CAPÍTULO 59

La Lancha del Servicio General Arica abandonó el puerto al mediodía. Las alarmas se habían desactivado para no ocasionar desórdenes, pero la Armada estaba estudiando las posibilidades para validar el Derecho de Mar reconocido internacionalmente. Las doscientas millas habían sido violadas por las factorías, y a pesar de las advertencias entregadas por comunicación radial era imposible devolverlos a aguas sin patria.

El recorrido no interrumpió las actividades. Las banderas peruanas permanecían izadas, los pescadores y marinos dirigían las faenas e ignoraban la voz del sargento que estaba a cargo de la presencia chilena. El capitán de El Robador se aproximó a la cubierta y realizó gestos obscenos en contra de la jurisdicción. Por eso, minutos más tarde, aparecieron desde el sur los patrulleros del Servicio General Contramaestre Micalvi y Aspirante Isaza escoltados por las lanchas patrulleras costeras Grumete Troncoso y Grumete Salinas.

La táctica permitió cercar el acceso hacia el continente formando un ángulo de cuarenta y cinco grados en la orilla y manteniendo el armamento disponible en el horizonte. Rápidamente, la Lancha del Servicio General Arica abandonó la línea defensiva y ocupó el extremo noroeste.

—Chile reclama invasión de territorio —gritó el sargento por el altoparlante—. Es necesario que los buques abandonen la zona.

—¡Al carajo, chilenos usurpadores!

—No mediremos la fuerza para sacarlos de territorio con jurisdicción propia —respondió el suboficial de la Armada de Chile—. En diez minutos tendremos órdenes.

—¡No nos moverán! —gritaron los tripulantes de Alcázar de El Callao mientras colocaban un lienzo con el mapa del conflicto que estaba pendiente en La Haya—. ¡Devuélvannos lo que nos pertenece, chilenos ladrones!

El sargento de la Armada bajó el micrófono y miró la línea de fuego que se había formado. De repente, se escucharon estruendos que obligaron a enfrentar a los buques pesqueros, pero comprobaron que ellos no los habían provocado. En el cielo, desde el este, aparecieron dos CASA C-212 Aviocar y tres helicópteros Cougar que se abrieron hasta formar un círculo sobre los invasores.

Luego, contempló la bahía, rechinó los dientes y contuvo la respiración.

El Edificio Diego Portales estaba rodeado por vehículos blindados y carros de Carabineros. El último en llegar a la reunión fue el comandante en jefe de la Armada después de la citación conjunta que realizaron la ministra Úrsula Santibáñez y el jefe del Estado Mayor de Defensa Nacional. Sin embargo, la expectación estaba centrada en el arribo del presidente de la República, quien se había negado a tomar la resolución en el Palacio de Gobierno para evitar el acoso de la prensa.

A las trece y quince minutos, el mandatario y sus asesores llegaron a la sala de reuniones, sonrió para saludar y se llevó las manos a la espalda olvidándose de que debía presidir. Se percató de la tensión, pues todos permanecían con los labios contraídos y los dedos entrelazados, y de vez en cuando humedecían sus lenguas con agua mineral. A pesar del liderazgo que imponía la ministra de Defensa, no conseguía obtener un dictamen, por lo que abandonó su puesto y enfrentó a la comisión.

—Sugerencias, por favor.

—Tendremos este episodio como parte de la contramemoria que presentaremos a La Haya —susurró el ministro de Relaciones Exteriores—. Mis asesores están trabajando...

—¡Queremos una solución ahora! —El jefe del Estado Mayor de Defensa Nacional—. ¡Están a menos de ochocientos metros de Arica!

—Enviamos tropas de ligera carga para mantenerlos a raya —aseguró el comandante en jefe de la Armada—. Mis hombres sabrán controlar la situación.

—Y mientras tanto, ¿qué? —El presidente Lozana se apoyó en la mesa—. ¡El Gobierno de Quispe me está agotando la paciencia!

El canciller prefirió incorporarse, se acomodó el cuello de la chaqueta y se paseó con las manos en las carteras. Desde el rincón que se formaba entre la puerta de acceso y la pared contemplaba los semblantes ensimismados. Algunos, trataban de dibujar mapas con estrategias militares, otros redactaban párrafos de ideas, sin embargo, nadie se atrevía a sacar la voz.

—Atacaremos —el jefe de Estado se irguió—. Abriremos fuego.

—¿Seguro? —El jefe del Estado Mayor levantó el dedo índice—. ¿Sabe lo que significa?

—Sí.

—¿Entonces? —la ministra de Defensa Nacional lo miró de soslayo—, ¿quiere disparar contra los buques peruanos?

—¡Están invadiendo el mar chileno y hay que sacarlos como sea! —Golpeó la mesa—. ¿Entendido?

—Es arriesgado, sobre todo si están a metros del puerto...

—¡No me interesa! —gritó el mandatario—: ¡Si no es por las buenas, entonces será por las malas!

Abrió la puerta con un movimiento, sacudió la cabeza y avanzó unos pasos. Luego, se detuvo, observó por sobre el hombro y regresó con el rostro a media altura.

—Lo siento...

—Lo entendemos, presidente, pero debemos pensar bien —dijo el canciller—. Si quiere restar puntos al fallo de La Haya, saquemos a esos intrusos a balazos, pero si queremos darles de su propia medicina, entonces debemos ser pacientes...

—¿Hay heridos? —Se sentó—. ¿Cómo están la ciudad, el puerto, la población? ¿Podemos arrastrarlos hasta las aguas internacionales sin daño colateral?

El jefe del Estado Mayor de Defensa Nacional prefirió apoyarse en el subjefe de la rama, pero éste bajó la vista y aguardó las palabras de la encargada de la cartera de Defensa. No obstante, ella jugó con un lápiz entre las manos y clavó sus ojos adornados con pestañas crespas en la figura parca del comandante en jefe de la Armada, quien, súbitamente, se incorporó, se ajustó la gorra y las jinetas y caminó hacia la salida.

—Déjenlo en las manos de mis hombres —sentenció—. Son hombres de mar.

—El Ejército puede colaborar...

—La Aviación también.

—Tenemos la situación bajo control —dijo cerrando la puerta—. ¿No leyeron los informes preliminares?

Desapareció.

Todos se miraron más tranquilos.

Frente al Morro se levantaron lienzos y pancartas. Los manifestantes interrumpieron el tránsito, tocaron pitos y gritaron consignas de apoyo a la soberanía.

Carabineros y el Ejército salieron a las calles para custodiar el orden después de falsas alarmas sobre atentados provocados por los ciudadanos peruanos residentes en la urbe de la eterna primavera.

En las playas se formaron cadenas humanas de todas las edades, vestidos con camisetas con colores chilenos y tarareando canciones de paz. Algunos empresarios locales simpatizaron con avionetas que exhibían propagandas en defensa de los derechos de los ariqueños, los conductores tocaban las bocinas en todas avenidas y los más osados llegaron a lo más alto para enterarse de lo que estaba ocurriendo en el mar.

Los buques del puerto estaban encallados. La autorización para los movimientos se suspendió a las dos y media de la tarde, y desde el instante la ciudadanía tenía prohibido el acceso aunque tuvieran emergencias. Se ordenó cerrar el comercio, los servicios públicos y los centros educacionales y se advirtió a la población de abastecerse y apartarse de la costa. No obstante, pocos obedecieron y permanecieron fieles a la pasión que habitaba en sus corazones.

Un hombre gritó «¡Viva Chile, viva!». En minutos, toda la ciudad estaba con las manos en alto y alentando con la efervescencia de un encuentro deportivo.

El sol bajó la intensidad hasta que formó el hermoso crepúsculo y dio paso a la noche estrellada. Pero aquellas gargantas no se callaban, la marea subió y la incertidumbre creció. Ningún ariqueño se movió de su lugar, nadie tenía miedo, frío ni hambre. Muchos estaban con binoculares, la prensa transmitía desde los edificios más altos y la mayoría se encomendaba a ojos entreabiertos.

Los relojes marcaban las once y media de la noche. De pronto, la Lancha del Servicio General Arica se desplazó mar adentro.

Entonces, todos apretaron los dientes.

El sargento se restregó los ojos antes de que su nave se detuviera frente a la proa de Alcázar de El Callao, se persignó y alumbró con el foco hasta que halló al capitán de la factoría junto a unos marinos que sostenían la bandera de su nación.

—Señores, están violando los tratados internacionales...

—¡Por fin los chilenos saben lo que es la usurpación! —gritaron.

—La Haya no ha resuelto nada —alumbró hacia la popa—. El Gobierno de Chile hará uso de la fuerza si no abandonan el lugar.

—¡No nos moverán! —gritó el capitán—. ¡Llévense sus helicópteros y faluchos porque no nos sacarán de aquí! ¡El presidente del Perú autorizó la pesca industrial en el Mar de Grau!

El suboficial consultó la hora en el Seiko que llevaba en la muñeca izquierda, enarcó las cejas y asintió.

—La Moneda dio veinticuatro horas para abandonar territorio chileno...

—¡No lo haremos! ¡Entiendan!

—Entonces, nos veremos en altamar.

La LSG Arica viró hacia la derecha formando un semicírculo. De repente, un disparo rompió el silbido del viento. El sargento cayó sobre la cubierta con el tórax ensangrentado y la mirada perdida en el cielo. Uno de los tripulantes desenfundó su arma, pero se percató de que estaban en medio de la línea de fuego.

El plan Morgana
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