CAPÍTULO 57

La puerta de la sala de reuniones se abrió de golpe sin darle tiempo al director de la Agencia Nacional de Inteligencia para prepararse. Enfrente tenía a los dos criminólogos aún con los cabellos mojados, perfumados y con ropas nuevas. Parecía que recién se habían levantado, pero Sandra Calderón clavó aquella mirada cruda que siempre descolocaba al más adusto de los superiores.

—Aterrizamos en el helipuerto del Edificio Telefónica, bajamos, dejamos los documentos aquí y después nos fuimos a descansar —enarcó las cejas—. ¿Los leyó?

—No tuve tiempo...

—¿Esa es la respuesta de mi superior? —intervino Manuel Manríquez—. Pensé que estaba más comprometido con la investigación.

—¡No me hables en ese tono, muchacho!

—¡Entonces, no tiene derecho a exigirnos nada!

La agente tomó el brazo de su compañero de trabajo y caminaron hacia la salida del piso, pero la prisa del abogado los retuvo.

—¿Adónde van?

—A seguir una pista muy valiosa...

—¿Necesitan apoyo?

—No, gracias —ella sacudió la puerta—. Por si acaso, Perú, Bolivia y Argentina están de acuerdo para atacar a Chile. Hay un pacto secreto.

Dejaron al supervisor de la ANI con las palabras en la boca y corrieron hacia el estacionamiento. Ella cargó la Walter PPK antes de llegar a la Ford Ranger amarilla y él se aseguró de tener el celular con suficiente batería.

—Lo mejor está por venir.

—¿Sí? —El agente Manríquez cerró la puerta del copiloto.

—Siempre es lo mismo.

El vehículo se perdió por Calle Tenderini.

Levantaron las credenciales ante las pupilas dilatadas del nuevo vigilante que, de vez en cuando, se llevaba la mano al arma y observaba el entorno. Se percataron de que el piso había sido encerado sin dejar indicios del asesinato del embajador Coloma, habían cambiado algunos muebles del ingreso principal, las cerraduras de la puerta y el portón de Avenida Andrés Bello 1751. Sin embargo, aún se respiraba incertidumbre, y aquel rostro moreno y de perfil tosco que seguía los pasos de los agentes como si quisiera arrancarles los ojos retrocedía esforzándose por dar la señal de alerta.

—No puedo dejarlos pasar —dijo—. El primer ministro dijo que se suspendieron las relaciones diplomáticas...

—Es mentira —contestó Manuel Manríquez guardando la identificación en el bolsillo—. Ayer lo quiso hacer, pero hoy se reanudaron. ¡Somos países hermanos!

—¿Dónde está María Vera Salgado? —Sandra Calderón miró hacia el interior del edificio—. ¿Puedo hablar con ella?

El guardia peruano se apoyó en la pared, entrelazó los dedos y jugó con la mirada sin hallar la salida precisa.

—No la conozco...

—Trabajaba como secretaria del embajador Coloma.

—Yo soy nuevo —subió los hombros—. Llevo unos días en este lugar...

—¡Si no me dices dónde está, te esperaré afuera de esta Embajada y te detendré en territorio chileno! —gritó el criminólogo alzando un puño—. ¿Dónde está María Vera Salgado?

El hombre se recogió contra la muralla, abrió la boca y agitó las manos.

—Renunció —dijo una voz fina.

—¿Sí?

La agente Calderón fue al encuentro de la mujer delgada, rubia, vestida con un blazer gris y que escrutaba con sus ojos verdes los pasos de los investigadores. Se miraron cara a cara, sin pestañear, guardaron las manos al unísono y abrieron la boca.

—María Vera Salgado renunció esta mañana.

—¿Quién es usted?

—La asesora subrogante de la Embajada —respondió—. Estaré hasta que el presidente Omar Quispe designe a un nuevo embajador. Espero que, quien venga, no sea víctima de la ira chilena.

—¿Por qué renunció María Vera Salgado?

—No lo sé. —Indicó la puerta—. No puedo entregar información a Chile. Están en territorio con jurisdicción peruana.

—Lo sabemos, pero queremos hablar con ella —intervino Manuel Manríquez—. Si la encontramos en la calle, nosotros tenemos jurisdicción. ¿De acuerdo?

La asesora subrogante meneó la cabellera, hizo una seña al vigilante y retrocedió en dirección a las oficinas.

—No sé adónde fue.

—¿Pueden abandonar la Embajada, por favor? —dijo el guardia—. De lo contrario, aplicaremos la ley de nuestro país.

—Lo averiguaremos.

La analista marcó un número en el celular, esperó oír la voz, examinó a la representante del Gobierno de pies a cabeza, se aseguró de la posición del vigilante y de su compañero y carraspeó.

—¿Qué hay del nombre María Vera Salgado de nacionalidad peruana y con oficio de secretaria en la Embajada de Perú?

—Un momento...

—¿A quién está llamando? —Se acercó la asesora con impacientes ojos claros—. ¡Váyanse de aquí! ¡Es territorio peruano!

—Sandra, la tengo —dijo la operadora—. Hoy, a las ocho de la mañana, hizo un movimiento con la tarjeta Visa Internacional...

—¿Salió del país?

—No —confesó mientras se oía la presión del teclado—. Compró dos pasajes en el Terminal de Línea Azul de Gran Avenida, en la boletería 18...

—¿Tienes el destino?

—¡Por supuesto! —sonrió la operadora—. ¡Somos Inteligencia!

Al escuchar la respuesta, confirmó a su colaborador con una mirada, cortó la llamada y avanzaron hacia la costanera.

—¿Adónde vamos? —preguntó él.

—«Me gustas cuando callas porque estás como ausente.» —Encendió la camioneta—. Sígueme.

El plan Morgana
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