Quizá sea algo sobrenatural, producto de mi propia imaginación o paranoia, pero creo que están a punto de llegar.
Miércoles por la mañana. 15 de noviembre. Me encuentro frente a un aula llena de estudiantes, y hay un momento de silencio. Posiblemente crean que se me ha olvidado lo que iba a decir. Posiblemente no les importe. Nunca podrían imaginarse que en esos breves segundos he visualizado y recordado una conversación sobre el equilibrio, una conversación que ahora parece pertenecer a la vida de otra persona.
—Tú tienes ese equilibrio —dijo él, como si fuera algo raro y extraordinario. Algo de gran belleza. Algo que vale la pena conservar y proteger.
Se llamaba Dennis Powers. Tenía un rostro ancho, unos rasgos casi caricaturescos y una sonrisa con demasiados dientes. Era instructor de monitores, y aunque me pasaba ocho o diez centímetros, tenía un aspecto compacto y tenso. Había algo en Dennis que me asustaba. Me hacía sentir como si tuviera que estar preparado para cualquier cosa, y lo más probable era que no fuera nada bueno.
—Es un buen tipo —me había dicho Catherine el día anterior.
Llevaba puesta la misma boina turquesa, y se dirigía a algún sitio, con unos libros bajo el brazo: la escena podría pertenecer perfectamente a un campus universitario de la Costa Este. Ahí es donde estábamos; éramos estudiantes, pero lo que estudiábamos no podía encontrarse en ninguna guía de carreras universitarias. Geopolítica y asuntos exteriores; guerra contra la infiltración comunista; subversión, golpes militares, asesinato…
Era abril de 1981, unos tres meses antes de mi vigesimosegundo cumpleaños, y yo ya creía. Sería «adoctrinamiento», «lavado de cerebro», «propaganda» —lo que se le quiera llamar—, pero era sutil, y funcionaba. Para cuando Catherine y yo llegamos a conocernos el uno al otro, estábamos metidos hasta el cuello. Y para cuando nos pidieron que hiciéramos un trabajo de campo, ya estábamos afiliados, inscritos, enrolados, apuntados, certificados, aprobados y documentados. Para julio del mismo año, en el momento en que nos subíamos juntos al avión, llevábamos en nuestro interior la convicción de que estábamos haciendo lo correcto.
—Tiene que haber algo en tu interior —me diría alguien muchos años después—. Algo en tu interior que coincide en lo fundamental con ese alocado montaje que hacen por ahí para implicaros. Los pastores, los lectores, los formadores…, todos saben cómo detectarlo, y lo ven en tu interior, como si llevaras un puto farolillo en la cabeza.
Más tarde lo entendería, pero en aquel momento no sabía decir qué era lo que veían en mí. Quizá fuera el desacuerdo de base con la vida que me había tocado vivir. Quizá la muerte de mis padres —o, más bien, las circunstancias de su muerte— y mi implicación indirecta en ellas. Quizás el hecho de que lo que había hecho mi padre era una locura, pero que al mismo tiempo yo comprendía por qué lo había hecho. Quizá fuera aquello lo que vieron en mí, porque aquel domingo, el día en que conocí a Dennis Powers, me miró de frente, fijamente a los ojos, y me dijo que yo tenía ese equilibrio.
—Necesitas el equilibrio —dijo, y luego sonrió, y supuse que tendría unos cuarenta y cinco o cincuenta años, pero luego me dijo lo joven que era cuando fue a Vietnam, en 1967…—. Apenas tenía veinte años en 1967, era más joven de lo que eres tú ahora.
Dennis Powers nació en 1947. Cuando lo conocí, en 1981, tenía cuarenta y cuatro años. El hecho de que pareciera mucho mayor me asustaba. Era como si le hubieran metido tres o cuatro vidas bajo la piel, a presión.
—Puedo contarte algo de lo que he visto, pero no quiero contártelo —dijo—. En realidad no quieres oír las cosas que he visto, créeme.
Yo alcé la vista y levanté una ceja.
Dennis sonrió.
—Ahora me dirás que quieres oír alguna anécdota, ¿verdad? Que quieres que te hable de los horrores que he presenciado, y que eso te ayudará a ponerlo todo en perspectiva. Vas a decirme eso, ¿verdad?
No me dio tiempo a responder.
—No voy a contarte esa mierda —dijo—, pero sí te contaré una cosa. Lo que he visto ahí fuera… —Señaló con un gesto de la cabeza hacia el perímetro de las instalaciones de Langley, como si todo lo que hubiera más allá perteneciera a algún mundo extraño y lejano—. Ahí fuera todo es una locura —dijo, tranquilamente. Estaba transmitiendo verdades universales, pasándolas de una generación a otra—. Ahí fuera tienes el principio de un mundo del que ni siquiera te gustaría formar parte. El mundo que nos espera no es un lugar al que te pueda apetecer traer niños. A la gente no le importa un carajo el planeta. Todo lo que no sea dinero, sexo y drogas, y más dinero y más sexo les importa un carajo. La gente necesita despertar, ¿sabes? Pero con la tele y con todo lo que les dicen para mantenerlos atontados, nunca abrirán los ojos ni verán lo que está pasando a su alrededor. ¿Entiendes lo que te digo?
Yo asentí.
—Y una mierda lo entiendes.
Estábamos en un anexo de uno de los edificios principales del complejo. Por la ventana veía pasar gente.
—Tú formas parte de ello, amigo —dijo Dennis Powers—. Hasta que no salgas ahí fuera y veas parte de lo que los seres humanos son capaces de hacerse unos a otros… Joder, no tendrás ni idea.
Permanecí en silencio.
—Imagina que te doy una pistola —continuó Dennis—. Te doy una pistola y te envío a algún lugar en los años veinte, ¿vale? Estás en algún lugar de Europa, Austria, quizás Alemania, y te envío a un bar en algún sitio. Te digo que hay un hombre sentado a la barra y que tienes que ir directamente hacia él, sacar la pistola y dispararle a ese cabrón en la cabeza, en el mismo lugar donde está sentado tomándose su cerveza. —Dennis hizo una pausa y me miró—. Yo te digo que hagas eso, y tú vas y lo haces por mí. ¿De acuerdo?
Yo solté una risa nerviosa.
—No —respondí—. Yo no voy a hacer eso.
—Bueno, pues te digo que el tipo sentado a la barra es Adolf Hitler, y tú entras y lo ves sentado ahí, tomándose su cerveza, y tienes una treinta y ocho en el bolsillo… ¿Qué harás, entonces?
Sonreí y asentí.
—Me iré directamente a su lado y le dispararé en la cabeza.
—¿Sin preguntas?
Negué con la cabeza.
—Ninguna.
—¿Por qué?
Era evidente.
—Si mato a Adolf Hitler, quizás evite la muerte de veinte o treinta millones de personas —respondí.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente.
Powers asintió lentamente.
—Muy bien, muy bien. Así que tenemos un punto de partida. Adolf Hitler. Ninguna pregunta, ¿eh?
—Ninguna.
—¿Y Stalin?
—Lo mismo. Sin preguntas.
—¿Y Gengis Kan, Calígula, Nerón, el káiser Guillermo?
—Qué sé yo, sí… Dios, supongo que todos ellos también.
—¿Y Churchill?
—¿Winston Churchill? No, por supuesto que no —respondí.
—En 1914 era conocido como el Carnicero de Belfast —dijo Powers—. Situó el tercer escuadrón de batalla frente al Úlster. Churchill puso los barcos de guerra en el puerto y bombardeó la ciudad…
—Estás priorizando una serie de incidentes negativos sobre un número considerablemente mayor de incidentes positivos —dije yo, meneando la cabeza.
—Así que lo que dices es que deberíamos examinar las acciones de esos personajes a la luz de la historia, para poder evaluar si hicieron más bien que mal, y si hicieron más mal…
Sonreí.
—En cualquier caso, llegados a ese punto es demasiado tarde para hacer nada.
—Exacto —afirmó Powers—. Lo cual plantea la cuestión de quién decide sobre esas cosas, y cuándo lo decide.
—Si es que hay algo que decidir —respondí yo.
Powers miró un momento hacia la ventana, y antes incluso de volverse empezó a hablar en voz baja:
—Sí que hay que tomar decisiones así —dijo—. Hay que tomarlas, y hay gente encargada de tomarlas, y ahora mismo se están tomando decisiones así a trescientos metros de donde estás sentado, y cuando estén tomadas, serán comunicadas a gente para que las ejecute con todas sus consecuencias… Y te voy a decir algo, John… —Powers se volvió hacia mí y me miró fijamente—. Esa gente está muy interesada en el papel que tú puedas desempeñar en esas consecuencias.
—¿El papel que yo pueda desempeñar? ¿Qué quieres decir?
—No eres tonto —respondió Powers—. Sabes lo que ha ido pasando aquí las últimas semanas. Hay gente con la que llegaste y que ha desaparecido, ¿verdad? Un día los ves, y al siguiente no están: no lo han conseguido. Pero tú has llegado hasta aquí, y ahora mismo me tienes delante, y yo voy a pedirte que tomes una decisión, y tal como van las cosas va a ser la decisión más importante que hayas tomado nunca. Si eliges un camino, tu vida se convertirá en algo que valdrá la pena recordar, y si eliges el otro… Bueno, si eliges el otro, tu vida será lo que decidas hacer de ella, pero desde luego no se podrá comparar con lo que podría haber sido.
Hizo una pausa, y luego sonrió comprensivo.
—Esa chica con la que vas… ¿Cómo se llama?
No respondí.
—Venga, hombre —insistió Powers—. ¿Tú crees que hay algo de lo que ocurre aquí que no sepamos? Se llama Catherine Sheridan.
—Si lo sabías, ¿por qué me lo preguntas?
Powers se rio.
—Tienes que derribar esas barreras, amigo. Tienes que aprender a confiar en alguien. Confías en Lawrence Matthews, ¿verdad?
—Claro que sí —respondí.
—¿Y en Don?
—Don Carvalho… Sí, confío en él. No sé si estoy de acuerdo con todo lo que dice, pero…
—No se trata de estar de acuerdo. No se trata de que todos tengamos el mismo punto de vista sobre el mundo. Si todos estuviéramos de acuerdo con todos sería un asco, ¿no? No, no estamos hablando de tener la misma actitud frente a las cosas; estamos hablando de tener la misma actitud de cara a poder tomar una decisión sobre algo, y luego ir y llevarla a cabo.
—¿Como qué?
—Muy bien, muy bien, ahora parece que llegamos a algo. Como Centroamérica, por ejemplo.
—¿Centroamérica?
—Claro. ¿Por qué no? Ahora mismo es un lugar cojonudo. Zona de guerra, pero con un paisaje natural precioso.
—¿Y qué?
—Ahí es donde va a ir tu novia en julio.
—No es mi novia.
—Vale. Pues es donde Catherine Sheridan, la que desearías que fuera tu novia, va a ir en julio.
—¿Por qué?
—Porque necesitamos que vaya.
—¿Para qué?
—Para arreglar las cosas. Para desempeñar su papel en el juego. Para hacer su contribución. Pero el principal motivo por el que va es porque realmente quiere ir.
—¿Y por qué me dices esto?
—Porque creo que deberías ir con ella.
—¿Para qué narices iba a querer yo ir a Centroamérica?
Dennis Powers sonrió complacido.
—Para matar al maldito Adolf Hitler, para eso.