CAPÍTULO 25

Confesó su temor a la altura sólo cuando el avión despegó de la losa del Aeropuerto Internacional Comodoro Arturo Merino Benítez, se abrochó el cinturón y cerró los ojos. A su lado, Sandra Calderón cubría la sonrisa burlona con la portada del libro que había comprado media hora antes del embarque.

—¿Y si hubiéramos viajado por tierra?

—Entonces, tendríamos que reservar un año para llegar —lo miró—. ¿Sabes adónde vamos?

—A La Paz, ¿no? —Manuel Manríquez evitó observar por la ventana—. ¿Es necesario ir en avión? ¿Qué tal si una turbulencia nos encuentra a diez mil pies de altura?

La investigadora negó con la cabeza, sacó un dulce del bolsillo de la chaqueta y se lo colocó en los labios sin quitar sus ojos de aquel perfil.

—¿Quiénes somos?

—Turistas uruguayos. —Él remarcó el acento montevideano—. Estamos conociendo Sudamérica.

—Somos un matrimonio de turistas uruguayos —corrigió la agente Calderón retomando el libro—. ¿Comprendido?

—¿Eso significa que debemos comportarnos como un matrimonio real?

Ella confirmó ligeramente y se concentró en la lectura. Él, resignado, reclinó la cabeza y cerró los ojos esforzándose por olvidar el lugar donde estaba. Sin embargo, a los minutos se enderezó, se tironeó los cabellos e interrumpió el hábito de su jefa cerrándole el libro y entregándole una aguda mirada.

—¿Podemos conversar?

—¿De qué? —La mujer frunció el ceño—. No olvides quiénes somos...

—Si fingimos ser un matrimonio, ¿deberemos dormir juntos? —suspiró—. ¿Tendré que besarte y tomarte de la mano?

—Puede ser. —Sonrió refugiándose en el pasillo—. ¿Tienes algún problema?

—No —titubeó—. Sólo que no quiero que pienses mal de mí.

La criminóloga le dio un guiño y volvió al libro.

—No tienes que preocuparte. No lo haré.

—De acuerdo.

Manuel Manríquez retomó la posición de descanso y escrutó el perfil de su acompañante hasta que ella se percató y le dio la espalda.

El Aeropuerto Internacional El Alto estaba con pocos pasajeros. Había pasado más de media hora desde que descendieron del avión, recogieron las dos mochilas en la aduana y descansaron en el hall. Manuel Manríquez se atrevió a sonreír después de un sorbo de café tibio, comprobó que su cuerpo estaba intacto y que la compañía de su superior era incondicional.

—¿Taxi? —dijo un hombre que apareció de la nada frente a ellos—. ¿Tienen reserva en la ciudad?

—No —contestó Sandra Calderón carraspeando para perfeccionar su acento uruguayo—. Pero estamos esperando a unos amigos.

—De acuerdo —sonrió el taxista, marchándose—. Estaré afuera si necesitan mis servicios.

El criminólogo se despidió con un inusual movimiento de manos, envolvió la cintura de su compañera, le besó una mejilla y le indicó la inmensidad del aeropuerto.

—Querida, ¿por dónde empezamos? —fingió la voz montevideana—. ¡Estas vacaciones serán increíbles!

—Tenemos que encontrarla como sea —ella le besó el lóbulo de la oreja izquierda—. ¿Me acompañas, mi amor?

—¡Cómo gustes, mi vida!

Atravesaron el pasillo que conducía hacia el estacionamiento tomados de la mano y con las mochilas al hombro, se miraron cuando vieron al taxista y abordaron el vehículo en silencio.

—¿Cuál es la dirección de sus amigos?

—Daremos un paseo antes de juntarnos —contestó la mujer—. ¿Qué nos recomienda?

—Son las ocho y media de la noche. —El taxista miró por el espejo retrovisor—. ¿Quieren cultura o diversión?

El joven investigador sacó la voz para adelantarse a su superior, le indicó que saliera del Aeropuerto Internacional El Alto y que los condujera al centro de la ciudad.

Permanecieron callados, abrazados y estudiando cada movimiento del chofer y del entorno. Ella asentía cuando comprobaba que el recorrido coincidía con la simulación que había hecho en el ordenador antes de abandonar Santiago, se lo hacía saber a Manríquez, pero él trataba de controlar las pulsaciones de su corazón al estar viviendo su primera experiencia en el extranjero.

—¿Saben algo de La Paz?

—No mucho —dijo la agente Calderón—. La verdad, es que venimos viajando desde Montevideo, estuvimos en Asunción, en Buenos Aires, en Santiago de Chile y ahora en La Paz —suspiró—. ¡Nos encanta viajar! Tenemos muchos amigos repartidos por el Cono Sur.

—Les aconsejo que se cuiden —dijo el taxista al detenerse frente al semáforo en rojo—. Los extranjeros siempre son víctimas de robos y secuestros.

Sandra Calderón miró de soslayo a su compañero para sentirse segura, le apretó la mano y respiró cerca de sus labios. Él, más tranquilo, se inclinó para encontrarse con el perfil aguileño y tostado del conductor.

—Hace unos años leí algo que ocurrió en La Paz.

—¡En La Paz lo que menos hay es paz! —rió el chofer—. Todos los días tenemos algo nuevo.

Ella arrugó la frente para frenar las intenciones de su acompañante, se aproximó a su boca para callarlo con un beso y le torció los dedos de la mano, pero el criminólogo continuó.

—Leí que desapareció una diputada de La Paz —balbució—. Creo que se llamaba Rosa Cifuentes de la Cuadra, ¿no?

—Sí —el chofer aceleró ante la luz verde—. Fue una noticia que conmocionó a Bolivia. Algunos dicen que la secuestraron por estar en contra del Movimiento Nación Camba, por negocios sucios y por problemas con su partido político. —Disminuyó la velocidad frente a la luz roja—. Dicen muchas cosas. Lo cierto, es que desapareció y nadie sabe nada de ella.

Manuel Manríquez entregó una ceja en alto para tranquilizar a su cómplice, le acarició las mejillas y procuró besarla, pero prefirió apreciar el atardecer paceño a través de la ventana.

—La diputada Cifuentes de la Cuadra es un mito urbano —sonrió el conductor—. Muchos dicen que la han visto mendigando para sobrevivir, pero nadie ha podido demostrarlo.

—¿Dónde la han visto? —dijo el investigador.

—En el centro. —Negó con la cabeza—. Generalmente, creen verla en la Plaza San Francisco, en la Plaza Murillo y en la Plaza Pérez Velasco.

—Quizás está viva —se atrevió Sandra Calderón.

—¿Viva? —soltó una carcajada—. ¡Si lo estuviera, hubiera demandado a sus atacantes! ¿No les parece?

La analista se encogió de hombros y se refugió en el pecho macizo de su colaborador.

El automóvil se detuvo en Avenida Mariscal Santa Cruz. El conductor aseguró el freno de mano y se volvió hacia los pasajeros, quienes contemplaban la enorme construcción del siglo XVI que estaba enfrente.

—La Iglesia de San Francisco es la máxima atracción de nuestra ciudad —confesó—. Esta es la Plaza San Francisco.

—¿Estamos en el centro de La Paz? —dijo Manuel Manríquez bajando el vidrio.

—¡Sin duda! —sonrió el chofer—. Mañana podrán visitar el templo desde las nueve. ¿Sabían ustedes que hay mucha historia en este edificio?

—Sí —dijo Sandra Calderón en un golpe de voz, olvidando por segundos que era turista uruguaya—. Estudié Historia.

El criminólogo abrió la puerta y se dispuso a descender, pero el dueño del taxi carraspeó y extendió la mano luego de indicar el taxímetro.

—¿Podemos pagarle en dólares? —dijo ella sacando las divisas del bolsillo—. No tuvimos tiempo para canjear bolivianos.

—No hay problema —enarcó una ceja—. Sé diferenciar entre un dólar verdadero y uno falso.

La mujer pagó y siguió a su compañero, quien sostenía las mochilas admirando la majestuosidad de la Iglesia de San Francisco. Se mostraron indiferentes ante la presencia del automóvil, y sólo cuando éste se marchó caminaron hacia el templo sintiendo el frío de la noche paceña.

—¿Qué haremos ahora?

—Mira y aprende —dijo ella—. Es tu primera experiencia. Debemos sobrevivir, no levantar sospechas y siempre mostrarnos como imbéciles.

—¿Cómo encontraremos a aquella mujer? —Respiró profundo—. Esta ciudad parece muy grande. ¿Cómo se te ocurrió esto?

—¿Te parece descabellado? —Sandra Calderón abrió el bolsillo de la mochila y sacó una fotografía tamaño oficio que mantenía doblada—. Más de alguien la debe reconocer. Además, el taxista dijo que la han visto...

—Está muerta —se atrevió a tomarla por los hombros—. Mejor sigamos averiguando en Santiago.

La investigadora estiró la página hasta convencerse de que la imagen estaba correcta, clavó sus ojos cafés inquietos en los del veinteañero y le ofreció un rictus que lo invitaba a no desanimarse.

—Aprovecharemos los dos días que estaremos en Bolivia. ¿Te parece?

—¿Qué haremos? —respiró profundo—. Sinceramente, todo esto me da mucho miedo. ¿Qué ocurrirá si nos descubren?

—¡Somos turistas uruguayos, querido! —le acarició una mejilla—. No lo olvides.

Sandra Calderón se adelantó para bordear la Iglesia de San Francisco, pero él la retuvo de un brazo, la abrazó y descansó en su hombro.

—No te aproveches de la situación —contestó ella, seria—. Sólo actuamos...

—No tenemos armas, no tenemos Embajada en La Paz, el Gobierno negará nuestra existencia si nos descubren, estamos lejos de nuestras familias y...

—Sólo sígueme —asintió—. Confía en mí.

Cargaron las mochilas en silencio, se tomaron de la mano y avanzaron hacia Calle Figueroa disfrutando las sombras de la ciudad.

El plan Morgana
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