La pista de patinaje sobre hielo está cerrada al público. Algunos días, después de las clases, salgo del Mount Vernon College y me voy a la pista de patinaje de Brentwood Park. Los lunes y los martes por la tarde, y un sábado de cada dos. Sarah está ahí, trabajando su rutina, el número que está preparando para el Campeonato Nacional de Patinaje Artístico de enero del año que viene. Tiene veintidós años. Sé dónde vive, el nombre de sus padres, los colegios a los que ha ido. Sé todo lo que se puede saber.

La observo mientras patina, mientras entrena, con la máxima dedicación y diligencia.

Practica su rutina, y aunque sé que me ve ahí, al borde de la pista, aunque hace como si yo no estuviera, yo quiero pensar que patina para mí, solo para mí.

La canción que ha escogido es «C’est l’amour», de Edith Piaf, y en el mismo momento en que empieza, cuando suena la introducción al piano por los altavoces sobre nuestras cabezas, se agacha hasta rozar el hielo, agazapada, y luego se abre como una flor que crece desde la nada…

Tras el piano suenan las cuerdas, y luego la voz de Piaf:

C’est l’amour qui fait qu’on aime

C’est l’amour qui fait rêver

C’est l’amour qui veut qu’on s’aime

C’est l’amour qui fait pleurer…

Un giro sobre los dos pies, un bucle picado, un medio bucle, un salchow, y luego ejecuta un Biellmann y acaba con una pirueta baja. Cada vez que se desliza hasta el borde de la pista el corazón casi se me detiene en seco.

La segunda estrofa, un ritmo staccato, suave pero insistente, con las cuerdas casi tocando en pizzicato:

Mais tous ceux qui croient qu’ils s’aiment

Ceux qui font semblant d’aimer

Oui, tous ceux qui croient qu’ils s’aiment

Ne pourront jamais pleurer…

Entra de un salto en una pirueta arabesca, y luego el bucle picado, en el que Sarah queda de cara al exterior mientras se desliza hacia atrás, cayendo sobre el pie izquierdo y luego volviendo a saltar con el derecho…

La tercera estrofa, con la sección de viento enfatizando el emotivo crescendo de Piaf:

Et ceux qui n’ont pas de larmes

Ne pourront jamais aimer…

Y yo observo a Sarah, y me pregunto si podrá llegar a entender algún día lo ocurrido, y por qué, y cómo se pudo tomar una decisión así. Porque por eso lo hicimos. Por eso hicimos todo esto.


Después, una hora más tarde quizá, ceno sentado en una cafetería en la esquina de Franklin Street. Le doy un sorbo a mi café. Por primera vez en años siento la necesidad de fumar. Se cierne sobre mí la sensación de algo que se acaba, y una vez más intento convencerme de que todo lo que he hecho lo he hecho por un buen motivo. Sé que es mentira, pero es una mentira que tengo que intentar creerme. Si no por mí, al menos por Margaret Mosley, por Ann Rayner y por Barbara Lee. Tengo que creérmela también por Catherine y, en última instancia, también por Sarah.

Pienso en los años que pasamos Catherine y yo en aquel lugar. Pienso en todo lo que aprendimos, y en lo que no. Recuerdo el calor, el caos, la sensación de alienación, la certeza de que nosotros éramos los extraños, los no deseados, los odiados. Lo que hacíamos allí nunca llegaría a la prensa. Lo que veíamos nunca acabaría convirtiéndose en motivo de debate en alguna asamblea de resolución y ratificación de Naciones Unidas. Lo que hacíamos era perpetrar crímenes contra la humanidad en nombre de…, ¿en nombre de qué? Quizá se me haya olvidado el motivo. Quizá ni se nos hubiera explicado a nosotros. Nos habían entrenado, y hacíamos aquello para lo que nos habían entrenado, y lo que había aprendido en Langley era lo que me mantenía con vida.

Ya pensaré en todo aquello en otro momento. Ahora no. Ahora me quedaré aquí sentado, bebiéndome mi café. Cerraré los ojos y recordaré la visión de Sarah girando y deslizándose por el hielo con una gracia próxima a la perfección. Oiré la voz de Piaf henchida de emoción, y rezaré una oración por Catherine Sheridan esperando, una vez más, que tuviéramos razón.

Mañana es miércoles; miércoles 15. Catherine llevará muerta cuatro días. Me parece que hace una eternidad desde nuestra última conversación. Teníamos una vida que no estaba mal, pero si tuviera que volver a hacerlo, lo haría todo de otro modo, empezando por mi madre y mi padre…, lo que hizo, y cómo me ha perseguido aquel recuerdo todos estos años, como un fantasma.

Y ocurrió otra cosa. Dos días antes de la muerte de Catherine.

Markus Wolf, uno de los personajes más legendarios de la Guerra Fría, murió mientras dormía. Tenía ochenta y tres años. Los rusos le llamaban Mischa, el Paul Newman del espionaje. Organizó una de las redes de espionaje más exitosas que se han orquestado jamás. Durante el tiempo que trabajó para la Stasi pasó a más de cuatrocientos agentes al otro lado del Telón de Acero. La Stasi hacía lo que hacía la KGB, lo que tanto habían perfeccionado sus antecesores nazis. Usaron los cerebros de IG Farben y Eli Lilly para que los ayudaran en sus experimentos, y cuando acabó la Guerra Fría, cuando por fin cayó el muro, sus mejores hombres acabaron aquí. En el corazón de los servicios de inteligencia de Estados Unidos. Yo he visto a alguno de ellos. Unos bastardos retorcidos y de aspecto maligno. Ahora trabajan para nosotros. Nos dicen cómo ganarnos los corazones y las mentes de los pueblos que invadimos. Y si no podemos ganarnos sus corazones y sus mentes, nos dicen cómo machacarlos hasta subyugarlos.

Sé todas esas cosas porque yo he formado parte de ellas: me convertí en lo que tanto luché por evitar. En un monstruo sagrado.