55
Miller llamó a Roth poco antes de las nueve; le dijo que iba a dar una vuelta con el coche, quizás hasta Hampton, para ir a ver el mar.
—¿Estás bien? —preguntó Roth.
—Todo lo bien que puedo estar.
—¿Quieres venir luego a casa a ver el fútbol?
—No —respondió Miller—. Quiero salir. Que me dé el aire. Todo este asunto es una mierda. Quiero apartarme de todo unas cuantas horas.
—Llámame si necesitas algo —dijo Roth.
—Ven tú luego a verme, si quieres.
—Quizá lo haga.
Miller colgó, salió de comisaría y se dirigió a la oficina de Nanci Cohen.
La ayudante del fiscal del distrito sonreía mucho para su cargo.
Le pidió a uno de sus empleados que fuera a buscarles café. Insistió en que Miller probara algún tipo de macchiato especial. Tenía un regusto a caramelo que a él le pareció nauseabundo.
Nanci Cohen era de esas mujeres a las que Harriet Shamir reconocería al instante. Se ponía en primera fila, a la cabeza de todo, y no había modo de que pasara desapercibida.
—No puedes —fue la respuesta de Nanci Cohen.
Era una respuesta directa y sin condicionantes, y había algo en aquella rotundidad que hizo que Miller sonriera.
—¿Qué pasa? ¿Crees que estoy de broma? —preguntó ella.
—No, no creo que esté de broma.
—Entonces, ¿qué es lo que me estás diciendo? Sonríes como si se tratara de una escena de una comedia. No tienes caso, inspector. No tienes caso. No hay nada. Ha desaparecido. Alguien con las pelotas mucho más grandes que Lassiter, o incluso que el gran jefe, ha enviado a sus matones para que se llevaran toda esa mierda. No queda nada, inspector Miller. Como te he dicho, no tienes caso. No puedes hacer nada.
—¿Y qué? Ya lo he dejado…
—¿Es que no tenemos más asesinatos en Washington? Claro que lo has dejado. De hecho, ni siquiera tienes voz ni voto. Te lo han quitado. Todo. Esta gente tiene autoridad para hacer lo que le venga en gana. Te han quitado el caso, han retirado la orden de búsqueda contra nuestro hombre…
Miller se la quedó mirando.
—¿Que han hecho qué?
—Tu amigo, Robey… Han retirado la orden de búsqueda.
—¿Por qué? ¿Por qué iban a hacer eso?
—Mató a un agente de policía, inspector Miller. John Robey mató a un inspector de policía en acto de servicio. Ahora esto se convierte en algo muy diferente. Ya sabes cómo funcionan estas cosas. La gente no mata a la familia, ¿verdad?
—No hay pruebas de que fuera Robey.
Nanci Cohen sonrió comprensiva.
—No seas tan inocente, inspector. No se trata de si disparó al inspector Oliver o no. Este hombre es un peligro para la población, pero también para la policía. Es…, bueno, tú sabes mejor que nadie cómo va esto. A la gente se le habla de los peligrosos. Sus caras aparecen en los periódicos y en la tele. Pero de los verdaderamente peligrosos nunca oímos ni una palabra. No importa que los cojan o no, porque nadie gana nada con ello.
—De modo que tengo las manos atadas —dijo Miller sin alterar la voz.
—Más bien es como si te las hubieran cortado de cuajo. Tómate un par de días de vacaciones. Te los has ganado. He visto cómo habéis trabajado el tema, pero así son las cosas, ¿no?
Miller, ocultando sus sentimientos, intentando controlar la rabia, la frustración, tratando de no mostrar nada más que una resignación filosófica, se puso en pie y sonrió a la ayudante del fiscal del distrito Cohen.
—Es un buen lío, ¿eh? —dijo—. Un lío de narices.
—Da gracias a que ya no es tu lío, inspector.
Cohen también se puso en pie y le acompañó a la puerta.
—Así pues, ¿qué vas a hacer?
—Me voy a dar una vuelta por Hampton, para ver el mar.
—Me alegro por ti —dijo ella, e hizo que uno de los suyos acompañara a Miller a la puerta.
Miller se paró en un deli y compró un 7-Up para calmar el estómago. Se subió al coche y se dirigió hacia el norte, hasta el laboratorio forense de Greg Reid. Este tardó casi media hora en atenderle; cuando lo vio, Robert le pidió una copia del certificado de defunción de Catherine Sheridan.
Reid no parecía sorprendido por la petición. Le llevó a las oficinas de administración, se sentó frente a uno de los ordenadores, introdujo la petición y en un momento la impresora escupió una copia.
Reid acompañó a Miller a la puerta exterior. Hubo un momento de silencio incómodo entre ellos, y luego Miller le dio de nuevo las gracias.
—Buena suerte —dijo Reid.
Miller sonrió con resignación.
—Eso es un lujo poco habitual en este caso, créeme.
Se marchó, rodeó el edificio y fue hasta el coche.
Cuando llegó a Vermont Avenue eran ya las diez y media. Estaba allí, en el vestíbulo del First Capital Bank, y se dio cuenta de lo rápido que había avanzado la investigación inicial del asesinato de Catherine Sheridan. Aquello era algo que no habían hecho. Nunca habían buscado el origen del dinero que había ido recibiendo cada mes. Debería haber sido algo sencillo y básico, pero de algún modo, con todo lo ocurrido, habían pasado por alto un montón de detalles. En retrospectiva siempre todo parecía más claro y sencillo —tendría que haber hecho esto o aquello, tendría que haber seguido esta o aquella pista—, pero era imposible ver el aspecto externo de algo desde dentro.
Miller recordó lo que había dicho Harriet: «Los secretos mejor guardados son los que todo el mundo tiene a la vista».
La vida de Catherine Sheridan, las vidas de Margaret Mosley, Barbara Lee, Ann Rayner —e incluso la de John Robey—, todos los nombres de los libros que Catherine Sheridan había anotado con suma paciencia y meticulosidad para que él los descubriera…, aquellas personas habían vivido unas vidas que no tenían nada que ver con la impresión que daban. Eran fantasmas, todos y cada uno de ellos, y tras la máscara que llevaban ante el mundo escondían una realidad muy diferente, una explicación completamente diferente de sus muerte. No eran accidentes, ni el resultado de un percance. Miller estaba seguro de que los ataques fortuitos, las sobredosis de drogas, los infartos e incluso aquellos asesinatos más recientes, atribuidos a un espectro que los periódicos habían bautizado como el Asesino de la Cinta, de hecho no eran nada más que ejecuciones. Habían puesto fin a aquellas vidas por algún motivo. ¿Había sido Robey? ¿Era Robey quien había matado a toda aquella gente? Y si así era, ¿por qué? La identidad del hombre en el maletero del coche, las cintas en la guantera, las que llevaba en la mano…
—¿Inspector Miller?
Miller levantó la vista algo sobresaltado.
—Perdone —se disculpó—. Tenía la cabeza en otro sitio.
El hombre le tendió la mano.
—Richard Forrest —se presentó—. Subdirector.
—Señor Forrest…, gracias por recibirme. Me preguntaba si habría algún sitio…
—Para hablar en privado, claro. —Cruzó el vestíbulo y tomó un pasillo que había a la izquierda. Un poco más allá, a la derecha, se paró, abrió la puerta de un despacho y le hizo pasar.
—¿Quiere un café? —preguntó mientras Miller se sentaba.
—No, no hace falta, señor Forrest. Gracias.
Forrest se sentó frente a Miller.
—Bueno, inspector, dígame cómo podemos ayudarle.
—Estamos recopilando información de un caso. Desgraciadamente, tiene que ver con el asesinato de una clienta suya…
—¡Oh, vaya! —dijo Forrest, sinceramente afectado—. Qué desgracia.
—¿Le suena una tal Catherine Sheridan?
Forrest se lo pensó un momento.
—Lo siento, inspector Miller… Tenemos más de dos mil quinientos clientes.
Miller sonrió. Sacó el certificado de defunción de Catherine Sheridan del bolsillo.
—Por lo que nos consta a nosotros, no tiene padres ni otros familiares vivos. Debemos actuar en nombre del Estado en estos casos, y ocuparnos de sus asuntos, al menos de las cosas básicas como su cuenta bancaria. Acabo de hablar con Doug Lorentzen, del American Trust Bank, en esta misma calle…, subdirector de seguridad. ¿Lo conoce?
—Creo que sí… Sí, ese nombre me suena.
—Allí tenía seguros y cosas por el estilo. Vamos a liquidar esos temas hoy mismo. Ella tenía una cuenta aquí, y recibía ingresos de una compañía llamada United Trust.
—¿Y desea que les informemos de que se ha cancelado su cuenta?
Miller sonrió.
—Tenemos un departamento que puede encargarse de eso. Les enviamos una copia del certificado de defunción y una notificación oficial.
—Entonces, ¿qué puedo hacer por usted, inspector?
—Hay algo poco habitual, que en realidad no nos explicamos, pero es que entre los efectos de la señorita Sheridan había numerosas referencias a media docena de oficinas diferentes de la United Trust, pero parece que había trabajado en una oficina fuera de Washington. Necesitamos saber de cuál de sus oficinas procedía el salario que recibía.
Forrest sonrió, aparentemente satisfecho de que le pidieran algo que estuviera al alcance de su mano. Por su experiencia, Miller sabía que todas las restricciones normalmente impuestas por la disciplina burocrática solían caer en caso de asesinato. Los ejecutivos que solían ser más antipáticos y engreídos acababan mostrando su lado más humano.
—¿Quiere esperar un momento? —preguntó Forrest.
—Claro, no hay problema.
—¿Y está seguro de que no le apetece un café, o un agua mineral, quizá?
Miller negó con la cabeza.
En la puerta, Forrest se detuvo.
Miller hizo un esfuerzo por mostrarse tranquilo, pero sintió que el corazón se le paraba por un momento.
—Solo para nuestros registros, por si algún día alguien pregunta…
Miller levantó las cejas.
—¿Me permitiría hacer una fotocopia del certificado de defunción de la señora Sheridan?
—Por supuesto, claro —dijo Miller, que se levantó y dio un paso adelante para entregarle a Forrest la hoja.
Forrest la cogió y dijo que tardaría lo mínimo imprescindible.
Los minutos que Miller se pasó esperando, intentó no pensar en lo que le ocurriría a su carrera profesional si lo que estaba haciendo llegaba a salir a la luz. No estaba en buenas relaciones con el comisario en jefe ni con el departamento de relaciones públicas. Sabía que el asunto llegaría a Asuntos Internos. Apenas acababa de recuperarse del caso Brandon Thomas, y ahí estaba, sentado en un despacho del First Capital Bank en Vermont Avenue, esperando que el subdirector regresara con los detalles personales sobre los ingresos de la víctima de un asesinato, un asesinato que ahora formaba parte de un caso que le había quitado de las manos el FBI…
En sí misma, daba la impresión de que cada violación no era más que un exceso de celo cometido por un inspector de policía diligente y comprometido en su afán por resolver un caso. Incluso Lassiter, o la ayudante del fiscal Cohen o el comisario…, todos sabían perfectamente que los agentes solían rebasar esos límites tantas veces que resultaban incluso difíciles de ver. Todos tenían su propio convenio, las verdades aceptables, los puntos en los que la aplicación de la ley y la lucha por la justicia se volvían más importantes que la meticulosidad en el cumplimiento de las normas. Esas cosas se sobrentendían. No se discutían. Pero lo que Miller había hecho, lo que Miller estaba haciendo, era una violación flagrante de los fundamentos más básicos de la investigación criminal.
Ahora se trataba de ver si lo conseguiría, o si aquello acabaría con él. Él no tenía dudas sobre la necesidad de seguir adelante, sobre todo después de lo ocurrido. Y Oliver estaba muerto. Aquello era suficiente motivación. Pero había algo más: la certeza de que así podría llegar a comprender. Cualquiera que fuera el motivo que justificara la muerte de aquellas personas, lo que estaba claro es que tenían un autor. Alguien había causado aquellas muertes. Alguien era culpable, y Miller no creía que fuera una persona. Creía algo completamente diferente, y al considerar las pruebas que tenía, las luces de advertencia que le señalaban el camino, lo fácilmente que se había engañado, pensando que una cosa era otra…, hasta que no vio todo aquello no se dio cuenta del motivo de sus miedos. Aquello era un asunto de vida o muerte, no solo de las de los asesinados, sino también de la suya. Le habían dicho que lo abandonara, que se apartara, que lo dejara en manos de profesionales de verdad. Ya le había parecido antes que las mismas personas que ahora supuestamente investigaban el caso sabían mucho más de él de lo que dejaban ver. Tal como decía Harriet, los mejores secretos son los que están a la vista…
La puerta se abrió. Forrest entró, cruzó el despacho y se sentó. Devolvió el original del certificado de defunción a Miller, y luego le entregó una única hoja.
—Desgraciadamente esto es todo lo que tenemos —dijo—. El nombre que figura es United Trust, y la dirección es un apartado de correos de aquí, en Washington. Normalmente no aceptamos un apartado de correos como dirección, pero…
Miller asintió.
—Esas cosas pasan, señor Forrest, lo entiendo.
—Así que eso es lo mejor que puedo ofrecerle. Tendrá que ir a la oficina de correos. Ellos deberían tener una dirección de facturación para el alquiler del apartado de correos. El número es el 19405. Eso significa que es en la Diecinueve.
—Y no hay nada más sobre esta cuenta, ¿no?
Forrest negó con la cabeza.
—Por lo que yo he visto, el dinero se ingresaba, y luego se retiraba en los cajeros automáticos. No se firmaban cheques… —Levantó la mirada y parecía algo confuso—. En todos los años que estuvo abierta la cuenta, nunca se extendió un cheque. La señora Sheridan nunca vino al banco. Nunca pidió un préstamo, ni una tarjeta de crédito, ni se vio con ninguno de nuestros empleados.
—Poco habitual —dijo Miller.
—Mucho —confirmó Forrest—. Pero no ilegal, ¿eh?
—No, no ilegal.
—Siento no poder hacer nada más para ayudarle, inspector Miller.
Miller se levantó de la silla y le estrechó la mano a Forrest.
—Ha hecho todo lo que ha podido. Le agradezco su colaboración.
—Es algo terrible —comentó Forrest—. De algún modo, resulta aún más inquietante teniendo en cuenta que tuvo tan poco contacto con nosotros… —Negó con la cabeza—. Supongo que usted debe de sentir algo parecido constantemente…, la sensación de que quizá podría haber hecho algo que cambiara las cosas. No es que eso tenga mucho sentido, pero no puedes evitarlo… —La voz de Forrest se fue apagando.
No podía explicar lo que sentía, pero Miller sabía lo que quería decir.
—Siempre —observó Miller—. No puedes evitar pensar que quizá podrías haber hecho algo. —Le vinieron a la mente Jennifer Ann Irving, Natasha Joyce. Incluso Carl Oliver.
—Si hay algo más… —añadió Forrest.
—Gracias. Ya encontraré la salida yo solo —dijo, y se puso en marcha.
No se volvió a mirar a Forrest; quería que Forrest recordara lo menos posible de su encuentro, quería que a Forrest nunca se le ocurriera mencionárselo a nadie. Miller sabía que no sería el caso. Forrest lo comentaría a la hora del almuerzo, o quizás en una reunión interna. «¿Sabéis que una de nuestras clientas ha sido asesinada…?». Eso no significaría nada. Podía contárselo a todos los del banco, pero eso no significaba que la cosa fuera a ir más allá…
Miller atravesó la puerta de salida y no pudo evitar mirar por encima del hombro.
La noche anterior. La sensación de que le observaban. Lo mismo. La misma sensación…
Volvió hacia el oeste de la ciudad, se dirigió a la oficina de correos de la Diecinueve, confiando en su placa, en su autoridad, en la creencia fundamental de la gran mayoría de la gente de que debían cooperar con la policía. A veces funcionaba, otras veces no.
Miller estaba de suerte. Encontró un joven que parecía más interesado en cómo había muerto Catherine Sheridan que en si Miller tenía derecho a acceder a la información relacionada con un apartado de correos.
—¿Asesinada? ¿Cómo? —preguntó.
Se llamaba Jay Baxter, llevaba una placa dorada con su nombre en la camisa.
—No quieras saber cómo murió —dijo Miller.
—Claro que sí. —Baxter sonrió—. Es interesante, tío…, realmente interesante. ¿Cuántas veces tienes ocasión de enterarte de algún detalle de las cosas que hacen esos tíos?
—¿Te interesan los asesinatos?
Jay Baxter se rio.
—No tengo mucho interés en verme involucrado en algo así —dijo—, pero ya sabes, los aspectos psicológicos tienen su miga. He leído un montón de libros, iba a estudiar psicología, pero luego empecé a darme cuenta de que eran todo paparruchas. No tienen ni idea de lo que hace que alguien cometa algo así, ¿no te parece?
Miller negó con la cabeza.
—No, no tienen ni idea… Supongo que en eso llevas razón.
—Bueno, pues dime… Información a cambio de información, ¿eh?
—Le cortó la cabeza —mintió Miller.
—¡No me jodas! —reaccionó Baxter con los ojos como platos.
—Limpiamente —prosiguió Miller—. Creemos que fue con un machete… o quizá con una espada samurái. El corte más limpio que has visto nunca.
—¿Y tú la viste? La viste…, ya sabes…, con la cabeza cortada, y todo eso…
—Claro. Es nuestro trabajo. Vemos las atrocidades que les hacen unas personas a otras.
—¡Joder, tío! —exclamó Baxter—. Joder… ¿Y nunca te ha dado por vomitar, o algo así?
Miller sonrió.
—He vomitado unas cuantas veces, sí… Al principio te afecta, pero luego deja de impresionarte.
—Y todo esto saldrá en los periódicos, ¿no?
—Claro.
—Y lo del apartado de correos… ¿De qué va?
—Es una pista —dijo Miller—. Me vas a ayudar a seguir una pista.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Genial… Sí, claro… Quiero decir que, ya sabes, si te podemos ayudar en lo que sea… Dime el nombre otra vez.
—United Trust. Apartado de correos 19405.
Jay Baxter, con los ojos aún abiertos como platos y quizá con más ganas de seguir haciendo preguntas y la sensación de que no debía, introdujo el número en el ordenador de su mesa y se quedó inmóvil un momento.
—United Trust… Con sede en la oficina de United Trust Incorporated Finance, 1165 E Street, en el cruce con la Catorce. ¿Sabes dónde es?
—Lo puedo encontrar.
—El apartado está a nombre de Donald Carvalho —señaló Baxter, deletreándole el nombre para que tomara nota.
—Me has ayudado mucho —dijo Miller, levantándose de la silla.
—Me alegro.
Miller se detuvo un momento en la puerta y se volvió para mirar al joven.
—No hace falta que te advierta de que la información es confidencial, ¿verdad?
Baxter sonrió, negó con la cabeza y se pasó la mano por la boca, como si cerrara una cremallera.
Miller le devolvió la sonrisa.
—Buen chico —dijo, y cerró la puerta tras él.
Fue entonces, mientras cruzaba el vestíbulo y se dirigía hacia la puerta principal, cuando vio al hombre de la gabardina.
Miller se fijó en él simplemente porque daba la impresión de que el hombre se había fijado en Miller. Una vez más, al pasar por su lado, tuvo la sensación de que le observaban, y en la puerta se volvió un instante, y sintió los ojos del hombre siguiéndole al salir por la puerta y hasta llegar a la calle.
El hombre estaba apoyado en la pared, y parecía que leía algo, pero se irguió al ver pasar a Miller. Por lo poco que pudo ver al pasar junto a él, calculó que tendría entre cuarenta y cincuenta años, el cabello oscuro, gris en algunos puntos, y que llevaba un traje negro, camisa abierta y una gabardina marrón.
Ya fuera de la oficina de correos, Miller cruzó la calle y bajó hasta el cruce de la Diecinueve y M Street, simplemente para ver si el hombre de la gabardina le seguía. No lo hizo. Miller intentó no dar más importancia a lo sucedido. Quizá no fuera más que un tipo que iba a lo suyo, un hombre que había levantado la mirada al pasar Miller, quizá porque le hubiera reconocido de alguna fotografía del periódico por el caso Thomas, o a lo mejor le había confundido con otra persona…
Por mucho que intentó racionalizar, seguía sintiéndose inquieto. Dudó un momento más, y luego se dirigió a su coche a toda prisa.