CAPÍTULO 56
A primera hora, el presidente Quispe dio la orden de dejar sin efectos los trámites para romper las relaciones bilaterales. El primer ministro obedeció a pesar del malestar que le provocó la impunidad a la osadía que habían tenido los invasores. Fue por eso que se reunió con el mandatario en el Gran Hall después de cruzar la Puerta de Honor y esperó que le diera una buena razón sin importarle arriesgar su carrera dentro del Palacio de Pizarro.
—¡Se rieron en nuestras narices! ¡Chilenos malnacidos!
—No importa —dijo el presidente luchando con el sobrepeso que lo caracterizaba para mantenerse en pie sin dificultades—. Debemos mantener la cordura para conseguir el veredicto a nuestro favor en la Corte Internacional.
—¿Supo que se escaparon en un helicóptero desde la Embajada? —gritó—. ¡Señor presidente, yo pedí su autorización para derribarlos en el aire! ¡A este ritmo, perderemos todo lo que hemos avanzado!
—Se equivoca, ministro Fuentes —inclinó el rostro—. Todo sigue como antes, pero haremos uso de lo que nos pertenece. ¿Entiende?
El secretario de Estado contrajo los labios y enarcó la ceja izquierda sin conseguir resolver el acertijo.
La bandera de Perú flameaba desde temprano en el límite determinado por las doscientas millas desde la costa. Al amanecer, se habían agrupado más de diez barcos pesqueros formando un cordón que no se disolvía a pesar de las advertencias de las patrullas de la Armada de Chile. Sólo a las nueve y media se recibió la orden para proseguir. Las lanchas chilenas se vieron amenazadas por la petulancia de las factorías, las que cruzaron la frontera internacional y se adentraron en el mar chileno sin disminuir la velocidad.
Las alarmas del puerto de Arica advertían a los extranjeros de la gravedad de los actos. Los botes y faluchos regresaban a la orilla y la Armada rodeaba las embarcaciones dándoles instrucciones para abandonar la zona de extracción, sin embargo, anclaron e iniciaron la recolección de productos a ochocientos metros de la costa.