7
El lunes por la mañana Miller llegó al Distrito Dos poco después de las ocho, y Roth quince minutos más tarde. A su llegada se encontraron una maraña de archivos, un montón de tazas de café usadas y latas de Coca-Cola vacías y el olor a humo de cigarrillos. Miller hizo sitio en una de las mesas y se llevó hasta allí un teléfono. Cogió la nota amarilla que había pegado a la pared y volvió a marcar el número. No tenía muchas esperanzas, pero lo intentó igualmente. No se dio ningún cruce cuando lo probó el día anterior. No era un número de teléfono. Miller lo marcó tres veces, y las tres obtuvo el mismo tono continuo que indicaba un número no válido.
Llamó a la centralita y les pidió que comprobaran el número con el sistema de la operadora. El resultado fue negativo: no solo no era un número en vigor o desconectado, sino que nunca había sido un número de teléfono.
Miller se quedó sentado frente a su mesa, mirando la nota de papel amarillo. «315 3477».
—Oye —dijo, dirigiéndose a Roth—. El número de teléfono no existe. ¿Qué otra cosa tiene siete cifras?
Sonó el teléfono y descolgó él mismo.
—Miller —contestó. Asintió, cogió un lápiz de la mesa e hizo sitio para poner una hoja de papel—. Sí, claro…, pásamela.
Miller escuchó un rato y echó hacia delante el cuerpo, con expresión de interés en el rostro.
—Claro —dijo—. Por supuesto que lo comprobaremos. —Hizo una pausa y siguió escuchando—. No, claro que no. Todas esas cosas se tratan con la máxima confidencialidad, pero lo comprobaremos. ¿Ha dejado su número en recepción? Muy bien…, dígame su nombre.
Se cortó la comunicación.
—¡Mierda! —exclamó, y colgó.
Volvió a levantar el auricular y preguntó en recepción si la última persona que había llamado había dejado un número. No lo había hecho.
—¿Qué tienes? —se interesó Roth.
—Una mujer…, algo de una niña de su escuela dominical, dice que ha reconocido a la tal Sheridan. Ha colgado cuando le he preguntado cómo se llamaba. Tampoco tenemos el número.
—¿Una niña? ¿Qué niña?
—Me ha dado su nombre, Chloe Joyce. Vive en un suburbio de viviendas subvencionadas. Dice que ayer vio una fotografía de Catherine Sheridan en el periódico y que hizo algún comentario al respecto.
Roth puso cara de decepción.
—Por Dios, Al, ya sabes cómo va esto. Tenemos algo, hacemos un informe, y si luego no seguimos la pista…
Roth levantó la mano y Miller se calló. Sonrió, resignado, y se acercó al ordenador. Lo encendió.
—¿Cuántas de esas llamadas crees que vamos a recibir? —preguntó Roth.
Miller sonrió.
—¿Unas cien mil, más o menos?
—¿Escrito como suena? ¿J-O-Y-C-E?
Miller asintió.
—Supongo.
—¿Alguna idea de qué barrio era?
—Ni idea. Prueba en el Mall.
Roth tecleó algo. Miller esperó con paciencia, dejando volar la mente de nuevo a la franja entre las diez y media y las cuatro y media del día 11, las seis horas de la vida de Catherine Sheridan de las que no sabían nada. La biblioteca, el deli y luego la vuelta a casa, contrastada por el anciano vecino que disfrutaba viendo a jovencitas en la tele. ¿Con quién había pasado aquellas últimas horas de vida?
Recordaba la conversación que había mantenido con el capitán Lassiter después de que Killarney se fuera, el día anterior. Los ojos de Lassiter eran como un accidente de tráfico, lo reflejaban todo: la muerte de su esposa, el suicidio de su hermana tres años antes, la frustración y la negación, aquella sensación que reconocía perfectamente, la convicción de que todo estaba jodido, o que si no lo estaba, lo estaría muy pronto. Unos ojos así lo habían visto todo, lo habían absorbido todo, y lo soportaban con profesionalidad.
Mientras Roth buscaba en el sistema, Miller llamó a la oficina del forense. Habló con Tom Alexander, el ayudante de Hemmings.
—Danos un par de horas más —le dijo—. Hasta el almuerzo. ¿Puede ser?
Miller le dijo que sí, y luego le preguntó si Marilyn Hemmings estaba allí.
—Sí que está —respondió Tom—. Metida en tripas hasta los codos, pero está.
Miller le dio las gracias y colgó.
—Tengo algo —anunció Roth—. Entre Landover Hills y Glenarden hay una mujer llamada Natasha Joyce, y tiene una hija que se llama Chloe.
—Nos vale —decidió Miller—. Vamos a hacerle una visita.
Condujo Roth. Miller se lo pidió. Quería pensar en lo que iba a decirle a la tal Natasha Joyce. Una llamada anónima, el nombre de la niña, era todo lo que tenía. Pero a falta de más, era algo.
Las calles estaban despejadas; fueron rápido y, antes de que Miller pudiera decidir qué iba a hacer, ya habían llegado.
Roth aparcó al borde del vial de acceso al complejo de viviendas. Sabía perfectamente que dejarlo en el interior suponía perderlo de vista para siempre.
Entraron juntos, y cuando estaban a punto de llegar, Miller se detuvo un momento. Se quedó un instante allí de pie, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Veía el vapor que emitía al respirar. Veía la mala vida que representaba aquel lugar. Veía los grafitos, la basura, los contenedores volcados, las botellas vacías aún en sus bolsas de papel marrón que resistían contra los elementos; veía la escalera que conducía a la frustración y a la desesperación, y a la sensación de vergüenza y humillación con que vivía mucha de aquella gente, y se preguntó por qué.
—Ahí arriba —indicó Roth, señalando con el dedo.
Miller le siguió entre aquellos edificios hechos con bloques de cemento donde vivía tanta gente que merecía algo mejor.
«Esta es la mierda que no queremos considerar parte de nuestra flamante capital», pensó.
—Dieciocho —dijo Roth—. Apartamento dieciocho, segunda planta.
Subieron rodeados de demasiadas sombras. Era temprano, pero había algo en aquel lugar que daba una sensación de anochecer a cualquier hora del día. Y luego estaba el olor a amoníaco, a meados y a mierda, a sangre, a basura y a periódicos mojados, a colchones viejos y a braseros quemados, a pretensiones y deseos de que todo pudiera cambiar. Pero no cambiaba.
«Vaya una mierda».
Roth llamó a la puerta y se apartó. Miller a la derecha, Roth a la izquierda. Roth tenía la mano sobre la pistola. Aún enfundada, pero con el cierre abierto, para poder sacarla en un momento.
«Desde luego, vaya una mierda».
Oyeron a alguien que se movía al otro lado. Cadenas, pestillos, candados…, para mantener dentro lo deseable, y todo lo demás fuera.
—¿Quién es? —preguntó una voz desde el interior.
—Policía, señora.
Silencio. Roth miró a Miller. Miller insistió:
—Abra la puerta, señora…, es la policía.
—Ya los he oído la primera vez —respondió Natasha Joyce, que giró la llave.
Se abrió la puerta. Miller entró primero, con Roth detrás, cerrando el seguro de la funda de la pistola. El recibidor era diáfano, estaba recién pintado; la alfombra del suelo, algo desgastada pero limpia. La casa olía bien, no como la escalera. Aquello era un pequeño oasis de algún tipo, un pequeño oasis luchando contra el desierto que se extendía al otro lado de las paredes.
Miller mostró su placa.
—Ya sé quiénes son —dijo Natasha Joyce.
—¿Es la señorita Natasha Joyce? —preguntó Miller—. ¿Tiene una hija llamada Chloe?
Natasha esbozó una sonrisa.
—La profesora, ¿verdad? ¿Los ha llamado?
Miller frunció el ceño.
—Por eso están aquí, ¿verdad? La mujer del periódico. La que mataron el sábado.
—Sí —dijo Miller, que echó una mirada por encima del hombro, en dirección a Roth—. ¿Nos esperaba?
Natasha movió la cabeza con gesto de resignación.
—La gente como nosotros siempre espera a gente como ustedes, ¿no es así?
Y entonces, mientras estaban en el limpio vestíbulo recién pintado del piso de Natasha Joyce, esperando a que los hiciera pasar a la cocina, se hizo el silencio y lo único que distinguió Miller fue el leve sonido de los dibujos animados en alguna tele cercana.
—Mi hija está en su habitación viendo la tele —explicó Natasha Joyce—. Hoy quería que se quedara conmigo, ¿saben? Un día sin colegio no le hará daño. Podemos hablar aquí.
Fue entonces cuando Nastasha los hizo pasar a la estrecha cocina, les mostró unas sillas a ambos extremos de una mesa más estrecha aún y ella quedó de pie, de espaldas al fregadero, con las manos agarradas al borde cromado y los nudillos tensos, como si se esperara algo malo. Apartó la mirada y se aclaró la voz, y luego se volvió hacia Miller porque él había sido el primero en entrar, el primero en hablar. Y aunque era más joven que Roth, había algo en su rostro que decía que su vida había sido mucho peor. Natasha Joyce había elegido a Robert Miller como líder de la pandilla, había decidido que, si tenía que hablar, sería con él.
—Bueno, ¿qué quieren saber?
—Hemos recibido una llamada —dijo Miller.
Observó a Natasha Joyce de cerca. Había algo en ella que le decía que, independientemente de lo que le sucediera, la vida siempre le dejaría cierta sensación de decepción. Era una chica guapa, con el cabello trenzado por un lado y largo por el otro, prendido con un clip. Pero había algo en sus ojos. A Miller le recordó a otra chica, una a la que había intentado ayudar.
Natasha parecía distraída, incómoda. Por la camiseta se veía que había sudado mucho. En la encimera había unos guantes de goma, y en el aire flotaba un olor a desinfectante. Había estado ocupada con las tareas del hogar.
—De la profesora de la escuela dominical de Chloe, ¿no? ¿La señorita Antrobus?
Miller negó con la cabeza.
—No nos dio su nombre.
—Seguro que era ella. Me habló ayer, cuando fui a buscar a mi hija. Me imaginé que los llamaría. —Natasha Joyce esbozó una sonrisa y luego se rio—. Iba a llamarlos yo misma. Joder, debería haberlos llamado yo. Esto va a parecer lo que no es.
—¿Y qué es, señorita Joyce? —preguntó Miller.
Natasha hizo como si no oyera la pregunta. Meneó la cabeza y siguió hablando:
—Es una zorra asustadiza, una pobre zorra asustadiza. Yo creo que le viene del hecho de ser una mezcla de razas, mitad y mitad, ¿saben? No es negra, no es blanca… Nadie la quiere. Debe de ser una faena.
—No nos dio su nombre —repitió Miller— y no presentó ninguna queja contra usted, contra su hija ni contra nada, señorita Joyce. Creo que la persona que llamó simplemente pensó que usted podría saber algo sobre Catherine Sheridan, la mujer que asesinaron el sábado…
—No se llamaba así —le interrumpió Natasha a modo de defensa, como si hubiera alguna manera de plantarles cara a aquellos capullos de polis blancos—. No se llamaba así, y no creo que fuera la misma mujer…, pero se presentó aquí un par de semanas después de la muerte de Darryl.
Miller frunció el ceño.
—Lo siento, creo que me he perdido. ¿Ha dicho que no se llamaba así?
—Sheridan. Catherine Sheridan. No me dio ese nombre cuando se presentó con aquel otro tío raro para hablar con Darryl.
—¿Darryl?
—El padre de Chloe. Darryl King. Era mi novio…, mi pareja, ¿saben? Era el padre de Chloe.
—¿Y está muerto?
—Sí, murió en 2001.
—Lo siento —dijo Miller, y luego volvió a lo suyo—. Y esa mujer, la que asesinaron…, ¿vino a ver a Darryl con otra persona?
—Bueno, no lo sé. No sé qué demonios pensar. Aquí vino una mujer a hablar con Darryl. Se parecía a la mujer del periódico. Vino con otro hombre, unas cuantas veces, por lo que yo sé. Conmigo solo hablaron una vez, aunque los vi dos o tres veces. Me dijeron que le buscaban, que si sabía dónde estaba. Joder, y para entonces él ya iba de bajada…, muy de bajada, ¿saben lo que quiero decir? Ya no sé cuánto se metía.
—¿Se metía?
—Heroína. Darryl era adicto, señor, un auténtico adicto como Dios manda… Así que pueden preguntarme por esa mujer, es posible que la viera un par de veces hace cinco años; eso, si es la misma mujer… pero si tenía algo que ver con Darryl King, y el motivo por el que Darryl King podía tener algo que ver con una mujer así, eso no lo sabe nadie. Y no sé cómo puedo ayudarlos. La única razón por la que les explico esto, y los habría llamado yo misma aunque esa zorra metomentodo no lo hubiera hecho antes, es porque se me ha ocurrido pensar que quizás esa gente tenga algo que ver con lo que le pasó a Darryl, ¿saben?
Miller miró a Roth. Su decepción era evidente. Aquella información era antigua, tenía cinco años nada menos, y de pronto lo que parecía ser algo se había quedado en nada.
—El hombre que iba con ella —preguntó Miller—, ¿cómo era?
Natasha señaló a Roth.
—Como él.
—¿Como yo? —dijo Roth, sintiéndose incómodo por un momento.
—Sí, como usted, ya sabe: camisa, corbata, traje, abrigo, pelo oscuro, algo más claro por los lados… pero estaba nervioso. Parecía nervioso. Joder, no lo sé, quizá no estuviera nervioso, quizás es que estaba atento, vigilando, ¿saben?
—¿Y qué aspecto tenía? ¿Se acuerda de su cara? ¿Tenía alguna característica particular?
Natasha se encogió de hombros.
—Quién sabe. Yo no lo recuerdo. Hace muchísimo tiempo. Tampoco prestaba una atención especial. Era la mujer la que hablaba. Él no dijo nada. Quizá lo reconocería si volviera a verle. No lo sé.
Hizo una pausa.
—¿Algo más?
—En realidad no —respondió ella—. El tipo me dio veinte dólares…, me dijo que le comprara algo bonito a Chloe. Le compré una muñeca. Esa muñeca le encanta, aún la tiene. Debe de ser el único motivo por el que se habrá acordado de esa gente.
—Y solo dijeron que querían hablar con Darryl. ¿Es eso?
Natasha asintió.
—¿No hay nada más que pueda contarnos de ese hombre? ¿Marcas distintivas? ¿Algo raro en su aspecto? ¿Tatuajes, cicatrices, marcas de nacimiento?
Natasha negó con la cabeza.
—No, no había nada más.
—Vale, de acuerdo. ¿Algo más que recuerde, señorita Joyce?
—No sé en qué se había metido Darryl. Joder, no lo sé… Podía ser que la señora viniera a buscar algo de coca para ella y para el tío raro que la acompañaba. La vi aquí dos o tres veces.
—¿Recuerda exactamente cuándo fue eso?
—Unas dos semanas antes de la muerte de Darryl.
—¿Y eso cuándo fue?
—El 7 de octubre de 2001.
Roth iba tomando notas en su cuaderno.
—¿Y no se le ocurre nada más que pudiera relacionar a Darryl King con esta mujer?
—Si se me ocurriera, se lo diría.
Miller guardó silencio un momento.
—¿Usted qué cree, señorita Joyce? —preguntó con un rastro de compasión y comprensión en su tono.
—¿Sobre qué? ¿Qué creo sobre qué?
—Sobre esa mujer. ¿Cree que es la misma mujer?
Natasha negó con la cabeza.
—Yo no lo sé… No puedo estar segura. Se parecen, joder, podrían haber sido hermanas. —Soltó una risa nerviosa, improvisada—. No lo sé…, la verdad es que no lo sé.
—Chloe parecía que estaba segura, ¿no?
—No la meta en esto. Por Dios, ¿qué quieren de nosotras? Una mujer vino a ver a mi novio muerto hace cinco años. No puedo decirles de qué se conocían ni lo que querían. Podría ser la misma…
—¿Era la misma mujer, señorita Joyce? —insistió Miller, que sacó del bolsillo la fotografía del pasaporte de Catherine Sheridan.
La fotografía era en color, había sido retocada y se veía muchísimo mejor que la del periódico, y cuando se la puso delante observó el cambio repentino en la expresión de Natasha, cómo se le abrían los ojos, cómo parecía coger aire en silencio, como sorprendida, como impresionada, quizás asustada.
—Creo que…, quizá…, quizá los ojos… Pero no estoy segura.
Miller sostuvo la fotografía. Los ojos de Natasha se llenaron de lágrimas.
—¿Señorita Joyce? —la interpeló Miller.
—S… sí —balbució ella—. Creo que es ella…, es la que vino…
Miller volvió a meterse la fotografía en el bolsillo de la chaqueta. Miró a Roth.
—No quiero verme implicada en esto —dijo Natasha—. Esta mujer no tiene nada que ver conmigo.
—Lo entiendo, señorita Joyce, pero vino aquí a ver a Darryl, y…
—Joder, tío, eso fue hace cinco años, ¿sabe? Darryl está muerto. Ahora esta mujer también lo está. Por Dios, tengo una niña. —Se interrumpió de pronto y miró a Miller fijamente—. ¿Usted tiene hijos?
Miller negó con la cabeza. Natasha se volvió hacia Roth.
—Usted tiene hijos… Tiene aspecto de tener hijos.
—Tres —dijo Roth.
Natasha se volvió hacia Miller.
—Él lo entiende. Pregúntele a él. Él sabe lo que es tener hijos. Yo no sé en qué lío se metería esa mujer, y desde luego no tengo ni idea de por qué vino por aquí en busca de Darryl, pero todo eso es la típica mierda que no quiero para mi hija. Dios sabe cuánto me ha costado mantenerla al margen de toda la mierda que se traía Darryl a casa. —Respiró hondo, intentando recuperar la compostura—. Sobrevivimos a eso, ¿saben? Sobrevivimos a todo eso. Dios, a veces pensé que no lo conseguiríamos, pero lo hicimos. Ahora eso forma parte del pasado, ¿me entienden? Les he dicho lo que sé… No tengo nada más que contarles. Ustedes sigan buscando y encuentren a quien haya hecho esto, pero a nosotras no nos metan, ¿vale?
Se produjo un silencio en la cocina que duró un rato, y luego Miller se levantó de la silla y le entregó una tarjeta a Natasha Joyce.
—Si recuerda alguna cosa más…
Natasha cogió la tarjeta, la miró y le dio la vuelta. Se limpió los ojos con el dorso de la mano, se separó del fregadero y se dirigió hacia la puerta de la cocina.
Miller y Roth se pusieron en pie y la siguieron hasta la entrada. Miller hizo una pausa en el umbral de la puerta.
—Lo entiendo —dijo en voz baja—. No tengo hijos, pero lo entiendo.
Natasha asintió e intentó sonreír pese a tener los ojos llenos de lágrimas. Por un momento hubo un brillo de gratitud en su expresión, pero desapareció enseguida. Miller y Roth se dirigieron hacia la escalera. Natasha se quedó mirando cómo se iban, hasta que se esfumaron tras los escalones. Justo en el momento en que cerraba la puerta, Chloe apareció en la entrada de su dormitorio.
—¿Quién era, mami?
Natasha se limpió las lágrimas con las puntas de los dedos.
—Nadie, cariño. No era nadie.
Chloe se encogió de hombros, dio media vuelta y se fue.
Natasha Joyce se quedó allí de pie un momento, con una presión en el pecho y una sensación de frío, y se dio cuenta de que no sabía casi nada de lo que le había pasado en sus últimos tiempos a Darryl King, el padre de su hija.