31
Después de aclararse la garganta, Alan Edgewood, decano del Mount Vernon College, hojeó la carpeta de color marrón que tenía delante hasta encontrar la página que buscaba. Sonrió, sacó la hoja del montón y luego miró a los policías que tenía delante, al otro lado de su enorme mesa. Se llamaban Riehl y Littman: el primero era un hombre de cabello gris y mediana edad, con cara de estibador de puerto; el segundo era un poco más joven, pero había algo en sus ojos que hacía pensar que pondría en duda todo lo que viera u oyera. Habían ido hasta allí para hablar del profesor Robey. Querían saber qué clases daba, quiénes eran sus estudiantes y cuánto tiempo llevaba trabajando en la facultad. Preguntaron de dónde había venido, sobre la naturaleza de su relación laboral, los términos de su contrato, su salario, su dirección; querían saber su número de la seguridad social, ver todos los documentos de identidad que hubiera en su dosier, y dónde se encontraba su plaza de aparcamiento en el campus. Querían saberlo todo. Ya eran más de las diez, llevaban allí más de una hora y daba la impresión de que acababan de empezar.
—Su currículo, ¿verdad? —preguntó Littman.
Edgewood les presentó aquella hoja de papel y asintió.
—Sí —dijo—, su currículo.
Riehl se cruzó de piernas y se apoyó en el respaldo de la silla.
—Dispare —dijo.
—Bueno, fue subdirector del Departamento de Lengua Inglesa en la NYSU…
Littman iba tomando notas. Levantó la vista y miró a Edgewood a la cara.
—New York… —explicó Edgewood.
—… State University —dijo Littman, y volvió a fijar la mirada en su cuaderno y escribió algo.
—Sí, como decía, fue subdirector del departamento de inglés en la NYSU, licenciado en Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Es licenciado en Filosofía por el Quincy College de Illinois, doctor en Sociología y Antropología… Es miembro del Comité de Lenguas Extranjeras del Ministerio de Defensa y también es miembro del equipo de conferenciantes del Great Books Program del Saint John’s College de Santa Fe de Nuevo México —dijo Edgewood, sonriendo.
Aquello tenía mérito, era digno de mención. Ni Riehl ni Littman reaccionaron lo más mínimo.
Edgewood volvió a mirar aquella página.
—Fue profesor residente en La Salle de Filadelfia durante tres años, ha declarado ante el Congreso y ante las cámaras de Massachusetts, Filadelfia y Ohio, y también es miembro vitalicio de la Academia Americana de las Artes y de las Ciencias.
Se produjo un silencio en el despacho, roto únicamente por el murmullo del papel al devolver Edgewood el currículo al dosier.
—¿Y dice que ha escrito algún libro? —preguntó Littman.
—Sí, agente, ha escrito algún libro.
—¿Firmados con su nombre o usando un seudónimo?
—Con su nombre. —Edgewood se puso en pie y se dirigió a las estanterías de la pared.
Tras escrutar los volúmenes un momento, sacó un par de libros finos de tapa dura que le dio a Littman.
—Más fácil que respirar —leyó Littman.
—Y el segundo —dijo Edgewood— se titula Un monstruo sagrado.
—¿Y de qué tipo son? —preguntó Riehl.
—¿De qué tipo?
—Sí. ¿Son… de misterio, de terror, románticos…? Ya sabe.
Edgewood sonrió comprensivo.
—No son como los de John Grisham o Dan Brown. Ni tampoco como los de Nora Roberts. Lo que escribe el profesor Robey cuestiona las ideas preestablecidas. El primer libro estuvo en las apuestas para el Pulitzer durante el año de su publicación.
—¿Y el segundo? —preguntó Riehl.
Edgewood negó con la cabeza.
—El segundo disgustó a demasiadas personas como para que lo tomaran en consideración. El profesor Robey escribió algunas cosas que no sentaron muy bien.
Littman frunció el ceño.
—¿Como qué?
—Abra el libro —dijo Edgewood—. Lea la primera línea del prólogo.
Littman abrió el libro, buscó la primera página escrita y leyó en voz alta: «De todas las organizaciones internacionales, la Iglesia católica es la más rica; la CIA la más poderosa. Y el jurado aún no se ha puesto de acuerdo sobre cuál es la más corrupta».
Edgewood se rio complacido.
—Esa, caballeros, no es la frase con la que empieza un libro ganador del Pulitzer.
—Ya entiendo —dijo Riehl—. ¿Y usted cómo lo ve?
—¿Que cómo lo veo? —repitió Edgewood—. Yo lo veo bien, agente. Raramente coge la baja.
—Como persona. ¿Cómo es como persona? —se corrigió Riehl—. Lo siento, eso era lo que quería preguntar.
Edgewood frunció el ceño.
—Estoy algo confundido con el motivo de su visita, caballeros. ¿Tengo algún tipo de obligación legal de responder a sus preguntas o están apelando simplemente a mi generosidad? En realidad no me han explicado como correspondería por qué están aquí, y ahora mismo tengo a un profesor auxiliar dando la clase del profesor Robey, y aunque el sustituto es un docente perfectamente capacitado, desde luego no es él quien tendría que estar haciéndose cargo de la clase del profesor Robey.
Littman sonrió.
—No tiene usted ninguna obligación legal, señor Edgewood.
—Doctor Edgewood.
—Perdón, doctor Edgewood. Como le decía, no tiene usted ninguna obligación legal, aunque yo diría que nuestras preguntas tienen cierta importancia.
—Lo cual implica que el profesor Robey está a malas con ustedes, ¿no?
Littman miró a Riehl, Riehl le devolvió la mirada y luego miró al decano.
—Respóndanme claramente y los ayudaré —dijo Edgewood—. Tómenme el pelo y les pediré que se marchen. Educadamente, por supuesto, como corresponde a una persona de bien que soy, pero aun así les pediré que se marchen.
—El profesor Robey está colaborando con nosotros en una investigación —dijo Littman.
—¿Lo han detenido?
—No, no ha sido detenido.
—¿Y dónde está ahora?
—Está con uno de nuestros investigadores —respondió Littman.
—¿Y se le está interrogando sobre algo que creen que puede haber hecho o sobre algo que podría saber?
—Eso no podría decírselo —dijo Riehl.
Edgewood asintió. Se recostó en su silla y se volvió ligeramente hacia la ventana.
—John Robey lleva aquí desde mayo de 1998. Nos consideramos muy afortunados de tenerlo con nosotros. Es un gran activo de la facultad. Hay muchos estudiantes que se han matriculado simplemente porque John Robey enseña aquí. Sus padres sabían quién era él, por su nombre y su reputación, y querían que sus hijos aspirantes a escritores se formaran en el mundo de la literatura de su mano. —Edgewood inspiró profundamente y suspiró—. John Robey es un enigma para mí, caballeros. No se da importancia, y sin embargo sabe que es importante. No se enfrenta a las cosas con intensidad, y sin embargo es una de las personas más intensas que he conocido nunca. Es un hombre callado… —Edgewood hizo una pausa y apartó la mirada un momento—. Pero los chinos ya dicen que un hombre callado, o no sabe nada, o sabe tanto que no necesita decir nada en absoluto. Si eso es cierto, yo situaría a John Robey en la segunda categoría. Por lo que yo sé, no tiene vicios. No bebe, ni fuma, y en cuanto a las mujeres, podría triunfar entre las del profesorado, pero no parece interesado. ¿Podría ser gay? Estoy seguro de que no. ¿Toma drogas? Dios sabe, pero si lo hace lo disimula tan bien que yo mismo juraría que no las toma, ni las ha tomado nunca. ¿Qué pienso de él como educador, como intelectual y como profesor? Lo tengo en la más alta consideración, aunque eso no significa necesariamente que apruebe o tolere todos su métodos didácticos.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Littman—. ¿Qué es lo que usted no aprueba?
Edgewood sonrió. Se esperaba la pregunta. Se acercó a la ventana emplomada, con un vitral central de rombos rojos y verdes. A través de la ventana, los arcenes de hierba se veían de un marrón anodino, los caminos limpios y los parterres de flores perfectamente podados para el invierno.
—Durante el tiempo que lleva aquí, John Robey me ha venido a ver una cantidad de alumnos nada desdeñable. No es que critique a sus alumnos, pero los desafía con agresividad. Será que es un hombre apasionado… —Edgewood juntó las manos tras la espalda y cerró los ojos un momento—. El mundo académico es otro mundo, caballeros —dijo en voz baja—. Mientras que algunos buscan la emoción en las persecuciones de coches y las armas de fuego, en los círculos académicos descargamos adrenalina con cosas mucho más tranquilas y cerebrales: un nuevo texto de Norman Mailer. Una colección de poemas antes desconocidos de Emily Dickinson… —Sonrió—. Entiendo que cosas así puedan parecerles absolutamente insignificantes, y quizá lo sean, pero el hecho es que el hombre lleva mucho más tiempo contando historias que colándose en viviendas y robando cosas. John Robey es un «hombre de extremos», podríamos decir. No tolera la complacencia, la falta de profesionalidad, la mediocridad. Preferiría que un alumno le entregara un texto de una prosa terrible en el que creyera a que le presentara una gran composición literaria que no le hubiera costado ningún esfuerzo. No se mete con sus estudiantes por lo que hacen, sino por lo que no hacen. Pone el listón muy alto, y exige que cada alumno se ajuste a ese nivel en la medida en que pueda.
—¿Ha dicho que ha habido estudiantes que se le han presentado llorando? —preguntó Riehl.
—Llorando, sí —dijo Edgewood, alejándose de la ventana y sentándose de nuevo a su mesa—. Por alguna cosa que a ellos les parecía imposible. El profesor Robey les pide diez mil palabras al mes. Un escritor profesional podría producir esa cantidad de palabras en un día o dos, pero estos estudiantes no son escritores profesionales. Lo que son y lo que aspiran a ser no son lo mismo. Robey los presiona para que corran antes de que hayan aprendido siquiera a caminar, y aunque ese es su método, y aunque ha obtenido repetidamente mejores resultados que ningún otro de nuestros profesores, lleva a los alumnos a extremos que en ocasiones han provocado quejas del Consejo de Dirección y del grupo de padres y alumnos.
—¿Y no ha habido respuestas airadas a sus métodos?
—¿Respuestas airadas? Siempre hay respuestas, agente, pero por mucho que digan, no pueden negar los resultados, las estadísticas de rendimiento. Independientemente de lo que pueda decir un padre sobre lo afectado que está su hijo o su hija, en sus ojos siempre se puede ver cierta gratitud por contar con alguien como Robey. Esta universidad no es barata, agente, y a los padres les gusta saber que a sus hijos se les exige.
—Tiene muy buena opinión de él —observó Littman.
—Tengo muy buena opinión de él y le tengo envidia, pero en otras ocasiones me alegro mucho de no parecerme en nada a él.
—¿Y cómo es eso?
—Porque no tiene vida propia —respondió Edgewood—. No tiene esposa, ni hijos, ni intereses. Se presenta en las reuniones de padres y alumnos solo porque su contrato estipula que no puede faltar. Es brusco con la gente, es un solitario, tiene menos sentido del humor que un enterrador. Puede mirarte de un modo que te haga sentir que no eres nada, y luego puede decir algo que te haga ver que te entiende mucho mejor de lo que pensabas…
Edgewood paró en seco. Por un momento pareció incómodo. Frunció el ceño, meneó la cabeza casi imperceptiblemente y sonrió.
—Lo siento —se disculpó—. Estoy divagando. Entenderán que lo que les estoy contando es simplemente mi opinión personal del profesor Robey… —Se rio algo nervioso—. En realidad no querría que él pensara que he estado hablando sobre aspectos extraacadémicos de su vida…
Littman mostró una sonrisa tranquilizadora.
—No se preocupe, doctor Edgewood, no se preocupe. Solo estamos indagando sobre el profesor Robey como persona, cómo se le ve en la facultad, lo que pueden pensar de él sus colegas y compañeros. Evidentemente, al ser el decano, usted está mejor cualificado que nadie para…
—No estoy de acuerdo con usted, agente —le interrumpió Edgewood—. Puede que sea yo quien contrató al profesor Robey, pero no trabajo con él constantemente. Los auxiliares de su departamento y sus estudiantes estarán mucho mejor cualificados para expresar una opinión precisa sobre sus modos y su actitud en el día a día. Yo lo veo en el pasillo. Nos cruzamos, nos saludamos con respeto, pero raramente hablamos. Lo veo una vez al mes para la reunión de seguimiento, y esas reuniones son relativamente breves y unidireccionales. Yo le comunico las cuestiones en las que se han registrado preguntas o, de haberlas, quejas. Él toma notas, masculla unas palabras de conformidad, y luego… —Edgewood sonrió y se calló.
—¿Qué? —insistió Riehl.
—Siempre acabamos hablando del libro que amenazo con escribir.
—¿Está escribiendo un libro?
—Amenazo con escribir un libro, agente. El profesor Robey es mi conciencia literaria, mi supervisor. Él me anima a que escriba, pero yo no lo hago. Racionalizo y me justifico, y él me dice que mis excusas son más pobres que las que le ponen sus estudiantes. Los dos nos reímos del asunto, pero sé que lo hace con buena voluntad.
En el despacho se produjo un silencio que duró unos cuantos segundos.
—¿Hay algo más, caballeros?
—¿La facultad abre los sábados? —preguntó Littman.
—Sí abre, sí, para estudios extracurriculares. Se abre la biblioteca, y vienen unos cuantos tutores que complementan su sueldo con clases complementarias. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Guardan algún registro de quién da esas clases?
—Sí, claro.
—Y el profesor Robey… ¿Nos puede decir si estuvo aquí el sábado 11 de noviembre?
—Sé que no estuvo aquí —respondió Edgewood.
—¿Y eso?
—Porque la universidad estaba cerrada por el Día de los Veteranos.
Littman y Riehl no dijeron nada.
—Bueno, caballeros, ¿hay algo más? —repitió Edgewood.
—No creo —respondió Littman—. Solo agradecerle su tiempo y su amabilidad.
Riehl se dispuso a levantarse de la silla.
—Un momento —dijo Edgewood, alzando la mano—. Les agradecería que me dieran una estimación del tiempo que retendrán al profesor Robey. Si tengo que contratar a sustitutos durante un tiempo… Bueno, no se imaginan la cantidad de papeleo que supone, por no hablar del gasto.
—Ahora mismo no tenemos una previsión…
—Venga ya, agente. Suena como Richard Nixon. Lo único que quiero es hacerme una idea de cuánto tiempo puede ser.
Littman se le acercó con gesto serio.
—Doctor Edgewood, entiendo su situación, de verdad, pero nosotros también estamos en un momento bastante impredecible. Existe la posibilidad de que el profesor Robey pueda ayudarnos en nuestra investigación, y si es así quizá le lleve un tiempo. Si no, supongo que lo sabremos antes de que acabe el día, y podría estar de regreso por la mañana. Eso, francamente, es todo lo que podemos decirle.
—¿Y ese asunto en el que quizás, o quizá no, pueda ayudarlos?
—Lo siento, señor, pero la verdad es que no puedo contarle nada más.
—Muy bien, pues —dijo Edgewood, y se puso en pie.
Riehl y Littman hicieron lo propio y se dirigieron hacia la puerta.
Edgewood llegó antes, les abrió y les indicó la salida.
—Por favor, comuníquenle mis mejores deseos al profesor Robey —dijo—. Díganle que todos estamos esperándole.
—Por supuesto —respondió Littman.
Edgewood se quedó mirando cómo se marchaban con una expresión de genuina curiosidad en el rostro, y quizá con una pizca de sensación de culpa por haber dicho tanto sobre Robey. Quizá no habría hecho falta ser tan explícito, pero ahora ya estaba hecho, y si John Robey era el hombre que Edgewood creía que era…, bueno, en ese caso sería perfectamente capaz de cuidarse. El decano volvió a entrar en su despacho y cerró la puerta delicadamente tras él.