CAPÍTULO 40

La viuda del subsecretario del Interior los condujo hacia el despacho ubicado al final del amplio pasillo que conectaba la entrada con la sala de estar. Abrió la puerta evitando que las bisagras secas delataran el descuido de la mantención, encendió la lámpara de ocho bombillas que estaba en el techo y les enseñó el escritorio. Era un mueble de ébano que había comprado el último año durante las vacaciones en Estados Unidos y un sillón forrado con cuero curtido de búfalo. Las tres paredes que lo rodeaban estaban colmadas de libros de todos los tamaños, colores y temas, en el costado superior derecho estaba la fotografía oficial del presidente Juan Ignacio Lozana con la banda tricolor y en el borde superior izquierdo el título universitario.

—Tenemos en común el alma máter —dijo Sandra Calderón dejando la maleta de investigación en el suelo—. Universidad de Chile.

—Mi esposo es inocente —dijo la señora Begoña Urrutia en medio del salón—. ¿Por qué lo investigan si él fue víctima?

—Es procedimiento estándar —respondió la criminóloga—. ¿Alguna vez él le contó cosas extrañas?

—¿Extrañas? —negó con el dedo índice—. José Ignacio Troncoso era un hombre muy decente y transparente.

Manuel Manríquez buscó los ojos de su superior para esconder la sonrisa que estaba delatándolo.

—Necesitamos que nos deje solos.

—¿Por qué? Yo necesito saber el motivo del asesinato de mi marido —observó ambos rostros sin pestañear—. Me lo dirán, ¿cierto?

—Por supuesto. —El investigador la abordó por los hombros y la condujo hacia la salida—. Conocerá todo, pero primero debemos armar el puzle.

La viuda quedó a un costado del acceso, se volteó con las manos a media altura y la boca entreabierta.

—Él es inocente. Lo aseguro.

El joven criminólogo cerró la puerta, movió la llave y recogió su maletín. Su actitud descompuso a la analista, quien lo castigó con la mirada y lo ignoró por unos minutos, sin embargo, continuó con el procedimiento, silbó Too much de Spice Girls y se ajustó los guantes de polietileno.

—¿Huellas o evidencias?

—Evidencias —susurró—. Es lógico que él no trajera a Blanca Esmeralda de la Paz hasta su casa.

—Lo suponía...

—¿Por qué actuaste así con la viuda? —Se peinó los cabellos—. Debemos ser corteses y no cerrar las puertas que tenemos abiertas.

—Lo siento —alzó los hombros—. Pensé que no te importaba. ¿Cómo tú maltrataste a nuestro director? Él puede dejarnos cesantes con un chasquido de dedos...

—Ladra, pero no muerde. —Sandra Calderón removió unos libros que estaban sobre el escritorio—. Le gusta demostrar su poder, pero sin mí no llegará a ningún lugar.

Manuel Manríquez demostró sus dientes y estudió cada detalle del rostro de su jefa hasta que se cansó. Luego, se dedicó a analizar los libros, los archivadores y fotocopias recopiladas en la repisa de la pared derecha.

—¿Por qué llegamos hasta acá?

—Por dos razones —respondió ella desde la repisa izquierda—. Una. El abogado Troncoso no haría negocios tan sórdidos en su oficina en La Moneda.

—Pero sí envió un e-mail con el procedimiento del HV3...

—Segunda —la historiadora mostró dos dedos—. Sigo mi intuición.

—¿Intuición? —Manuel Manríquez frunció el ceño—. En la universidad no me enseñaron esa etapa del método científico.

—Intuición femenina. —Jugó con la cabellera negra por unos segundos—. Aquí hallaremos algo.

—¿Cómo lo sabes?

Sólo otorgó una sonrisa. Sus manos revisaban cada página de los textos expuestos en lo más alto de la estantería, se quitaba el polvo de los guantes para no arruinar las hojas blancas y disfrutaba leyendo algunos pasajes.

El reloj del celular marcaba las seis y media de la tarde, habían terminado la inspección de las repisas laterales, se miraron con los ojos a medio cerrar, se quitaron los guantes y el polvo de los pómulos y se apoyaron en el borde del insigne escritorio.

—¿Te duelen los tobillos?

—No, gracias —balbució—. Con el miedo, olvidé que me los había torcido al ir al baño en el avión.

—Fue un viaje especial. —Manuel Manríquez se acercó—. ¿Qué dices?

—Fue de vida o muerte —ella se apartó—. Sobrevivimos gracias a Dios.

—Nos veíamos lindos tomados de la mano y besándonos —suspiró—. ¿Qué dices?

—Mejor olvídalo —devolvió la mirada sin parpadear—. No te hagas ilusiones. Todo fue parte del plan.

El científico levantó el brazo para rodear el cuello de la mujer, mas ella bajó del escritorio, se colocó los guantes y continuó husmeando en la parte superior de la estantería central.

—No quise parecer...

—No me importa lo que parezcas —dijo con un libro en las manos—. Sólo quiero que trabajes.

—¿No sentiste nada cuando nos besamos en La Paz? —Se ubicó a su lado y recogió un texto—. ¿Nada de nada?

—Nada. —Cerró el libro de golpe y lo miró—. No eres mi tipo.

Él entregó un aspaviento y se dedicó a examinar las enciclopedias. Lo hacía hoja por hoja siguiendo el ejemplo de su superior y recordaba cada fragmento de la investigación para relacionarlo con los papeles sueltos que estaban entre las páginas, no obstante, nada le ayudaba a avanzar.

La agente Calderón secó el sudor de la frente con el borde de la mano enguantada, estiró los brazos y se apoyó en el sillón forrado con cuero curtido de búfalo. Desde ahí, contemplaba la puerta del despacho, el dintel y los adornos que no había apreciado estando de espalda. Junto a la entrada había una quena14 con una franja tricolor compuesta por rojo, amarillo y verde y una línea negra muy fina en el centro. Sin dudarlo, atravesó la sala, descolgó el objeto y lo escrutó bajo la intensidad luminosa de la lámpara.

—«¡La unión es la fuerza!» —leyó apuntando la delgada línea—: «¡La unión es la fuerza!»

—Eso dicen —contestó Manuel Manríquez terminando la labor—. Unidos, llegaremos lejos.

—¿Sabes qué es esta frase? —se acercó—. «¡La unión es la fuerza!»

—Supongo que una máxima popular. —Se encogió de hombros y dejó el último diccionario en el lugar correspondiente—. Algo así como «El pueblo, unido, jamás será vencido».

La investigadora alzó la quena hasta los ojos del colaborador, le indicó la inscripción bordada con hilo negro en medio de la franja amarilla de la banda tricolor y enarcó una ceja.

—Es el lema nacional de Bolivia.

—¿Sí? —Manuel Manríquez tomó el instrumento—. Entonces...

—El subsecretario del Interior estuvo en Bolivia.

—O alguien se la trajo. —El criminólogo señaló la inscripción tallada en el borde inferior—. «Recuerdo de La Paz.»

Sandra Calderón se paseó alrededor de la mesa de ébano con las manos en la cintura, la cabeza a media altura y los cabellos desgreñados sobre sus hombros.

—Rosa Cifuentes de la Cuadra vive en La Paz, escribió un proyecto gubernamental para Bolivia titulado «Blanca Esmeralda de la Paz», el abogado Troncoso es sobornado y vende información de seguridad nacional a Blanca Esmeralda de la Paz, y ahora en su casa encontramos un instrumento típico del altiplano con el lema nacional y registrado como un recuerdo de La Paz. —Se detuvo frente al joven y acezó—. ¿Hacia dónde va esto?

—Hacia una traición sin precedentes —dejó la quena en el sillón—. Lo que había en el último correo electrónico era falsedad. Nadie tenía amenazada de muerte a su familia.

—El subsecretario del Interior tenía conversaciones regulares con los políticos bolivianos —cerró los ojos—. El problema es que no sabemos si él viajó a Bolivia o alguien vino a Santiago...

—Ese alguien pudo ser Rosa Cifuentes de la Cuadra, la impostora que asesinó a José Gabriel Méndez y al subsecretario o...

—¡Un momento! —gritó la analista—. Se nos escapa una pregunta... —¿Por qué una impostora boliviana mató al asesor de la Embajada de Perú? —Las cejas arqueadas de él no hallaron la respuesta.

La mujer sostuvo la quena en sus manos mientras buscaba un argumento convincente en los ojos inquietos del criminólogo.

»O mejor dicho, ¿por qué Bolivia y Perú están involucrados en los mismos casos? —inclinó la cabeza—. Las pistas han demostrado eso.

—Y creo que tenemos compañía.

El muchacho se inclinó hasta quedar con la cara a la altura de las manos de su jefa, colocó el índice y el pulgar en la boca del instrumento musical y agarró una punta que se asomaba.

—¿Cómo lo sabías?

—Recién me di cuenta —sonrió—. Soy un genio, ¿no?

La mujer alzó el mentón y subió las cejas mientras sostenía la quena. Al instante, el criminólogo retiró la mano arrastrando un cilindro de papel, lo abrió sobre el escritorio e hizo señas. Estaba boquiabierto, con el aliento contenido y la mirada concentrada en el cuerpo del documento. Al sentir las manos de la agente Calderón sobre sus hombros, se estremeció, regresó el rostro y se convenció de que no era un sueño.

—Dios mío.

—¿Vamos en la dirección correcta? —balbució—. Sandra, ¿por qué todo esto?

—Una pieza más para el puzle —susurró—. Una pieza.

Enrolló el pliego, lo guardó en el maletín y salió de la biblioteca encontrándose con el rostro apacible de la señora Begoña Urrutia.

—¿Qué se lleva? No puede hacerlo.

—Estamos investigando. —Manuel Manríquez dio un portazo—. Es evidencia.

—Están robando en mi casa.

Sandra Calderón se volteó, golpeó la pared del pasillo con el borde del bolso y enderezó el índice.

—¿Su esposo salió del país hace cuatro años?

—No...

—¿Segura? —El investigador alcanzó a su superior—. ¿Lo recuerda?

—Bueno —titubeó—. Hemos viajado a Nueva York, Sao Paulo, Roma y Madrid, pero...

—¿Conoce Bolivia? ¿La Paz?

La viuda parpadeó seguidamente, se apoyó en la puerta del despacho y guardó las manos en la espalda.

—Nunca viajamos a Bolivia.

—No nos mienta —sentenció la agente—. Tenemos acceso a toda la información de los chilenos. Ahórrenos tiempo.

—Es verdad lo que digo —movió el rostro—. ¡Lo juro!

—¿Alguna vez esta casa recibió a una visitante boliviana? —interrogó Manuel Manríquez—. ¿Su esposo le habló de alguna amistad boliviana?

—No. —La señora Begoña Urrutia tenía los ojos húmedos—. No me asusten, por favor...

—¿Quién le regaló la quena que estaba en la biblioteca? —la analista avanzó unos pasos—. ¿Lo recuerda?

La esposa del subsecretario del Interior giró la manilla e intentó encerrarse, pero el perito colocó el pie y obtuvo el acceso. Vio a la anciana tras el sillón forrado con cuero curtido de búfalo, arrojó unos libros al suelo y rompió en llanto.

—Señora Begoña Urrutia —Sandra Calderón la encaró—, nos ha mentido todo este tiempo.

—Eso es obstrucción a la justicia y tiene una condena.

—Y también es cómplice de lo que hizo su marido —acotó la científica—. ¿Quién le regaló la quena?

La anciana observó su entorno, su pecho se agitaba y sus manos temblaban.

—Su jefe.

—¿Su jefe? —el examinador contrajo los párpados—, ¿cuál jefe?

—El presidente de la República.

El plan Morgana
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