CAPÍTULO 3
El carraspeo del director de la Agencia Nacional de Inteligencia permitió a Sandra Calderón comprender que nada estaba claro. Sobre el escritorio se encontraba la escarapela envuelta en la bolsa plástica y un papel escrito con tinta roja que pretendía explicar la evidencia. No obstante, las más de dos horas que llevaban encerrados en la sala de reuniones no determinaban ningún resultado. La agente no se atrevía a hablar, jugaba con sus dedos en el borde del mueble y esperaba que su superior se arriesgara, pero él prefería la cordura, se acercaba al estante y acariciaba los archivadores buscando una respuesta.
—«Atuku’hc añxuhc añinu itsim». —El abogado leyó la escarapela con dificultad mientras alzaba los hombros—. ¿Quién puede llamarse así?
—¿Por dónde comenzamos? —Ella levantó la vista— ¿Qué significa o quién la dejó ahí?
—Debe ser un mensaje —propuso él, sentándose—. ¿Quién podría asesinar a un embajador peruano y dejar un mensaje así? ¿Quién podría perjudicar a Chile? El Gobierno de Perú está pidiendo explicaciones a La Moneda.
Sandra Calderón se levantó de la silla y caminó acomodándose la melena. Sus pasos sobre el piso flotante desconcentraban al jefe de la ANI, quien cerraba los ojos y se acariciaba las mejillas para hallar una solución. No era fácil. Llevaba más de tres años en el puesto gracias a la confianza que el presidente de la República había depositado en él. Sin embargo, comenzaba a dudar de sus capacidades como abogado y criminalista. Por eso devolvía tenues miradas a la investigadora, como una forma de encargarle el trabajo mientras analizaba sus aptitudes.
—A mis cincuenta y dos años todo esto me supera —se restregó los ojos—. ¡No hay caso!
—¿Qué queda para mis treinta años? —Sandra regresó al escritorio—. No fue un chileno quien mató al embajador peruano. Eso está claro.
—¿Por qué? —frunció el ceño—. ¿Cómo lo sabes?
—El forense dijo que le habían pagado para que pusiera huellas chilenas en el cadáver —sentenció—. Un chileno pagando para poner huellas de otro chileno. ¿Puede ser efectivo? ¿Un chileno pagando para culpar a otro chileno del asesinato de un extranjero?
—¿Qué quieres decir?
El director de la ANI se incorporó y siguió los delicados movimientos de la analista mientras paseaba de un costado a otro. Le gustaba su metodología para enfrentar las situaciones, su personalidad para asumir los desafíos y su arrogancia para imponer sus ideas. Pero eso no le quitaba los deseos de sacarla de la Agencia cuando la terquedad lo enfrentaba. Nunca había sido partidario de trabajar con mujeres, menos en un lugar que —como lo había declarado al asumir—, era exclusivo para hombres. No obstante, con el tiempo, se dio la oportunidad, pero no estaba del todo conforme y por eso se mostraba distante en ocasiones.
—El embajador murió en la calle. Por lo tanto, fue atacado dentro del recinto —Se volvió recreando los hechos con sus dedos—. Quien lo hizo, conoce la Embajada, los horarios y los sistemas de seguridad.
—El guardia estaba muerto —aportó el superior.
—¿Cuántas personas trabajan en la Embajada? —Sandra continuó paseando—. ¿Dos?
—Diez —declaró el abogado—. Pero, curiosamente, siete abandonaron el país en las últimas semanas. Sólo quedan los asistentes. Descarta al guardia.
—Dos sospechosos de nacionalidad peruana —acotó mientras repasaba el apunte hecho con tinta roja sobre el papel—. ¿Alguien sabrá qué es «Atuku’hc añxuhc añinu itsim»?
El encargado de la Agencia se encogió de hombros y esperó una respuesta de la subalterna, pero ella recogió la carpeta y la escarapela y abandonó la sala.