CAPÍTULO 64
Mientras contemplaba el Obelisco dijo—: San Eric, 18 de mayo.
—¿Conoces a alguien llamado Eric?
—Mi ex novio —entregó un rictus—. Nelson Eric.
—¿Lo llamarás? ¿Todavía te acuerdas de él?
—¿Todavía haces las mismas preguntas?
Manuel Manríquez prefirió no responder, dobló los tickets sobrantes del tren subterráneo y los depositó en el bolsillo de la camisa color damasco. La Avenida Corrientes era un gran camino que pocas veces habían imaginado. Por instantes, ella se peinó los cabellos y respiró profundamente, como si quisiera hacer la diferencia entre el aire de Santiago y Buenos Aires.
—¿Por dónde comenzaremos?
—Por aquí. —Sandra Calderón leyó el pedazo de papel que tenía en el bolsillo de la chaqueta de cuero—. Diremos que venimos de parte de María Vera Salgado, ¿te parece?
—Por supuesto. —Enarcó las cejas mientras observaba la altura del icono de la ciudad—. Fue un acierto rastrear las llamadas que hizo desde su celular...
—¿Cuándo terminará esto?
—La pregunta es... —Manuel Manríquez clavó sus ojos en el semblante adusto de su superior— ¿dónde terminará esto?
Prefirieron la orilla de Avenida 9 de Julio, con las manos en los bolsillos, el rostro a media altura y los labios apretados. No portaban nada más que los pasaportes adulterados conseguidos la noche anterior. Por eso, él temía verse rodeado de bonaerenses antichilenos, mostraba los puños y buscaba algún objeto que pudiera servirle de arma. Sólo la mano tersa de ella lo calmó, le permitió dar un respiro y escrutar una de las principales arterias de la Capital Federal que estaba atestada de vehículos antiguos y últimos modelos. Sonrió. Le pareció una buena idea el roce de la piel, intentó devolverle el gesto con un delicado movimiento de dedos. Sin embargo, la agente Calderón escapó hacia el centro de la calle, sacó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo y marcó.
—¿Qué haces?
—Buscar al pez gordo que necesitamos —sentenció—. Antes de salir de la oficina, cambié el chip...
—No creo que sea la mejor manera...
La criminóloga se detuvo en la esquina formada por Avenida Santa Fe con 9 de Julio, carraspeó y se volteó para evitar que los motores de los automóviles estorbaran la comunicación. Manuel Manríquez extendió las manos para quitarle el aparato, pero ella era más fuerte, lo empujó y lo dejó unos metros atrás.
Enseguida, parpadeó continuamente.
—¿Jorge Arismendi? —fingió el acento limeño.
—¿María? —titubeó al otro lado del teléfono—, ¿María?
—Sí...
—¿Por qué me llamas?
—Porque necesito su ayuda —remarcó el tono peruano—. Los chilenos nos están pisando los talones...
—Eso me lo dijiste —alzó la voz—. ¿Qué pasó después de que ellos escaparan de Lima?
Sandra Calderón buscó una respuesta en el semblante descolorido de su camarada, quien resguardaba la integridad ante la enorme cantidad de argentinos que cruzaban la intersección. Contuvo el aliento, bajó la mirada y jugó con el pulgar sobre la tecla roja, pero el muchacho le hizo gestos con ambas manos indicándole el suelo.
—Necesito que nos veamos...
—¡Imposible! —gritó el hombre ostentando la típica entonación bonaerense—. ¿Quieres que viaje a Santiago y arriesgue todo?
La mujer mantuvo la compostura mientras el respiro del enigmático personaje se confundía con los bocinazos de Santa Fe. Cambió ligeramente de oído, estudió los movimientos del acompañante y asintió.
—Lo espero en Santa Fe con 9 de Julio...
—¿Qué? ¿Estás en Argentina?
Cortó.
Luego, giró sobre sus pies hasta que halló el lugar que necesitaba.
La señal había declarado que todo estaba en perfectas condiciones. Media hora antes, él se alejó por Corrientes con la desorientación de un extranjero hasta que encontró un rent a car. Al volver, dibujó una amplia sonrisa que se borró cuando vio el pulgar derecho de su superior en alto desde el interior del café Baires, a metros de Santa Fe.
El Peugeot 206 blanco se detuvo con las luces intermitentes sin importarle una infracción, tenía el motor encendido y la primera velocidad dispuesta.
—¿Habrá llegado?
—Llámalo —dijo el Manuel Manríquez, bajándose—. Debe estar cerca.
La analista digitó el número y esperó. Ambos observaban a los cientos de argentinos que cruzaban sin detenerse, muchos con los celulares en las manos, lo que les despertaba la atención, pero ninguno contestaba. Era el quinto tono de transferencia, no había voz ni intenciones de responder.
Pasó a buzón de voz.
—No vino...
—Espera.
El monitor del aparato mostraba que la comunicación se estaba estableciendo. De pronto, cuando ella se disponía a dar un paso hacia Avenida 9 de Julio, el inconfundible acento porteño retumbó en su oído, colocó el micrófono sobre sus labios y habló mientras buscaba a un transeúnte que estuviera concentrado.
Caminaron unos metros desde la orilla, rompieron las hileras humanas que atravesaban la ciudad y se detuvieron frente a un hombre de un metro y noventa centímetros, de abundante cabello oscuro y con gafas de sol al cuello que preguntaba una y otra vez al comprobar que la llamada estaba distorsionada.
—¿Jorge Arismendi? —dijo Manuel Manríquez.
—Sí...
El agente de veintitrés años se aproximó al individuo procurando quedar a su lado, asomó la hoja de un cortaplumas por la parte baja de la cintura y lo intimidó a la altura del riñón derecho, inmovilizándolo. Ligeramente, observó el entorno; nadie se estaba percatando de su actuación, y el semblante del hombre no expresaba asombro, pero la sudoración había aumentado.
—Vamos —susurró el criminólogo mientras estudiaba la forma de salir de ahí sin levantar sospechas—. No intentes nada.
—¿De qué se trata esto, che? —titubeó—. Estás loco...
—De ahora en adelante las preguntas las haremos nosotros —empuñó aún más el arma blanca—. Camina lentamente.
Caminaron hacia el Peugeot 206 blanco lentamente, con pasos cortos, al borde del letargo, formando un camino dispar entre la multitud. Las cientos de caras que pasaban por sus costados no comprendían por qué dos hombres avanzaban juntos, algunos se sorprendían, otros los ignoraban. De vez en cuando, Jorge Arismendi enviaba señales con los ojos y los labios a los transeúntes más cercanos, pero no le servían. Poco a poco escondió la vista y liberó un resuello.
El agente Manríquez abrió la puerta trasera del vehículo, le señaló que subiera y guardó el cortaplumas con disimulo. En el interior estaba la analista indicándole que pusiera las manos unidas y se las ató con cinta adhesiva transparente. Luego, aprovechando la luz verde del semáforo, aceleraron en silencio por la Autopista Arturo Illia, adelantaron algunos convertibles y transportes de carga, descubrieron Puerto Nuevo y se desviaron hacia Avenida Costanera R. Obligado.
Manuel Manríquez quitó el contacto del motor sin aviso, el vehículo se estremeció y provocó la agitación de los cuerpos. Tras una mirada inquieta de la mujer, activó el freno de mano y abrió la puerta.
La brisa del mar golpeaba sus rostros. Para ella era una diligencia donde no había tiempo para derrochar mientras él se dedicaba a contemplar el horizonte del Río de la Plata.
El movimiento fue brusco y único. Al tironear el brazo, los huesos sonaron, pero Jorge Arismendi no reaccionó sino hasta que sintió el pecho oprimido por la desesperación.
—¿Qué quieren?
—¿Conoces a María Vera Salgado?
—¿Dónde está ella?
—Está muerta —dijo Sandra Calderón—. Tú también lo estarás si no hablas.
Ella se acuclilló exhibiendo rudeza en la mirada y tocó una mejilla del argentino, quien agitaba los ojos, respiraba dificultosamente y contraía los labios.
»¿Qué tiene que ver tu país en todo esto?
—No sé de qué me hablas, che...
—Estás haciendo más difícil este trámite. —Ella negó con la cabeza y empuñó una mano—. ¿Quieres que te reventemos a golpes? No será gran trabajo...
—Está bien —resolló, palideciendo—. Está bien...
La agente Calderón miró los labios blanquecinos del detenido, lo asustó colocando el dedo índice sobre el pómulo y suspiró.
—¿Por qué conoces a María Vera Salgado? ¿Por qué ella te llamaba siempre?
—Ella es...
—Era peruana y tú argentino —dijo el joven analista—. ¿Alguna afinidad? ¿Conociste a Rosa Cifuentes de la Cuadra y a Amaro Zamora? ¡Habla o te reviento a patadas!
El sujeto reclinó la cabeza y vació el pecho.
—Trabajé como asesor del vicepresidente. Hace un año me retiré de la política de la Casa Rosada...
—¿Por qué la peruana tenía nexos contigo? —La mujer hizo sonar los puños contra los bordes del Peugeot 206 blanco—. Te escucho...
—Tenía que coordinar a Blanca Esmeralda de la Paz —gimió—. Nosotros nos contactábamos a través de ella para jugar con La Moneda...
—¿Jugar?
—Buenos Aires quiere una salida al Pacífico, pero Chile no quiere negociar. Nunca lo ha querido. Así que...
—¿Qué? —El criminólogo se aproximó, desafiante—. ¿Qué dices? ¡No te escucho!
Jorge Arismendi se retorció, escupió al suelo y tosió luchando contra la taquicardia que le producía la situación.
—Conseguiremos la salida al Pacífico sí o sí y tendremos Nueva, Picton y Lennox... Como sea...
—¿Para qué es la cuenta corriente que está en un banco chileno? —Sandra Calderón humedeció sus labios con la lengua—. Encontramos tus huellas dactilares como titular junto a Rosa Cifuentes de la Cuadra y Ángela Hidalgo. ¿Cuántas veces estuviste en Chile? ¿Para qué es ese dinero? —Lo recogió por el cuello de la camisa—. ¡Habla!
—Para comprar información... —Jorge Arismendi tragó saliva y arrugó el rostro para manifestar el dolor que castigaba su pecho—... al soplón chileno...
—¿El subsecretario del Interior? —gritó Manuel Manríquez—. ¡Responde!
El hombre no resistió ni un segundo más, soltó la última respiración y cerró los ojos con el pecho comprimido.
Sandra Calderón meditó unos segundos y le indicó a su compañero cargar el cuerpo que estaba tieso y pesado. Lo encerraron en el primer asiento del Peugeot 206. Luego, desactivaron el freno de mano y empujaron el vehículo hacia Puerto Nuevo.
En un instante, todo terminó, y ellos, convencidos de haber cumplido con la misión, caminaron de regreso al Obelisco.