando en masa. No sería una buena imagen para el negocio». Bruna había resoplado y negado con la cabeza decidida a no creer, a no escuchar a esa pequeña criatura de mal agüero, a esa sirena de canto envenenado. «Venga, chica grande… tú eres una rep de combate. Seguro que has vivido cosas muy penosas. Muy penosas. Y sin embargo… Dime, ¿sabes de algún rep que se haya suicidado?». Las palabras de la tecno resultaban desagradables, eran una lluvia de piedrecitas filosas, justo otro puñado de posibles verdades que Husky hubiera preferido no conocer. Rebuscó ansiosamente en su memoria para ver si recordaba a algún tecno suicida. Nada. No. Ninguno. Incluso eso les debían de haber robado los humanos, la libertad suprema de matarse.
Recordar todo esto provocó en Bruna un súbito conato de náusea que hizo que se sentara de golpe en la cama de privación sensorial y se arrancara de un manotazo las gafas virtuales. El mundo real regresó con la violencia de una bofetada; las aerobolas temblaban bajo el peso de su cuerpo con mareante indeterminación de gelatina. La rep percibió que el psicoguía daba un respingo a su espalda y creyó oler una tenue descarga de adrenalina. Ah. Sí. Al parecer Virginio Nissen también le tenía cierto miedo. Un recelo innato, un prejuicio especista que no había podido reprimir ante el brusco e inesperado movimiento de la rep. Bruna se sentó en el borde de la cama, flop flop, el cosquilleo de las aerobolas rompiendo como olas contra sus muslos, y miró al psicoguía de largos mostachos trenzados. El hombre le mantuvo la mirada. Ya se había parapetado de nuevo tras su coraza oficial de sanador.
—¿Qué sucede, Husky?
—Esto es absurdo e inútil y no me ayuda en nada.
—¿O sea que admites que necesitas ayuda?
Bruna exhaló un suspiro que más bien sonó a rugido.
—No. Sí, es decir, necesito ayuda administrativa. Necesito que me levanten la sanción.
Virginio meneó tristemente la cabeza.
—Lo siento, Husky, pero no puedo firmar tu carta de idoneidad. Sigues tan llena de agresividad y de impulsos violentos como cuando viniste. Es verdad que no te he ayudado. No hemos avanzado nada.
—¡Cómo que no! Eso no es así. No tengo ningún problema con mi agresividad. Me controlo perfectamente.
Y era cierto. Deseaba aporrear al psicoguía y, sin embargo, no lo estaba haciendo.
—Nissen, no puedo seguir de baja. Necesito recuperar mi licencia. Necesito trabajar. No tengo un céntimo. Lamento haber empujado a aquel guardia en la frontera, pero era un imbécil.
—Husky…
—¡Vale! Lo lamento. No volverá a pasar.
Mentirosa, mentirosa. Virginio la miraba pensativo.
—Bueno, de acuerdo. Te firmaré un permiso provisional. Tres meses de prueba. A condición de que vayas a un táctil.
—¿Cómo? ¿A un sobón? ¡Ni pensarlo! —se crispó Bruna.
—No es negociable. O eso, o nada.
Ir a un táctil era una vergüenza. A los sobones iban los ancianos humanos abandonados por todos, viejos que se meaban encima de pura soledad. O adolescentes humanos ñoños y malcriados que se sentían el centro doliente del Universo. O adultos humanos cobardes y reblandecidos que se morían de ganas de que alguien los tocara. Los sobones eran para los humanos, en cualquier caso; para sus gritonas, abyectas necesidades, para sus emociones rotas y confusas. Para su sensiblería artificiosa. ¿Cuándo se había visto que un rep acudiera a un táctil?
—Los tecnohumanos no vamos a los sobones —dijo, lapidaria.
—Estás equivocada, Husky. Sí que vais. Te acabo de pasar a tu móvil la cita y el número de autorización para el tratamiento. Te espera el martes de la semana que viene a las 16:30. Se llama Daniel Deuil. Dicen que es muy bueno. Te gustará. Además, tú eres una tecnohumana muy especial, ya lo sabes. Más humana que la mayoría de los tecnos.
Y ésa fue una observación innecesaria que Bruna consideró insultante.