CAPÍTULO 36
La ministra de Defensa Nacional no había terminado de explicar sus ideas cuando tuvo que abandonar la reunión que sostenía con el ministro del Interior y el canciller en la Sala de Consejo de Ministros. Cruzó el Salón Arquitecto Joaquín Toesca sin importarle dejar las puertas abiertas, alcanzó la entrada del Salón Independencia y soltó un suspiro. Frente a ella estaba la parsimoniosa figura del presidente Lozana contemplando el lienzo que representaba la Jura de la Independencia.
—¡Presidente!
—Lo sé, lo sé —volteó la cara—. ¿Qué haremos?
La ministra Santibáñez cerró la puerta sin hacer ruido, caminó hacia el mandatario y buscó la atención de aquellos ojos perdidos en el fresco de Pedro Subercaseaux.
—El comandante en jefe del Ejército está esperando su respuesta —levantó el rostro—. ¿Enviamos tropas al Beagle?
—¿Tropas? —frunció el ceño—. ¿Estamos en una guerra?
—A doscientas millas de una guerra —asintió—. Si los marinos argentinos desembarcan en la playa de la Isla Nueva, tendremos que defendernos.
El jefe de Gobierno se frotó los párpados, vació el pecho y caminó hacia los balcones que daban a la Plaza de la Constitución.
—Si no ocurrió en 1978, ocurrirá ahora.
—La Casa Rosada nos está asfixiando. —La secretaria de Estado lo siguió—. Después de la ruptura de los contratos de gas y el quiebre de las relaciones comerciales, este escenario en la zona austral nos coloca en jaque.
—¿Cuál es la solución? —Se encogió de hombros mientras miraba la Calle Moneda—. ¿Ceder? ¿Atacar? ¿Sabe lo que significa eso?
El blackberry de la ministra de Defensa Nacional sonó en el bolsillo del blazer, contestó con un hilo de voz y prestó atención. Su cuerpo retrocedió hasta que encontró apoyo en uno de los sillones del salón, separó los labios y cortó la llamada.
—El comandante en jefe de la Armada necesita su autorización.
—¿Por qué? —devolvió la mirada—. ¿Qué hay ahora?
—Nueva, Picton y Lennox están a punto de ser invadidas.
La respuesta fue un abrir y cerrar de ojos.
Los corresponsales de Canal 13 en Punta Arenas salieron en un helicóptero apenas supieron el rumor. Sobrevolaron el Estrecho de Magallanes, hicieron escala en Porvenir para avisar a Carabineros de Chile la ruta que desarrollarían, entrevistaron a los habitantes y reanudaron la travesía hacia el sur. Desde las alturas se observaban las agitadas olas que describían la unión del Océano Pacífico con el Océano Atlántico, las ráfagas que dificultaban la conducción del vehículo aéreo y la niebla que se disipaba en cada kilómetro que avanzaban. Optaron por descender en Puerto Williams, fueron recibidos por los pobladores y advertidos por los miembros del Ejército de Chile que estaban atentos a las instrucciones desde La Moneda.
Desde la playa de Isla Navarino se contemplaban las embarcaciones con bandera de Argentina que rodeaban la Isla Picton. De inmediato, las cámaras registraron del desplazamiento de este a oeste y la coordinación para acorralar el territorio.
La única opción de escape era el Canal Beagle, pero era imposible dejar de hacer patria.
Eran las diez y quince minutos de la mañana, y el cielo de Isla Navarino fue invadido por los aviones Hércules del Ejército. Televisión Nacional de Chile y algunos diarios enviaron periodistas, quienes bajaron poco después del arribo de los uniformados. Sin embargo, la orden era clara: la isla debía ser desocupada. Los habitantes se negaron en primera instancia, pero la voz de mando del mayor que estaba a cargo de las tropas se impuso, y en menos de quince minutos abordaron cinco helicópteros rumbo a Punta Arenas.
A pesar de la prohibición decretada por el Ministerio de Defensa Nacional, las aeronaves de los corresponsales sobrepasaron los límites y se dirigieron hacia la zona de conflicto. Isla Lennox estaba acordonada por las corbetas Robinson, Spiro, Rosales y por el destructor Almirante Brown formando un semicírculo; Isla Nueva estaba acosada por las diez naves que hacían presencia desde los primeros indicios del alba y la Isla Sesambre era la guarida de los submarinos Santa Cruz, San Juan, Salta y San Luis que se mantenían en la superficie.
Los F-16 rompieron el sonido en el cielo austral, se asomaron por el oeste y sobrevolaron las islas aclarando la soberanía vigente. La Bahía Nassau fue la cuna para los submarinos General O’Higgins, General Carrera y Capitán Simpson que se desplazaron hacia Isla Terhalten para bloquear el paso hacia Lennox, y por el Canal Beagle aparecieron los lanzamisiles Chipana, Casma y Angamos con los infantes de marina apuntando el horizonte. El mar estaba inquieto. Los hombres, también.
La sonrisa de la Señora S ante la presencia del vicepresidente fue espontánea. Era, sin duda, la mejor noticia que podía recibir después de la terquedad que estaba caracterizando a su homólogo chileno. Por momentos, durante la jornada anterior, había pensado que La Moneda estaba colocando la otra mejilla frente a las constantes amenazas, y por eso dio la orden de desplegar el poderío militar en la zona más apetecida por la nación. No había otra alternativa. Se lo dijo a sus ministros, quienes en la reunión acataron junto al jefe del Estado Mayor de la Flota de Mar. Durante el atardecer, se entregaron las instrucciones para el siguiente amanecer; no debían retrasarse ni dejarse embaucar por los soldados chilenos que hacían patria en Nueva, Picton y Lennox, y si era necesario abrir fuego, debían hacerlo.
Era el mejor día como presidenta de Argentina.
—¿La Moneda habló? ¿Cederá?
—No se ha pronunciado —contestó el vicepresidente de Argentina siguiendo los movimientos que hacía la mandataria con la cara a media altura—. Pero CNN en Español lo está difundiendo, y algunos políticos e historiadores latinoamericanos están entregando sus impresiones.
—¿Qué dicen? —Se detuvo y clavó sus ojos abiertos sobre la figura parca—. ¡Habla!
—Chile está en jaque —sonrió—. Quizá en jaque mate.
La mujer se dejó caer sobre el sillón presidencial y le indicó al ministro que la acompañara. Permanecieron callados por unos minutos, chocaron miradas y reflejaron la alegría que sentían.
—¡Lo conseguiremos! —aseguró ella—. ¡En aquellas islas se izará la bandera de nuestra nación!
—¡Ya lo creo, presidenta!
—Si Jorge Rafael Videla no lo logró en 1978, yo lo haré.
—Por fin podremos saborear la victoria después muchos años. —El vicepresidente se arrellanó en el sillón—. En 1888 estuvimos a punto de ganar con los mapas...
—Pero Chile definió sus límites en el sur en la Constitución de 1922 —dijo la mandataria—. Decía claramente «Chile conoce como límites naturales al sur El Cabo de Hornos». ¡Debieron mantener esa idea!
—En 1856 firmamos el Tratado de Paz, Amistad, Comercio y Navegación11, pero no dio resultados, y en 1881 el Tratado de Límites...
—«Chile en el Pacífico y Argentina en el Atlántico.»
—¿Es el Protocolo de 189312?
La mandataria asintió mientras se acomodaba los cabellos sobre sus hombros y se reclinaba en el asiento.
—¡Y, finalmente, el Tratado General de Arbitraje de 1902! —enarcó las cejas—. Demasiado tiempo ha esperado Argentina para reclamar lo que le pertenece.
—No debemos olvidar el Laudo de 1977 —entregó un rictus de amargura—. Inglaterra metió las narices y decidió. ¡Qué nefasto!
El vicepresidente se levantó al comprobar que el silencio significaba el término de la conversación. Rápidamente, se acercó al escritorio para averiguar si la presidenta Sanjuán necesitaba más información. Ella, ensimismada, movió las manos hasta que se sintió sola.
—Definitivamente, ¿lo lograremos?
—¿Lo dudas? —Miró hacia la puerta, donde estaba el segundo mandatario—. ¿Dudas de esta oportunidad?
—No, pero...
—Si ganamos el Lago del Desierto en 1994, las islas también serán nuestras —aseveró—. ¡Será como quitarle un dulce a un nene!
La puerta se cerró suavemente.
La mandataria estaba viviendo un sueño.