Inevitabilidad.
Yo os puedo hablar de la inevitabilidad.
La muerte y los impuestos, ¿verdad? Son inevitables.
Os diré qué más es inevitable. El amor, eso es. Inevitable como la gravedad.
Los impuestos se pueden evitar. La gente puede engañar a la muerte, o al menos posponerla. Todo eso se lee en los titulares de los periódicos, del tipo «Un hombre engaña a la muerte», que a veces se ven.
Pero decidme de alguien que nunca haya querido a nadie.
No estoy hablando de deseo. No estoy hablando de desear tanto estar con alguien que te duela. No estoy hablando del amor fraterno, materno, paterno, familiar. Ni de adorar a alguien, o tenerle devoción, o de estar pendiente de alguien como nunca antes en la vida…
Estoy hablando del amor.
De un amor tan intenso que no puedas verlo, percibirlo, tocarlo, saborearlo, oírlo, que no puedas contarlo, definirlo, describirlo o detallarlo; que no puedas explicarlo, racionalizarlo o justificarlo, ni razonar sobre él mientras te tomas una copa de bourbon y te fumas un paquete de Luckies…
De un amor tan intenso que en realidad no sabes hasta qué punto te tiene dominado hasta que intentas pasar página… y te das cuenta de que no puedes.
Estás atrapado, y eres consciente de que lo que estás experimentando es algo que forma parte de ti, tanto que ocurra lo que ocurra, haga lo que haga la persona a la que quieres, considerarías inhumano no seguir queriéndola para siempre.
Eso es el amor… Lo que yo sentía por Catherine Sheridan.
¿Y algo más que sea inevitable? Que Robert Miller me encuentre. Me encontrará porque yo quiero que me encuentre. Porque por fin hemos llegado a la conclusión de que esto tiene que acabar.
Recuerdo a Don Carvalho, la pregunta que quería hacerle hace tantos años. Aún lo veo ahí delante, con esa expresión en el rostro, y esa mirada misteriosa.
—¿Tienes una pregunta? ¿Quieres preguntarme si había alguien en la comunidad de inteligencia de Estados Unidos que organizara, orquestara, pagara o contribuyera de algún modo, directa o indirectamente, en el atentado contra el presidente Reagan?
—Sí —dije yo—. No vas a decirme que esas cosas pasan de verdad, ¿no?
Carvalho sonrió.
—¿Kennedy? —dijo—. Los dos Kennedy, Martin Luther King…, hasta Nixon fue asesinado de un modo especial.
No dije nada. Lo sabía, pero no quería saberlo.
—¿Has oído lo que dijo Reagan cuando su mujer llegó al hospital?
—Una frase de una peli…, algo de que se le había olvidado agacharse, ¿no?
Don Carvalho asintió.
—«Cariño, olvidé agacharme». Eso es lo que dijo. ¿Por qué iba a decir eso, John? ¿Se le olvidó? Solo se te olvida algo si te han dicho antes que lo hicieras.
—¿Le dijeron que se agachara?
—Yo no digo eso —dijo Don—. Yo no tengo una opinión formada en uno u otro sentido. Los sucesos particulares no significan nada. En cinco años nadie recordará el intento de asesinato de Reagan. Que intenten matar a alguien no significa nada, aquí lo desconcertante es que alguien pudiera llegar tan cerca de él.
—¿Y Kennedy? —insistí—. Kennedy dijo que cualquiera podía morir asesinado si el asesino estaba dispuesto a sacrificar su propia vida.
Don se rio.
—Claro que dijo eso. Kennedy decía muchas cosas. Eso no significa que sean ciertas. Kennedy era el chico de oro, el que tenía que salvar al país, y luego se convirtió en un grano en el culo, como todo el resto. Lo crearon, del mismo modo que habían creado a todos los que vinieron antes, y cuando lo tuvieron se dieron cuenta de que había sido un tremendo error.
—¿Cómo lo llama Lawrence Matthews? ¿El «monstruo sagrado»?
Carvalho sonrió.
—Más vale que te lo creas, amigo… Más vale que te lo creas.