CAPÍTULO 58

Al virar a la derecha notaron la diferencia. La carretera quedó en el olvido y entraron a una de las ciudades más asoladas por el terremoto del 27 de febrero de 2010. A él le parecía un lugar tranquilo, la mezcla perfecta entre la ruralidad y la urbanidad. A los costados de la Avenida Aníbal Pinto se levantaban casas, restaurantes, un preuniversitario, el hospital y la capilla.

—«El orgullo de ser parralino» —leyó ella en el anuncio que estaba en la orilla—. Es un pueblo sencillo.

—¿Por qué una mujer peruana compró dos pasajes y se vino a meter a un lugar como éste? —suspiró Manuel Manríquez—. ¿Qué crees tú?

—Lo investigaremos. —Se detuvo en el semáforo que estaba frente a la Plaza de Armas—. ¡Nos demoramos la nada misma!

Doblaron por Calle O’Higgins hacia el sur, vieron el Juzgado de Letras en la esquina y luego divisaron los buses que se estacionaban. Detuvieron la camioneta frente al angosto parque que separaba las pistas de la avenida y corrieron hacia la estación. Había demasiadas personas de las zonas agrícolas, jóvenes, estudiantes y vendedores ambulantes. También unos payasos que cantaban en el límite de la Calle Delicias del Sur con Calle Igualdad.

El criminólogo sonrió mientras su jefa ocultaba el rubor, esperaron en la avanzada hilera, se miraron como si quisieran comentar las peculiaridades de la ciudad y se adelantaron al campesino que se disponía a comprar un boleto en la ventanilla.

—¿Llegó el bus que salió a las ocho de la mañana desde Santiago? —La investigadora golpeó el mesón—. ¿Qué sabe? ¡Hable!

—Usted no respetó el turno de la hilera —dijo el vendedor—. No la atenderé...

—Lo hará. —Manuel Manríquez mostró la credencial—. Somos del Gobierno. Queremos saber si llegó o no.

—Sí, llegó hace... —arrugó el ceño— ¿media ahora?, ¿cuarenta minutos? Algo por ahí...

—¿Vio a dos ciudadanos peruanos bajar del bus?

El cajero se encogió de hombros y estiró los labios. Fue entonces cuando Sandra Calderón sacó un retrato que había confeccionado en el ordenador para el informe final y lo acercó hasta que perturbó al interrogado.

—Lo siento, pero no la vi. ¡Estoy todo el día sentado acá y no alcanzo a mirar los andenes!

—De acuerdo —el criminólogo retrocedió—. ¿Dónde hay hosterías en Parral?

—Hay dos hoteles que están en Avenida Aníbal Pinto y dos residenciales por esta calle hacia abajo —indicó—. ¿Qué pasó? ¿Por qué buscan a esas personas?

—¿Te interesa saberlo? —La mujer guardó la imagen y le entregó un papel con el número de teléfono anotado.—. Si la ves, llámame, ¿sí?

El operador movió ligeramente la cabeza mientras se retiraban.

—¿Seré famoso si los denuncio?

—Muy famoso —guiñó ella—. ¡Espero tu llamada!

Cruzaron la calle y abordaron la camioneta. La analista se ajustó el cinturón de seguridad, hizo contacto y bajó el cristal lateral, pero se percató de que su acompañante no se movía.

—¿Qué?

—¿Siempre eres así? —suspiró—. ¿A todos les cierras el ojo?

—¿Es una escena de celos o qué? —Aceleró—. ¿Quieres que te responda lo que me preguntaste en el avión?

—...

—Todavía me acuerdo de mi ex novio. —Dobló hacia el centro de la ciudad—. ¿Sabes por qué? Porque no hacía estas preguntas...

—No quise hacerlo...

—¡Deberías estar en kindergarten con tu pensamiento!

Pisó el pedal, el motor de la Ford Ranger amarilla rugió despertando la atención de los vendedores callejeros, pero pronto se detuvo frente al Mercado Municipal. Descendieron callados, sintieron el olor a mariscos y se dejaron llevar por la compañía de una mesera, quien les ofrecía la carta del día. Manuel Manríquez estaba pálido, con la nariz tapada con el borde del suéter y la mirada desconfiada en cada paso. En cambio, su superior se mantenía erguida, adusta ante la espontánea sonrisa de la vendedora y agitaba los ojos sobre cada mesa.

—¿Tienes cebiche?

—No, pero tengo salmón a la plancha, caldillo de mariscos, caldillo de congrio...

—¿Dónde venden cebiche?

—En ninguna parte. —La mesera jugó con el mantel—. La mayoría lo prepara en casa.

—Gracias...

—¿Quiere sierra al horno? ¡Está recién preparada!

—Soy alérgica al yodo. —Sandra le dio la espalda—. No como nada que provenga del mar.

Estaba sola en la entrada del recinto. Por momentos, quiso llamar por celular, pero se detuvo cuando vio que, junto al capó de su vehículo, estaba su colaborador sosteniendo una rosa roja.

—¡Ni lo sueñes!

—Siento lo que dije...

—Pero lo dijiste. —Subió—. Además, no juegues al galán porque no eres mi tipo, ¿entiendes?

El criminólogo hizo una mueca, bajó la flor y cerró con un portazo. Luego, se atrevió a buscar una sonrisa, pero ella condujo hacia la arteria principal sin quitar los ojos del camino.

El monolito a la memoria de Pablo Neruda estaba frente a ellos. Se habían detenido a revisar la estación de ferrocarriles para asegurarse de que no hubiera otra vía de escape. La agente hizo un gesto con el índice y el guardia se quitó de la entrada, inspeccionó las boleterías y exhibió la fotografía a los trabajadores, pero nadie la reconoció. Ligeramente, se volteó hacia el agente Manríquez para solicitarle ayuda, mas él estaba con las manos colgando en los bordes de los bolsillos frente al andén principal.

—Mi papá trabajaba en los trenes —dijo cuando sintió la presencia de la mujer a su lado—. Era conductor de locomotora.

—¿Te trae recuerdos?

—Sí —suspiró—. Murió hace unos años, cuando yo estaba en el último año de universidad...

—¿Dónde estudiaste? Nunca me lo has contado.

—En la Universidad de Concepción —sonrió—. ¡Sureño de corazón!

Sandra Calderón observó sus manos y se extrañó por la ausencia de la rosa roja, la buscó disimuladamente en su entorno y en los ojos del muchacho, pero sólo un paso más adelante le respondió.

—¿Por qué la dejaste en los rieles?

—Como recuerdo para mi papá. —Carraspeó—. Siempre que puedo, lo hago. Me gusta recordarlo en los trenes porque fue muy feliz en lo que hacía. A veces, lo echo de menos...

La criminóloga lo tomó por los hombros, lo miró a los ojos y respiró profundamente para ser fuerte ante las lágrimas que derrumbaban la parquedad.

—¿Tú tienes a tus papás vivos?

—Ellos murieron —titubeó—. Nos volcamos de regreso a Santiago... Tuvimos un hermoso día en Viña del Mar, pero un conductor imprudente ocasionó el accidente... Sólo yo me salvé...

—Lo siento mucho, Sandra...

—Tenía quince años —arrugó los párpados—. Quizá eso me hizo ver el mundo de otra forma... A veces, me doy cuenta de que soy cruel, pero no puedo cambiar.

Se fundieron en un efusivo abrazo, contuvieron los alientos y reposaron. Una caricia escapó de él, se miraron fijamente y aproximaron sus labios.

—No confundamos las cosas, por favor.

Ella se apartó, subió el cierre de la chaqueta y dobló el retrato entre sus dedos.

—Debemos continuar buscando...

—¡Espera! —La tomó de la mano—. No dejes que esto se desvanezca, por favor...

—Tiene que desvanecerse. —Avanzó hacia el hall de la estación de ferrocarriles—. Olvídalo y vamos.

Manuel Manríquez vaciló, se quedó apoyado en la puerta, se cruzó de brazos y estudió los decididos pasos de su superior.

Enseguida, cuando la vio encender el vehículo, corrió secándose los ojos.

Habían recorrido por séptima vez en menos de una hora la Avenida Aníbal Pinto a diez kilómetros por hora. Cada uno se encargó de un costado. De repente, se detenían en medio de la calle y corrían tras algunos sospechosos, pero los soltaban al comprobar las identidades. Así estuvieron hasta que nuevamente llegaron al acceso norte de Parral, se estacionaron en el hospital, vieron dos furgones de Carabineros y una camioneta de la PDI. Después de exhibir las identificaciones, tuvieron acceso a la sala. El criminólogo no comprendía muy bien lo que hacían en aquel lugar, pero tampoco quiso averiguarlo para no sentir que su corazón se estremecía ante la voz de la investigadora.

—Buscamos a una mujer peruana —dijo Sandra Calderón—. Venimos desde Santiago por una investigación gubernamental. La última pista fue que compró dos boletos con destino a Parral...

—Pero no hemos dado con ella —acotó Manuel Manríquez—. Este pueblo es demasiado tranquilo. Nadie la ha visto...

—¿Puede ser ella? —El subprefecto de la PDI mostró los documentos—. María Vera Salgado, nacionalidad peruana. Trabaja como secretaria en la Embajada...

—¿Cuándo llegó?

—Hace quince minutos —dijo el subprefecto de la PDI—. Según el relato del esposo, ella se ahorcó en el baño del bus con los cordones de las zapatillas. Cuando se percató, la rescató y bajaron en la carretera, a un kilómetro de la entrada norte. Un particular los trajo porque los encontró en la berma, sentados...

La agente asintió y ostentó tímidamente los dientes a su compañero.

—¿Cuál es el estado de la mujer?

—Según los médicos, es crítico. El cerebro pasó demasiado tiempo sin oxígeno...

—¿Muerte cerebral? —el agente Manríquez enarcó una ceja.

—El doctor Rebolledo dijo que está inconsciente —confesó el policía—. Harán lo posible para revivirla.

—Manténgala bajo arresto, ¿de acuerdo? —retrocedió—. ¿Dónde está el esposo?

El subprefecto de la Policía de Investigaciones levantó el índice y señaló la habitación contigua. Los criminólogos alcanzaron el pasillo que conectaba ambas salas, abrieron la puerta y hallaron a un hombre de estatura media, moreno, con bigote pronunciado, labios gruesos y ojos enrojecidos que estaba sentado en el borde de la camilla custodiado por tres carabineros.

—¿Esa cartera de dama es suya?

—Es de mi señora, puis —titubeó—. ¿Cómo está ella? ¿Abrió los ojos?

—¿Puede acompañarnos? —dijo Manuel Manríquez asegurándose de que los grilletes estuvieran cerrados—. Volveremos pronto.

—¿Y mi esposa?

—Se quedará acá —la mujer recogió la cartera—. Tomaremos un poco de aire fresco.

Cruzaron la entrada del Hospital de Parral, lo sentaron en el estrecho espacio que quedaba entre el puesto del conductor de la camioneta y el copiloto y luego aceleraron hacia el norte.

Se salieron del camino después de pagar el peaje en Longaví. Avanzaron por un sendero de piedras y polvo movedizo que estaba rodeado de vegetación quemada por las primeras heladas del año. Algunos viñedos de los predios aún tenían frutos, pero permanecían intactos. No había campesinos ni animales cerca, de modo que la criminóloga detuvo el motor después de bajar una cuesta. Manuel Manríquez movió al ciudadano peruano en silencio y expectante y lo dejó sentado en el suelo, cerca de la rueda trasera.

Sólo se oían gemidos.

—Sabemos casi todo. —La agente Calderón lo sentenció con la mirada—. ¡Confiésalo!

—No sé de qué hablan...

—No nos hagas perder más tiempo —dijo Manuel Manríquez, acercándose y levantando polvo con sus pies—. ¿Qué sabes de Blanca Esmeralda de la Paz? Si no lo dices, difícilmente volverás a ver a tu esposa...

—¡No! —Se retorció en el suelo—. ¡No sé nada! ¡Lo juro!

El criminólogo mantuvo las manos a media altura con la intención de apresurar la diligencia, pero se contuvo ante la intervención de su superior.

—¡Habla! —gritó ella—. ¿Quién es Blanca Esmeralda de la Paz?

—Es un correo electrónico —jadeó—. Es una contraseña, un seudónimo...

—¿Por qué tu esposa maneja esa información? —Sandra Calderón adoptó una posición firme, sin pretender moverse de ahí hasta oír respuestas—. No te escucho...

—El congresista Zamora la contrató. Nosotros sólo obedecemos órdenes...

—¿De quién?

—Del congresista Zamora —lloró—. Una vez nos habló de La Nueva Confederación y que debíamos trabajar por el orgullo y el progreso de nuestro país...

—Tu señora suplantó a la diputada Rosa Cifuentes de la Cuadra. —El agente Manríquez levantó las cejas—. ¿Lo sabías?

El ciudadano peruano estaba inmóvil, con los pantalones orinados y la respiración disminuida.

—Ella estuvo con el subsecretario del Interior, se vistió como Rosa Cifuentes de la Cuadra y usó sus huellas. ¿De dónde las sacó?

—El parlamentario Amaro Zamora falsificó los guantes con las huellas —resolló—. ¡Obedecíamos órdenes!

—Y también mató a José Gabriel Méndez con valium —sentenció Sandra Calderón—. ¿Sabías que el asesor del embajador era espía peruano? Pues, si no lo conocías, mataron a uno de los suyos...

—¡Obedecíamos órdenes!

—¿Por qué arrancaron de Santiago? —Manuel Manríquez gritó sobre aquel rostro inexpresivo—. ¡Contesta!

—Anoche llamó el congresista diciendo que espías chilenos habían descubierto los documentos secretos y que nosotros seríamos los primeros en ser capturados...

—¿Por qué Parral? ¿Por qué?

—Lo elegimos en la estación de buses —balbució—. El congresista dijo que no saliéramos del país porque nos detendrían en el aeropuerto. Así que buscamos un lugar al azar...

La criminóloga examinó el interior de la cartera y mostró los guantes de látex ambidiestros con las huellas de la ex política boliviana, dos envases vacíos etiquetados como valium, un celular, una pistola Taurus PT-917C negra y algunos documentos.

—Nueve milímetros —la revisó el joven investigador—. El mismo calibre que tenía el cuerpo del embajador Coloma y del asesor José Gabriel Méndez...

—Y del subsecretario del Interior —aportó la investigadora—. ¿Hay alguna explicación para esto?

—Sin duda, ella lo hizo —dijo Manuel Manríquez—. El Gobierno de Chile le dará cadena perpetua por espionaje, conspiración internacional en territorio chileno y triple homicidio...

—¡No! —tosió el prisionero—. María no tiene la culpa...

El hombre se sacudía en el suelo levantando una nube de polvo que asfixiaba. La agente se cruzó de brazos demostrando soberbia y su colaborador sujetó al prisionero por los hombros para que no se golpeara la cabeza contra el borde de la llanta.

—Habla. Es la última oportunidad.

—María sólo le dio valium al embajador Raimundo Coloma, a José Gabriel Méndez y al vendido de su Gobierno...

—...

—Yo los maté —gimió y miró de soslayo—. Mis dedos están marcados en la pistola. Yo maté al embajador antes de la medianoche y le pagué al forense para que pusiera huellas falsas, maté al guardia de la Embajada, le disparé al asesor y me disfracé de mendigo para terminar con el chileno soplón en el semáforo. ¡Yo lo hice!

El muchacho y la superior se miraron boquiabiertos. Ella procedió a guardar las pruebas en bolsas plásticas y las etiquetó como evidencias mientras él cargaba al limeño hacia la camioneta.

—¿Por qué lo hicieron?

—El congresista Amaro Zamora nos reclutó hace cuatro años para que trabajáramos en la Embajada. Mi señora era secretaria porque tenía estudios y yo era jardinero —sollozó—. Dijo que, al término de todo, podríamos volver a Lima para ver a nuestra familia. Mientras tanto, él alimentaría y educaría a nuestros hijos... ¡Ya sabe, puis, que los que vivimos en los suburbios no tenemos muchas oportunidades!

—¿Cuál fue el motivo para matar al embajador? —la analista lo encaró—. Leí un correo en el ordenador del señor Coloma, un correo que envió Blanca Esmeralda de la Paz, o mejor dicho... su esposa...

—La última vez que el embajador Raimundo Coloma estuvo en Lima discutió con el congresista Zamora porque estaba en desacuerdo con la polémica marítima que se llevó a La Haya y dijo que no apoyaría al Perú —negó con la cabeza—. ¡Estaba del lado chileno! ¡Era un traidor!

—Quizá, tenía razón...

—¡El mar que reclamamos es nuestro! —gritó—. Por eso el señor Zamora dio la orden para matarlo, y luego pensó que José Gabriel Méndez se vendería y que estaría del lado chileno tras la muerte del embajador. También autorizó asesinarlo...

—¿Y el subsecretario del Interior?

—Ya no servía —confesó—. Se usó y se desechó.

Manuel Manríquez le ordenó que se colocara decúbito abdominal en la parte posterior de la camioneta, pero permanecía con la mirada perdida en el horizonte sin importarle que el sudor goteara por la barbilla.

—Pudo ser perfecto. Sólo queríamos lo mejor para nuestros hijos...

—No es una excusa.

—¿Qué falló? —Vació su pecho—. Con María pensábamos que todo estaba bien planeado...

—No contaban con la astucia del embajador. —Sandra Calderón se apoyó en la camioneta—. Me imagino que él sabía que su oposición a las intenciones de Lima tendría un precio. Por eso, tal vez, hizo un puzle con la contraseña de su correo electrónico, «Zapaled adlaremse acnalb», y se esforzó por morir fuera del edificio —enarcó las cejas—. Sabía que Chile tendría jurisdicción para investigar.

Se dispusieron a abordar la camioneta Ford Ranger amarilla cubierta por el polvo, pero el celular de la criminóloga sonó.

Después de oír la noticia, cortó y le pidió compañía a su colaborador.

—Su esposa murió...

—Ay, no...—el limeño contuvo el aliento.

—La PDI se encargará de ustedes —dijo Manuel Manríquez—. Lo siento.

El extranjero cerró los ojos y cayó de golpe sobre la parte posterior del vehículo.

Minutos más tarde, retomaron el camino de regreso.

El plan Morgana
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