CAPÍTULO 17

Sandra despertó con el golpe de su cara en el borde del escritorio. Entre sus manos tenía el tazón con café frío que se había servido a las dos de la tarde. Eran las cinco y media y todavía no podía quitarse el sueño de los ojos. Había pasado la madrugada analizando cada palabra de la grabación del espionaje que la Agencia Nacional de Inteligencia le hizo al subsecretario del Interior, pero no podía rescatar nada más de lo evidente. Dio un sorbo sólo para humedecer los labios, estiró los brazos y se arregló los cabellos sin importarle que su compañero de trabajo la observara desde la entrada del cubículo.

—¡Buenos días! —ironizó Manuel Manríquez y se detuvo sobre aquel rostro iluminado por los ojos cafés—. Te ves hermosa al despertar.

—¿Qué novedades tienes? —dijo la analista saliendo del escritorio—. Hemos perdido mucho tiempo.

—Sabemos que «Blanca Esmeralda» es un enigma, sabemos que «el Plan» es otro enigma, pero que ambos están conectados por José Gabriel Méndez por el lado peruano y por el subsecretario del Interior por el lado chileno —suspiró el muchacho, acercándose—. ¿Alguien más sabe de esto?

—La pregunta es... —la mujer enarcó las cejas—, ¿quién administró la sobredosis de valium al subsecretario del Interior cuando estaba con su esposa en el restaurante de Providencia?

—Sin duda, la misma persona que lo hizo con el asesor peruano.

La investigadora movió la cabeza ligeramente, recogió su arma de servicio que estaba junto al anexo de la oficina y cruzó la puerta sin esperar que alguien la siguiera.

Se detuvieron en San Pascual después de apartarse de Avenida Apoquindo. El criminólogo bajó el vidrio de la ventana para respirar profundo y miró a su jefa criticándole la impulsividad para conducir la camioneta Ford Ranger amarilla. Ella, dejando un silencio agobiante que remarcaba su personalidad, ignoró las intenciones del muchacho y abrió la puerta asegurándose de portar la Walter PPK.

—¿Quieres que te lleve en brazos?

—Mujer al volante, peligro constante —susurró cerrando la puerta—. ¿Nos recibirá?

—Tiene que hacerlo. —Caminaron hacia la vereda—. Estamos en una investigación de seguridad nacional.

La casa del subsecretario del Interior estaba ubicada en la mitad de la cuadra, tenía un jardín adornado con césped sintético, enredaderas en los cimentos de la reja que eran mojados por dos regaderas automáticas, un perro pastor alemán que retozaba entre las hojas y una sirvienta que limpiaba los contornos de bronce de las lámparas que por las noches iluminaban el pasillo que conectaba la calle con la puerta del hogar.

—Somos de la Agencia Nacional de Inteligencia —dijo Manuel Manríquez exhibiendo la credencial—. Queremos ver a la señora Begoña Urrutia.

—Está de duelo —respondió la empleada, acercándose.

—Estamos investigando quién mató al subsecretario del Interior —contestó Sandra Calderón—. Es importante.

La mujer permaneció con la boca abierta y las manos en los bolsillos. Su mirada agitada y el sudor en su rostro inquietaron al criminólogo, quien se aproximó a la verja.

—¿Ayer usted almorzó con ellos?

—No...

La asistente del hogar tragó saliva y corrió hacia el interior. Enseguida, el portón eléctrico se abrió permitiendo el ingreso de los agentes, quienes caminaron hasta la puerta de la casa, donde estaba la esposa del subsecretario del Interior vestida con blusa, falda y zapatos negros. Sus ojos rojizos e hinchados convencieron a los visitantes de que la congoja aún estaba en su corazón.

—Queremos hacerle unas preguntas —dijo la agente Calderón al sentarse en el sofá de la sala de estar junto a su compañero—. Usted estuvo con el subsecretario antes de su muerte.

—Alguien le disparó —respondió la viuda—. Yo me quedé en el restaurante...

—Encontramos una sobredosis de valium en el cuerpo de su marido —acotó Manuel Manríquez—. ¿Alguien estuvo con ustedes? ¿Alguien se acercó a ustedes y le dio algo al subsecretario? ¿Alguien lo sacó de la mesa por un momento?

—No —titubeó la señora Begoña Urrutia—. Al llegar, dijo que al mediodía le avisaron de una reunión con el presidente de la República.

—¿Sólo eso? —insistió la criminóloga.

—Me dijo que le había ordenado a su secretaria cancelar toda la agenda de la semana.

—Entonces, estuvo con su secretaria en la oficina antes del almuerzo —dijo el agente Manríquez—. ¿De acuerdo?

—Sí —suspiró la viuda—. ¿Por qué lo mataron? ¿Ustedes saben algo?

El joven investigador consultó a su superior con una delicada mirada que intentaba hallar el lado sensible de la mujer. Sin embargo, negó con la cabeza, se incorporó de un salto y se dirigió a la puerta.

—Gracias por su tiempo —respondió Sandra Calderón.

—Si saben lo que realmente ocurrió, avísenme, por favor —dijo la señora Begoña Urrutia—. Buenas tardes.

La investigadora encendió la camioneta y aguardó a que su compañero cerrara la puerta.

—¿Cuál es nuestra próxima parada?

—Sorpresa. —La mujer aceleró buscando una salida hacia Avenida Apoquindo—. Abróchate el cinturón.

El plan Morgana
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